Jerónimo de Miranda y Vivero nace en Valladolid en 1552. Es bautizado el 20 de marzo[8] en la iglesia de Santa María Magdalena, junto al magnífico retablo realizado por Francisco Giralte pocos años antes. Son sus padrinos Isabel de Arellano y el doctor Marcos Burgos Salón de Paz, pariente de su padre y uno de los más prestigiosos jurisconsultos de su tiempo. La ciudad es entonces la capital de la monarquía española y vive los años más brillantes de su historia, en plena expansión económica y constructiva.
Su padre, Juan de Miranda[9], es un acaudalado y culto prohombre vallisoletano. Regidor de Valladolid, ha representado a la ciudad en las Cortes del Reino y pasará a los libros de Historia por el hecho de haber liberado a sus esclavos[10]. Y su madre, Francisca de Vivero[11], pertenece a una de las familias más poderosas y ricas de Valladolid, cuyo origen judeo-converso se remonta al siglo X. En el palacio de los Vivero fue donde los Reyes Católicos contrajeron matrimonio secretamente en 1469, cambiando la historia de España.
Juan de Miranda, antes de casarse en 1542, hizo un inventario de su fortuna. Junto a sus numerosas casas, propiedades agrícolas, depósitos en metálico y créditos contra terceros, incluyó una detallada relación de su valioso mobiliario doméstico[12]. Entre «dos imágenes de Nuestra Señora» y «paños, servilletas, alfombras, arcas, camas, braseros…», figuran anotados «dos esclavos, el mayor de 18 años y el otro de 12; una esclava de 8 años; otra esclava blanca de 18 años; y otro esclavo negro de 25». Juan de Miranda tuvo fama de haber afirmado que «los hombres honrados que tenían tanta hacienda como él no debían buscar dotes sino mujeres cualificadas y honradas como la suya», pero lo cierto fue que Francisca de Vivero también aportó 700 000 maravedíes al matrimonio.

Anton van den Wyngaerde, Valladolid, detalle, h. 1565-1570, dibujo a pluma y tinta sepia, Viena, National Bibliothek, Ms. Min 41, 47
Österreichische Nationalbibliothek, Viena
En 1556, cuando Jerónimo tiene cuatro años y su madre espera el nacimiento de su séptimo hijo, el matrimonio decide otorgar testamento y constituir un importante mayorazgo. Para entrar en posesión del mismo el heredero tenía que haber cumplido veinticinco años y no estar incurso en ninguna de las causas que le excluirían con dureza («serían tenidos por no nacidos») de la línea hereditaria: la condición de fraile, clérigo o monja; haber cometido algún «delito grave como los de herejía o sodomía»; pretender enajenar los bienes vinculados a perpetuidad; o haber contraído matrimonio en contra de la voluntad de los padres. En todo caso, los varones siempre prevalecerían sobre las mujeres en la sucesión.
Otras disposiciones de su testamento evidenciaban la generosidad de ambos cónyuges y la importancia de su patrimonio. Así, dejaron 375 000 maravedíes para su enterramiento; 37 500 maravedíes para redimir cautivos de África; 50 000 maravedíes para casar huérfanas pobres; 400 000 maravedíes para una numerosa relación de parientes pobres, amas de sus hijos y criados; una renta vitalicia de 6 000 maravedíes anuales para la monja Isabel de Miranda y otra de 20 000 maravedíes para Ambrosio de Miranda, hijos naturales de Juan; también mandaban liberar a su esclava Isabel, la única que aún no habían emancipado, dejándole 15 000 maravedíes «para que pueda remediarse». Establecidas estas mandas, vinculan la mitad de su fortuna al mayorazgo y reparten la otra mitad entre todos sus hijos legítimos.

La iglesia de la Magdalena, Valladolid
Album / akg-images / Bildarchiv Monheim

Portalón de entrada a la casa de los Miranda en Valladolid
Foto Cacho, Valladolid
La infancia de Jerónimo transcurre en la casa principal que sus padres tienen en la calle de la Magdalena, de Valladolid. Ahí juega con sus hermanos, los criados y los esclavos de la casa, correteando por la extensa huerta tapiada, el jardín escondido y los imponentes patios. De vez en cuando acompaña a su padre a visitar las fincas próximas, como el precioso soto que posee junto al Pisuerga. También observa con curiosidad las obras de tres nuevas casas que sus padres han empezado a construir en un solar contiguo para cuando sus hijos sean mayores; ocupan el lugar de la casa en la que en 1353 se alojó Pedro I. Y en un ambiente doméstico refinado y culto, que cuenta con una de las mejores bibliotecas de la ciudad, comienza muy temprano su formación humanista y religiosa.
Entre los parientes que les visitan asiduamente destaca el doctor Agustín de Cazalla y Vivero, un primo mucho mayor que él, de quien su madre cuenta orgullosa que es el capellán y el confesor del emperador Carlos V, al que ha acompañado numerosas veces en sus viajes por Alemania. A finales de junio de 1558, cuando Jerónimo tiene ya seis años, su primo deja de venir y nunca más volverá a verle. Se hace un pesado silencio, que cubre también a otros parientes que tampoco reaparecen. Cuando se acercan los niños, los mayores interrumpen sus conversaciones o las prosiguen en voz muy queda, como cuando se cuenta un secreto. Una grave y permanente preocupación lo embarga todo, sin que Jerónimo y sus hermanos alcancen a comprender el sentido de lo que sucede.

La casa principal de los Miranda en Valladolid, conocida más tarde como la del marqués de Valparaíso, se encuentra en la plazuela del Duque. Su solar se prolonga entre las calles de la Magdalena y de los Templarios, con tres casas más, el jardín, la huerta, el corral y la bodega
Ayuntamiento de Valladolid, Servicio de Archivo Municipal
El temido inquisidor general y arzobispo de Sevilla, Fernando de Valdés[13], le escribe en ese mes de junio a Carlos V, retirado en Yuste, para informarle de que «de noche he detenido a los integrantes de un grupo luterano formado por gentes muy principales». Ha sido una operación perfectamente coordinada, en la propia ciudad de Valladolid y en Navarra, «tras un seguimiento realizado con todo secreto y disimulación e antes de que la caza se espantase». Se trata de Agustín de Cazalla; el caballero Carlos de Sesso, un aristócrata italiano nombrado por Carlos V corregidor de Toro, y su mujer, Isabel de Castilla, descendiente de Pedro el Cruel y prima del deán de Toledo; Ana Enríquez, hija del marqués de Alcañices; Luis de Rojas, nieto del marqués de Poza y heredero de su casa; y otras personas de su entorno. Carlos V contesta al inquisidor general que sigue «con avidez» todos los pasos del Santo Oficio y le insta «a un pronto y terrible escarmiento», en su deseo de evitar a cualquier costa que en España se reproduzcan los problemas que la Reforma de Lutero le ha ocasionado en Alemania. Felipe II, que había nombrado a Valdés y compartía su fanatismo religioso, no podía estar más de acuerdo. Unas semanas antes había accedido a la petición de Valdés para actuar en este caso con plenos poderes en la utilización del tormento, admitiendo como medios de prueba acusaciones secretas y delatores no identificados, y pudiendo también condenar a la hoguera a los arrepentidos. Esto último marcaría un antes y un después en las prácticas de la Inquisición, que hasta ese momento había perdonado la vida a los herejes que mostraban su arrepentimiento.

