SON LOS RIFF

Por mucho tiempo, mi mundo musical estuvo en las revistas Pelo y El Expreso Imaginario, y en los discos que escuchaba con mis amigos del barrio, en tiempos donde no había PlayStation ni computadora. A los 13 años, la música era nuestra gran ilusión. Queríamos escucharla, ir a sentirla en vivo y, en mi caso, llegar a tocarla. También íbamos a la cancha porque, claro, el fútbol también nos acompañaba. Yo había jugado en las infantiles de Platense y hasta me tocó alcanzar pelotas en algunos partidos de Primera División. Por ese entonces, el Diego llegaba a Boca Juniors e ir a “la de socios” en la Bombonera era uno de nuestros mejores programas. Flasheábamos con el Dieguito del 81, ese de peluca afro y la camiseta Adidas con la publicidad de Fiat. Ese mismo que se subió a bailar en el escenario del negro Eddy Grant, cuando tocó en Obras. Otra salida era ir a los cumpleaños de quince o al Italpark, donde curtíamos un juego que estaba apareciendo: el Samba, que tenía música y te daba alguna chance de manotear alguna nena que se caía mientras simulábamos ayudarla. En ese entonces, ya estaba ayudando los fines de semana en La Bámbola y hacía lo que hiciera falta: cocina, adición, bachero, etc… Un viernes a la noche estaba en la parte de entradas frías y postres, con un delantal y un gorro blanco, esperando que se terminara la jornada para irme a encontrar con mis amigos. Cuando estábamos cerca de cerrar, aparecieron cuatro tipos de negro, mucho cuero, que entraron sin saludar ni preguntar si se podía comer todavía. Me quedé helado.

—Atendámoslos —le dije a mi viejo.

—¿Quiénes son?

—Son los Riff —respondí—. Un grupo de rock.

No podía parar de mirarlos. Era un flash verlos de cerca y escucharlos hablar, cagándose de risa. Mientras los veía tomar vino, quería estar sentado en su mesa. Pappo me hacía señas para que le llevara más botellas de vino de la casa. Con ellos estaba Mundy Epifanio, legendario manager de Riff, Los Violadores y, ahora, de Ataque 77. Con mucha timidez, me acercaba y les dejaba la botella. Los muchachos eran de buen tomar. Yo los miraba y me preguntaba qué pensarían ellos de que a mí me gustara Riff, pero también Charly y el Flaco Spinetta.

En esa época, la gente se dividía mucho más por gustos musicales: o eras “spinettiano”, o curtías Charly, o te cabía el Carpo y ninguno más. No era mi caso. Para mí, ellos tres son la síntesis del rock nacional. Tienen locura, poesía y rock.

Los Riff se quedaron hasta las tres y media de la mañana. Me clavaron. Una típica de restaurante: llega un cliente cuando estás por cerrar y lo tenés que atender hasta cualquier hora. Cuando se fueron, sentí un alivio y también una tremenda certeza de que yo quería ser uno de esos que tocan la guitarra o algo en un grupo conocido de rock.

Lo mismo me pasó cuando estaba de vacaciones en San Bernardo, ese mismo año. Tocaba Serú Girán en el circo de Mar de Ajó, que estaba en la entrada de la ciudad. En esos días, tenía una guitarra acústica y tocaba temas de rock nacional en un bar que se llamaba Viejo Verde, donde alguna noche apareció Fito Páez, entonces tecladista de Juan Carlos Baglietto. El día del show, busqué a Charly por todo el pueblo. Lo quería conocer en persona. Averigüé el hotel donde paraba y lo esperé. Pero no apareció.

Me fui para el show, que empezó dos horas atrasado por culpa de la función del circo (¿se imaginan al Charly de aquella época ante un contratiempo como ese?). Cuando terminó, logré que los de seguridad no me echaran y me acerqué al escenario. Había un tipo que estaba desarmando. Era robusto y debía pesar como 150 kilos. Yo era flaquito y no tenía ni 15 años. Pero lo encaré:

—¿No me das la púa de David (Lebón)?

—No —respondió.

—¿Y los palos de Moro? —le señalé la batería.

—¿Querés los palos de Moro? —dijo el tipo, con ese mal humor de plomo del rock—. Yo te los voy a dar.

Entonces me pidió que lo acompañara. Bajó del escenario y fuimos hasta un camión que estaba estacionado afuera del circo. Abrió la puerta:

—Dale —dijo—. Cargá esas cajas y llevalas al escenario.

Esas cajas eran los estuches de todos los instrumentos, que en el palo del rock se llaman “anvil”. Tuve que arrastrar los anviles vacíos desde el camión hasta el escenario, por el suelo de arena. Y después, con los instrumentos adentro, otra vez al camión. Las ruedas de anviles no se deslizaban, así que cargué cajas como una bestia. El resultado fue una hernia que me operé hace cuatro años y que le debo a esa institución de los asistentes de escenario llamada “Quebracho”, quien cumplió con su promesa y, después de abusar de mi pálido estado físico, me entregó los palitos modelo Regaltip 5A que había usado esa noche Oscar Moro.