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1. LA LITERATURA COMPARADA Y EL FUTURO DE LOS ESTUDIOS LITERARIOS

 

 

 

Antes de analizar la realidad de la literatura comparada, debe establecerse su posibilidad. La primera razón para su posibilidad es el hecho de que los seres humanos, de cualquier época, país o cultura, han utilizado el lenguaje. Lenguaje, ¿qué es eso?

Aunque en algunos lugares se usen con frecuencia ambas palabras, cabe atribuir significados diferentes a los términos franceses langage y langue (lenguaje y lengua en español). Ferdinand de Saussure lo esclarece en su texto fundacional de la lingüística moderna, Cours de linguistique générale (Curso de lingüística general, publicado por sus alumnos a partir de sus apuntes en 1916).

El lenguaje se apoya en una facultad que nos da la naturaleza. Se trata, pues, de esa dotación genética que todos los humanos poseen en virtud de su anatomía y configuración neuronal. De hecho, no se ha encontrado nunca una comunidad humana cuyos individuos no se sirviesen de aquella competencia lingüística para comunicarse. Pero para que el fenómeno de la realización lingüística llegue a producirse en plenitud es imprescindible la existencia de la langue, que consiste en un conjunto de convenciones adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de aquella facultad por parte de cada individuo.

Estamos, pues, ante un fenómeno complejo. Biología, sociología y psicología a la vez. En todo caso, un hecho que roza el prodigio y que, sobre todo, puede ser calificado como radicalmente igualitario y democrático. Pero una de las expresiones más sublimes del lenguaje humano se da cuando hablantes dotados de una especial sensibilidad y competencia utilizan la lengua para producir una expresión artística, para «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu», como recordaba Mallarmé en su poema «Le tombeau d’Edgar Poe» (La tumba de Edgar Poe). Al ser el lenguaje una facultad universal también lo es su uso estético. Su plasmación se da en lo que desde el siglo XVIII varias lenguas denominan literatura[1].

Lenguaje y poesía constituyen dos poderosos argumentos más a favor de la existencia de una condición humana de alcance universal. En gran medida, tanto Goethe como los padres de la Littérature comparée vienen del espíritu de la Ilustración racionalista, inspiradora, entre otros avances, del reconocimiento de los derechos humanos. A todo ello se añade la capacidad que la mejor literatura tiene de expresar lo más profundo, común o duradero de la experiencia humana, que obedece a pautas constantes, más allá de las naturales especificaciones concretas que de cada pasión, de cada sentimiento o de cada carácter puedan darse en cada persona. Otro tanto cabe decir de la realidad que nos rodea, cuyos cuatro elementos básicos (tierra, agua, aire y fuego) se dan también de modo invariable. Como proponía Aristóteles, el fundamento básico de todas las artes es, así, la imitación, pues los humanos somos esencialmente miméticos (Poética, 1447a12-16 y 1448a1-40)[2]. Para satisfacer tal pulsión contamos con las artes. Todas imitan; el objeto de su mimesis es el mismo: la realidad natural y la realidad humana. Pero cada una de ellas lo hace con instrumentos diferentes. La que imita mediante las palabras es aquella para la que Aristóteles no tiene un nombre específico (Poética, 1447b9), pero a la que dedica su Poética, el primer tratado teórico sobre la literatura.

En mayo de 1827, según cuenta Eckermann (1982), Goethe recibió en su casa al erudito francés Jean-Jacques Ampère y hablaron profusamente de literatura. Hacía pocos meses el escritor alemán había formulado ante el propio Eckermann su convencimiento de que el concepto de literatura nacional ya no tenía sentido y que en su lugar cobraba entidad el concepto de una verdadera Weltliteratur (literatura mundial). De hecho, entre 1827 y 1831 Goethe mencionó con frecuencia el concepto Weltliteratur, que otras veces denomina «literatura mundial universal» o «literatura mundial general». Pero hay una ocasión en que escribe: «europea, en otras palabras, literatura mundial» (Goethe, «On World Literature», p. 14)[3].

Jean-Jacques Ampère, por su parte, pertenece al círculo de los fundadores franceses de una nueva disciplina en el ámbito de los estudios literarios, la Littérature comparée, que había comenzado a cultivar entre 1815-1830 Abel-François Villemain. Tenemos, pues, desde el primer tercio del siglo XIX, dos conceptos —literatura mundial y literatura comparada— sumamente próximos.

El primero de ellos, la Weltliteratur, responde a la visión profética de un poeta que de tal modo definía un nuevo territorio: la literatura sin fronteras. Ese será precisamente el objeto de trabajo de una nueva disciplina basada en un método, la comparación, que por aquel entonces se estaba generalizando también en otros ámbitos científicos, desde la antropología comparada de Wilhelm von Humboldt, que data de 1795, hasta la anatomía comparada de George Cuvier (1800-1805), la embriología de Jean-Jacques M. C. V. Coste y la lingüística comparativa de Franz Bopp, Friedrich Diez, August Schleicher, Kristian Rask o A. W. Schlegel.

Aquel concepto está cobrando precisamente ahora, casi dos siglos después, nueva vigencia. Su contenido se revisa periódicamente. David Damrosch (What is World Literature?, p. 15) insiste en que se trata en definitiva no tanto de una biblioteca caótica de obras de todas las procedencias cuanto de una red funcional, establecida en el escenario de un concierto universal. Por eso su definición de la literatura mundial suma tres notas (Damrosch, What is World Literature?, p. 281): «una refracción elíptica de las literaturas nacionales», «escritura que gana en traducción» y «no un canon establecido de textos, sino un modo de lectura, una forma de compromiso imparcial con mundos más allá de nuestro lugar y tiempo».

Es importante destacar la noción de sistema literario que figura en los planteamientos de Damrosch y está implícita en el pensamiento de T. S. Eliot, la teoría de los procesos interliterarios de Dionýz Ďurišin, en el primer libro de Claudio Guillén (Literature as System), y en los últimos aportes al «nuevo paradigma» de la literatura comparada al que más adelante nos referiremos. Para Damrosch (What is World Literature?, p. 173), también «una obra solo tiene vida efectiva como literatura mundial siempre y cuando esté presente activamente en un sistema literario más allá de su cultura original».

El espíritu que alentó el nacimiento del comparatismo y pervive en quienes lo practican está en una idea que T. S. Eliot expone en «Tradition and Individual Talent» (Tradición y talento individual, 1920). Según este exalumno de Harvard, universidad pionera en la literatura comparada, existe un orden ideal constituido por todas las obras ya producidas que se modifica parcialmente con la aparición de un nuevo texto literario[4], pues con él se reajusta no solo el significado de cada creación concreta, sino también el conjunto formado por todas ellas. El pasado influye en el presente de la literatura, pero también sucede lo contrario, tal y como quiere dar a entender el título de nuestra introducción a la literatura comparada. Y si esto es así en cuanto a la dimensión temporal, qué decir de la puramente espacial: es absurdo considerar que la literatura escrita en una lengua y en un país se nutre exclusivamente de sí misma, pues, desde los clásicos grecolatinos, árabes o chinos hasta los escritores contemporáneos de otras lenguas y nacionalidades, todos han estado contribuyendo a cada creación singular, que será medida y valorada fundamentalmente a través de la comparación.

