
Tras la muerte de Alejandro, el Imperio se dividió en diversos Estados. De ellos, el más importante para la historia de la ciencia fue Egipto, gobernado por una sucesión de reyes griegos, comenzando por Ptolomeo I, que había sido uno de los generales de Alejandro, y acabando con Ptolomeo XV, el hijo de Cleopatra y (quizá) de Julio César. El último Ptolomeo fue asesinado poco después de la derrota de Antonio y Cleopatra en Actium, en el año 31 a. C., cuando Egipto quedó integrado en el Imperio romano.
Esta época, desde Alejandro hasta Actium[40], se conoce normalmente como el periodo helenístico, un término (en alemán, Hellenismus) acuñado en la década de 1830 por Johann Gustav Droysen. No sé si esa fue la intención de Droysen, pero en mis oídos hay algo peyorativo en el sufijo inglés «istic». Al igual que la palabra inglesa «archaistic», por ejemplo, se usa para describir una imitación de lo arcaico, el sufijo parece dar a entender que la cultura helenística no era propiamente helénica, sino una mera imitación de los logros de la época clásica de los siglos V y IV a. C. Esos logros fueron muy importantes, sobre todo en geometría, teatro, historiografía, arquitectura y escultura, y quizá en las demás artes cuyas producciones clásicas no han sobrevivido, como por ejemplo la música y la pintura. Pero en la época helenística la ciencia alcanza unas cimas que no solo eclipsaron los logros científicos de la época clásica, sino que no tuvieron parangón hasta la revolución científica de los siglos XVI y XVII.
El centro vital de la ciencia helenística era Alejandría, la capital de los Ptolomeos, fundada por Alejandro en la desembocadura del Nilo. Alejandría se convirtió en la ciudad más importante del mundo griego; y posteriormente, durante el Imperio romano, solo fue superada por Roma en riqueza y tamaño.
Alrededor del 290 a. C., Ptolomeo I fundó el Museo de Alejandría, como parte de su palacio real. Originariamente tenía que ser un centro de estudios literarios y filológicos, dedicado a las nueve musas. Pero después de la ascensión al poder de Ptolomeo II, en el 285 a. C., el Museo se convirtió también en un centro de investigación científica. Los estudios literarios prosiguieron en el Museo y la Biblioteca de Alejandría, pero ahora, en el Museo, las ocho musas poéticas quedaron eclipsadas por su hermana científica, Urania, la musa de la astronomía. El Museo y la ciencia griega sobrevivieron al reinado de los Ptolomeos, y, como veremos, algunos de los más grandes logros de la ciencia de la Antigüedad ocurrieron en la mitad griega del Imperio romano, y en gran medida en Alejandría.
En la época helenística, las relaciones intelectuales entre Egipto y la patria griega se parecieron un poco a las relaciones entre Estados Unidos y Europa en el siglo XX[41]. La riqueza de Egipto y el generoso apoyo de al menos los tres primeros Ptolomeos consiguió llevar a Alejandría estudiosos que se habían labrado un nombre en Atenas, al igual que los sabios europeos acudieron a Estados Unidos a partir de la década de 1930. Alrededor del año 300 a. C., un antiguo miembro del Liceo, Demetrio de Falero (Demetrius Falerus), se convirtió en el primer director del Museo, y se trajo su biblioteca de Atenas. Más o menos en la misma época, Estratón de Lámpsaco, otro miembro del Liceo, fue llamado a Alejandría por Ptolomeo I para ser preceptor de su hijo, y es posible que fuera responsable del giro del Museo hacia la ciencia cuando ese hijo heredó el trono de Egipto.
Durante los periodos helenístico y romano, el tiempo que tardaba un barco de vela en ir de Atenas a Alejandría era parecido al tiempo que tardaba un vapor en ir de Liverpool hasta Nueva York en el siglo XX, y la gente viajaba a menudo entre Egipto y Grecia. Por ejemplo, Estratón no se quedó en Egipto; regresó a Atenas y se convirtió en el tercer director del Liceo.
Estratón era un observador muy agudo. Era capaz de concluir que los cuerpos que caían aceleraban en su descenso tras observar cómo las gotas de agua que caían de un tejado se iban separando al caer, cómo el continuo flujo de agua se dividía en gotas individuales. Ello se debe a que las gotas que han caído más lejos también son las que han caído durante más tiempo, y puesto que aceleran, esto significa que han viajado más deprisa que las gotas que las siguen, que llevan cayendo menos tiempo (véase nota técnica 7). Estratón observó también que cuando un cuerpo cae desde muy poca distancia el impacto contra el suelo es insignificante, pero si cae desde más altura produce un impacto importante, lo que también demuestra que su velocidad aumenta en su caída[42].
