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El Capellán
El viernes 10 de agosto de 2007 a las cinco de la mañana, busqué en la Estación Retiro al pastor evangelista Ariel Acuña, conocido como «El Gitano» en su pasado de delincuente y como Ariel Acuña Mansilla en los penales, donde pasó más de la mitad de su vida, porque los carceleros identifican a los presos con el apellido paterno y materno.
Lo esperé adentro del Mercedes Benz, a unos metros de la estación central del Ferrocarril San Martín. La lluvia había ahuyentado a todos menos a los marginales que revolvían la basura.
Quería huir de Retiro. Deseaba que Ariel Acuña llegara ya: las terminales de pasajeros, aun las de aviones, son de una tristeza insoportable en las madrugadas. Es la hora en que las caras se afean. Tengo la sensación de que los mejores están durmiendo.
Me había levantado a las cuatro de la mañana. Estaba mal dormido porque la ansiedad le había ganado al sueño: iba a conocer el penal de Sierra Chica, donde en la Semana Santa de 1996 ocurrió el motín que más se recuerda en la historia carcelaria argentina. Demasiado tiempo estuve buscando las causas de la masacre. No fue un hecho espontáneo, irracional o impulsivo; era una historia de odios guardados durante años. Ahora estaba cerca de revivirla en el lugar en donde ocurrió acompañado por uno de los protagonistas.
Cuando se nombra Sierra Chica, la memoria remite a las empanadas de carne humana que los amotinados les sirvieron a los rehenes y a los jefes de la rebelión que la prensa bautizó como Los Doce Apóstoles, no sólo porque la toma del penal fue en Semana Santa, sino por su fanatismo y por ofrendar a los carceleros el cuerpo y la sangre de un preso en una macabra comunión.
Conocía todo sobre el motín que duró ocho días y dejó ocho muertos. Hacía un año que, además de hablar con Ariel Acuña, uno de los Apóstoles, visitaba en distintos penales a Jorge «Pelela» Pedraza, el jefe del grupo, y a Miguel Ángel «Miguá» Ruiz Dávalos, su lugarteniente. También había conversado con algunos rehenes y con Julio Barroso, uno de los jefes superiores del Servicio Penitenciario que dirigió el operativo de recuperación del penal.
Como Ariel había salido del presidio hacía pocas semanas, nos encontrábamos con frecuencia para dar largos paseos. Quería ver cómo se comportaba un hombre en libertad después de diecisiete años de encierro. Me deleitaba escuchar sus opiniones sobre la Buenos Aires de 2007 que miraba con asombro. No podía creer que esa expresión de inocencia correspondiera a un hombre que conoció varios infiernos. Almorzábamos juntos y un día nos animamos a pedir empanadas. Desdramatizamos el momento con humor negro. «Si pongo una pizzería la voy a bautizar Los Doce Apóstoles y le voy a colgar un cartel que diga que es atendida por sus propios dueños», me contaba riendo.
Me llevó tiempo ganar la confianza de los Apóstoles que estaban en prisión. Fueron mañanas de compartir el mate que ellos preparaban, con las facturas que yo llevaba. La paciencia dio resultado y pude conocer la verdad que al día de hoy ignoran hasta los jueces que los sentenciaron.
Los condenaron en abril de 2000. El juicio oral, que seguí con atención, duró más de dos meses. Las declaraciones de los testigos no fueron creíbles. En sus argumentos, ligeros e imprecisos, no encontré los motivos del ensañamiento de los rebeldes con los asesinados y, mucho menos, del posterior canibalismo. Los Apóstoles no declararon. Después supe que hubo un pacto de silencio que se lo impusieron a los que estuvieron en el penal. Unos cumplieron por convicción y otros por miedo.
El juicio oral se hizo en la cárcel de alta seguridad Melchor Romero, en la ciudad de La Plata, por la peligrosidad y el temor que generaban los Apóstoles. Guillermo McLoughlin, que fue director del Servicio de Seguridad del Servicio Penitenciario de la provincia de Buenos Aires durante el motín, le dijo a los tres jueces: «Mi seguridad no va a ser desde mañana la misma que es hasta hoy. Corro más peligro en la calle que dentro de una unidad».
—¿Cree que un preso puede declarar contra otro preso? —le preguntó la fiscal Silvia Etcheverry.
—No, algo le pasaría. No podría volver a pisar ningún penal de la provincia hasta que cumpla su condena. Esto no termina en los acusados, porque ellos tienen sus amigos.
El ex director fue lapidario: «el único lugar donde van a estar seguros los presos que declaren es en su casa. A cualquier penal que vayan los van a matar».
Los Apóstoles y doce acusados más estaban adentro del presidio encerrados en una jaula, atrás de un muro de hormigón de ocho metros de alto, a doscientos metros de la sala del juicio. Los veinticuatro reos veían y escuchaban lo que ocurría en el recinto por una gigantesca pantalla de televisión de setenta pulgadas. La jaula estaba dividida en tres secciones para separar a grupos de delincuentes que tenían cuentas pendientes entre sí. El odio entre presos no lo calma ni el paso del tiempo. Es el sentimiento que los mantiene vivos en la cárcel. El amor, en cambio, es fatal: los puede matar de pena.
El cuadrado de barrotes gruesos estaba rodeado por medio centenar de guardias y un escuadrón de perros. Los presos, para comunicarse con sus abogados, debían pedir permiso, porque la cabina con auriculares y micrófono estaba afuera de la jaula.