 

 

LOS ESTUDIOS LITERARIOS

 

Los estudios literarios resultan de la convivencia y colaboración de cuatro disciplinas: la poética o teoría de la literatura, la crítica literaria, la historia literaria y, por último, la literatura comparada. Mas durante los últimos ciento cincuenta años, la historia de la literatura ha predominado sobre las demás, como fruto preclaro del Romanticismo alemán, muy vinculado a la emergencia del concepto político de nación.

Lo cierto es que el nacionalismo literario es a la vez el gran acicate y uno de los mayores frenos para la existencia de la literatura comparada. Porque la historia literaria como disciplina terminó con una concepción anterior en la que no cabía una identificación separada de la literatura en una lengua en relación con la literatura escrita en otras, sino la existencia de un continuum literario que estaba fundado, sobre todo, en la poética y en esa gran teoría de los discursos constituida por la retórica. Existía una literatura, que cobraba diversas manifestaciones en códigos lingüísticos diferentes pertenecientes a una patria común, a un Parnaso de las letras, que la retórica y la poética asentaban en una tradición supranacional, originaria de Grecia y Roma. Como escribe Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso, p. 49), «la unidad de la Poética triunfaba sobre la diversidad de la poesía».

Una vez que se rompe la trayectoria que había representado el predominio de la poética hasta principios del siglo XIX, la literatura comparada viene a restituir esa continuidad; a recuperarla no a partir de ciertos «universales literarios», sino desde los «particulares literarios» de cada una de las lenguas en su manifestación artística, puestos en común, comparados y evaluados para percibir en ellos semejanzas y divergencias.

La literatura comparada es indesligable del conjunto de la «ciencia literaria», así denominada desde la acuñación, hace ya un siglo, de la Literaturwissenschaft alemana. Su marco está en una estructura cuatripartita que tiene como objeto central la literatura, para proyectar sobre ella cuatro impulsos diferentes que han seguido un claro orden de prelación cronológica: una vez que los textos están ahí, lo primero es analizarlos y valorarlos, tarea que emprende en Grecia la crítica literaria presocrática. Cumplida esta operación sobre un corpus suficientemente amplio, se percibirán concomitancias no superficiales sino en profundidad entre varios de ellos, y entonces surgirá la chispa de la generalización y el esbozo de ciertas leyes; es decir, se produce el salto teórico. Luego, cuando se inyecta en una cultura determinada un cierto sentido histórico y, también, se empiezan a construir las unidades políticas a las que denominamos nación, la historia literaria irrumpe con fuerza. La literatura comparada aparece cuando la historia literaria de determinadas naciones empieza a parecer limitada o inadecuada: se considera la historia literaria nacional como un elemento dentro de una historia literaria plural.

Decía Eugenio Coseriu que un buen lingüista debía ser a la vez botánico y jardinero, teórico y práctico, rastreador de datos concretos, pero atento a las invariantes que subyacen a ellos. Esto mismo ocurre con el estudio de la literatura: tenemos que atender al texto, desmenuzarlo en cuanto lectores especiales que somos de ellos, pero conviene también que sepamos trascender lo que el poema es en sí, individualmente, para alcanzar una visión de conjunto que enriquecerá, en todo caso, lo que el poema significa. Pero ni la crítica ni la teoría se pueden desligar de la historia literaria y de la literatura comparada. ¿Cómo renunciar a una equilibrada, armónica y fecunda colaboración entre estos cuatro modos distintos de abordar un mismo objeto, que es la literatura? Una teoría literaria que no se base en una crítica analítica suficientemente desarrollada será una teoría endeble; igualmente lo será si no ha abarcado con suficiente amplitud el panorama histórico. Pero lo que aporta la literatura comparada es una prueba de contraste imprescindible, al multiplicar la secuencia diacrónica en distintos ámbitos lingüísticos, que quedan así simultaneizados. Lo que la literatura comparada en último término viene a darnos es la ratificación de las conclusiones que las otras tres ramas de la ciencia literaria nos proporcionan. La teoría literaria se consolida cuando sus propuestas de invariantes o leyes generales se objetivan en literaturas de varias lenguas y de diferentes tradiciones. La historia literaria de una determinada nación o de una determinada lengua cobra su auténtico perfil de resonancia cuando la ponemos en relación con otras literaturas, y lo mismo ocurre con la crítica literaria, que no puede afinar sus instrumentos de análisis si no cuenta con un panorama que solo la literatura comparada le puede servir.

 

 

ORÍGENES

 

La literatura comparada fue concebida como una variante de la historia de la literatura desde que empieza a consolidarse hacia las décadas de 1820 o 1830, después de los aportes de algunos precursores como Juan Andrés, el jesuita español autor de una magna obra fundacional, Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura (1782-1799), que fue visitado en su exilio de Mantua por el propio Goethe.

Sus fundadores surgen en Francia, con figuras como el ya citado Abel-François Villemain, quien tras sus conferencias de 1816-1826, entre 1828 y 1840 publica cursos de literatura francesa en donde establece comparaciones de autores y movimientos con otras literaturas y emplea expresamente la acuñación «Littérature comparée»[5]. Pero en sus primeros escritos estaba ya el germen de la dualidad que nos interesa subrayar ahora, una vez destacada la inicial conexión entre esta disciplina y la historia de la literatura. Villemain, en el «aviso de los editores» del segundo tomo de su Tableau de la littérature au XVIIIe siècle (1827-1828) afirma —traducimos— que «este estudio comparado de las literaturas» es la filosofía de la crítica. Ello equivale a nuestra teoría de la literatura, la continuación de lo que Aristóteles había hecho ya: una Poética, consistente en la formulación de los principios básicos que fundamentan el fenómeno literario.

 

 

DEFINICIÓN Y UTOPÍA

 

Las definiciones de literatura comparada son múltiples, y no han dejado de revisarse continuamente desde que Fernand Baldensperger (1921) abrió la Revue de Littérature Comparée tratando acerca de «la palabra y la cosa».

Pero sigue siendo válida la propuesta de Henry H. H. Remak («La Literatura Comparada», p. 1), consagrada por Roland Mortier (p. 12) como «la mejor definición de lo que es la literatura comparada» en el noveno congreso (1979) de la Association Internationale de Littérature Comparée/International Comparative Literature Association (AILC/ICLA):

 

La literatura comparada es el estudio de la literatura más allá de los confines de un país particular, y el estudio de las relaciones entre la literatura, por un lado, y otras áreas de conocimiento y creencia, tales como las artes (pintura, escultura, arquitectura, música), la filosofía, la historia, las ciencias sociales, la religión, etcétera, por otro lado. En pocas palabras, es la comparación de una literatura con otra y otras, y la comparación de la literatura con otras esferas de la expresión humana.

 

Lo sustantivo de esta definición es lo que A. Owen Aldridge (p. 1) destacaba a su vez: «La literatura comparada puede ser considerada el estudio de cualquier fenómeno literario desde la perspectiva de más de una literatura nacional o en conjunción con otra disciplina intelectual o incluso varias».

Como la más joven de las disciplinas dedicadas al estudio del aprovechamiento estético de las palabras, la literatura comparada ha sido sensible ante las provocaciones y contradicciones que le han sobrevenido a partir de la historia y la propia evolución dialéctica del pensamiento, las ideologías y la cultura, pero lleva asimismo en su propio seno un germen de tensión difícil de superar. Nos referimos a que la vocación de la literatura comparada presenta unos ciertos componentes utópicos, nacidos de la vastedad del campo que abarca y de las naturales limitaciones humanas con que debemos enfrentarnos a él.