Probablemente no sea ninguna coincidencia que los centros de la filosofía natural de Grecia, como Alejandría, Mileto y Atenas, fueran también los centros del comercio. Un mercado concurrido une a personas de diferentes culturas y alivia la monotonía de la agricultura. El comercio de Alejandría venía de lugares muy lejanos: cargamentos transportados en barco desde la India al mundo mediterráneo cruzaban el mar Arábigo, llegaban hasta el mar Rojo y desde ahí seguían por tierra hasta el Nilo, para luego bajar hasta Alejandría.
Pero el clima intelectual de Alejandría y Atenas era muy distinto. Para empezar, los estudiosos del Museo generalmente no aspiraban a elaborar teorías que lo abarcaran todo, como había ocurrido con los griegos desde Tales a Aristóteles. Como ha observado Floris Cohen[43]: «El pensamiento ateniense era global, y el alejandrino fragmentario». Los alejandrinos se concentraba en comprender fenómenos específicos, allí donde se podían hacer auténticos progresos. Estos temas incluían la óptica y la hidrostática, y por encima de todo la astronomía, el tema de la segunda parte de este libro.
No debemos echarles en cara a los griegos helenísticos que abandonaran el esfuerzo de formular una teoría general de todo. Una y otra vez se ha demostrado que un rasgo esencial del progreso científico ha sido comprender cuándo ha llegado el momento de abordar un problema y cuándo no. Por ejemplo, los principales físicos de principios del siglo XX, entre ellos Hendrik Lorentz y Max Abraham, se dedicaron a comprender la estructura del electrón, que se había descubierto recientemente. No sirvió de nada; nadie podía conseguir avanzar a la hora de comprender la naturaleza del electrón antes del advenimiento de la mecánica cuántica, ocurrido dos décadas después. El desarrollo de la teoría especial de la relatividad por parte de Albert Einstein fue posible porque este se negó a preocuparse de qué eran los electrones. En lugar de ello se preocupó por cómo la observación de cualquier cosa (incluidos los electrones) depende del movimiento del observador. El propio Einstein, en sus últimos años, abordó el problema de la unificación de las fuerzas de la naturaleza, y no llevó a cabo ningún progreso porque nadie en esa época sabía lo bastante de esas fuerzas.
Otra diferencia importante entre los científicos helenísticos y sus predecesores clásicos es que la época helenística adolecía menos de esa distinción esnob entre el saber en sí mismo y el saber utilitario: en griego, episteme comparado con techne (o en latín, scientia comparado con ars). A través de la historia, muchos filósofos han tenido a los inventores casi en la misma consideración que el chambelán de la corte, Filóstrato, tiene en El sueño de una noche de verano a Peter Quince y sus actores: «Ganapanes atenienses de manos callosas, que nunca han trabajado con la mente». Yo mismo, que trabajo en el campo de la física y mi investigación se centra en temas como las partículas elementales y la cosmología, sin ninguna aplicación práctica inmediata, desde luego no voy a decir nada en contra del saber en sí mismo, pero dedicarse a la investigación científica para satisfacer los anhelos humanos es una manera maravillosa de obligar a un científico a dejar de versificar y enfrentarse a la realidad[44].
Naturalmente, la gente se ha interesado por las mejoras tecnológicas desde que los primeros humanos aprendieron a utilizar el fuego para cocinar y a elaborar herramientas sencillas golpeando una piedra con otra. Pero el persistente esnobismo intelectual de los pensadores clásicos ha impedido que filósofos como Platón y Aristóteles intentaran dar una aplicación tecnológica a sus teorías.
Aunque este prejuicio no desapareció en la época helenística, perdió influencia. De hecho, las personas, incluso las que eran de origen humilde, podían hacerse famosas como inventores. Ctesibio de Alejandría, que era hijo de un barbero, inventó alrededor del 150 a. C. las bombas de succión y de fuerza, y un reloj de agua que daba la hora de manera más exacta que los anteriores relojes de agua manteniendo un nivel de agua constante en el recipiente del que fluía el agua. Ctesibio fue lo bastante famoso como para que el romano Vitruvio lo recordara dos siglos más tarde en su tratado De la arquitectura.