Los jueces, con sentido práctico, creyeron que al tener a los acusados lejos de la sala de enjuiciamiento, los testigos declararían con menos presiones. No deberían soportar las miradas de Jorge Pedraza y su gente. Pero ese encierro atentó contra todos los principios de igualdad ante la Justicia, porque fue una condena anticipada: solo se enjaula a los incontrolables, a las fieras. Ese prejuicio, instalado en la sociedad y los medios de comunicación, fue más fuerte que las leyes: la jaula fue un estigma y el silencio de los acusados se tomó como una confesión de sus culpas.
El ministro de Justicia de la provincia de Buenos Aires reflejó el sentimiento de la época, cuando antes del juicio explicó: «Los pusimos en una jaula porque son peligrosos. Son gente que está decidida a cualquier cosa».
Los Doce Apóstoles parecían tener brazos muy largos para la venganza. Los presos que declararon ante los jueces fueron los que más alejados estuvieron de los hechos de Semana Santa. Lo hicieron para conseguir ventajas como el traslado a otras cárceles en condiciones más confortables, por ser «testigos protegidos». Los que estuvieron en el lugar y presenciaron el horror no abrieron la boca.
Los más fabuladores hablaron y describieron situaciones que no presenciaron, como los asesinatos, el descuartizamiento o la cremación de cadáveres. Fueron cuentos cargados de tanta audacia como imprecisiones. Cada uno dio una versión distinta. Los jueces prefirieron adherir a las historias más fantasiosas, por estar más cargadas de detalles, que esforzarse en buscar las coincidencias que demostraran su veracidad.
A favor de la fantasía jugó que siete de los ocho asesinados durante el motín fueron descuartizados y cremados. Era imposible comprobar la forma en que murieron y, mucho más, quiénes los mataron. Los cadáveres, reducidos a cenizas, se cargaron en la mayor de las bandejas de la panadería y se esparcieron por el patio del penal.
Tiempo después comparé las declaraciones con mis apuntes para ver si algún dato los enriquecía. Aportaron muy poco, sólo contradicciones que me hicieron ver que les cargaron crímenes a quienes no los cometieron y los absolvieron de otros que ejecutaron. Pero como eran asesinos (y de esto no hay dudas) la prioridad para los jueces fue la condena, no la verdad.
Comprendí que hay dos visiones sobre los sucesos: para los que estuvieron afuera del penal, incluidos los jueces, fue una masacre; para la mayoría de los que estuvieron entre los muros, un acto de justicia.
Para mi suerte, Ariel Acuña apareció rápido de entre la oscuridad de Retiro. Se subió al auto. Venía abrigado por una campera clara con cuello de piel sintética para soportar esa madrugada impiadosa de cuatro grados, con viento y lluvia helada.
Partíamos a Sierra Chica para que me hiciera una visita guiada por el penal y me explicara los sucesos de hace once años en el exacto lugar en que ocurrieron.
Quería bajar a tierra todos mis conocimientos de la historia. Ver los pabellones, en particular el 8, donde comenzó la cacería de presos. También me interesaban los buzones (celdas de castigo) del pabellón 12, el sitio de un siniestro velatorio de cadáveres apilados. En mi curiosidad entraban los hornos de la panadería donde los cremaron; la cocina, el taller, la carpintería, la capilla que sirvió de refugio a homosexuales y ex oficiales de la policía, y el túnel inconcluso.
Ariel tenía 22 años en la Semana Santa de 1996. Hoy, a los 33, tiene la personalidad de un chico, aunque su aspecto rudo lo desdiga. Paga el precio de no haber tenido niñez: la edad no coincide con la persona, se desencuentran en el tiempo. La infancia es la única etapa de la vida que se puede perder. Se es adolescente y adulto, aunque no se quiera. Pero ser niño es una posibilidad. Por eso la infancia puede ser robada.
Al ex apóstol le arrebataron la niñez. Se la quitó su madre, una prostituta alcohólica que se acostaba con sus clientes delante de sus hijos. La depredación siguió cuando a los cuatro años el servicio social se lo llevó del rancho de chapas en las afueras de Bahía Blanca, junto a su hermano y una hermanita un año menor que él, al Patronato de la Infancia. De la hermanita nunca supo más. Vivió en el orfanato unos pocos años. Permanecía castigado porque no quería pasear con los candidatos que se presentaban para adoptarlo. Las cuidadoras no lo toleraban, no sólo por su empecinamiento en no salir o por su interminable llanto, sino porque debían cuidarlo y perdían su día franco. Su hermano fue lo opuesto: calmo y resignado.
Un día se presentó un suboficial de la Marina de la base de Puerto Belgrano. Ariel dejó de llorar porque el hombre y su esposa lo llevaron a pasear con su hermano. El matrimonio no tenía hijos y al poco tiempo los adoptaron.
Los nuevos padres quisieron encarrilar al llorón y molesto de Ariel. «¡Por qué no aprendés de tu hermano!», le gritaban. Los golpes no tardaron en llegar. Agotados los retos, fue el medio que eligieron para calmar su histeria. Parecía que querían someterlo, no educarlo. Llegaron a azotarlo con la manguera del lavarropas y una noche de invierno en Bahía Blanca lo hicieron dormir en el lavadero en paños menores. Nunca olvidó el frío que le atravesó el cuerpo y lo dejó cargado de odio hacia el mundo. ¿Por qué no mejoraba su vida en cualquier lugar que le tocara vivir? El matrimonio se olvidó de buscar el remedio en el origen de ese llanto eterno. El padre, que tenía una excelente foja de servicios y era un buen jefe de tropa, quería educarlos con los únicos principios que conoció: los de la instrucción militar. Nunca diferenció a su hijo de un soldado.
Cuando Ariel terminó la primaria, donde fue buen alumno, comenzó su vida de delincuente. Se fue de su casa a los 13 años no sin antes dispararle un tiro entre los pies a su padre cuando lo iba a golpear.