No cabe duda de que hay individuos privilegiados a este respecto por razón de su procedencia familiar o geográfica. Hugo von Meltzl, creador en 1877-1879 de la primera revista de la disciplina, era un húngaro de lengua alemana que vivió en Transilvania como ciudadano del Imperio austrohúngaro, se formó en Heidelberg y desempeñó cátedra en la Franz-Joseph-Universität de Cluj/Kolozsvár. Similares perfiles internacionales se repiten entre los grandes comparatistas. Desde Louis Betz, que era neoyorquino de padres alemanes, y fue en Zúrich donde estudió y enseñó, hasta Edward W. Said, que en su autobiografía Out of Place nos proporciona todas las claves de su trayectoria personal, la de un palestino nacido en Jerusalén en 1935, desde donde su familia se trasladó al Líbano y en 1948 a Egipto, y más tarde estudió en Princeton y Harvard antes de ser profesor de Literatura inglesa y comparada en Columbia.

Muy pronto, sin embargo, surgieron las limitaciones obligadas: el propio Hugo von Meltzl acomodaba su Weltliteratur a un Dekaglottismus: alemán, inglés, español, holandés, húngaro, islandés, italiano, portugués, sueco y francés, amén del latín. Aparte del griego y el árabe, quedan fuera todas las lenguas orientales y africanas, pero también alguna europea con tradiciones literarias ricas. (El ruso fue excluido intencionadamente por Meltzl como reprobación de la censura zarista). Y de hecho, el decaglotismo de la revista que fundó, Acta Comparationis Litterarum Universarum, era más ficticio que real. Porcentualmente, las lenguas predominantes a lo largo de los once años de su existencia fueron el húngaro y el alemán, este último con casi la mitad de sus artículos.

Sin embargo, Meltzl defendía la contraposición del «principio de poliglotismo» al «principio de traducción», según la cual «la verdadera comparación es posible solo cuando tenemos frente a nosotros los objetos de comparación en su forma original» (p. 20), prurito que adornará el aura de los «verdaderos» comparatistas hasta nuestros propios debates actuales. En cierto modo, la literatura comparada constituyó desde sus orígenes un tour de force de los estudiosos de la literatura. Un terreno acotado, concebido para el brillo de los happy few capaces de ejercer el más ambicioso de los poliglotismos y acomodar sus mentes a los horizontes más abiertamente cosmopolitas. Pero incluso en el caso de los comparatistas más señeros el reto no deja de constituir una utopía: todas las literaturas de todas las lenguas de todos los tiempos.

Con razón pudo achacársele a este planteamiento el calificativo de elitista y eurocentrista. Por otra parte, la literatura comparada incomoda desde su nacimiento a los estudiosos de las historias de las literaturas nacionales. Sobre todo si pretendía un estatuto de disciplina independiente (y prestigiosa). Como tal, tenía que luchar contra la hostilidad de los colegas próximos, contra los avatares de la Historia que no dejaban de influir en su trayectoria y, por su característica porosidad intelectual y metodólogica, contra las modas imperantes, contra los distintos paradigmas que se fueron sucediendo en los estudios literarios y humanísticos.

Desde sus mismos orígenes, la literatura comparada apunta inicialmente en la dirección de la historia, pero ya lleva en germen una proyección hacia la teoría que, con el tiempo, dará lugar a dos orientaciones. A la primera, desde el punto de vista cronológico, se le atribuye un énfasis fundamentalmente histórico, y presta más atención a los rapports de fait (relaciones factuales), a las relaciones directas o causales entre obras y autores, a la circulación de escuelas, géneros, tendencias, estilos, motivos, etcétera; a la segunda, una inclinación preferentemente teórica.

Durante un siglo, aproximadamente, se ha dado el predominio de aquella postura o enfoque que nace de un positivismo desde el que importa ante todo ver la transmisión de temas (R. Trousson), asuntos, motivos, personajes, corrientes, escuelas, etcétera, de un país a otro, o, mejor, de una lengua a otra, lo que se ha caricaturizado como el estudio del «comercio exterior de las literaturas». El modelo, en este caso, son tesis como la de Fernand Baldensperger (1904) Goethe en France, que tiene sus continuaciones en el Goethe en Angleterre (1920) de J. M. Carré, o el Goethe en Espagne (1958) de Robert Pageard.

Frente a ella, la otra orientación atiende, ante todo, a las convergencias, sin necesidad de buscar las relaciones causales. Este enfoque responde a las preguntas causadas por la poligénesis, el hecho de que en distintas partes del mundo haya expresiones literarias extraordinariamente similares sin que necesariamente se pueda confirmar una relación directa entre ellas.

Cuando a William Faulkner se le planteaba reiterativamente el tema de su discipulaje y dependencia en relación con James Joyce, pues su técnica narrativa parecía, punto por punto, inspirada en la que el irlandés supo instaurar revolucionariamente en Ulises y ratificar en Finnegans Wake, la contestación del autor de El ruido y la furia siempre apuntaba al reconocimiento de la similitud, pero protestaba porque él había empezado a escribir y a publicar la novela antes de haber leído a Joyce. La clave, según Faulkner, residía en que «existe una especie de polen de ideas flotando en el aire, que fertiliza de manera similar a las mentes de diversos lugares, mentes que no tienen contacto entre sí» (Villanueva, pp. 7 y 9).

Otro ejemplo de poligénesis se da en el tema del «doble», que se encuentra en mitos y leyendas en todo el mundo. Su abrupto aumento entre principios y mediados del siglo XIX (Hoffmann, Poe, Baudelaire, Dostoievski, etcétera) podría ser documentado si se buscaran los vínculos de influencia que conectan a estos y otros escritores, pero para explicarlo o situarlo otro tipo de causas tendrían que ser invocadas: la experiencia de las grandes ciudades modernas, la sensibilidad a la hipocresía y los nuevos discursos del individualismo y el colectivismo, por caso. Las «influencias» y los «paralelos» son hipótesis de trabajo que funcionan para ayudarnos a entender mejor; no tienen nada que hacer si se convierten en dogmas excluyentes.

 

 

AVATARES HISTÓRICOS

 

Como ya hemos apuntado, desde sus mismos orígenes es fácil percibir una relación muy directa entre los avatares de nuestra Historia más reciente y el propio desarrollo de la literatura comparada. A partir de mediados del siglo XIX se extiende en principio gracias a realizaciones individuales. Además de la tarea de Meltzl y de algunos precursores del siglo XVIII como Juan Andrés, en 1849 el discurso inaugural de la Universidad de Dijon corre a cargo de Louis Benloews y se titula «Introduction à l’histoire comparée des littératures» [Introducción a la historia comparada de las literaturas], y en 1886 un irlandés afincado en Auckland, Hutcheson Macaulay Posnett, publica en Londres el primer manual dedicado específicamente al estudio de la literatura comparada, que busca enmarcar la naciente disciplina en el evolucionismo de Tylor y Spencer.

Pero será el siglo XX el gran momento de consolidación para la literatura comparada. Es entonces cuando la literatura comparada no solo se convierte en una asignatura en las universidades, sino que se articula institucionalmente mediante la creación de asociaciones nacionales e internacionales. Pero también es de gran importancia el contexto histórico pues, tras la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, surge el convencimiento de que las heridas del conflicto debían de ser restañadas por medio del mutuo conocimiento entre los pueblos, tarea en la que sus respectivas aportaciones culturales y artísticas resultaban imprescindibles.

