C. EL VINO ÁRABE: DEL SÓLIDO AL LÍQUIDO
La transformación del sólido al líquido fue uno de esos momentos epifánicos que regala la historia cuando desploma una manzana sobre la cabeza de un físico o cuando un árabe inspirado le agrega agua caliente a la albóndiga que masticaba para la merienda, creando de manera accidental la infusión que, siglos más tarde, se convertiría en la segunda bebida más consumida del mundo. ¡Eureka! En la prehistoria del café, el noble fruto del cafeto no se bebía: se comía, en un rotundo desafío a las dentaduras más trémulas. Ya advertidos de sus propiedades estimulantes, los antiguos mezclaban los granos verdes con manteca, los amasaban, les daban forma de bolitas y los engullían como colación energizante en las tardes aciagas o las noches en vela que los peregrinos pasaban abúlicos en sus viajes al desierto. Los alquimistas manipulaban el café con la didáctica escolar que nos enseñó los tres estados posibles del agua: sólido, líquido, ¿gaseoso? “El café es licor sobrio y poderosamente cerebral que, muy al contrario de los espirituosos, agudiza el discernimiento y la lucidez. Suprime la vaga y tosca poesía de los vapores emitidos por la imaginación y, a partir de una realidad neta, hace brotar el destello de la verdad”, escribió el célebre historiador francés Jules Michelet (1798-1874) y le puso prosa poética a la ambición ancestral: iluminar las oscuridades de la mente. Si en una aldea poblada por irreductibles galos, el druida Panoramix guardaba en una marmita la fórmula secreta con la poción mágica que otorgaba energía sobrehumana a Asterix, Obelix y sus vecinos, la receta más antigua del café procuraba conseguir cerebros superpoderosos.
Después de su descubrimiento fortuito en las tierras de Abisinia con el pastor Kaldi como adelantado, el café cruzó las aguas del Mar Rojo en una gesta de ribetes bíblicos y, con los colonos etíopes que gobernaron Yemen durante medio siglo en los tiempos remotos, las plantaciones de cafetos se multiplicaron entre los árabes, que alumbraron las técnicas de tostado y se convirtieron en fanáticos de la bebida. A ellos les debemos, además del desarrollo de las matemáticas y la definición del número cero como concepto, la adopción del café como bebida intelectual y hasta su nombre: lo llamaron qahwa. La palabra árabe significa “vino” y de ella deriva “café”. Durante muchos siglos, en estricta observancia de la prohibición etílica del Corán, el café se permitía entre los fieles, aunque con recelos, y se conocía como “el vino árabe”.
Ahí donde el vino es considerado la “bebida tótem” para los franceses, como la insulsa leche de vaca para los holandeses o el té ceremonial para los ingleses, el café fue el emblema líquido para los árabes. Dice Roland Barthes: “A través del vino, el intelectual se aproxima a una virilidad natural y por ese camino imagina escapar de la maldición que un siglo y medio de romanticismo continúa haciendo pesar sobre la cerebralidad pura”. Acaso como anticipo de la analogía, los monjes sufíes de Arabia tomaban el café como una bebida intelectual, en ceremonias religiosas que tenían la liturgia que hoy se le dedica a la ingesta del ayahuasca, guiadas por un derviche que, con la túnica blanca, el chal negro y el fez en su hábito de chamán, conducía al bebedor en el viaje por los entresijos de la mente. Si una bebida energizante moderna construyó su mitología publicitaria al afirmar que su mezcla de cafeína y taurina “te da alas” para la supervivencia en una fiesta de música electrónica, algunos lingüistas hallaron otra etimología del café en un tributo al rey persa Kavus Kai, que según la tradición fue elevado al Cielo en un carro alado: entonces y ahora, el vino árabe era utilizado para desembriagar la cabeza y llevar el pensamiento hasta mayores niveles de lucidez.