Pompeo Leoni, Mausoleo del inquisidor general, Fernando de Valdés, detalle, 1576-1582, Salas, Colegiata de Santa María la Mayor
Album / Oronoz
El inquisidor general esperaba obtener también en sus interrogatorios un trofeo mayor: el prestigioso teólogo dominico Bartolomé de Carranza, promovido meses atrás por Felipe II al Arzobispado de Toledo. Valdés sabía que los detenidos mantenían contacto con él y a todos interrogó severamente sobre este extremo. Uno de los condenados relató que cuando le expuso a Carranza sus dudas de fe este «me mandó no hablase más de ello ni hiciese escrúpulo». Otras declaraciones fueron más comprometedoras que el testimonio de este sabio consejo; forzadas por el tormento sirvieron para apresar a Carranza en Toledo en 1559, encarcelándole en Valladolid. Se inició así uno de los procesos más injustos de la historia de la Iglesia. Valdés le retuvo siete años en prisión sin dictar sentencia por falta de pruebas, hasta que el papa Pío V, conocedor de la situación, reclamó para sí la jurisdicción de la causa. Carranza fue trasladado a la cárcel del Castillo de Sant’Angelo en Roma, pero la prematura muerte del Papa impidió su liberación. La presión de Felipe II sobre sus sucesores logró que le mantuvieran preso diez años más, siendo finalmente liberado sin cargo alguno en 1576, pocos meses antes de su muerte en Roma. Durante el tiempo en que Carranza estuvo encarcelado, Felipe II percibió las cuantiosas rentas de su Arzobispado.

Juan Barcelón por dibujo de José Maea, Retrato de Bartolomé de Carranza, 1795, estampa calcográfica
Colección particular
Los detenidos por Valdés solo dejaron de ser atormentados cuando confesaron su presunta herejía luterana. Casi todos pertenecían a un cerrado círculo vinculado a los Rojas, los Enríquez, los Miranda, los Vivero y la comunidad de religiosas cistercienses del convento de Santa María de Belén. Hubo veintiséis condenas a la hoguera, aunque a los que se arrepintieron se les concedió la gracia de ser estrangulados antes de prenderles fuego. Estas condenas comportaban además la confiscación de sus bienes y la infamia para sus familias durante tres generaciones.
Cuatro primos segundos de Jerónimo de Miranda, entre los que destacaba el doctor Agustín de Cazalla, y varios de sus criados, fueron condenados a muerte.
Leonor de Vivero, madre de Cazalla y prima hermana de la madre de Jerónimo, que llevaba tiempo enterrada en la iglesia de San Benito el Real, tampoco se libró de la hoguera. Sus padres, Juan de Vivero y Constanza Ortiz, ya fueron en su día condenados por judaizantes. A Leonor se le acusó de prestar su casa a los detenidos para unas reuniones en las que comulgaban con las dos especies y comentaban libremente obras como el Catecismo cristiano de Carranza y otras de fray Luis de Granada. Sus huesos desenterrados fueron paseados macabramente por las calles y arrojados al fuego. Su casa se derribó con la prohibición de reedificarla y en su solar, sembrado de sal, se levantó un monumento con la noticia del suceso, que los liberales destruyeron en 1821.
También fue condenada a muerte María de Miranda, una bellísima prima hermana de Jerónimo, de veinte años, religiosa del convento de Santa María de Belén. En su primera declaración se limitó a contar «que antes se confesaba con un tal Pero Conde… que por cualquier cosilla le increpaba mucho… y le hacía entender que era sacrilegio dormirse en el coro… y luego fue allí Pedro de Cazalla, hará tres años, y le decía lo mucho que Dios había hecho por nosotros e que no estuviese atada a tanta servidumbre e a tanto escrúpulo… e que con el doctor Cazalla e con Pedro de Cazalla su hermano platicaba a veces sobre la materia de la justificación, aunque nunca le dijeron que no era menester obras ni que no había purgatorio». El inquisidor general contrapuso la confesión de un testigo, nunca identificado, que afirmó haberla oído defender la doctrina luterana. Esto bastó para que, después de estrangulada, también ardiera en la hoguera. Finalmente, otros dos primos de Jerónimo fueron condenados a cadena perpetua y sus bienes confiscados.
El proceso terminó en 1559 con dos autos de fe que constituyeron un extraordinario espectáculo para la población. El 8 de octubre se celebra el último y más importante. En la Plaza Mayor se han levantado gradas para más de cinco mil espectadores que han pagado por su entrada hasta veinte reales. Los particulares venden más barato el acceso a los balcones y terrazas que dan a la plaza. En la parte central del graderío se han reservado ochocientos asientos para el clero y doscientos más para los nobles, que acudirán presididos por el Rey. Este inmenso tinglado lleva tres días custodiado por los alguaciles, pues un grupo de desconocidos ha intentado prenderle fuego.