Es importante que parte de la tecnología de la época helenística la desarrollaran estudiosos que también se dedicaban a indagaciones científicas sistemáticas, que luego a veces se utilizaban en la tecnología. Por ejemplo, Filón de Bizancio, que pasó un tiempo en Alejandría alrededor del 250 a. C., fue ingeniero militar, y en la Mechanice syntaxism nos habla de puertos, fortificaciones, asedios y catapultas (un trabajo basado en parte en el de Ctesibio). Pero en la Neumática, Filón también ofreció argumentos experimentales que sustentaban las opiniones de Anaxímenes, Aristóteles y Estratón de que el aire es irreal. Por ejemplo, si una botella vacía se sumerge en el agua sin tapar y boca abajo, no entra agua, porque el aire que hay en el centro no puede ir a ninguna parte, pero si practicamos un agujero para que el aire pueda salir de la botella, entonces el agua entra y la llena[45].
Había un tema científico de importancia práctica al que los científicos griegos regresaban una y otra vez, incluso en el periodo romano: el comportamiento de la luz. Esta preocupación se remonta al comienzo de la era helenística, con la obra de Euclides.
Se sabe poco de la vida de Euclides. Se cree que vivió en la época de Ptolomeo I, y es posible que fuera el impulsor del estudio de las matemáticas en el museo de Alejandría. Su obra más conocida es Elementos[46], que comienza con algunas definiciones, axiomas y postulados geométricos y a continuación pasa a demostraciones más o menos rigurosas de teoremas cada vez más sofisticados. Pero Euclides también escribió la Óptica, que trata de la perspectiva, y su nombre también está asociado a la Catóptrica, que estudia el reflejo mediante espejos, aunque los historiadores modernos no creen que fuera el autor.
Cuando uno se para a pensarlo, hay algo peculiar en los reflejos. Cuando miras el reflejo de un objeto pequeño en un espejo plano, ves esa imagen en un punto definido, no desperdigada por todo el espejo. Sin embargo, hay muchas trayectorias que uno puede dibujar desde el objeto a diversos puntos del espejo y luego al ojo(4). Pero al parecer, la luz solo sigue una trayectoria, de manera que la imagen aparece en el único punto en que esa trayectoria choca con el espejo. Pero ¿qué determina la localización de ese punto en el espejo? En la Catóptrica parece haber un principio fundamental que responde a esa cuestión: los ángulos que un rayo de luz forma con un espejo plano cuando llega al espejo y cuando se refleja son iguales. Solo una trayectoria puede satisfacer esa condición.
No sabemos quién descubrió ese principio en la época helenística. No obstante, sabemos que alrededor del año 60 de nuestra era, Herón de Alejandría, en su propia Catóptrica, proporciona una prueba matemática de la regla de los ángulos iguales, basada en su suposición de que la trayectoria que sigue un rayo de luz al ir del objeto al espejo y luego al ojo del observador es la trayectoria más corta (véase nota técnica 8). Para justificar este principio, Herón se contentó con decir que «coincidimos en que la Naturaleza no hace nada en vano, ni obra sin necesidad»[47]. Quizá es una consecuencia de la teleología de Aristóteles: todo ocurre con un propósito. Pero Herón tenía razón; como veremos en el capítulo 14, en el siglo XVII Huygens fue capaz de deducir el principio de la distancia más corta (de hecho, el tiempo más corto) a partir de la naturaleza ondulatoria de la luz. El mismo Herón que exploró los fundamentos de la óptica utilizó sus conocimientos para inventar un instrumento de agrimensura práctica, el teodolito, y también explicó la acción de los sifones y diseñó catapultas militares y una primitiva máquina de vapor.
En Alejandría, el estudio de la óptica progresó en el año 150 de nuestra era gracias al gran astrónomo Claudio Ptolomeo (que no era pariente de los reyes). Su libro Óptica sobrevive en la traducción latina de una versión árabe perdida del también perdido original griego (o quizá hubo una versión siríaca intermedia). En su libro, Ptolomeo describió mediciones que verificaban la ley de los ángulos iguales de Euclides y Herón. También aplicó esa ley al reflejo de espejos curvos, como los que uno encuentra hoy en día en los parques de atracciones. Acertadamente comprendió que los reflejos en un espejo curvo son exactamente lo mismo que si el espejo fuera plano, tangentes al espejo en el punto de reflexión.