Ariel es morocho, robusto, ancho de espaldas, de estatura mediana, usa barba candado y lleva en la oreja izquierda un diminuto aro con una piedra verde que imita a la esmeralda. Cuando no sonríe, algo que afortunadamente no sucede con frecuencia, tiene el aspecto de un ser abandonado, muerto en vida. Su pelo recién cortado es negro y abundante. Las manos viven guardadas en los bolsillos para ocultar los delatores tatuajes que se hizo en prisión.
Recuerdo que cuando me lo presentaron me tendió su mano tatuada con una enorme cruz svástica.
—¡¿Sos nazi?! —Le pregunté enojado. A pesar de la repulsión, no me animé a dejarlo con la mano tendida. Y no fue cobardía; no quería agregarme a la enorme lista de gente que lo despreció.
—¡Naaaa! La cruz me la hicieron de onda. Estábamos al pedo y nos dibujábamos cualquier cosa.
Me explicó cada uno de los dibujos. Los cuatro puntos alrededor de un punto, como si fuera el cinco de la faz de un dado, representan a cuatro «chorros» rodeando a un policía. Inadvertida, al lado de la svástica, estaba escrita la palabra «Paz». Y en el espacio que queda entre cada dedo tenía una letra que unidas formaban «Fátima», el nombre de su primer amor a los 13 años, que conoció en un aguantadero del barrio de Saavedra donde se ocultó después de asaltar y matar a un comerciante. El hombre lo había visto tan pequeño que le quiso arrebatar la pistola. El cómplice de Ariel le pegó un tiro. Los tatuajes eran sentimientos revueltos: una svástica al lado de la palabra «Paz» y Fátima con los delincuentes rodeando al policía para matarlo.
—Quiero sacarme los tatuajes porque nadie me da trabajo cuando los ve y no quiero tener problemas con los judíos —me confesó.
Le prometí que iba a hablar con mi amigo Luis Ripetta, un cirujano plástico que estaba apasionado por la historia que estaba escribiendo, para que se los quitara. Me di cuenta de que no imaginó que un día podía ser libre y cambiar de vida.
Desde que subió al auto estaba nervioso. Había discutido antes de salir con Vanesa, su mujer y mamá de Isaías Ezequiel, su hijo de seis meses que nació mientras ambos estaban presos: «No quiere que vaya con vos a la Unidad 2 (los presos no llaman a las cárceles por su nombre). No quiere que vuelva ni de visita».
La angustia no le permitía colocarse el cinturón de seguridad. Lo ayudé. Le expliqué cómo engarzaba en el broche. Era torpe para manejarse en el mundo que encontró después de diecisiete años preso. Hacía menos de un mes que estaba en libertad y hasta caminar por la calle le resultaba difícil. Este hombre que robó, se tiroteó con la policía y mató, tenía pánico al cruzar las avenidas. Subía con temor a colectivos y trenes: le parecía que lo miraban porque había estado preso y temía que lo reconociera algún familiar o amigo de las personas que había matado.
Se asombraba de la velocidad que había adquirido la vida. «La gente anda a mil, como desesperados; nunca tienen tiempo para conversar; no es como antes». Antes, para Ariel, terminó en 1991, cuando en un asalto en Mar del Plata cayó herido de bala en una pierna. Tenía 16 años y una conducta pésima (se había escapado de cada reformatorio en el que estuvo) que hizo que lo mandaran a las cárceles de adultos, aun siendo menor de edad. No existían los teléfonos celulares donde ahora, a gran velocidad, con su dedo pulgar derecho, digitaba mensajes de texto para estar en contacto con su esposa gastando poco dinero. Tampoco estaban los grandes supermercados, las multicolores farmacias de las cadenas mexicanas, los drugstores con rejas para evitar ser asaltados, los ciber, las avenidas atestadas de autos que «parecen naves», ni los piquetes.
A los pocos días de salir de la cárcel entró a un banco a cobrar un subsidio. «A ese banco lo había asaltado hacía muchos años y cuando entré como cliente, levanté la cabeza y saqué pecho. Me agrandé», me contó mientras largaba la carcajada. Yo lo escuchaba tratando de no distraerme a pesar de que a esas horas no había nadie en las calles.
Ariel había aprendido la rutina de viajar en tren hasta Retiro, porque era el sitio donde nos reuníamos para que me contara su vida. Se iba armando de pocas pero muy firmes referencias para empezar a vivir en libertad, un momento que los presos esperan con ansiedad, pero que después los intimida porque no pueden comprender el mundo extramuros. Por eso muchos no temen volver: la vida les parece un presidio más grande. La cárcel es una tragedia sólo para los que estamos libres.
Vivía en una pequeña habitación al fondo de la casa de sus suegros, los padres de Vanesa.
—Qué difícil es estar afuera. La pieza donde dormimos con
Vanesa es más chica que mi celda —me dijo en el auto.
—El peor día en libertad supera al mejor día de la cárcel —le contesté con una frase que quiso ser un consejo, pero me sonó teatral.
Vivo con el temor de que vuelva al delito. Son muchos los chicos de «La Rana», una villa cercana a su barrio en la localidad de William Morris, que se le acercan para que los lleve a robar. «Probame, quiero ir de caño con vos», le proponen. Para esos pibes, proyectos de delincuentes, Ariel es un ídolo, un pesado. Fue un Apóstol, y no lo toman en serio cuando les responde: «Rescátense. No agarro más los fierros. Eso ya fue, ahora tengo a Dios en mi corazón».
Lo mismo les dijo a dos ex cómplices que lo fueron a buscar con un Honda Civic nuevo, pero robado. «¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Ahora sos extranjero que no das más bola?»