El berretín de los árabes por el café llega hasta estos días no solo en el relato de la épica de los antiguos, también en los manuales de botánica: “arábica” se llama una de los dos especies dominantes del cafeto que se plantan en el mundo, el fruto de la coffea arabica, un arbusto frágil del que procede el 75% del café gourmet, con plantas que crecen a gran altura, delicadas ante el ataque de las plagas, los parásitos o el hielo, y frutos que maduran con lentitud. Un camino a La Meca para los entendidos: los cafés arábicos gozan de granos más complejos, con sabores y aromas perfumados que van desde el chocolate hasta las flores y una menor cantidad de cafeína, el alcaloide que le quita el sueño a medio mundo. La otra especie es la “robusta”, el fruto de la coffea canephora, la planta que, como sugiere su nombre, es más resistente a las enfermedades, crece a menos altura y ofrece una bebida más fuerte y tónica, con menos matices (destino final: el café instantáneo, el jugo de petróleo que sirven en una estación de servicio o algunas mezclas para espresso porque promueve la formación de la espuma). La robusta tiene el doble de cafeína y hace sentir la influencia del tanino, el ácido de sabor amargo y astringente del que también goza el vino. Si en los hogares menos prejuiciosos la prescripción de la abuela era una copita de tinto tibio para aliviar los catarros de los niños, el vino árabe (¡el café!) fue el remedio secreto para aliviar los males del alma, la cabeza y el cuerpo.
Ya en el siglo X, el médico árabe Rhazes (852-932) fue el primero en publicar los efectos positivos de la bebida sobre la salud en su libro perdido Al Hawi (“El continente”): con el secretismo quimérico de un alquimista, su enciclopedia de 23 volúmenes (¡diez de ellos escritos a mano en latín!) compilaba el saber griego, árabe, indio y chino sobre la medicina y allí se cree que repartía elogios para una planta llamada bunn y la bebida derivada de ella, a la que denominaba como buncham. Si es cierto que el vino es jugo de sol y tierra, por lo cual su naturaleza es más seca que húmeda, Rhazes también definía el café como “un líquido caliente y seco que es muy bueno para el estómago”. Pero el punto de inflexión fue la publicación de El canon de la medicina, que el célebre Avicena (980-1037) escribió a principios del siglo XI en las remotas tierras de lo que hoy es Uzbequistán, un vademécum para preparar drogas milenarias donde se reseñan 760 sustancias entre las cuales está, claro, el café: “Es caliente y seco en primer grado y, según otros, frío en primer grado. Tonifica los miembros, limpia la piel y seca la humedad bajo ella y da un aroma excelente a todo el cuerpo”. En realidad, Avicena era el seudónimo de Abú Alí al-Husain Ibn Adbullah Ibn Sina, autor de más de 450 libros y precoz dueño del don para curar el mal de su sultán cuando solo tenía 17 años. En recompensa se le permitió el acceso a la biblioteca real que compilaba los saberes ancestrales de la Humanidad y se lo premió con un cargo vitalicio en la corte, que le daba acceso irrestricto a los salones y los divanes donde los sultanes se entregaban al goce de sus libaciones: no vino, café.
Para entonces, el sólido ya había concluido su tránsito al estado líquido. “Si con arte se prepara, con arte se ha de beber”, decía Abdel Kader, emir de Argelia, remarcando con insistencia el infinitivo del verbo: “beber”. En su nueva presentación líquida, el café padecía un inesperado contratiempo. “¡Khair inshallah!”, gritaban los árabes cada vez que se volcaba una taza o se derramaba una cafetera, lo cual podría traducirse como “¡buen presagio!”. Por todo el mundo árabe se multiplicaban los kahve kaneh, o cafeterías, y las entrepiernas ardidas de los parroquianos por la torpeza de un sirviente eran el resultado de accidentes frecuentes que, aun en la quemazón, se interpretaban como una señal de buena suerte. En el libro Adventures in Arabia (“Aventuras en Arabia”), escrito por el explorador ocultista William Buehler Seabrook en 1927, se observa que los beduinos conservan desde tiempos inmemoriales el menú fijo de dátiles, pan, leche y café. Pero también se cuenta la maldición que se extiende entre los drusos, los nómades que seguían los dictados de Alá a través del desierto: “Si un druso llega a mostrar cobardía en la batalla, no se le reprocha pero, la vez siguiente, los guerreros se sientan en círculo y se sirve café; el anfitrión se sienta junto a él y le sirve igual que a los otros, pero al pasarle la taza derrama deliberadamente el café sobre la túnica del cobarde, lo cual equivale a una sentencia de muerte. En la siguiente batalla, se obliga al hombre no solo a pelear con valentía sino a ofrecerse a las balas o las espadas del enemigo. Sin importar con cuánto coraje pelee, no debe volver vivo. Si no muere, toda su familia caerá en desgracia”. Ya con la infusión trasmutada en bebida sagrada y el grano admirado como el “oro negro”, volcar el café a propósito era una sentencia de muerte.