Podríamos documentar esta apertura hacia la necesidad de un entendimiento intercultural a través de las obras de ciertos comparatistas de entreguerras, como Albert Léon Guérard, prominente activista del gobierno mundial. Entre los escritores conspicuos que trabajaron hacia este ideal se incluyen Romain Rolland, Thomas Mann, Heinrich Mann y muchos otros del campo prosoviético[6]. Pero al menos en la década de 1930 estas iniciativas de una pequeña élite no tuvieron eco en el público en general, donde dominaban las agendas nacionalistas. Algunas organizaciones para-académicas como el Centro de Síntesis dirigido por Henri Berr, o el Collège de sociologie, o las alianzas de escritores de izquierdas a menudo dirigidas por la Unión Soviética, eran activas pero no arraigaron raíces institucionales. Las expresiones de esta idea de «entendimiento internacional» serían institucionalizadas y se convertirían en moneda común solo tras la Segunda Guerra Mundial en la UNESCO y en los organismos relacionados con ella. En el periodo de entreguerras, las tradiciones de la Völkerpsychologie (la «psicología de los pueblos») estaban sanas y salvas. Y de hecho, la literatura comparada fue por primera vez institucionalmente sólida después de la Segunda Guerra Mundial. Ernst Robert Curtius, Leo Spitzer y Erich Auerbach se formaron como eruditos de estudios románicos; Charles du Bos y Ramón Fernández eran críticos que escribían para revistas. Entre los escritores abundan las paradojas: Ezra Pound, que era de gustos cosmopolitas, se adhirió al fascismo mussoliniano, mientras Eliot, que creía en la canalización de la «mente de Europa», pasó de ser simpatizante de Charles Maurras a un tipo de conservadurismo cristiano.

La Segunda Guerra Mundial detuvo temporalmente el progreso de la literatura comparada. El conflicto trajo consigo mucha comparación nacionalista, triunfalista y egocéntrica, concebida para demostrar que el país propio triunfaba sobre los rivales intelectuales. Uno no tiene más que echar un vistazo a las revistas literarias de la época para ver l’esprit germanique (espíritu alemán), der franzözische Geist (el espíritu francés), etcétera, reificados en los actores de la historia. Y tales reificaciones son siempre comparatistas; el Geist alemán existe en contraste al racionalismo francés, la practicidad anglosajona, o cualquier otro estereotipo del momento. Sin embargo, tales comparaciones dirigidas a consolidar una identidad esencial son inherentemente inútiles. Algunas personas aprendieron esto sin tener que pasar por una terrible guerra.

Pero en Estados Unidos, dado el pasado aislacionista del país y su tendencia a «to wash clean», a «limpiar» a los inmigrantes de sus antiguos países, la Segunda Guerra Mundial trajo una nueva oleada de interés sobre las diferencias culturales que podía ser cubierta por la expansión de las universidades, como nos recuerda Robert J. Clements en su investigación sobre el desarrollo de los estudios comparatistas en Estados Unidos. Clements reseña, así, el proceso de cómo tal disciplina llegó a ser expresamente amparada por la UNESCO, que en el año 1976 estableció, incluso, un syllabus o proyecto de plan de trabajo tanto para los estudios doctorales como los posdoctorales.

Es obvio que la paz proporciona el ambiente que más favorece los intercambios literarios y estimula el interés por encontrar un continuum entre literaturas pertenecientes a lenguas y naciones distintas. En la segunda mitad del siglo XX, la Guerra Fría tampoco fue favorable para el desarrollo de la literatura comparada, sobre todo en la medida en que frenó este impulso en algunos países tras el Telón de Acero, como Hungría y Checoslovaquia, que habían sido pioneros en el desarrollo de la disciplina. La ruptura de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín a finales de los años ochenta abrió nuevas esperanzas a una Europa integrada económica y políticamente, en la que el reconocimiento de las raíces culturales comunes era clave. (La definición de estas raíces sería probada por la solicitud de Turquía para ser miembro de la Unión Europea). Algo equivalente puede decirse a propósito del auge del interés disciplinar e intelectual por la World Literature previsto ya por Marx y Engels como una de las consecuencias de la globalización económica, cuando en el Manifiesto comunista de 1848 anuncian la emergencia de «una literatura mundial» a partir «de las muchas literaturas nacionales y locales» como un efecto secundario del emergente «mercado mundial» (p. 54).

Lo que sí es evidente es que la literatura comparada como disciplina debe abandonar el eurocentrismo como «ideología», a la que se contrapone también ideológicamente el antieurocentrismo. Una vez asumida la condición quimérica de una literatura comparada exhaustiva, inclusiva de toda la World Literature, resulta perfectamente legítimo promover el estudio comparatista de la literatura europea como una «regionalización» de aquel vasto campo, iniciativa que César Domínguez (p. 25) vincula con la propuesta de Gayatri Chakravorty Spivak (p. 18) a favor de la adaptación de los «estudios de área» a la «sofisticada tradición lingüística de la literatura comparada».

 

 

AVATARES TEÓRICOS E IDEOLÓGICOS

 

Entre los elementos desfavorables que la literatura comparada ha experimentado en los últimos treinta años, aparte de la exacerbación de los nacionalismos, hemos de contar con el «multiculturalismo», que llegó a cobrar en algunos ámbitos universitarios un auge extraordinario, más allá de la esfera de la antropología cultural que lo vio nacer. Desde tal perspectiva se propugna una aplicación a lo literario de modelos tomados del imperialismo y la colonización. Así, la cultura occidental adquiere un sesgo de instrumento opresor, fundamentalmente eurocéntrico, sobre otras culturas a las que impuso un canon de valores literarios elitista y clasista. Según quienes así piensan, una literatura es por completo equiparable a otra; lo que ocurre es que la llamada canónica o «clásica» va acompañada de un aparato de poder que minimaliza las manifestaciones locales. En todo caso resulta evidente que la literatura floreció durante siglos antes de que existiera la llamada «cultura occidental», en el chino, japonés, árabe, sánscrito, persa, etcétera. Pues si ninguna sola cultura es por derecho «privilegiada» sobre cualquier otra, y si todas las obras literarias existentes son potencialmente comparables entre sí, la designación de algunas obras como «clásicas», «centrales» o «canónicas» solo puede ser cuestión de políticas culturales, de la acción unilateral por parte de las estructuras de poder que buscan minimizar las expresiones culturales de los «márgenes».

Mas, con anterioridad a esta confrontación, desde el seno de la propia literatura comparada aquel equilibrio inestable entre lo propiamente histórico y lo teórico que hemos apuntado ya había precipitado en una crisis. Este conflicto puede decirse que alcanzó el estatuto de lo explícito a raíz de la intervención de René Wellek ante el segundo congreso de la AILC/ICLA que tuvo lugar en 1958: «The Crisis of Comparative Literature» [La crisis de la literatura comparada]. Wellek argüía en contra de una versión de la literatura comparada basada predominantemente en la influencia histórica, relegando ese estilo de investigación al «estancamiento y el atraso» de la vida intelectual («La crisis de la Literatura Comparada», p. 86). Para evitar ese estancamiento, Wellek proponía a los cultivadores de la literatura comparada, la teoría literaria, la historia literaria y la crítica literaria que el objeto de trabajo debería de ser, justamente, la obra de arte literaria en sí misma, y para ello habrían de enfrentar «el problema de la “literariedad”, la cuestión central de la estética, la naturaleza del arte y la literatura» («La crisis de la Literatura Comparada», p. 86). Podría haber parecido, en términos de la polémica de su tiempo, que Wellek acogía el modelo «americano» de la literatura comparada (a diferencia del modelo «francés», más historicista), pero su ubicación del «problema de la “literariedad”» en el centro de la disciplina se remontaba al estructuralismo de los años treinta en su ciudad universitaria, Praga.