Frans Hogenberg, Hispanissche Inquisition, auto de fe de Valladolid de 1559, estampa calcográfica
Biblothèque nationale de France, París
Desde la noche anterior la multitud va ocupando los mejores sitios. A las cinco de la mañana comienza el auto que durará hasta las siete de la tarde. El Rey se sienta en el lugar más prominente y coloca a su derecha al inquisidor general. Felipe II, con voz potente, jura ayudar y servir incondicionalmente al Santo Oficio en la persecución de la herejía. Los condenados toman asiento en el escenario. La mayoría lleva mordaza en la boca y algunos hacen muecas para pedir unas gotas de agua. En un estrado algo más alto se sitúan los que van a ser ejecutados y, entre ellos, los dos condenados principales, el doctor Cazalla y Carlos de Sesso, a quien tienen que llevar en brazos por ser paralítico.
Ana Enríquez[14], a sus veintitrés años, tiene fama de ser la mujer más hermosa de la ciudad. Vestida con el humillante sambenito y la coroza o capirote, infamante identificación que la señala como pecadora, descalza y portando un cirio en las manos, permanece de pie sobre otra tarima, ridículamente expuesta a la malsana curiosidad del público. Francisco de Borja, duque de Gandía[15], suegro de su hermano, la reconforta durante el auto, respaldándola santamente con su prestigio. Como escribió: «La consolé, pues ella hubiera preferido una muerte discreta a aquella ignominia pública. Caminó junto a los demás con cara de estar más muerta que viva al perder el honor, la dignidad y la gloria». Mujer de gran cultura y amiga de Teresa de Ávila, tras un año de detención, aislamiento y tortura, solo ha podido ser acusada de haber leído a Calvino, Carranza y fray Luis de Granada[16], siendo su condena esta humillante comparecencia y guardar a continuación tres jornadas de ayuno día y noche en la cárcel vestida de penitente.
Al terminar el auto, los condenados a la hoguera, casi tantos hombres como mujeres, son atados a unas altas estacas provistas de escalera y grilletes. A sus pies se encuentra la leña apilada, de cuyas llamas se elevará el humo que les cortará el aire. De los veintiséis condenados solo tres son quemados vivos, los restantes han sido estrangulados previamente. Especialmente horrorosa es la muerte de Juan Sánchez, criado de los Cazalla. Estando ya medio chamuscado se le sueltan las ligaduras, lo que le permite encaramarse a lo alto del mástil gritando de dolor y pidiendo misericordia. Al ver cómo el paralítico Carlos de Sesso permanece firme en su tormento, se arrepiente de su flaqueza y se arroja a las llamas.
Apenas han pasado dos años, cuando una nueva víctima se añade al holocausto familiar de los Miranda y los Vivero: en 1561 muere la madre de Jerónimo, sin haber cumplido aún cuarenta años. El sufrimiento por los sucesos de 1559 y por el ominoso silencio que tuvo que guardar después para no parecer cómplice de unas creencias que comportaban tormento y muerte, terminó por arruinar una salud quebrantada por los sucesivos partos.
Jerónimo, que tiene ya nueve años, y sus hermanos han empezado a preguntar y compartir el temor que antes sintieron sus mayores, emprendiendo distintos caminos para alejarse de su miedo. Juan, el primogénito, decide ser militar, marchándose de la ciudad y muriendo valerosamente en Lepanto sin descendencia. Luis ingresa en la Orden Franciscana llegando a ser provincial de Santiago y también un reconocido escritor, además de consultor del Santo Oficio. Pedro y León optan por ser clérigos, sin llegar a ordenarse sacerdotes. Pedro, que permanecerá soltero y tendrá un hijo natural, alcanzará, como su padre, la posición de regidor de Valladolid, muriendo en 1596. León se casa tras haber desempeñado el cargo de tesorero de la Catedral de Valladolid, y morirá en 1598, dejando una hija póstuma que fallecerá joven. Sus hermanas Constanza y Petronila también se casaron pero solo esta última, que contrajo matrimonio con su pariente Jerónimo Vivero y Tasis, tendrá descendencia, asegurando la continuidad del mayorazgo familiar gracias a su hija Constanza Vivero y Miranda que contraerá matrimonio con el primer marqués de Valparaíso[17], uno de los militares y hombres de Estado más importantes de la época.
Jerónimo decide alejarse de Valladolid encaminando, hacia 1576, sus pasos a Roma, cuando posiblemente ya era clérigo. De su formación religiosa sabemos que tuvo por maestro a Pedro González de Acebedo, a quien representó durante su estancia romana en varias actuaciones. Este fue un clérigo culto, imbuido del espíritu del Renacimiento, que como obispo de Orense y Plasencia promovió importantes iniciativas caritativas y de construcción.
La dependencia del Papa respecto del Rey de España es tan grande que con razón pudo hablarse entonces de una Roma española. Hay más de tres mil clérigos españoles residiendo en la ciudad. Ocupan las principales posiciones y esperan recibir alguno de los innumerables beneficios de la Iglesia española que el Santo Padre tenía derecho a otorgar. El Consejo Cardenalicio estaba dominado por Felipe II, que contaba con el concurso de un nutrido grupo de cardenales españoles e italianos. El dinero de la corte española fluía generosamente por las manos de todos ellos, incluyendo las familias de los pontífices. El Rey se aseguraba así el control de las elecciones de los sucesivos papas, e indirectamente también de la poderosa Iglesia española.
Jerónimo se encuentra en Roma con el marqués de Alcañices, el amigo de su familia que tan de cerca padeció también la persecución del Santo Oficio en 1558. Ha sido nombrado embajador por Felipe II, y desde su influyente posición —equivalente a la de un virrey— probablemente contribuye a la designación de Jerónimo como camarero del papa Clemente VIII[18]. Jerónimo se incorpora así a un reducido cuerpo de gran influencia en la administración de la corte. También coincide en Roma con Carranza en los meses que transcurrieron desde que fue liberado hasta su muerte.
En 1587, continuando Jerónimo en Roma, su padre cambia las reglas del mayorazgo[19]. Lo justifica porque en el testamento que Francisca y él otorgaron en 1556 «hay muchas cláusulas que por la variedad de los tiempos tiene necesidad de enmendar». La principal beneficiará a Jerónimo, al incorporarle a la línea de sucesión del mayorazgo atenuando la anterior disposición que excluía a todos los clérigos. «La intención de doña Francisca y la mía —declara— fue solo excluir al hijo que fuera fraile o monja o clérigo de una orden religiosa». También hace una referencia a las perniciosas consecuencias del juego «que destruye las haciendas y causa grave daño en las conciencias de los jugadores», disponiendo que no pueda ostentar el mayorazgo quien juegue a los dados, naipes o pelota si pierde en un día, que se cuenta de sol a sol, más de tres ducados. A fray Luis, el hijo franciscano que le ayuda en la redacción de este nuevo testamento, le deja treinta ducados «para que no le falten libros», tras recordar «los muchos dineros que le ha entregado para sus estudios».
Cuatro años después muere Juan de Miranda dejando un patrimonio superior a veinte millones de maravedíes. Jerónimo, que tiene ya treinta y nueve años, hereda bienes por un importe de 2 040 000 maravedíes, entre los que se incluye un importante privilegio sobre el almojarifazgo mayor[20] de Sevilla.
En 1592 los acontecimientos se precipitan en la vida de Jerónimo de Miranda. En enero muere en Roma, donde residía, el cardenal Juan de Mendoza[21], también canónigo de la Catedral de Toledo. Inmediatamente el papa Clemente VIII firma unas bulas y cartas apostólicas proveyendo el nombramiento de Jerónimo para sustituir al cardenal en su canonjía, y el 15 de julio su hermano Pedro de Miranda, titular del mayorazgo familiar, se presenta ante el Cabildo de la Catedral. En representación de Jerónimo entrega los documentos de Clemente VIII que «so las penas en ellos contenidas» ordenan que a su hermano se le dé posesión de la canonjía y sus rentas. Dos días más tarde el Cabildo inicia el obligado expediente de limpieza de sangre para comprobar la idoneidad del nombrado.

Crispijn van de Passe, Retrato del papa Clemente VIII, en Effigies Rerum ac Principum… (Colonia, 1598), estampa calcográfica
Colección particular
Concluida la tramitación del expediente, el Cabildo se reúne el 20 de diciembre para deliberar y votar. Pedro de Miranda aguarda pacientemente fuera de la Sala Capitular. Y es entonces cuando los terribles sucesos que padeció la familia de Jerónimo años atrás recobran vida y se ciernen, como sombras amenazadoras, sobre quien entonces era un inocente niño de seis años y ahora es un clérigo de cuarenta que ocupa un brillante cargo en la Corte romana.
El deán Pedro de Carvajal abre la sesión, a la que asisten otros veintidós canónigos. Reconoce que Jerónimo es «christiano viejo» por todas las líneas de sus ascendientes, pero a continuación denuncia que por la línea transversal Jerónimo ha tenido ocho parientes muy cercanos que han sido condenados por el Santo Oficio como luteranos o judaizantes. Propone que no se le dé posesión de su canonjía y se consulte con el cardenal Gaspar de Quiroga si hay algún modo de impedir su nombramiento. Le siguen en esta posición otros cinco canónigos.
Interviene entonces Gaspar de Quiroga, sobrino homónimo del cardenal y anuncia que vota a favor de que se le dé posesión de la canonjía, aunque propone que después se intente que no venga a Toledo, porque «le parecería tan indecente como a los demás que en la Catedral estuviera quien por sus parientes tiene tantas mancillas y tachas». Otros dos parientes de Quiroga se manifiestan en el mismo sentido y recuerdan que las bulas pontificias exigen que se dé posesión a Jerónimo de la canonjía en tres días bajo amenaza de grandes penas.
Bernardino de Sotomayor y cuatro más apoyan sin objeciones el nombramiento de Jerónimo.
Pide entonces la palabra Thomas de Borja. Es el primer arqueólogo que ha estudiado la Vega Baja toledana y llegará a ser obispo de Málaga y arzobispo de Zaragoza. Intenta, con inusitada dureza, inclinar el debate en contra de Jerónimo. En una larga intervención vuelve a recordar las herejías de sus parientes, para concluir que otorgarle la canonjía supone tal «desautoridad e indecensión para esta Santa Iglesia» que hay que acudir al Rey para que mande a Jerónimo que permute esta canonjía por otra. Termina manifestando que el nombramiento del Papa es nulo por la forma y que «nunca piensa tener a don Jerónimo por beneficiado de esta Santa Iglesia ni tratarle como hermano».

Sillería del coro de la Catedral de Toledo
David Blázquez, Toledo
En ese momento la propuesta contraria del deán cuenta con siete votos y hay otros ocho favorables a darle a Jerónimo posesión de la canonjía. Es cuando interviene, breve y decisivamente, el doctor Espinosa. Como Jerónimo ha satisfecho enteramente el expediente de limpieza de sangre, su voto es que se le dé, ya, la posesión. Otra cosa «es moralmente inaceptable pues supondría hacer un agravio a su fama y honra, e incurrir en las penas que se han notificado al Cabildo». Seis canónigos más se suman a su posición y otro se abstiene, concluyendo así el debate. Por una mayoría de quince contra siete se aprobó darle a Jerónimo de Miranda y Vivero la canonjía número 29 que había tenido hasta su muerte el cardenal Juan de Mendoza[22].
Salieron dos canónigos de la Sala Capitular y le comunicaron a Pedro de Miranda la resolución del Cabildo. Para cumplir el ceremonial establecido, le sentaron en una silla del coro desde la que él arrojó unas monedas al suelo. A continuación le acompañaron a la Sala Capitular donde le esperaban el deán y el resto del Cabildo para tomarle juramento en nombre de su hermano.
Jerónimo había contado con el apoyo de los canónigos próximos al cardenal Quiroga[23] quien, habiendo perdido el favor del Rey, a sus ochenta años no quiere enfrentarse también al Papa. Está ya al final de su vida y cuando recientemente alguien le dijo «triste cosa es morirse un hombre y no irse al cielo», Quiroga respondió «y aunque se vaya». También le votaron cinco canónigos de Valladolid, con quienes seguramente tendría algún vínculo anterior. Y, naturalmente, los que simpatizaban con una espiritualidad próxima al erasmismo.