Fue tumbero de temer. El tumbero nunca abandona la idea de fugarse a cualquier costo y aprende los códigos de la cárcel para sobrevivir. Domina el idioma de las señas que es más veloz que el de los sordomudos. Con los dedos pueden comunicarse a distancia sin que los vean los guardias. A veces se cruzan de brazos para disimular la mano que pasa señas. Cada movimiento dibuja una letra. Una palabra de cinco letras, requiere cinco movimientos. Si es complicado armar frases con velocidad, más difícil es leerlas. Son horas de entrenamiento diario en la celda, pero en la vida del preso hay superávit de tiempo y un gran porcentaje lo dedican a aprender e inventar formas encriptadas de comunicarse. Las demás horas son para fabricar armas e idear fugas.
El encierro los vuelve psicólogos. «El chamuyo rápido te salva», dicen. Una frase exacta, puesta a tiempo, puede sacar al preso de una situación complicada. Para ser tumberos, además de psicologear, tienen que manejar la faca o planchuela, el cuchillo que fabrican en prisión. También deben dominar la punta, una barra fina y pulida que parece una aguja de tejer. La faca cuando entra en el cuerpo hace ruido de huesos rotos y abre un surco ancho con hemorragia. La punta es silenciosa, penetra profundo y la herida no sangra. Es letal, no la detienen ni las costillas, pero no sirve en los duelos porque no permite bloquear las estocadas del rival. La faca es para combatir de frente; la punta, para matar a traición.
La faca y la punta son las armas que quitan o salvan la vida. Son cuchillos que se hacen con los hierros de la cama, las vigas de las paredes o cualquier objeto metálico. Para fabricarla, algunos esperan a que el guardia termine la recorrida y se aleje. Otros ponen la música muy alta, generalmente cumbia villera, para tapar el ruido del hierro que raspan en el piso mojado de la celda. El agua evita que el metal se ponga al rojo y se deforme.
Hay quienes los fabrican con dientes de serrucho de un lado y filo del otro. Después, envuelven en tela lo que será la empuñadura. Si la faca es muy grande, casi un sable, la llaman Highlander, como la espada del personaje inmortal de la película. A veces le anudan un elástico que sacan del calzoncillo para tirar el puntazo y hacer que la faca vuelva a sus manos como un yoyó. Otros le atan un cordel de quince centímetros para que no se escape durante el duelo cuando se es herido en la muñeca, algo que sucede a menudo.
Ariel, como buen tumbero, fue embrollero o cachivache, calificativos que los guardias le aplican al creador de conflictos y provocador de peleas con otros ranchos.
Acompañó motines y también los armó. No dejó de participar en ningún intento de fuga en las cárceles que estuvo. Fue jefe y protector de su rancho. Debió demostrarlo en duelos o «saltando los techos» (cruzar por los tejados) hasta otro pabellón y «caer sin pan», como llaman al ataque por sorpresa, para acuchillar a quien dañó o violó a alguno de sus soldados. El tumbero no perdona, se venga.
Cuando se «saltan los techos», por respeto a las jerarquías, se le avisa al limpieza (el delegado de cada pabellón) que alguien atravesará sus tejados. No es diferente al permiso que pide un país a otro para volar por su espacio aéreo. Las reglas tumberas son estrictas en los detalles.
Para los guardias, el rancho es algo más terrenal: es la hora en la que comen los presos, como lo señala el reglamento de la cárcel. Pero para el tumbero es el momento donde se reúne con sus compañeros, sus soldados. La mesa del rancho la arman en el pabellón, frente a la celda de algún miembro de la ranchada, para recibir la comida del penal que mejoran agregándole lo que les trajeron los parientes. Hacen un pozo común con todo lo que reciben en cada visita. El mulo o gatito, el preso menos relevante y más indefenso, se encarga de servir la comida y levantar la mesa. El mulo es un mucamo, pero no es putito porque no fue violado. Los mulos le deben el invicto de su ano a la protección de la banda con la que ranchean.
El rancho es la institución de los que «caminan juntos»; es la familia que armaron para protegerse, sobrevivir y atenuar penas. El jefe de la familia siempre es tumbero.
En un pabellón pueden coexistir cinco o seis ranchos y hay un delegado ante el director de la cárcel al que llaman «el Limpieza», que además es mediador en los conflictos entre las ranchadas de su pabellón.
—En la cárcel nadie se agarra a trompadas, todas las peleas son a cuchillo. No es el Luna Park: te pinchan los guantes —me contaba Ariel mientras yo aceleraba por la desierta avenida Lugones.
La lógica era rotunda: Muchas peleas a trompadas terminaron con el que iba ganando asesinado, porque el que llevaba la peor parte sacaba una pequeña faca oculta o algún compañero de rancho, que pasaba por espectador de la pelea, se la arrimaba a la mano.
Tomamos General Paz para recoger a la altura de avenida San Martín al capellán Daniel Visciglia, de la iglesia Emanuel, el responsable de la conversión de Ariel. Visciglia se aferró a la iglesia evangelista en 1997 después de que asesinaron a su padre en un asalto. No buscó venganza, se refugió en Dios y predica en las cárceles en los tiempos libres que le deja su oficio de pintor de casas.
Este hombre de estatura mediana, canoso, de ojos claros y cara de buen tipo, se ganó el respeto de ladrones, rateros, estafadores, violadores y homicidas. Para todos tiene una palabra, un abrazo y una Biblia. Hay ocasiones en que es la única visita de presos olvidados por su familia. Los dinosaurios, los de condenas más largas, casi siempre se quedan solos. Hasta sus hijos los abandonan y sus mujeres forman otro hogar.