La vinculación de esta postura de Wellek en 1958 con la fenomenología literaria del discípulo polaco de Edmund Husserl, Roman Ingarden (1931), es fácilmente perceptible, si tenemos en cuenta además la significativa aportación eslava que el propio Wellek hizo a su Teoría literaria de 1949, que había publicado con su colega de Iowa Austin Warren. Pero precisamente vendrá de Francia el apoyo más decidido para la reorientación de la literatura comparada más allá de la exclusiva senda positivista.

Se trata de René Étiemble, que en 1963 publica Comparaison n’est pas raison. La crise de la littérature comparée. Su talante es, en este sentido, de verdadera militancia, pues para Étiemble se trata de algo más que de una disciplina literaria, para convertirse en una afirmación política de universalismo y apertura histórica e intelectual. Ideas que, como las de Wellek, siguen teniendo plena vigencia a la hora de reflexionar hoy en día sobre el papel de la literatura comparada en el futuro de los estudios literarios. Para un comparatista de la generación de Baldensperger, el conocimiento práctico del alemán, inglés, español, francés e italiano era suficiente. Ya no le parecía así a Étiemble, pues la ignorancia absoluta del japonés y el ruso la considera de todo punto inaceptable. Sin embargo, no hace ascos, sino todo lo contrario, al papel primordial que las traducciones han de tener en su proyecto de un nuevo comparatismo. Pero lo que está claro en su propuesta es su distanciamiento de la literatura comparada positivista y su interés por todo lo referente a los aspectos estéticos, a una estilística integrada, a un análisis comparativo de la métrica y de los símbolos que llevaría inexorablemente a una auténtica Poética comparada que su discípulo Earl Miner (Comparative Poetics, p. 238) acabaría por realizar.

 

 

CRISIS DE LA POSMODERNIDAD

 

Al final del pasado siglo Susan Bassnett llega a afirmar que «hoy, la literatura comparada está en cierto sentido muerta» (p. 47). Diez años después, la no menos influyente Gayatri Chakravorty Spivak (2003) llevaba la consumación del proceso al propio título de su libro: Muerte de una disciplina. ¿Había muerto la disciplina? ¿Eran entonces intranscendentes las voces autocríticas e innovadoras de la literatura comparada?

Los síntomas que aduce Bassnett para justificar su pesimismo son, por caso, la recuperación de espacio por parte de la literatura inglesa a costa de la teoría en Estados Unidos, el impacto de los estudios culturales, la disminución de cátedras específicas y, en general, los perjuicios causados por el antieurocentrismo propio de las perspectivas poscoloniales y multiculturales. Spivak (Death, p. XII), por su parte, concibe su libro como «el último suspiro de una disciplina moribunda», agonía que atribuye en términos generales a circunstancias y condicionamientos ya apuntados por su colega británica, y aboga no solo por que los comparatistas se atrevan a «cruzar fronteras» sino también por una recuperación de la lectura con sentido (p. 72).

Efectivamente, la disciplina comparatista es también una suerte de ideología militante, un sistema de ideas acompañado de una visión amplia de la literatura, el humanismo y la propia historia, pues se ha afirmado que investigando y enseñando las literaturas transculturalmente, los comparatistas tienen como objetivo incrementar el entendimiento mutuo reforzando los valores comunes humanos más allá de las fronteras. En apoyo de esta declaración, la historia de la literatura comparada muestra paralelismos sorprendentes con la historia del derecho internacional, en cuanto a compartir algunos textos fundacionales, como por ejemplo, las obras de Kant Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784; Ideas para una historia universal en clave cosmopolita) y Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer Entwurf (1795; Hacia la paz perpetua. Un esbozo filosófico).

En la segunda edición española de Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada, Claudio Guillén (2005) refleja hasta cierto punto el pesimismo de Bassnett y Spivak, definiendo la atmósfera que respiran los comparatistas del presente como la generalización del desconcierto, después de que los cuarenta años comprendidos entre 1945 y 1985 representasen una edad de oro para el conocimiento sistemático y el estudio crítico e histórico de la literatura en general, en el contexto de un espacio literario cosmopolita. Sobre todo le alarmaba la politización de las humanidades en términos hasta hace poco desconocidos. Se fija, por caso, en la hegemonía que han ido adquiriendo, en detrimento de los estudios literarios tal y como se concebían tradicionalmente, los estudios culturales y poscoloniales. Pero debe tenerse en cuenta también otro hecho relacionado con la evolución de la teoría literaria sobre todo en Estados Unidos.

Con todo el respeto intelectual que merece el pensamiento de Jacques Derrida y alguno de sus seguidores como Paul de Man, no podemos ignorar que el triunfo de la deconstrucción fue negativo para la valoración de la literatura en el conjunto de los currículos académicos, que concebían las letras como un instrumento imprescindible para la formación integrada de las personas en varios ámbitos: el ético, el expresivo y comunicativo, el estético o el enciclopédico. Se consideraba, por lo tanto, que la literatura significaba algo, que poseía un valor canónico en términos de valoración artística y que proporcionaba un cúmulo de informaciones sobre asuntos importantes, que eran pertinentes —incumbentes, diría Northrop Frye (1973)— a la condición humana.

La deconstrucción viene a sugerir, por el contrario, que la literatura puede carecer de sentido, que es como una especie de algarabía de ecos en la que no hay voces genuinas, hasta el extremo de que el sentido se desdibuje o difumine por completo. El libro significa, de cierto, lo que el lector quiere que signifique, pero desde este relativismo hermenéutico, que la fenomenología del citado Roman Ingarden explica por la evidencia de que la obra literaria es un esquema que debe ser «rellenado» por el lector en sus lagunas, en sus «lugares de indeterminación», todavía queda mucha distancia para llegar a una «hermenéutica negativa» radical, que niega a la literatura la capacidad de transmitir cualquier sentido.

Desafortunadamente, tal fue el poso que la deconstrucción fue dejando y tuvo ingratas consecuencias inmediatas en el estatuto de los estudios literarios en el ámbito universitario de las humanidades. Como consecuencia, se produjo un vacío, una suerte de campo calcinado en el que había que sembrar algo nuevo; por ejemplo los Cultural Studies. Una respuesta a tales lecturas reduccionistas ya ha sido sugerida en ciertos textos de Derrida en relación con la literatura comparada, tales como, por ejemplo, «Who or What is compared». Las siete tesis de Derrida son fundamentales para repensar el papel de la literatura (comparada) en las humanidades (Universidad sin condición; ver también Cohen). Pero simultáneamente al auge de estas interpretaciones reduccionistas, y quizá por ellas y por factores externos (las proporciones exactas serán debatidas durante mucho tiempo), la tradición literaria se difumina, pierde su papel central, y junto a ella la tradición académico-filológica de los estudios literarios en los que, como disciplina más joven, se integra la literatura comparada[7]. Edward Said no tiene, así, inconveniente en reconocer también que el poscolonialismo, los estudios culturales y otras disciplinas similares acabaron por desviar «las humanidades de su legítima preocupación por la investigación crítica de los valores, la historia y la libertad, convirtiéndolas, según parece, en toda una fábrica de especialidades despreocupadas y repletas de verborrea, muchas de las cuales se fundan en la identidad y, con su jerga técnica y sus particulares alegatos, se dirigen únicamente a personas ya convencidas, acólitos y demás académicos» (Said, Humanism and Democratic Criticism, p. 14). Por otra parte, está convencido de que «esas variedades de lecturas deconstructivas derridianas» terminan «en indecibilidad e incertidumbre» (p. 66). No debe sorprendernos, pues, la única solución que Said (p. 34) propone en su obra póstuma: «un retorno a un modelo filológico-interpretativo más antiguo y basado más extensamente que el que ha prevalecido en Estados Unidos desde la introducción del estudio humanístico en la universidad norteamericana hace ciento cincuenta años».