El cardenal arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, galería de retratos de la Sala Capitular de la Catedral de Toledo
© Cabildo Primado de Toledo
El 14 de enero de 1593 el deán, sorpresivamente, reabre la cuestión de Jerónimo. Propone al Cabildo que se le pida al Rey que imponga su autoridad sobre el Papa para anular el nombramiento, reproduciéndose el debate anterior. Finalmente, se aprueba una propuesta transaccional del doctor Espinosa consistente en ratificar el nombramiento de Jerónimo, destinarle por el momento como representante del Cabildo en Roma, y recibirle más tarde si decidiera venir a residir en Toledo.
Dos años y medio después Jerónimo se incorpora a la Catedral, jurando obediencia a sus estatutos y agradeciendo la «graciosa recepción» que le brindaban. La Catedral dispone de un total de 378 clérigos, de los que los principales son los cuarenta canónigos de número pertenecientes a familias de la nobleza y de los regidores. A partir de aquel momento Jerónimo vivirá permanentemente en Toledo y participará con regularidad en los trabajos del Cabildo, del que llegará a ser vicedeán al final de su vida. Se instala, inicialmente, en una casa que alquila al conde de las Fuentes.
Toledo en 1561, cuando Felipe II trasladó la corte a Madrid, había iniciado un lento pero inexorable proceso de decadencia, que llegará casi hasta nuestros días. Las condiciones de una ciudad incómoda y cara, la falta de agua, los problemas de abastecimiento, el exceso de población, la carencia de suelo, las calles estrechas, más propias de una medina medieval que de una ciudad renacentista, y la topografía agreste, habían inclinado la balanza de la capitalidad a favor de la vecina villa de Madrid. Es probable que el Rey buscara, asimismo, un cierto distanciamiento del poder eclesiástico. Algunos años después la industria de la seda empieza a conocer también sus primeras dificultades y Toledo dejará de ser un centro político, comercial e industrioso para transformarse en una ciudad esencialmente religiosa. El Arzobispado y el Cabildo, con sus cardenales y canónigos, ricos y cultos, desarrollan una extraordinaria labor de mecenazgo. La ciudad, gracias a ellos, se convierte durante un tiempo en la capital cultural de España atrayendo a los mejores escritores y a artistas como el Greco, que deja Roma para venir a Toledo en 1577.
Jerónimo, doce años menor que Doménico Theotocópuli, se asienta en la ciudad en 1595, contando con el apoyo de algunos de los principales eclesiásticos toledanos; los había conocido durante su estancia en Roma y otros eran paisanos suyos de Valladolid. A las importantes rentas de su canonjía ha añadido el patrimonio heredado, lo que le va a permitir adquirir un cigarral. Sigue el ejemplo de otros clérigos, auténticos precursores de la moderna conformación de estas propiedades. Dotadas de casa, en general pequeña, un jardín recoleto, huerto, olivar y árboles frutales, sus propietarios van durante el día para contemplar desde su altura el imponente paisaje de Toledo, pero raramente se quedan a dormir.

Firma de Jerónimo de Miranda al pie de la escritura de compra de la heredad de Gonzalo de Salcedo (1618)
Archivo familia Marañón
El canónigo Domingo de Soto, pariente de san Juan de la Cruz, y que debe su nombramiento, como Jerónimo, al Papa, tiene un cigarral en el pago que llaman de Morterón, y le ha hecho saber que se vende otro que linda con el suyo y con el del también canónigo Pedro Manrique de Lara, más tarde arzobispo de Zaragoza. El Cigarral pertenece a Petronila de Páramo, que lo ha heredado de su padre Diego Álvarez, y a su marido Francisco de la Rua. Como viven en Maqueda y, además lo tienen hipotecado por una antigua deuda del padre, han decidido venderlo. Jerónimo y Francisco de la Rua alcanzan pronto un acuerdo y fijan el precio en 210 800 maravedíes, de los que casi la mitad se aplazan hasta el 15 de agosto. Firman el contrato de compraventa ante el escribano Ambrosio Mexía el 12 de febrero de 1597. En la escritura se describe como «una heredad que llaman cigarral, que hay en el pago de Morterón, de arboleda y frutales y olivar y todo cercado con su casa y palomar… que se vende con todo lo que contiene y libre de cargas y gravámenes». El escribano advierte a la vendedora de «las leyes que son a favor de las mujeres» y que establecen que «a ninguna mujer casada se puede obligar a hacer en daño y perjuicio de sus bienes», declarando Petronila «no haber sido inducida, ni halagada o atemorizada por su marido»[24].
En 1598 muere su hermano Pedro sin hijos legítimos y León toma posesión del mayorazgo, contrayendo matrimonio con Antonia de Guevara. Muere poco después, en 1601, dejando solo una hija póstuma. Jerónimo, que precede a su sobrina por el hecho de ser varón, se hace cargo de la titularidad del mayorazgo, convirtiéndose en uno de los personajes más ricos de la ciudad.
La viuda de su hermano León inicia entonces un pleito, impugnando la modificación de las reglas del mayorazgo que Juan de Miranda hizo en 1587, permitiendo que lo herede Jerónimo pese a su condición de clérigo. Casi diez años después, una sentencia confirma la legitimidad del derecho de Jerónimo aunque, algo salomónicamente, establece que debe resarcir a su sobrina con una quinta parte del patrimonio vinculado[25]. Con el paso del tiempo se reconciliarán y Jerónimo llegará a ser su tutor.
A partir de 1601 y hasta su muerte Jerónimo dedicará una parte importante de su tiempo a la administración de este rico patrimonio, como puede comprobarse por la multitud de escrituras notariales que firma, dejando un largo rastro de apoderamientos para comprar, vender y administrar sus numerosos bienes.
Se traslada a una de las principales casas de la ciudad conocida como la Casa de Higares[26] que arrienda a la princesa de Áscoli, hija de una amante de Felipe II, por cien mil maravedíes al año, y le encarga a su amigo el arquitecto Juan Bautista Monegro[27] una nueva casa en el Cigarral. A diferencia de la mayoría de sus coetáneos, a Jerónimo le gusta quedarse a dormir allí, e incluso entre 1598 y 1600, con motivo de una epidemia de peste, ha pasado en el Cigarral la mayor parte del año. Sin tener la importancia de las residencias de Quiroga y Sandoval[28], la nueva construcción es una auténtica villa renacentista al estilo de las que Monegro y él han conocido durante su estancia en Italia. Como escribió más tarde, «tengo una casa de campo, en un sitio a propósito para el recogimiento y la devoción, que nunca se podría hallar otra igual en muchas leguas en su contorno y que valoro en más de 20 000 ducados».