Visciglia conoció a Ariel Acuña en 2001. Lo fue a visitar a Melchor Romero, la cárcel considerada de más alta seguridad en Sudamérica. Mientras lo aguardaba detrás del vidrio blindado del locutorio, meditaba sobre lo que le diría para ganar su confianza. Un ruido seco de pasos y cadenas lo sacó de su concentración. Llegó esposado, con cuatro hombres de custodia armados con una escopeta Itaka cargada de postas de goma. Llevaba un mameluco tornasolado para prevenir fugas: de día se veía marrón claro, pero si faltaba luz viraba a anaranjado fosforescente. Una «A» en el bolsillo lo calificaba como reo peligroso de difícil adaptación.
El predicador les pidió permiso para ir del otro lado del vidrio, no quería hablarle por el intercomunicador. Su credencial de capellán le permite ciertas libertades.
—Quítenle las esposas, por favor.
—Nosotros le sacamos los ganchos, pero es su responsabilidad, pastor. Este tipo tiene mucha fuerza y nos puede dejar a todos pegados contra la pared —le advirtió el que estaba armado.
—Déjenos solos, hermano.
—Usted sabe lo que hace. Cualquier cosa, llame. Estamos al lado de la puerta.
El Capellán y Ariel quedaron cara a cara. El Gitano no lo miraba a los ojos; estudiaba su alrededor. Los tumberos siempre buscan un plan «B» cuando no entienden lo que sucede.
—Estoy aquí para traerte a Dios, pero antes de conversar te quiero dar un abrazo —le dijo Visciglia.
A pesar de no tener las esposas en sus muñecas, estaba tenso como un animal de riña. Cuando el capellán se arrimó dos pasos, echó su cuerpo hacia atrás, sin dejar de mirarlo. El predicador le dio unas palmadas en la espalda para tranquilizarlo y luego estrechó fuerte el cuerpo rígido. Un temblor empezó a extenderse por el Gitano. Aparecieron pequeñas lágrimas que se transformaron en gotas más largas y explotó en un llanto que pareció un grito. Durante varios minutos su cuerpo sostenido por el predicador se convulsionó. Cuando la crisis se aquietó, la mirada había cambiado. Las lágrimas aliviaron los pesares.
—Nunca me habían abrazado —le dijo con la voz quebrada.
Conversaron casi una hora. Demasiado para la primera vez. Al despedirse, desató el pañuelo fino que llevaba alrededor del cuello y se lo entregó: «Pastor, quiero que tenga algo mío».
El pañuelo identifica al «cuchillo largo», al hábil con la faca. Si hay alguna duda sobre el derecho a portarlo, se resuelve en un duelo. Los «cuchillo largo» se ganan el respeto en combates que terminan con uno de los dos en el hospital o muerto. Ariel, el Gitano, tenía al menos cinco muertes y varios heridos en duelos.
Yo conducía todo lo rápido que me permitía la lluvia. Quería llegar temprano al penal de Sierra Chica, a 370 kilómetros de Buenos Aires. Ariel no dejaba de mirar asombrado la computadora de a bordo del vehículo y me preguntaba para qué era cada botón. Prestaba atención a mis respuestas, pero estoy seguro de que no entendía la mitad de ellas.
Estaba incómodo en la confortable butaca. No se animaba a desparramarse. Parecía decirme con su postura rígida: «este no es mi lugar».
Habíamos salido de la autopista a Cañuelas y ahora atravesábamos una zona desagradable, antesala de la ruta 3. Me equivoqué al doblar y entré a una calle de tierra. Sentí miedo de que nos pasara algo. El Mercedes Benz podía tentar a ladrones.
Dos personas mal entrazadas venían caminando hacia nosotros por un costado de la calle.
—Pará que le preguntamos a estos —me dijo sin importarle si los individuos podrían ser peligrosos.
Bajé su ventanilla con el botón, porque Ariel no sabía cómo hacerlo. Asomó toda su cabeza y parte del cuerpo y preguntó: «Amigo, ¿dónde queda la ruta 3?». Lo miraron con respeto y sin pronunciar palabras le señalaron la dirección opuesta a la que nos dirigíamos. Agradeció con un leve gesto de su cabeza. Sabía cómo intimidar.
Retomamos y en la intersección con la ruta 3 vimos un edificio abandonado, de mal gusto, que imitaba un castillo. En el lugar funcionó hace mucho tiempo un tenedor libre, un restaurante donde se podía comer de todo por un precio fijo. El valor del atracón todavía estaba impreso en la pared: «$ 3,50». Debió haber cerrado hace mucho para que alguien pudiera comer lo que quisiera a un precio tan bajo. Miró el estrafalario castillo como si fuera una de las siete maravillas del mundo. «Qué lindo sería arreglarlo», exclamó vaya a saber en medio de qué fantasía.
A poco de andar por la ruta, el paisaje se hizo denso. El cielo cargado de nubes grises tenía el mismo color que el asfalto y no dejaba distinguir el horizonte. Tenía la sensación de que circulaba por un túnel. La lluvia era débil, pero persistente. Pensé que si no paraba le iba a quitar el verde monótono a los campos.
Pasamos San Miguel del Monte y el paisaje aplastado por las nubes entusiasmaba al ex Apóstol, que miraba por la ventanilla con cara de chico que pasea con sus padres. Preguntaba sobre todo lo que veía. Los caballos, los camiones, la gente, los alambrados, los campos, los cultivos. A esta altura había entrado en confianza con el asiento. Comenzó a sentirse cómodo y a ocupar más territorio. Me puse contento porque de a poco se integraba con lo que lo rodeaba.
La ruta 3 se había vuelto lenta en algunos tramos, monopolizada por camiones largos y pesados. Es un camino que tiene a la vera pueblos agropecuarios prósperos pero de escaso atractivo para el turismo.