No se nos oculta la responsabilidad que los excesos teóricos tuvieron en esta debacle, según el diagnóstico que George Steiner (Real Presences, p. 7) hace de una cultura académica en la que se registra el predominio escandalizante «de lo secundario y de lo parasítico». Que en Estados Unidos acabó produciéndose una reacción en esta línea por parte de los académicos se puede comprobar, por ejemplo, en documentos como el informe de Karen J. Winkler (1993) «Scholars Mark the Beginning of the Age of Post-Theory» [Los académicos marcan el comienzo de la era de la posteoría], que señala un importante cambio de rumbo[8].

Este es el escenario en que se produce el informe Bernheimer (p. 5) de la American Comparative Literature Association (ACLA), que es crítico con el cambio deconstructivo de las humanidades. Bernheimer denunció la tendencia que da «prioridad a la teoría sobre la literatura, el método sobre el tema» por la influencia poco favorable de «la aporía inevitable de la indecidibilidad deconstructiva». De la misma manera, Bernheimer deliberadamente dio una imagen muy reducida de la deconstrucción con el fin de que los estudios culturales aparecieran como una salvación. A esta devaluación de la especificidad literaria y la incumbencia significativa de los textos se vino a unir la política del multiculturalismo y su rechazo del canon occidental con la erradicación de los programas de los escritores hasta el momento considerados clásicos, contra lo que levantó su voz Harold Bloom, desenmascarando a la llamada «Escuela del Resentimiento»[9]. Desde el punto y hora en que «el valor de la obra es percibido como fundamentado principalmente en la autenticidad de la imagen que proyecta sobre la cultura que representa, política y miméticamente» (Bernheimer, p. 8), cada literatura es absolutamente equiparable con cualquier otra, se esencializa en sí misma, sin el reconocimiento previo de ninguna primacía o prevalencia. En consecuencia, se neutraliza cualquier posibilidad de juicio diferenciado y de comparación, y al denostado canon eurocéntrico no se le sustituye por otro formado a partir de las literaturas africanas u orientales. Por esta senda llegamos a otra aporía que se añade a la ya mencionada: «el comparatismo multicultural comienza en casa con una comparación de uno mismo con uno mismo» (Bernheimer, p. 11). Por el contrario, lo que Bernheimer denomina «la ansiedad del comparatismo» ofrece un vasto campo de posibilidades para la aproximación colaborativa entre el más joven de los estudios literarios y las múltiples facetas de los estudios culturales.

Desde los dos últimos decenios del siglo pasado se viene hablando del «nuevo paradigma» de la literatura comparada, por utilizar el mismo término que, a partir de Thomas S. Kuhn, Pierre Swiggers y Douwe W. Fokkema («La Literatura Comparada y el nuevo paradigma») hacen suyo. ¿Podríamos reconocer que aquel «nuevo paradigma» sigue conservando su validez treinta años después de sus primeras formulaciones?

Entre aquellas propuestas de entonces se encuentran algunas de indudable valor todavía hoy. Ante todo, la ampliación de la perspectiva del texto literario singular como eje de la literatura. En su lugar debe situarse el sistema de la comunicación literaria, que integra, junto al texto propiamente dicho, las situaciones y determinaciones de su producción, recepción y posprocesado, con los diferentes códigos actuantes a lo largo de todo el proceso. Los aspectos supranacionales de este «sistema literario» serían, pues, el objeto de la literatura comparada. Para ello es preciso, según Fokkema, recurrir a métodos de análisis que complementen las metodologías tradicionales, sobre todo en una dirección psicológica y sociológica, experimental. Hay que reconstruir las diferentes situaciones literarias a lo largo de la historia, y para ello es imprescindible el conocimiento de las reacciones de los lectores, de las que se deducirán los códigos que indujeron a determinados públicos a considerar ciertos textos como literarios y otros no. Para ello, tales códigos deben ser confrontados con códigos de otra índole. De lo que se trata es, en definitiva, de comparar sistemas literarios desde la perspectiva de los efectos que han producido y producen en sus destinatarios; de analizar las condiciones de la producción y la recepción de la literatura en el marco más amplio de una semiótica fundamentalmente pragmática y de la teoría de la comunicación.

En cualquier caso, la noción del «paradigma» de Kuhn puede que necesite ajustarse y hacerse más relevante en este terreno, porque, al contrario de las ciencias sociales, los estudios literarios hacen muy poco por explicar y mucho por interpretar (por emplear los términos de Dilthey) y evaluar. La versión literaria del «paradigma» responde a la pregunta «¿Qué es importante?», en vez de a la pregunta «¿Cómo se puede explicar esto?», siendo la «importancia» obviamente más un asunto de consenso que de causalidad; una historia kuhniana de la Literaturwissenschaft acabaría por enfatizar los determinantes sociales incluso más que cuando Kuhn escribió sobre las revoluciones científicas.

A la luz del planteamiento de Fokkema («La literatura comparada»), resulta inconfundible la estirpe de quienes, a partir del último tercio del siglo XX, vienen contribuyendo desde la teoría a una literatura comparada de nuevo cuño. Estirpe que incluye, tras Viktor Sklovski y Iuri Tinianov, a Jan Mukařovský, Felix Vodicka, Hans Robert Jauss, Iuri Lotman, Norbert Groeben, Siegfried J. Schmidt y, muy especialmente, a Dionýz Ďurišin e Itamar Even-Zohar. Es decir, amén del Círculo de Praga, que tan bien supo armonizar el formalismo con la consideración histórica y social de la literatura, representantes conspicuos de la «estética de la recepción» alemana, la Semiótica de la Cultura de Tartu, la pragmática y la teoría empírica de la literatura, y, finalmente, la «teoría del polisistema».

En esa misma línea hay que situar la más reciente propuesta a favor de una nueva literatura comparada que viene siendo formulada desde los años noventa, sobre todo por Steven Tötösy de Zepetnek. De hecho, la iniciativa de Tötösy se identifica con el amplio rubro de «The Systemic and Empirical Approach to Literature and Culture» [Aproximación sistémica y empírica a la literatura y a la cultura].

Para Siegfried J. Schmidt, el «sistema literatura» comprende cuatro esferas fundamentales: la producción de los textos, la mediación a que se someten para ser difundidos, su recepción y, finalmente, su posprocesado o transformación en otros productos no literarios. Desde esta construcción teórica y desde cada una de sus esferas es evidente que se puede desarrollar una comparación que ya no sería entre literaturas sino, como Schmidt prefiere, entre «sistemas literarios», constitutivos, como partes de un todo, del sistema universal al que nos hemos estado refiriendo desde el comienzo de nuestro capítulo. Eso es lo que Itamar Even-Zohar ha venido realizando explícitamente desde una visión comparatista con su «teoría del polisistema», tarea en la que le ha secundado eficazmente desde Bélgica José Lambert.