Reconstrucción de la casa proyectada por Juan Bautista Monegro
Archivo familia Marañón
La fachada principal mira hacia Toledo, disfrutando de una vista extraordinaria. De dos plantas, en su centro dispone de una loggia de tres arcos sobre columnas toscanas en los que cuelgan velas de lona blanca para protegerse de los rigores del clima. En la galería de la planta superior Jerónimo coloca los retratos de Carlos V, Felipe II, Felipe III, el papa Clemente VIII y el cardenal Sandoval, bajo cuyos mandatos transcurre su vida. En esta planta se encuentra también su dormitorio, al que se accede después de atravesar una biblioteca y la antesala. Sus libros los tiene divididos entre sus dos casas y conforman una de las bibliotecas más importantes de la ciudad. A su muerte, para inventariarlos y valorarlos, se precisará contratar a dos libreros. Muchas de las obras tratan de pintura, arquitectura y astronomía. Dos grandes globos celestes con el saber de la época adornan esta estancia. La entrada al dormitorio está resguardada por una antepuerta[29] que lleva ricamente tejido el escudo familiar. El dormitorio, entelado con una jerguilla verde, dispone sobre la estera del suelo de una alfombra de gran calidad. La cama de nogal, revestida con palmilla azul[30], tiene tres alamares. Esa misma tela cubre los rodapiés de la cama y la mesilla de noche. Un escritorio y su sillón, también de nogal, a juego con la cama, completan el mobiliario del que forman parte tres cofres, uno grande de hierro oscuro donde guarda las mejores piezas de plata de la casa, otro de madera negra para llevar y traer la plata de uso diario entre el Cigarral y su casa de Toledo, y el más pequeño para transportar la plata en sus desplazamientos fuera de la ciudad. El dormitorio cuenta con una gran bañera de cobre y su correspondiente calentador de agua.
En la planta baja hay un salón grande, un oratorio adornado con vidrieras y un estudio en el que prepara sus actividades eclesiásticas y desde el que se ocupa de la administración de sus bienes. En invierno los amigos y familiares que le visitan se sientan junto a la chimenea del salón. Sobre una mesa de peral negro se encuentra un ajedrez de jade. En la misma mesa reposan una magnífica escribanía de plata, con su tintero y salvilla, un atril de ébano guarnecido en plata de altísimo valor y tres libros: un breviario y dos obras de fray Luis de Granada, fraile dominico seguidor de Carranza —el más famoso orador de su tiempo además de un extraordinario escritor, que tuvo que huir a Portugal perseguido por la Inquisición y Felipe II—. Estos libros, abiertamente expuestos por Jerónimo en un lugar a la vez íntimo y concurrido de su casa de campo, constituyen un verdadero signo de su identidad espiritual. La planta baja se completa con una amplia cocina que dispone de despensa, bodega y varios aposentos contiguos para los cigarraleros, los pajes que le acompañan y algún visitante que se queda a dormir. Por fuera, las paredes de la casa se cubren con naranjos y limoneros en espaldera, que en invierno se protegen con esteras. Un magnífico reloj de sol de alabastro marca el paso de sus horas en el Cigarral[31].
Cerca de la casa, Jerónimo ha abovedado con ladrillo una antigua mina de agua, solando la estancia con unos azulejos de cuerda seca de excelente calidad. El agua cristalina brota desde la profundidad de la tierra y viene a recogerse en un pozo de almagra rojiza. Preside el lugar, que puede utilizarse también como baño, una talla de la Madonna del Popolo que trajo de Italia, colocada en una hornacina.
Jerónimo pasa su tiempo entre la casa de Toledo y la del Cigarral, que evidencian su riqueza y refinado gusto italianizante. En las paredes de sus residencias cuelgan lujosos reposteros con las armas de sus escudos familiares y numerosos tapices sobre temas mitológicos como la guerra de Troya y la historia de la reina Esther. Entre estas colgaduras hay valiosos cuadros, destacando unos magníficos lienzos de pájaros, otros con imponentes arquitecturas romanas y valiosos grabados. La mayor parte de su lujoso mobiliario proviene de Alemania e Italia. Y por doquier hay cordobanes, colchas de la India, cerámica de Talavera y porcelana oriental.
Acorde con la importancia de su patrimonio, en el Cigarral tiene siete personas a su servicio, y en la ciudad un capellán, un administrador, un mayordomo, un ama, una moza de casa, un repostero, seis criados, tres cocheros y seis pajes. En total, veintiocho personas. Para trasladarse dispone de dos literas, dos coches y una carrocilla, con sus correspondientes caballos.
En 1602, mientras Jerónimo se ha ido dos meses de viaje para recorrer sus propiedades, una comitiva municipal compuesta por un oficial del Ayuntamiento, un notario, un alguacil y una cuadrilla de hombres provistos de picos y palas, se presenta en la entrada del Cigarral con el fin de derribar una puerta construida sin licencia municipal. Acuden a la carrera Martín Hernández, que es el cigarralero de Jerónimo, y un criado, «con sus espadas en la mano, perdida la color y alborotadores» exclamando a grandes voces: «teneos, no derribéis nada». El criado es «gordo y barbinegro, vestido de pardo, con borceguíes y zapatos». El oficial municipal les explica, serena pero firmemente, que está actuando «por mandado de la ciudad», a lo que Martín responde: «voto a Dios que no es bien hecho no esperar hasta que venga don Jerónimo». El oficial insiste, afirmando que están actuando «en tierra de la ciudad» y que, por tanto, «no hay que dar cuenta de ello al dicho don Jerónimo». En esto se presentan dos mujeres: una de ellas, la esposa del cigarralero, «morena de rostro, con una sayuela parda y un jubón de estañera frailesca», grita a su marido y al acompañante que no deben consentir el derribo y, dirigiéndose al oficial, le dice que «si no fuera por las canas que tengo, les echaba a todos con el diablo», alzando una piedra grande y amagando con tirársela. Cuando el alguacil hace ademán de ir a prenderla, ella exclama: «Si lo hace, don Jerónimo me soltará». Los hombres empuñan de nuevo las espadas, pero el oficial, sujetando al alguacil, les «sosegó con blandas palabras», logrando que se retiraran mientras aún decían amenazantes: «voto a Dios que a ellos y a otros quince los matamos, y no se atrevan a derribarla que se van a acordar». Finalmente, los municipales derribaron la puerta, según se recoge en el acta municipal que da cuenta detallada de este suceso[32].
Cuando regresa Jerónimo, alega que la puerta llevaba más de cinco años construida para evitar que por ese callejón, que solo conduce a su cigarral, «se recojan para holgar hombres y mujeres de mal vivir por estar muy escondido, y ladrones que impiden que se pase seguro, habiéndose producido el último verano un acuchillamiento». En consecuencia, considera que el derribo no debió autorizarse y solicita que se le permita levantar de nuevo la puerta. Por si hubiera lugar a una compensación, se ofrece a pagar hasta siete mil maravedíes al Ayuntamiento. Para Jerónimo, este cierre dará seguridad a su propiedad y es, por tanto, un asunto importante por las muchas noches del año que ahí pasa. Aporta en su favor el dictamen de su arquitecto Juan Bautista Monegro. Es el maestro mayor de la Catedral y goza en Toledo de gran prestigio, acrecentado tras haber trabajado en El Escorial como escultor. El escrito, de puño y letra de Monegro, señala que «el camino que sube desde el Puente de San Martín hasta el Cigarral de Jerónimo y desde ahí continua hasta el Cigarral del Rey, y por el que se va a caballo a muchos cigarrales, tiene menos tráfico que el Camino Real, y está libre de carros y cabalgaduras de carga, y se podría aderezar con poco coste para recorrer en coche». Añade que «al principio de este camino se goza de muy buena vista sobre el río, las huertas y la vega, y que se debería mejorar, como es costumbre en las ciudades principales, por ser ornato y bien público. Así se haría un buen servicio a Su Majestad y a los dueños de los cigarrales a los cuales se les podría repartir la parte del coste que pareciere conveniente, según su aprovechamiento». Y en lo que se refiere a la puerta de Jerónimo, concluye que «es muy justo que la haga, y que no solo no es dañoso para la ciudad o sus vecinos sino que de no ponerla en aquel sitio se cometerían infinitos daños en ofensa de Dios».
El Ayuntamiento, un año después del derribo, finalmente accedió a la solicitud de Jerónimo, destinando la suma ofrecida al acondicionamiento del camino que sube a los cigarrales, completando el coste de esta importante obra de mejora con cargo a las arcas municipales.
En 1570, cuando Toledo tenía sesenta y dos mil habitantes, se inicia un proceso de despoblamiento que se agravará en 1606, cuando definitivamente la corte se instale en Madrid[33]. La expulsión de los moriscos decretada en 1609 acelerará la pérdida de habitantes de Toledo, que unos años después apenas contará con veinte mil habitantes. Cervantes, en abril de 1616, cuatro días antes de su muerte, «puesto ya el pie en el estribo», aún definirá Toledo, en el libro tercero de su novela póstuma el Persiles, como «gloria de España y luz de sus ciudades», cuando esto era ya tan solo un espejismo literario.