Cerca del pueblo Las Flores, nos detuvimos a cargar combustible. Eran las ocho y el frío y la lluvia, potenciados por un viento cortante, insistían en hacer insoportable la mañana. Aprovechamos para desayunar en el lugar. Quería bajar la tensión que me estaba generando acercarme a Sierra Chica.
Traje unos cafés con medialunas a la mesa que eligió Ariel. Se sentó de espaldas a la pared. No quiere tener atrás nada que no pueda controlar. Su mirada y su cuello no se quedaban quietos. Observaba a cada uno de los que estaban sentados y a los que entraban o salían. Esos giros cortos y rápidos del cuello, como si fuera un búho, le permiten vigilar todo a 180 grados.
«En la cárcel siempre esperás una puñalada en la espalda o que algún loco se levante atravesado y te tire aceite hirviendo a la cara. No sabés con qué te vas a encontrar a cada momento», me contestó cuando le pregunté por qué no podía quedarse quieto. Pero esa rutina que en prisión lo ayudó a sobrevivir, en el café de la estación de servicio del Pueblo Las Flores se veía ridícula: parecían los tics de un maniático.
Conversamos largo durante el desayuno. Yo tenía tantas preguntas para hacerle como él a mí. La misma curiosidad el uno por el mundo del otro. Nuestras voces sobresalían, porque en las pocas mesas ocupadas había silencio, algo habitual cuando se está en una estación de servicio en medio de la nada a una hora fatídica. No dejamos de hablar ni cuando nos levantamos de la mesa para regresar al auto.
Al acercamos a la ciudad de Azul, aparecieron los primeros silos de una almacenadora de granos. Ariel señaló los conos plateados que interrumpían la monotonía de los campos.
—Yo pasé por aquí en 1995, arriba de un camión celular que me llevaba desde la Uno (el penal de Olmos) con las manos esposadas en la espalda. Mirábamos por unas pequeñas hendijas para ver dónde estábamos. De pronto vimos los silos y le dije a los muchachos: «¡Mamita! Cuando nos escapemos venimos a robar acá que está toda la guita».
Se rió al recordar la historia porque él y sus compañeros se habían tomado en serio lo de volver al lugar para robar. Ahora estaba ahí mirando el paisaje completo que le había limitado la hendija del camión celular.
Todos los planes o lo que imaginaba que iba a hacer cuando saliera de la cárcel, ahora le parecían ridículos. El tiempo en el presidio es un tiempo muerto que alimenta la imaginación de los presos y les hace creer que no hay imposibles.
—Decían que el penal está construido sobre la cantera del mejor mármol del mundo y que Amalita Fortabat lo quería comprar —relataba con dudas esa historia que hasta hace poco daba por cierta.
Le dije que era otra fábula de los presos. Que en Sierra Chica solo está el granito rojo de la cantera.
—Nunca hubo mármol. Los muros de la cárcel están construidos de granito —le insistí como si fuera un maestro dando cátedra.
—Ya sé, pero para mí hay mármol debajo de la cárcel.
Lo dijo para contradecirme y bajarme de las alturas en que yo me había puesto para iniciarlo en los rituales de la libertad.
Tomamos la ruta 51 que lleva a la ciudad de Olavarría. Al cruzar el peaje nos desviamos a la derecha por un camino de asfalto precario que pasa por Hinojo, un pueblo modesto con poca gente en las calles y escasos atractivos, como para aminorar la velocidad del auto y observar. Doblamos a la izquierda, antes del paso a nivel que una vez al día se cierra para permitir que pase el tren que va y viene a Buenos Aires, y entramos al boulevard que marca el ingreso a Colonia Hinojo, el pueblo vecino, también pequeño y también monótono.
Cuatro kilómetros después, la ruta ingresa a la avenida Centenario. Entramos a Sierra Chica, el pueblo que creció alrededor de la Unidad 2 donde se produjo el motín. Al final de Centenario, en el cruce con la avenida Pedro Legorburu, está la entrada al penal de alta seguridad.
Al ver el auto, levantaron la barrera. Entramos y estacionamos a un costado para apearnos. El guardia tuvo la gentileza de dejarnos pasar a la oficina para guarecernos. Cuando nos avasalló el vaho a tabaco y encierro, preferimos volver al frío. Presentamos los documentos. El guardia los chequeó y miró en su lista si estábamos anotados para ingresar. A Visciglia y a mí nos dio un trato amable. A Ariel lo miró como si fuera su enemigo.
El ex Apóstol mantenía las manos en los bolsillos. Pensé que era inútil que las escondiera. «El agente ya se dio cuenta de que es un ex presidiario que oculta los tatuajes», le comenté en voz baja a Visciglia, quien asintió. Ariel ignoraba al agente. Le contestaba las preguntas con monosílabos y sin mirarlo a la cara. Resabios de los días de cárcel.
Luego, en el trayecto que recorrimos en el auto por la calle empedrada hasta el edificio donde nos esperaba el director del penal, habló con soltura, volvió a ser una persona cálida.
Yo vigilaba los gestos de Ariel. Esperaba el momento del impacto por volver a Sierra Chica y recordar los días de barbarie. ¡Cómo me equivoqué! Ariel seguía imperturbable; más tranquilo que cuando viajábamos en el auto. Con esa actitud barrió con mis ilusiones de verlo conmovido por regresar al lugar de un pasado atroz. Me quitó material para escribir.