Estas teorías permiten estudiar una compleja red de relaciones entre estos factores, que dependen los unos de los otros a modo de estructura, y trabaja con la ayuda de un cuadro de construcciones heurísticas tales como «textos canonizados y no canonizados», «modelos dominantes y dominados», «repertorio», «sistemas primarios y secundarios», «centro y periferia», «intra- e interrelaciones», «producción, tradición e importación» y «estabilidad e inestabilidad» del sistema. De esta sucinta enumeración cabe colegir la aplicabilidad de esta teoría al estudio de la interferencia o dependencia entre polisistemas literarios, en lo que no deja de influir la ubicación de los dos investigadores mencionados en ámbitos histórico-políticos —el de Israel y el de Bélgica, respectivamente—, multilingüísticos y multiculturales. Pero también atienden, desde los mismos supuestos, a las relaciones entre sistemas literarios o artísticos y otros sistemas simbólicos, que forman parte de un macrosistema integrador, muy próximo a formulaciones similares de la Escuela de Tartu. En especial, es de destacar la atención que esta teoría presta al complejo pero fundamental tema de la traducción.

Un «sistema literario» se define, pues, como un conjunto de autores, obras y lectores relacionados por una serie de normas y modelos comunes que no coinciden necesariamente con los de otros sistemas. Las literaturas dejan de ofrecer así rígidos perfiles nacionales, pues sus fronteras son lábiles a causa de la mayor o menor estabilidad de los propios sistemas. En todo caso, ninguno de ellos existe aislado, pero las conexiones a través del espacio y el tiempo son, en este sentido, muy variables, y proporcionan un campo prácticamente inagotable para una investigación comparatística verdaderamente sistemática.

A este respecto, Even-Zohar («Laws», pp. 58-60) propone como hipótesis de trabajo ciertas leyes para la interferencia y las relaciones literarias: que las literaturas nunca están en posición de no-contacto, que la interferencia literaria es casi siempre unilateral y que no va unida necesariamente a interferencias concomitantes de otro orden entre comunidades. La literatura-fuente lo es por razones de prestigio y dominio, y la literatura-receptora acude a aquella en busca de elementos inexistentes en su propio seno. Los contactos de los que se trata pueden establecerse entre un solo sector de ambos sistemas, y luego extenderse, o no, a otros; el repertorio de elementos importados no necesariamente mantendrá las mismas funciones que en la literatura-fuente, y en general la apropiación de los mismos suele llevar emparejada su simplificación, regularización y esquematización. Even-Zohar encuentra en el caso hebreo un campo excelente para contrastar la aplicabilidad de estas leyes, pues a lo largo de la historia sus relaciones de dependencia y simbiosis han apuntado hacia polos distintos, y la literatura yiddish funcionó, hasta época reciente, como «el sistema no canonizado de la literatura hebrea» (Even-Zohar, «Interference», p. 620).

En tal frente es en el que podría curtirse esa nueva literatura comparada propuesta por Tötösy de Zepetnek, un húngaro que ha pasado gran parte de su carrera en Austria, Suiza y Canadá, y que hoy vive en Estados Unidos, quien no solo ha hecho la formulación general de sus objetivos y perfiles, sino que ha llevado su aplicación a un campo que conoce muy bien por sus orígenes personales: el estudio de la cultura de Europa Central. De todos modos, se percibe una significativa evolución en la perspectiva de Tötösy, que se ha ido inclinando cada vez más hacia los estudios culturales comparados (Tötösy y Sywenky).

 

 

VIGENCIA ACTUAL DEL «NUEVO PARADIGMA»

 

Pero existe otra dimensión del «nuevo paradigma» de la literatura comparada que sigue pareciéndonos indeclinable. Se trata, en síntesis, de abandonar la relación genética causal para justificar cualquier prospección comparatista, y de atenerse a lo dado, a los hechos en sí. Siempre que en dos literaturas distintas, o en una literatura y otro orden artístico, ya sea plástico o musical, aparezca un mismo fenómeno sin que haya mediado una relación de dependencia de una de las partes hacia la otra, entonces siempre asomará un elemento teórico fundamental; es decir, una invariante de la literatura.

Jonathan Culler fue una de las voces que terció a favor de las relaciones privilegiadas, aunque no excluyentes, entre teoría literaria y literatura comparada. Casi cuarenta años después, luego de todas las tempestades ideológicas y metodológicas que han afectado a la disciplina obligándola a navegar entre Escila (la deconstrucción y el multiculturalismo) y Caribdis (los estudios culturales y poscoloniales y la globalización), continúa defendiendo «la centralidad de la literatura» y pensando que, en definitiva, se trata de leer textos de variados tipos, pero «leer literalmente» («Comparative Literature, at Last», p. 241). Añade Culler que la investigación en literatura comparada «puede enfocarse en preguntas teóricas sobre los posibles acercamientos a la literatura mundial, sus peligros y virtudes» (p. 246) y suma su autorizada voz a la de otras igualmente positivas ante el futuro de la literatura comparada, como la del propio Haun Saussy (p. 247) —editor del volumen Comparative Literature in an Age of Globalization [Literatura comparada en una era de globalización], donde está incluida la contribución de Culler—, al afirmar «como en la teoría, como en la literatura comparada: nuestros triunfos parecen destinados a ser triunfos sin triunfo».

Comparative Literature in an Age of Globalization se publicó como encargo del ACLA en 2006. La disciplina es por definición internacional, pero la mayoría de las tormentas teóricas antes mencionadas que han amenazado sus singladuras han tenido su epicentro en Estados Unidos. De hecho, como antecedentes del informe coordinado por Saussy, la ACLA había difundido en 1965 el «Levin Report», en 1975 el «Greene Report» y en 1993 el informe coordinado por Charles Bernheimer: Comparative Literature in the Age of Multiculturalism [Literatura comparada en la era del multiculturalismo].

De «nouveau paradigme» hablaba también el rumano Adrian Marino (Comparatisme, pp. 141-146). Si se trata de «literatura», se implica necesariamente una dimensión realmente universal, mejor que supranacional. El conjunto de todas las literaturas del mundo, grandes y pequeñas, se confunde con «la literatura pura y simple» (p. 144), y solo desde este «approche globale de la littérature» —la «republique mondiale des lettres» de Pascale Casanova— puede surgir una poética sólidamente fundamentada, pues las categorías, los criterios generales y las tipologías son inseparables de lo universal. Una teoría literaria se construye con la ayuda de elementos a la vez generales y generalizadores que denominamos invariantes, pero estos tanto más significativos y válidos son cuanto aparecen en literaturas que no han estado en contacto intenso y habitual entre ellas; por ejemplo, en las europeas y las orientales (Comparatisme, p. 92).