Juan Fernández, escultor, y Ambrosio Martínez, pintor, según trazas de Juan Bautista Monegro, Retablo de Teresa de Haro, en la Capilla de Haro, Catedral de Toledo
David Blázquez, Toledo
Jerónimo cultiva a los principales artistas del momento. Sabemos, por ejemplo, que como administrador de los fondos dejados por doña Teresa de Haro a su muerte, encargó en junio de 1608 al escultor Juan Fernández[34] y al pintor Ambrosio Martínez, ambos toledanos, para la capilla que tenían los Haro en la Catedral, «un retablo con el Hijo puesto en la Cruz y acompañado por dos imágenes de Nuestra Señora y San Juan, y, abajo, en el pedestal, pintada la Cena», conforme al proyecto de Monegro que Jerónimo les entregó. Por el encargo les pagará mil trescientos reales, siempre que Monegro y él queden satisfechos, pudiendo aumentar esta cantidad hasta doscientos reales más si juzgan que lo vale o, en caso contrario, bajarla en lo que les parezca.
En 1610 amplía los linderos del Cigarral adquiriendo a Sebastián de Escalona «una heredad de frutales y tierra calma, con su casa y pozo, lindante con la suya, por 2 600 reales». Más tarde, en 1618, comprará, poco antes de su muerte, la heredad de Gonzalo de Salcedo[35].
En 1612, en la entrada del Cigarral que domina la cuesta que sube desde el puente de San Martín, levanta una ermita[36] que Tirso de Molina describirá como «una construcción nueva y curiosa edificada por el religioso e ilustre dueño del cigarral». La bendice Melchor de Soria, obispo de Troya, situándola bajo la advocación de San Jerónimo. En el dintel de la entrada Jerónimo manda labrar la finalidad que le animó a construirla —«Para que tengan comodidad de oír misa los que moran en estos cigarrales»— y coloca el escudo familiar de los Miranda y Vivero, compuesto por los bustos de cinco doncellas y dos enormes culebras con las cabezas cruzadas.

Inscripción en el dintel de la ermita de San Jerónimo, con un error de fecha
David Blázquez, Toledo
Ese año la vida de Jerónimo, que emboca ya los sesenta, transcurre plácidamente. Su tiempo ha empezado a extinguirse, acompasándose con la pérdida del pulso vital de la ciudad. Sigue administrando su fortuna y ejerciendo su canonjía con creciente autoridad. Como titular del mayorazgo, cuida de sus hermanos, Constanza y Luis, y de sus sobrinas, Constanza y María[37], cediendo a su hermana el uso de la importante casa paterna de Valladolid.
Cada vez se ocupa más del Cigarral. Su tierra fértil, regada por el incansable girar de sus norias, le ofrece las mejores frutas y legumbres. Junto al pozo crece una higuera que en verano se carga de higos muy dulces. Sabemos que tenía también otros frutales y un gallinero para el que acaba de adquirir catorce gallinas y un gallo por 58 reales. La aceituna que recoge en enero se prensa en el Cigarral y le ofrece un aceite fino y sabroso. Después del verano, sus viñas producen un mosto excelente que deja envejecer en la bodega.

Ermita de San Jerónimo
© Fundació Institut Amatller d’Art Hispànic, Arxiu Mas, Barcelona
Le visitan sus amigos y vecinos eclesiásticos; el regidor de Toledo; sus paisanos vallisoletanos; el escribano Gabriel de Morales, que lo es también del Greco; Juan Bautista Monegro; y su propia familia, sobre todo su sobrina Constanza que se ha casado con el marqués de Valparaíso, uno de los principales militares y hombre de estado de la época. También los canónigos Álvaro de Villegas y Gonzalo Chacón de Velasco. Vienen para hablar de sus lecturas y para comentar los acontecimientos toledanos y las noticias que les llegan de Valladolid, de la corte de Madrid y de Roma. Es posible que el Greco también visitara en alguna ocasión el Cigarral, pero es seguro que fueron muchas las veces en las que los reunidos hablaron de él.
En 1614 le visita en el Cigarral el doctor Eugenio de Narbona[38]. Es un amigo ilustre, propietario de un cigarral cercano. Dos años antes, la Inquisición incluyó en el Índice su obra La doctrina política civil. El doctor Narbona le cuenta que un clérigo ha adquirido el cigarral de los herederos del cardenal Quiroga con el fin de derribarlo y vender sus ricos materiales. Narbona ha firmado, con otros dos vecinos de Toledo, un escrito al Ayuntamiento y al gobernador general del Arzobispado denunciando esta operación y solicitando que se prohíba. En su escrito Narbona afirma que «pretender desfacer su edificio hasta los cimientos es un gran deslucimiento de esta ciudad por ser edificio que tanto la adorna». En consecuencia «pide justicia al Corregidor y al Gobernador para que manden so grandes penas a los clérigos, maestros, oficiales y peones de albañilería y carpintería que no derriben el edificio y que se conserve o se venda a quien lo sustente». Narbona conoce la íntima relación de amistad que une a Jerónimo con el gobernador general, Álvaro Villegas, y concierta su apoyo, que se demuestra eficaz, pues la extraordinaria casa que en su día construyó el cardenal Quiroga finalmente se salva.
1618 será un año de culminación en la vida de Jerónimo, durante el que también dejará configurado el futuro del Cigarral. En enero es elegido vicedeán, lo que comporta en aquel momento la más alta responsabilidad catedralicia porque el arzobispo, cardenal Sandoval y Rojas, que ocupa el deanato, pasa la mayor parte de su tiempo en Madrid ejerciendo sus funciones de consejero de Estado e inquisidor general. Coetáneo de Jerónimo, es un gran humanista que ha protegido a fray Luis de León, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y Góngora, entre otros.

El cardenal arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval y Rojas, galería de retratos de la Sala Capitular de la Catedral de Toledo
En febrero, Jerónimo conviene con el Ayuntamiento unas nuevas e importantes obras de mejora en el camino que desde el puente de San Martín llega hasta su Cigarral. Acuerda anticipar el pago de estos trabajos, entregando a estos efectos treinta y tres mil maravedíes al mayordomo del Ayuntamiento, recibiendo a cambio una cédula por el mismo importe. Un año después muere este funcionario y descubren que se había apropiado del dinero, pero Jerónimo renuncia al cobro de su cédula para salvar a la viuda de la ruina.
En la Catedral asiste regularmente a las reuniones del Cabildo. Cuando no lo hace, se encuentra de viaje cuidando de su hacienda, principalmente en Sevilla y en su Valladolid natal. Cuenta siempre para estas ausencias con el permiso colegiado del Cabildo como consta en las actas capitulares.
Y emprende muchas obras menores de conservación y embellecimiento del Cigarral. Sabemos que le compró a Alonso López de Salcedo unas columnas de mármol; que tuvo contratado durante un tiempo al solador Andrés Díaz; y que pagó 932 reales al cantero Sierra, que trabajaba para Monegro, por diversas obras realizadas en el Cigarral, siendo la última una fuente ornamental de piedra en forma de pirámide truncada.
En marzo Jerónimo cumple sesenta y seis años. Lleva tiempo pensando en el futuro del Cigarral. Dos años antes había creado una fundación en favor de la Orden de San Benito para que «después de mis días» se hagan cargo del Cigarral y les deja unas rentas importantes con el fin de que edifiquen un convento, en cuya iglesia desea ser enterrado. Se lo cuenta a su sobrina Constanza, que es la heredera del mayorazgo, y esta le sugiere que mejor legue el Cigarral a una nueva orden religiosa, de origen italiano, a la que conocía bien por ser el provincial en España, el padre Andrés González, su confesor. Jerónimo ya había oído hablar de la Orden de los Clérigos Menores fundada por Francisco Caracciolo (1563-1608), perteneciente a una distinguida familia napolitana y famoso por su caridad. Aprobada por el papa Sixto V[39] en 1588 estando Jerónimo en Roma, fue luego Clemente VIII, el Papa que le concedió la canonjía toledana, quien más apoyó a estos religiosos.