Pequé de soberbio al medirlo con mis parámetros. Ariel es distinto a las personas que siempre vivieron en libertad. Me di cuenta en ese momento. Él es un sobreviviente. Viene de un mundo que es un depósito de miserias, donde matar ayuda a vivir y la crueldad, a llegar al poder. Su casa fue una celda de dos metros por dos metros, con una palmera, como llaman a las dos camas superpuestas, y un retrete. En ese lugar comen, duermen y hacen sus deposiciones uno delante del otro. No importa que alguno esté comiendo. La intimidad no existe, salvo cuando se masturban por la noche tapados por sus colchas, trámite que se evita si su compañero de celda es un putito. El más débil duerme en la cama de arriba, que llaman la zorzalera.
En ese mundo, los internos encogen su condición humana para que no ocupe un espacio que moleste a la conciencia con reclamos de dignidad que hagan insoportable el encierro. De eso se trata ser un sobreviviente: de no tener conciencia, para que sea más fácil vivir y matar. Tal vez por eso a las cárceles se las llama tumbas y a sus moradores, tumberos. Se refieren a hombres que mantienen el cuerpo, pero extraviaron el alma.
El director nos llevó en su camioneta hasta el portón donde está la Guardia Armada. Nos puso a disposición a dos carceleros jóvenes y amables para recorrer todo el penal. Ariel Acuña se saludó con algunos guardias veteranos que lo conocían de su paso por otras unidades. Lo respetaban porque después de Sierra Chica pasó a ser un «pesado en serio».
El tiempo dirá si tuvo razón al adherir al motín. Cuando se produjo la toma del penal le faltaban solo cinco meses para salir en libertad. Su alma de cachivache pudo más y se convirtió en uno de los actores principales de la revuelta, sin que se lo pidieran.
Cuando lo juzgaron, le sumaron quince años de encierro, aunque no lo acusaron de ninguno de los ocho homicidios.
Quizás no fue tan malo el canje, porque si hubiera salido en setiembre de 1996, cuando le correspondía, hoy quizás estaría muerto. En aquel momento tenía veintidós años, mucha droga encima y un instinto de asesino intacto. Estaba enojado con el mundo.
Once años de encierro lo cambiaron: hoy es un pastor que lleva la palabra de Dios a los presos y tiene un hijo de seis meses que se llama Isaías Ezequiel.
Recuperar la condición humana le hizo renacer la conciencia y ahora le duele su pasado. Algunas noches, le cuesta dormir. Se le aparecen los rostros de algunos de los que mató. Ariel llora con frecuencia.
Uno de los agentes de la sala de Guardia Armada abrió el enorme candado, el sapo como lo llaman presos y carceleros, y corrió el cerrojo con un movimiento firme. Si alguien quisiera irritar a los guardias, bastaría con golpear los sapos; es la mayor ofensa a un carcelero.
Apenas se traspone el pesado portón de dos hojas, aparece a unos quince metros de distancia la redonda sala de control y más allá, un muro de cien metros de largo con forma de medialuna con doce puertas enrejadas. Cada una permite acceder a los pabellones de sesenta celdas cada uno. Panóptico radial se llama a este diseño de presidio del siglo XVII, todavía no superado, porque permite un control absoluto: se pueden vigilar todos movimientos de los pabellones desde la sala de control. Visto desde el aire, los doce pabellones, que nacen de la medialuna, se abren como rayos. El espacio que hay entre esos rayos corresponde al patio interno de cada pabellón.
Caminamos desde el portón por una vereda de piedras y nos detuvimos en la oficina de Control donde al fracasar la fuga, tomarol al primer rehén. Después visitamos la panadería y la cocina. Vimos los hornos de ladrillos y me pregunté cómo todavía se animan a comer el pan y las empanadas que elaboran allí.
En el pabellón 10, el de los homosexuales, Visciglia se detuvo a hablar con un interno pelirrojo, de cabello enrulado. «Es Robledo Puch», me dijo Ariel. Me sorprendí de su baja estatura (lo hacía más alto) y de que fuera tan flaco y encorvado. Tenía una mirada helada de ojos celestes. Era portador de HIV. La enfermedad no hacía más que acentuar la parte demoníaca de sus rasgos de adolescente, donde los pómulos sobresalían y profundizaban sus ojos. La cara de nariz respingada y labios finos hubiera parecido bella con otra mirada.
Carlos Robledo Puch, conocido a principios de los años setenta como «El ángel de la muerte», fue tal vez uno de los mayores asesinos seriales de la Argentina con once homicidios en un año y un crimen frustrado: le erró el tiro a un bebé que lloraba en su cuna asustado por el ruido de los disparos con que acababan de matar a sus padres en la cama matrimonial.
Ingresó en la cárcel en 1974, a los 22 años. Todavía era un chico que hablaba a la perfección inglés y alemán, tocaba el piano y le gustaba el jazz. Se crió en un hogar de clase media alta. Visciglia lo había visitado en el penal de Olmos y Carlos lo recordaba. El pastor se arrimó a la puerta de rejas que da acceso al pabellón de homosexuales y el pelirrojo se acercó. Su pareja, un hombre bajo de pelo negro y duro, imposible de peinar, con una nariz prominente y la piel oscura, miró el encuentro con desagrado. Se mantuvo a una distancia donde no molestaba pero podía escuchar lo que conversaban.
—¿Cómo estás? ¿Podemos hablar un rato de Dios? —le preguntó el capellán.
—No, si no tengo la solidaridad de los hombres, menos voy a tener la de Dios —le respondió con una voz monótona y fina, sin levantar la cabeza. Me dio la sensación de que la mirada fría y penetrante del pelirrojo era un arma. Quizás por eso no miraba a los ojos a Visciglia: para no hacerle daño.
Yo observaba la escena a pocos metros. Mi cabeza era una procesadora de pensamientos ¿Cómo será la relación de Robledo Puch, tan blanco y perverso, con el morocho tosco con aspecto de asesino rústico? ¿Qué se dirán cuando se aman? ¿No tiene miedo el morocho de que el pelirrojo lo mate como lo hizo con su amigo, cómplice y pareja hace treinta y tres años?