Esto mismo es lo que hace Earl Miner desde la perspectiva formal de la poética. Cuando en la literatura china encontramos un tipo de composición lírica que es equiparable a un «alba» románica medieval, entonces sí que podremos proclamar, con toda justeza, que aquello constituye una constante literaria más allá de la contingencia de lo puramente histórico. Miner declara inequívocamente que hay un vínculo íntimo entre géneros y poéticas explícitas sobre el supuesto de que los géneros son idénticos a pesar de sus distintos nombres a través de las culturas: «La tesis de este ensayo es que una poética originativa se desarrollla cuando un crítico o críticos perspicaces definen la naturaleza y condiciones de la literatura en términos del género mejor considerado en el momento. Por “género” se quiere decir drama, lírica y narrativa. Estos “géneros fundacionales” pueden llamarse de otras maneras» (Comparative Poetics, p. 7). Pero una variación nominal sencilla es un principio difícil de aceptar para un acercamiento comparatista de los géneros. Recordemos el argumento de la comparatista polaca Stefania Skwarczynska: «No es posible negar que a un europeo le resulte difícil estar de acuerdo con un indio o un chino en cuanto a la naturaleza de los géneros: uno normalmente duda si están hablando de lo mismo» (citado en Navarro, «Un ejemplo de lucha», p. 86). Además, el argumento de Miner se contradice con su propio segundo canon de comparabilidad, pues declara que dos géneros pueden tener funciones idénticas en sus respectivos sistemas literarios. En cualquier caso, parece obvio que es imposible construir una teoría sólida sobre los géneros literarios a partir de obras tomadas exclusivamente de la historia de la literatura europea.

 

 

METODOLOGÍA COMPARATISTA

 

Se le suele achacar a la literatura comparada una cierta indefinición metodológica y reclamarle algunas concreciones a este respecto que a veces los comparatistas no parecen dispuestos a dar. Hemos reconocido ya que el comparatismo, por la inmensidad de las áreas que abarca, tiene un componente de utopía. Ello no quiere decir, sin embargo, que no exista una metodología de la literatura comparada que sea capaz de producir resultados concretos.

Manfred Schmeling prestó especial atención a este problema proponiendo varios tipos y estrategias diferentes de comparación. Earl Miner ha elaborado, por su parte, una Comparative Poetics [Poética comparada], concebida como An Intercultural Essay on Theories of Literature [Un ensayo intercultural sobre las teorías de la literatura]. De lo que trata es de comparar las distintas «concepciones o teorías o sistemas literarios» (Comparative Poetics, p. 4), sus géneros y constantes fundamentales expresadas de forma discursiva por creadores y pensadores a lo largo de la historia, tanto en Occidente como en Oriente. No es casual que Miner reconozca como fuentes primeras de su inspiración a dos figuras ya citadas, René Étiemble y René Wellek, ni que dedique su obra, in memoriam, a James J. Y. Liu, el autor de Chinese Theories of Literature [Teorías literarias chinas]. De la enorme utilidad de sus pesquisas puede hablarnos el que Miner haya llegado a la conclusión de que la trilogía genérica de lírica-épica-dramática resulta obligada para todo sistema literario, pues la única diferencia entre la tradición europeo-aristotélica y la oriental sino-japonesa es que en la primera la lírica está tan solo implícita en principio, mientras que en la segunda ocurre exactamente lo contrario, porque la poética del drama y de la narración derivan de la de la poesía propiamente dicha.

A su vez, Marino (Comparatisme, p. 214) reclama para la nueva literatura comparada un tipo de descripción de los hechos fundamentalmente fenomenológica, esencialista, fiel a la máxima husserliana de «a las cosas mismas» (zu den Sachen selbst) frente a las descripciones superficiales y morfológicas. El análisis de las analogías y las similitudes se hará sin forzar el hallazgo de las relaciones genéticas, como una prueba privilegiada de la existencia de verdaderas invariantes teóricas.

En cuanto a los paralelismos, entendidos como fenómenos objetivos, Marino (pp. 224-232) propone que se distingan dos grandes grupos o constantes, que admitan a la vez dos posibilidades en cada caso. Por una parte, los que se pueden explicar históricamente pero sin recurrir a contactos o influencias (a modo de una «poligénesis paralela», como él la denomina), frente a los que deben justificarse del modo contrario, tal y como ocurre con Goethe y Carlyle. El primer modelo de paralelismo se aleja por completo de cualquier interés poligenético o simplemente genético, y actúa en este orden de cosas de modo aparentemente arbitrario, formulando o bien paralelos contrastivos entre autores, obras, hechos literarios de diferentes lenguas y momentos históricos, con el fin de evidenciar particularidades y diferencias, o bien proponiendo, en una dirección opuesta, paralelos generalizadores.

 

 

Solo el tiempo transcurrido desde el informe de Bernheimer (1993) permite responder con certeza a la cuestión de si la porosidad y maleabilidad de la literatura comparada han jugado a favor de su permanencia como disciplina académica sin desnaturalizarse ante la diversidad y amplitud de los estudios culturales. Y podemos concluir que ha demostrado poseer suficientes recursos como para superar contradicciones, integrar nuevas perspectivas y progresar en el sendero de la interdisciplinariedad.

Así ha sido en efecto, si nos atenemos al nuevo informe de Haun Saussy (2006). En él se habla sin reserva del «triunfo de la literatura comparada», en cuanto que no solo ha superado las tormentas finiseculares sino que se muestra ahora cargada de legitimación, investida de una sutil autoridad semejante a la del primer violín en una orquesta. Sus departamentos han demostrado una generosa hospitalidad «a las aproximaciones misceláneas, desfavorecidas, obsoletas o demasiado-buenas-para-ser-verdaderas» (p. 34). Su cosmopolitismo de raíz ha contribuido a superar las limitaciones de los estudios culturales y a corregir los excesos eurocéntricos; por lo mismo, ha ayudado a orientar los debates sobre el canon abriéndose a nuevos modelos de canonicidad; y en cuanto a la literatura mundial, más que un rival, se ha convertido en «un objeto, incluso un proyecto, de literatura comparada» (p. 11) como si regresásemos a los tiempos del encuentro entre Goethe y Ampère.

Pero el dignóstico de Saussy no resulta ni voluntarista ni aventurado. Tiene recios fundamentos. En primer lugar, por supuesto, algo tan determinante como «la universalidad de la experiencia humana» (p. 12). Y, en segundo término, que «no hay cultura humana que no tenga arte verbal» (p. 17). El terreno que pisa la literatura comparada es tan sólido como el de ese empleo particular del lenguaje para producir belleza y reproducir el mundo y la naturaleza humana al que llamamos literatura. Por eso propugna «la crucial importancia de la literariedad para la disciplina», empeño en el que colaborarán las otras tres ramas de los estudios literarios, pero, sobre todo, y sin menoscabo de la historia y la crítica, la teoría de la literatura: «Todos los que realizaron o aplicaron la teoría se convirtieron en comparatistas» (p. 18).

Estudiar literatura es leer atentamente textos —close reading— para descubrir su unicidad estética a partir de su entramado lingüístico. Textos que forman parte de un sistema de acciones en el seno de la sociedad, entre las cuales las principales son la creación y la lectura, pero también interesan las distintas formas de mediación y de transformación del producto literario en otros derivados de él. Esto nos lleva inevitablemente a la consideración de otros discursos y otros códigos, así como del papel que las nuevas tecnologías de la comunicación desempeñan ya no solo en la difusión de la literatura, sino en la transformación de los mismos procesos creativos que la producen, sin ignorar su enorme influencia en la «enciclopedia» cultural y el propio ejercicio del «acto de leer» (Iser) por parte de las nuevas generaciones de «nativos digitales» (Prensky).

Acaso más que nunca antes, profundizar en el conocimiento del fenómeno literario significa hoy por hoy estudiar textos desde una perspectiva comparatista: hacerlo con la mentalidad, la actitud y la metodología de la disciplina académica que desde hace ya dos siglos se viene denominando literatura comparada.