Prólogo

¡Qué curiosa es la Copa Libertadores de América! Los ganadores del prestigioso trofeo de plata y cedro, el más esperado en la vitrina de todos los clubes del continente, se coronan generalmente a base de coraje, garra, lucha, esfuerzo. Muy pocas veces, mediante un espectáculo virtuoso pletórico de talento y brillo. Además, este torneo es recordado casi siempre por sus batallas campales, equipos diezmados por rojas patadas criminales, fallos arbitrales muy cuestionables, sospechas de soborno y otros tejemanejes protagonizados por futbolistas, dirigentes, hinchas, árbitros y políticos, año a año, a lo largo de más de medio siglo de feroz contienda.

La Copa Libertadores no es una simple justa deportiva. Podría comparársela con el «Caballo de Troya» por esconder dentro del balón vicios abominables, como la xenofobia, el resentimiento, el inútil patrioterismo, para liberarlos por las tribunas. Con una buena cuota de razón sazonada con una pizca de acidez, Eric Blair —el escritor británico conocido por el pseudónimo de «George Orwell», fallecido una década antes del puntapié inicial de este campeonato americano— calificó el «fútbol internacional» como «la continuación de la guerra por otros medios». La cita de la palabra «guerra» no es casual en este párrafo: así fueron definidos innumerables partidos que, enmarcados por esta competencia, parecieron más bien combates de boxeo o de gladiadores.

Los futbolistas, técnicos y otros representantes de los clubes no contribuyen a la pacificación al evidenciar, en general, una excesiva voracidad por el dinero de los premios y la aparente trascendencia global de sus victorias, dos variables que se pretende encorsetar en una sola palabra: «gloria». Este peligroso cóctel batido por no menos rapaces directivos y hasta perversos personajes de la política ha provocado todo tipo de zafarranchos y tragedias que la prensa insiste en calificar como «vergüenza», «barbarie» o «nueva página negra», aunque poco se haga para promover cambios reales, conseguir justicia, morigerar el ánimo del espectador desaforado o denunciar al criminal disfrazado de hincha.

Este libro repasa el verdadero contexto en el que se sellaron muchas de las hazañas que quedaron en las retinas de los fanáticos en forma de «vuelta olímpica», aunque en verdad fueron cimentadas fuera de la cancha, en la oscuridad, mediante la coacción o «contratación» de árbitros, amenazas a rivales o el despliegue de curiosas acciones destinadas a restar poder futbolero al oponente. Todo vale y todos valen a la hora de emprender cualquier acción que deteriore las virtudes del rival. Cómo será la «fama» ganada por la Copa Libertadores que, en 1993, el presidente de la Confederación Su­damericana de Fútbol —que a partir de aquí citaremos por su sigla oficial, CONMEBOL—, el dirigente paraguayo Nicolás Leoz, celebró que no se registró «un solo incidente» a lo largo de los noventa y dos partidos de ese año. «Fue la Copa más limpia de la historia», proclamó Leoz a los cuatro vientos, con suspicaz agitación.

Aunque frente a los micrófonos los protagonistas ponderen la amalgama del plantel, la lúcida estrategia diseñada por el técnico, el amor por la camiseta y la voluntad de pagar con victorias el cariño del hincha y otros «bla, bla, bla», lo cierto es que a la gran mayoría de ellos sólo le importa el resultado en función de su cuenta bancaria y ganar de cualquier manera. Acá, el lector podrá encontrar una enorme variedad de originales trapisondas empleadas por muchos de los equipos participantes, sin excepción de país ni época.

La Copa Libertadores nació en 1960 como Copa de Campeones de América y recién adoptó su nombre actual en 1965. Tuvo como antecedente el Campeonato Sudamericano de Campeones que se realizó a lo largo de un mes, entre febrero y marzo de 1948, en Santiago de Chile, que ganó el Club de Regatas Vasco da Gama, de Brasil. Respecto del interés que despertó en el público, la experiencia fue positiva, pero poco práctica por la gran cantidad de tiempo que demandó un torneo con un formato de liga «todos contra todos». Durante más de una década, la CONMEBOL congeló las competencias de clubes hasta que, en 1959 —tal vez con un ojo puesto en lo que ocurría en Europa, donde la Copa de Campeones del viejo continente se desarrollaba con gran éxito desde 1955—, se reavivó la llama de la contienda entre instituciones futboleras. Tras varios meses de deliberaciones, el 18 de febrero 1960, en Montevideo, la CONMEBOL —presidida por el uruguayo Fermín Sorhueta— aprobó el desarrollo de un certamen que, al principio, enfrentó a los ganadores de ligas u otras competencias de cada país. La entidad resolvió que los enfrentamientos se realizaran «de ida y vuelta», a diferencia de la experiencia que había tenido lugar en Chile, para no sobrecargar a los protagonistas que, al mismo tiempo, tenían sus lógicos compromisos locales. Paralelamente, se encomendó al diseñador Alberto de Gasperi y al orfebre Carlo Mario Camusso, dos inmigrantes italianos que tenían una joyería en Lima, el diseño y confección del trofeo, que se forjó en argento y se adhirió a una base de madera noble. La copa fue rematada con un muñequito que representa a un futbolista.