El ángel de la muerte seguía conversando con Visciglia, apelando a falsos espíritus y dioses y denostando a la humanidad por haberse olvidado de él. Me di cuenta de que era un farsante y sus alardes de la cercanía a Dios eran parte de un juego al que sometía a los periodistas que, cada vez con menos frecuencia, lo iban a entrevistar. Carlos ya no tiene quien lo visite. Su mamá, quien más lo quería, murió. Su padre, separado de su madre, solo iba para sus cumpleaños y ya no va más. Por eso no quiso salir en libertad aunque cumplió su sentencia ¿Adónde iría? ¿Quién lo iba a albergar? ¿Quedaría vivo alguien que quisiera vengar a alguna de sus víctimas?
Estaba tentado de preguntarle por qué los hombres iban a ser solidarios con quien mató sin motivo a gente durmiendo y asesinó a balazos en la espalda a dos chicas después de que su cómplice y ex pareja las violara. Pero seguí caminando con Ariel, que también lo ignoró. Una pregunta me salió del alma:
—¿Por qué no te paraste con Visciglia a evangelizar al Colorado?
—Porque ese no es chorro, es homicida.
—No te entiendo. ¿Y vos no robaste y mataste?
—Yo maté para robar, no por placer.
Aprendí otro código de la cárcel: ser chorro, en ese mundo, es una clase social respetada. Homicidas y violadores son despreciables. Ariel es pastor, pero mantiene el alma de tumbero.
Recorrimos cada uno de los doce pabellones. Nunca voy a olvidar el olor a humedad rancia que flotaba en el pasillo. Se acentuaba en cada paso y alcanzaba su cenit en el final del corredor, donde están las duchas. El encierro tiene un aroma insoportable para quien viene del otro lado de los muros. Invade los pulmones, aun cuando se intenta no respirar. La luz amarilla y pálida de las lámparas le da más presencia al olor. La ropa queda impregnada. Nos dimos cuenta en el viaje de regreso.
Los presos nos miraban por espejos que asomaban a sus puertas cerradas con candado, por una abertura que se llama pasaplatos, porque por allí les pasan la comida. Vigilan cada movimiento de los pasillos. Por un momento creí que la mirada torva y el aspecto de fantasmas que tienen sus caras es porque las imágenes les llegan invertidas.
El ex apóstol saludaba a cuanto preso caminaba por los pabellones. Los que estaban engomados (encerrados), lo miraban pasar y hacían comentarios respetuosos en voz baja. La historia de los Doce Apóstoles era la más recordada y la más contada por los presos más antiguos. Los más jóvenes se encargaban de agrandarla.
Llegué al fondo de los pabellones donde están las duchas, que en realidad son cuatro caños sin la regadera. Recordé que Ariel me contó que el placer más grande que tuvo al recuperar la libertad fue el primer baño que se dio en su casa.
—Me caía el agua tibia y cerré los ojos. Pensaba en las duchas heladas del penal. Como yo era cachivache, cuando me castigaban, los guardias no me dejaban salir de abajo del chorro de agua helada en pleno invierno hasta que no quedara nada del jabón. Yo estaba parado en bolas sobre baldosas frías, quería irme, pero tenía que gastar todo el pan de jabón de lavar la ropa que era enorme. Me podía llevar horas y mi cuerpo ya estaba violeta. Mientras me enjabonaba, me pegaban con unas varillas muy finas que no dejan marcas, pero ardían como la puta madre en la piel fría.
—¿Y tardabas mucho en gastar el jabón?
—¡Naaaaa! Lo mordía y me lo comía en pedazos. Lo tragaba rápido, para que no saliera espuma por la boca. Era preferible el asco que quedarme debajo de la ducha helada mientras me cagaban a gomazos. Después me agarraba una descompostura tremenda que me obligaba ir a la enfermería, donde me daban pastillas de carbón para cortar la diarrea.
Recorrimos todo el perímetro interno del penal pegado a los muros. Me detuve en la pared que quisieron trepar el sábado 30 de marzo de 1996 y observé el ángulo de las garitas desde donde les dispararon. Miré la cancha de fútbol de piso de tierra dura, uno de los escenarios del motín. Estuve en Sanidad, el cuartel general de los Apóstoles en la rebelión. Pasé por la panadería donde quemaron los cadáveres. Me detuve en la cocina, en el taller y en la iglesia que sirvió de refugio a homosexuales y ex policías.
Esos lugares fueron centrales en el motín, pero estaban algo cambiados. El patio se veía limpio y ordenado y la entrada de los pabellones, de paredes blancas con bordes verde agua, estaba recién pintada. La panadería y la sala de control fueron reconstruidas. Al ver la cárcel más cuidada y prolija, el ex tumbero me dijo: «Esto es un jardín de infantes, no tiene nada que ver con lo que era antes. Cuando los guardias te querían asustar te decían que te iban a mandar a Sierra Chica y creeme que te daba miedo».
La pulcritud que le dieron la pintura y la limpieza no le quitó a esa cárcel su aureola de sitio de culto por la masacre de Semana Santa. Aun restaurada, parecía un castillo de terror.
Cuando terminamos la recorrida, la historia con todos los detalles estaba armada en mi cabeza. Observé a Ariel para ver si su expresión me daba más señales de lo que habíamos vivido. No me devolvió la mirada, estaba con su mente en otra parte. Con las manos en los bolsillos, desde el portón de entrada contemplaba los pabellones como si fuera un general triunfante arriba de un caballo mirando la tierra conquistada.
—¿Qué pensás?
—Le estoy diciendo a Sierra Chica: «Monstruo, no me vas a tener».