San Francisco Caracciolo, «Vera effige di San Francesco Caracciolo Fondatore dei Chierici Reg. Minori. Segundo Prepósito Generale», estampa calcográfica
Archivo familia Marañón
Francisco Caracciolo, once años más joven que Jerónimo, tuvo un encuentro con Felipe II en El Escorial en 1594, no logrando su autorización para instalarse en España. En aquella ocasión se hospedó en casa de su amigo el legendario Caballero de Gracia[40], quien le introdujo en la corte; años después esta relación se rompió de manera tormentosa. En 1601 Francisco regresó para visitar a Felipe III en Valladolid, consiguiendo esta vez del Rey la aprobación y una cuantiosa limosna con la que fundó en Alcalá su primer convento en tierra española y un colegio para que sus religiosos pudieran formarse en la universidad de aquella ciudad.
Jerónimo, convencido fácilmente por Constanza, escribe en abril al padre provincial relatándole su propósito y recibe una inmediata respuesta que manifiesta el mayor interés por la iniciativa.
En mayo de ese año de 1618 Jerónimo acude a la Corte para ver al cardenal y darle cuenta de los asuntos catedralicios. Aprovecha la visita para informarle del propósito de su nueva fundación y solicitarle su preceptivo apoyo. También se presenta ante el Rey por encargo del Cabildo. Felipe III, el Piadoso, veintiséis años más joven que Jerónimo, le recibe en el Alcázar Real, donde ha empezado a reformar su fachada principal. Reina sobre el más extenso territorio que llega a tener la monarquía española, en un momento de paz general. El pujante florecimiento de la cultura en aquel momento alumbrará el Siglo de Oro. El monarca se interesa vivamente por la marcha de la iglesia toledana y Jerónimo, a su vez, le pregunta por Francisco Caracciolo y el encuentro que mantuvieron en 1601. Felipe III le describe el asombro causado en Valladolid con sus sermones, que le valieron el apodo del «predicador del amor de Dios», y la gran impresión que le produjo su personalidad. Probablemente ambos hablaron también del proyecto de abrir las puertas de Toledo a la nueva Orden y el Rey le animaría vivamente en su generoso propósito.
En junio Jerónimo cae enfermo y esto le impide participar en la procesión de Corpus Christi. Pocos días después acudirá al Tribunal del Santo Oficio para intervenir a favor del corregidor de Toledo, forzando su recuperación con el fin de apoyar a un perseguido por la Inquisición.
Tras este incidente de salud, acelera los trámites para modificar los términos de su fundación en beneficio de los Clérigos Menores; con este fin recibe en su casa de Toledo al padre González, que viene acompañado de Constanza, y abordan los aspectos económicos de la iniciativa. Al atardecer, en el coche grande de Jerónimo, suben la cuesta del Cigarral tras cruzar el puente de San Martín. Al llegar, contemplan admirados la cercana silueta de la ciudad, mientras escuchan los tañidos de las campanas que Jerónimo va identificando. Al poco se incorpora Juan Bautista Monegro, al que Jerónimo cuenta ilusionado su decisión de establecer allí un convento bajo la advocación de san Julián, que sirva de casa de retiro a los Clérigos Menores, y en cuya iglesia desea poder descansar a su muerte. Conmueve a quienes le escuchan y Monegro asume ilusionado el encargo de transformar la villa renacentista en monasterio.
Jerónimo y el padre González se presentan a los pocos días ante el Cabildo con el fin de recabar la preceptiva autorización. En los libros de actas de la Catedral se puede leer que el día 25 de agosto de ese año de 1618, estando los señores capitulares reunidos, el provincial de los Clérigos Regulares Menores significó el deseo «que ha tenido y tiene su Religión de fundar casa en esta ciudad y la ocasión que ahora se le ofrece tratando el señor don Jerónimo de Miranda y Vivero, canónigo de esta Santa Iglesia, de fundar, en una casa de campo que tiene cerca de esta ciudad, una casa de receso, es decir, de apartamiento y devoción». El provincial encarece al Cabildo el gran provecho espiritual que se seguirá de esta fundación «por la particular oración y otros ejercicios espirituales que se harían continuamente en ella». Atento, cautamente, a lo material, añade que la fundación «no sería de ninguna carga para esta ciudad, pues, según sus constituciones, la casa había de tener renta, y el dicho señor don Jerónimo se la señalaba desde luego». Y para asegurar la benevolencia del Cabildo, agrega una última razón adulatoria: que los Clérigos Menores, por el hecho «de estar a la vista de tan insigne Cabildo Primado de las Españas, vivirían con particular religión y recato». Dos días después, los capitulares reunidos acuerdan conceder la autorización y dan gracias a Jerónimo, allí presente, «por haber puesto los ojos en tan santa religión y por el buen ejemplo que les da con tan santo empleo de su hacienda»[41]. En consecuencia, Jerónimo rectifica notarialmente la escritura que tenía otorgada a favor de la Orden de San Benito, donando a los Clérigos Menores, «que tienen por norma mantener en cada provincia una casa de receso o desierto fuera de poblado, en la que atiendan a la observancia de su regla y otros ejercicios espirituales», su Cigarral y cuatrocientos ducados de renta anual, con una condición resolutoria: si antes del 1 de enero próximo no se ponían de acuerdo sobre los términos concretos de la donación, esta quedaría sin efecto. No se trata, por tanto, de una donación definitiva[42].
En octubre, Jerónimo, Constanza, el provincial y Monegro se vuelven a reunir en el Cigarral. El maestro mayor de la Catedral pone encima de la mesa el plano con el proyecto de la reforma de la villa. El emplazamiento es ciertamente privilegiado por estar protegido del viento, por su extraordinaria vista y por el pozo de que dispone. Luego manda bajar de su coche, con algún misterio, la maqueta realizada por su colaborador Andrés de Montoya, en la que ven como quedarán el monasterio y la iglesia una vez terminada la obra: la fachada, organizada a partir de la loggia, mantiene sus armoniosas proporciones, y en uno de sus cuerpos laterales se sitúa la iglesia.
En diciembre de ese año muere el cardenal Sandoval y Rojas, que tiene casi la misma edad de Jerónimo, y este decide formalizar la Fundación del Monasterio de San Julián. Un segundo incidente de salud, como el que le impidió participar en la procesión, retrasa este empeño y le obliga a dejar el Vicedeanato. Le sustituye Álvaro de Villegas que ocupa además el cargo de gobernador general del Arzobispado. Con él y con Gonzalo Chacón de Velasco, también canónigo e inquisidor apostólico, sus amigos de mayor confianza, prepara en febrero de 1619 los últimos trámites para constituir la fundación, tras ultimar con el provincial de los Menores los acuerdos definitivos.