A lo largo de más de medio siglo de feroz competencia, el caro trofeo de plata y cedro fue levantado por los equipos más importantes del continente: Boca, River, San Lorenzo, Racing e Independiente de Argentina; Peñarol y Nacional de Uruguay; Colo-Colo de Chile; Olimpia de Paraguay; Flamengo, Corinthians, São Paulo, Palmeiras y Grêmio de Brasil; Atlético Nacional de Colombia. Éste, tal vez, sea uno de los condimentos que ha realzado la contienda.

Es justo decir que la podredumbre incitada por el afán desmedido por levantar el galardón de diez kilos de peso no ha podido contaminar a todos y a todo, y que muchísimas victorias se consiguieron con absoluta transparencia. También que, aunque algún fraude haya enturbiado las aguas cristalinas de un campeón, fue fundamental el aporte de fútbol de buena calidad. Al fin y al cabo, no se puede ganar sin meter la pelota en el arco de enfrente. Hoy se cree que el avance de la tecnología ofrece cada vez menos margen para la trampa. La verdad es que la evolución, a través de originales mecanismos, también se dio en el arte del chantaje. Dante Panzeri, prestigioso periodista argentino que fue director de la revista El Gráfico y murió meses antes del inicio del Mundial de 1978 (al que se opuso con vehemencia), solía decir que «el fútbol se juega de lunes a viernes en las oficinas de la Asociación del Fútbol Argentino. El resto es para la gilada». Esta sentencia parece caberle justa al ámbito de la Libertadores y al rol de la CONMEBOL. El lector se topará en estas páginas con decenas de denuncias de tropelías que la institución ha avalado con la complicidad del silencio hermético o rimbombantes investigaciones que se enfrían con el tiempo y luego se pierden de tanto saltar de escritorio en escritorio. Ha habido situaciones que pusieron de manifiesto el desprecio por la vida —siempre la ajena, claro— en función del «espectáculo». Para muestra, basta mencionar lo que ocurrió en Asunción en marzo de 1999: la CONMEBOL ordenó que los clubes paraguayos Cerro Porteño y Olimpia enfrentaran al brasileño Sport Club Corinthians Paulista horas después del asesinato del vicepresidente Luis María Argaña y mientras se desataba un intento de guerra civil con sangrientos episodios en la capital guaraní. Los dos partidos se jugaron al calor de armas de fuego que disparaban desde puntos cercanos al estadio Defensores del Chaco —nombre que, coherente con la lógica de Blair, rinde homenaje a los caídos durante la guerra que enfrentó a Paraguay con Bolivia entre 1932 y 1935— y alarmaron tanto a los protagonistas como a los pocos espectadores que se animaron a concurrir a la cancha.

Si el lector llegó hasta esta línea sin haber huido despavorido para guarecerse del alerta meteorológico por caída de balones de azabache, permítame contarle que no todo lo que hay por delante está empapado de componentes negativos. La Libertadores ha sido también escenario de duelos memorables de inobjetable honradez, victorias pródigas de goles y ética, fiestas y alegrías bañadas de heroicidad y decencia. Al mismo tiempo, fue crisol de situaciones graciosas y curiosas que desde muchos de los párrafos siguientes tirarán centros para la carcajada: un futbolista fue expulsado dos veces en el mismo partido, ¡con dos camisetas diferentes! Un club fue tricampeón de América gracias a la buena vibra que le transmitió un «culo de cemento». Un equipo ganó con un gol marcado por un sacerdote, otro dio la vuelta olímpica gracias al milagroso aliento de un Papa. Un aguerrido mediocampista trabó con tanta fuerza que liberó una inoportuna diarrea. Travesías homéricas y las cábalas más desopilantes también quedarán «mano a mano» con la risa.

Historias insólitas de la Copa Libertadores no presume de ser «la» historia del popular certamen americano. Sí es una crónica de hazañas y miserias, héroes y vencidos, risas y llantos, gritos y silencio. Una forma de aprender del pasado para mejorar el futuro, mientras se disfruta del más popular de los deportes desde un espacio relajado y ameno. El fallecido técnico austríaco Ernst Happel garantizó cierta vez que «un día sin fútbol es un día perdido». Quizás este libro resulte muy práctico, entonces, para aquellos momentos en los que la pelota descanse de tanto rebotar por los estadios.