Sala Capitular de la Catedral de Toledo
David Blázquez, Toledo
Las fuerzas le van abandonando día a día y al cumplir, a principios de marzo, sesenta y siete años, toma conciencia de que su fin es inminente. El miércoles 13 de marzo manda llamar a su escribano y amigo Gabriel de Morales[43]. Incapaz de incorporarse, le recibe en su cama de baldaquino de madera y damasco carmesí. Otorga testamento cerrado, entregándole un sobre lacrado en el que instituye como albaceas a Villegas y Chacón de Velasco. Intervienen como testigos, Diego Torrejón, su administrador, que es clérigo de orden sacra y capellán de la capilla de San Pedro, y Alonso Hernández de Manzanares, su capellán personal, además del mayordomo, el cochero, el repostero, el mozo del cigarral y un paje. Al día siguiente llama de nuevo al escribano para añadir una última disposición al testamento con el fin de que su mayordomo Diego Torrejón pueda repartir dos mil reales siguiendo libremente las instrucciones que le ha dado. Ya no está en condiciones de firmar por la gravedad de la enfermedad, pero como «conserva su juicio y entendimiento» el escribano otorga la escritura, haciendo que la suscriba un testigo en su nombre[44]. El viernes Jerónimo permanece apaciblemente dormido todo el día y no volverá a abrir los ojos. Bien entrada la noche, a primera hora de la madrugada del sábado 16, estando acompañado por el presbítero Baltasar López, que es su confesor, exhala su último suspiro. Dos hermanos de San Juan de Dios le velan el resto de la noche.

Entrada a la pequeña Capilla de la Descensión, Catedral de Toledo, donde fue enterrado Jerónimo de Miranda
David Blázquez, Toledo
El Cabildo, que se reúne a primera hora de la mañana de ese sábado, dispone que su cuerpo se deposite en la puerta de la Capilla de la Descensión hasta que pueda ser llevado «al Convento de Clérigos Menores que dejó ordenado se fundara en su casa de recreación, alias cigarral, encima del puente de San Martín» y mandan que a las dos de la tarde las campanas tañan a completas hasta las dos y media «y que en acabándolas se hiciera el entierro»[45]. El cuerpo de Jerónimo, tras haber sido amortajado con casulla y alba por los hermanos de San Juan de Dios, reposa en el salón principal de su casa toledana, que se ha adornado con ricas colgaduras de luto. Al callar las campanas los presentes rezan por su alma. Ocho clérigos levantan el cuerpo para llevarlo a la Catedral en un ataúd de madera abierto y forrado por dentro y por fuera de terciopelo negro. El cortejo está encabezado por los canónigos que portan la cruz de la Catedral y cirios blancos. Detrás vienen los sacristanes, la Cofradía de la Santa Caridad, los seis criados de Jerónimo, a quienes se les han confeccionado elegantes sombreros y trajes negros con camisas blancas, y dieciséis pobres que portan las hachas. Familiares, amigos y curiosos acompañan el cortejo fúnebre hasta la Catedral, adornada con multitud de velas que tiemblan su luz entre la luz que traspasa las vidrieras. Tras una misa solemne, durante la cual se distribuye a los asistentes sesenta roscas de pan y vino, se procede a cerrar solemnemente el ataúd, echándose la llave a su candado. Jerónimo de Miranda es depositado en una tumba provisional que solará el sepulturero, en espera de poder realizar su último viaje al Cigarral cuando las obras del nuevo convento estén concluidas. El sepulturero recibirá veinticuatro reales por su trabajo, el doble de lo que se dará al campanero, y al boticario Barrientos se le abonaron por los remedios consumidos en su última enfermedad sesenta y cuatro reales y ocho maravedíes. Como escribió Tirso de Molina en otra ocasión, fueron muchos «los gastos de lutos, hachas y cirios».
Tras la muerte de Jerónimo, los albaceas procedieron con prontitud a firmar notarialmente con el provincial de los Clérigos Menores el acuerdo que les permitía entrar en posesión de su importantísima herencia, pues en el último instante Jerónimo había decidido nombrarles herederos universales, condicionándolo a la aceptación de algunas disposiciones que los Clérigos Menores asumieron de inmediato. La principal fue constituir en el Cigarral una casa de retiro y una iglesia, bajo la advocación de san Julián, financiando las obras de adaptación de su casa con las rentas del capital heredado y con las limosnas de la Orden, siguiendo el proyecto aprobado en vida de Jerónimo. También tenían que comprometerse a permanecer perpetuamente en ese lugar. Si lo abandonaban, o incumplían cualquier otra de las condiciones impuestas por Jerónimo, la totalidad de la herencia recibida y, por tanto, también el convento, pasaría, por este orden, primero a los monjes Cartujos, que tendrían que asumir los mismos compromisos; y, si no lo hacían, a la Compañía de Jesús, que quedaba exonerada de cualquier obligación. El capital recibido tenía que afectarse a perpetuidad a la casa de retiro, pudiendo la Orden disponer únicamente de las rentas. En la capilla mayor del monasterio debían ponerse dos escudos con las armas familiares de Jerónimo y enterrarle en dicha capilla colocando un letrero en su sepultura tan pronto estuviera concluida la obra. El enterramiento en la capilla quedaba reservado para el fundador y quienes en lo sucesivo ostentasen el mayorazgo de los Miranda, que habrían de ejercer como patronos del monasterio. Finalmente, tenían que comprometerse a mantener siempre en pie la ermita de San Jerónimo diciendo misa todos los domingos y fiestas de guardar y haciendo señal con la campana para que la gente que vive en el campo pudiera acudir. Al margen de estas disposiciones, Jerónimo establecía una renta vitalicia de trescientos ducados para su hermana Constanza y cien para su hermano Luis, así como otras encomiendas que favorecían generosamente a quienes le sirvieron en vida.
Ante notario, los albaceas y el padre provincial acordaron hacer una almoneda para vender los bienes muebles de Jerónimo que no se necesitaban para el convento. Se trataba de un patrimonio muy importante compuesto por innumerables objetos, muchos de gran valor[46]. Su inventario constituye una valiosa fuente para apreciar la verdadera dimensión de su fortuna, cultura, elegante manera de vivir y gustos personales.
Durante once medios días el pregonero anunció por la ciudad la celebración de la almoneda, y algún día más desde el coche del Ayuntamiento, percibiendo por esta tarea ochenta y ocho reales. En la casa de Toledo unos «ganapanes» descolgaron los tapices y los cuadros, bajando los objetos de la planta superior y desplegándolo todo entre la planta baja y la cuadra, que tiene un gran tamaño. También trajeron los bienes del Cigarral que los religiosos no desearon conservar. Posteriormente, entregaron los objetos adquiridos en las residencias de los compradores, percibiendo por su trabajo mil seiscientos maravedíes.
A la almoneda acudirán muchas de las personas principales de la ciudad, desde el corregidor hasta priores de varios conventos e ilustres toledanos como el doctor Narbona y el doctor Apolinario. También los propietarios de otros cigarrales entre los que figuran tres Marañón, sin duda relacionados con Bernardo de Marañón que posee uno cercano al de Jerónimo. Y comerciantes, compradores privados y curiosos atraídos por los anuncios del pregonero, algunos llegados de Madrid, así como los amigos y familiares de Jerónimo, que conocen los bienes que tenía. Entre todos ellos, Jorge Manuel, el hijo del Greco, que adquirirá un objeto menor. Limitémonos a señalar como curiosidad que uno de los visitantes descubrió dos doblones en el cajón secreto de un escritorio.
El 27 de abril de ese año de 1619, los albaceas de Jerónimo, en presencia del escribano Gabriel de Morales, entregaron al padre Andrés González, provincial de los Clérigos Menores, las llaves del Cigarral. Como consta en la escritura, este «tomó posesión del Cigarral y de su casa principal y todo lo que en ellos había, y se paseó por unas y otras partes, abriendo y cerrando puertas y alacenas y aposentos, cortando ramas, hojas y flores, y haciendo otros actos de posesión»[47].
Terminan así los primeros veintidós años de las Memorias del Cigarral, dando comienzo a un nuevo capítulo que va a durar algo más de dos siglos.

Alfred Guesdon, Toledo, vista tomada desde la piedra del Rey Moro, detalle, h. 1855, litografía, París, Imp. de Fois Delarue
Colección particular