En el último libro de la Óptica, Ptolomeo también estudió la refracción, la curvatura de los rayos de luz cuando pasan de un medio transparente como el aire a otro transparente como el agua. Suspendió un disco, marcado con medidas de ángulo en los bordes, a mitad de camino de un recipiente de agua. Avistando un objeto sumergido a lo largo de un tubo montado sobre el disco, pudo medir los ángulos que formaban los rayos de incidencia y refracción con la normal, que es como se llama a la línea perpendicular a la superficie, con una exactitud que iba de una fracción de un grado a unos pocos grados[48]. Como veremos en el capítulo 13, la ley correcta relativa a esos ángulos la elaboró Fermat en el siglo XVII mediante una simple extensión del principio que Herón había aplicado a la reflexión: en la refracción, la trayectoria que sigue un rayo de luz que va del objeto al ojo no es la más corta, sino la que tarda menos tiempo. La distinción entre la distancia más corta y el menor tiempo es irrelevante para la reflexión, donde el rayo reflejado y el incidente pasan a través del mismo medio, y la distancia simplemente es proporcional al tiempo; pero importa para la refracción, pues la velocidad de la luz cambia a medida que el rayo pasa de un medio a otro. Eso era algo que Ptolomeo no comprendió; la ley correcta de la refracción, conocida como ley de Snell (o en Francia, ley de Descartes), no fue descubierta experimentalmente hasta principios del año 1600 de nuestra era.
El científico-tecnólogo más impresionante de la era helenística (o quizá de cualquier época) fue Arquímedes. Arquímedes vivió en el siglo III a. C. en la ciudad griega de Siracusa, Sicilia, pero se cree que al menos visitó Alejandría una vez. Se le atribuye la invención de diversas poleas y tornillos, y de diversas máquinas de guerra, como la «garra», basada en su comprensión de la palanca, con la que se podían capturar y volcar los barcos anclados cerca de la costa. Una invención utilizada en la agricultura durante siglos fue un gran tornillo, mediante el cual se podría subir el agua desde los arroyos para irrigar los campos. La historia de que Arquímedes, a la hora de defender Siracusa, utilizó espejos curvos para concentrar la luz del sol e incendiar los barcos romanos es casi con toda probabilidad una fábula, e ilustra su reputación de mago de la tecnología.
En Del equilibrio de los cuerpos, Arquímedes elaboró la ley que gobierna el equilibrio: una barra con pesos en ambos extremos se halla en equilibrio si la distancia a ambos extremos del fulcro sobre el que descansa la barra es inversamente proporcional a los pesos. Por ejemplo, una barra con cinco kilos en un extremo y un kilo en el otro está en equilibrio si la distancia del fulcro al peso de un kilo es cinco veces mayor que la distancia del fulcro al peso de cinco kilos.
El mayor logro de Arquímedes en el campo de la física se encuentra en su libro De los cuerpos flotantes[49]. Arquímedes razonó que si parte de un fluido sufre una presión mayor que otra mediante el peso del fluido o de algún cuerpo flotante sumergido, entonces el fluido se desplaza hasta que todas sus partes sientan la presión del mismo peso. Tal como él lo expresó:
Supongamos que un fluido es tal que sus partes son uniformes y continuas, y que la parte que sufre un empuje menor es desplazada por la que sufre un empuje mayor; y cada una de las partes es empujada por el fluido que está encima en una dirección perpendicular si el fluido está hundido en algo y comprimido por otra cosa.
De aquí Arquímedes dedujo que un cuerpo flotante se hundía hasta un nivel tal que el peso del agua desplazada sería igual al de su propio peso. (Por eso el peso de un barco se llama su «desplazamiento»). Además, un cuerpo sólido que es demasiado pesado para flotar y está inmerso en el fluido, suspendido mediante una cuerda del brazo de una balanza, «será más ligero que su peso verdadero gracias al peso del fluido desplazado» (véase nota técnica 9). La razón entre el auténtico peso del cuerpo y la disminución de su peso cuando está suspendido en el agua nos da la «gravedad específica» del cuerpo, la razón entre su peso y el peso del mismo volumen de agua. Cada material posee una gravedad específica característica: la del oro es 19,32, la del plomo 11,34, etcétera. Este método, deducido de un estudio teórico sistemático de la estática de fluidos, le permitió a Arquímedes saber si una corona estaba hecha de oro macizo o de oro al que le habían añadido metales más baratos. No está claro que Arquímedes pusiera alguna vez en práctica este método, pero fue utilizado durante siglos para juzgar la composición de los objetos.
Más impresionantes aún fueron los descubrimientos de Arquímedes en el campo de las matemáticas. Mediante una técnica que anticipó el cálculo integral, fue capaz de calcular las áreas y volúmenes de diversas figuras planas y cuerpos sólidos. Por ejemplo, el área de un círculo es el radio por cero coma cinco veces la circunferencia (véase nota técnica 10). Utilizando métodos geométricos, fue capaz de demostrar que lo que llamamos pi (Arquímedes no utilizó ese término), la relación entre la circunferencia de un círculo y su diámetro está entre 31/7 y 310/17. Cicerón dijo que en la lápida de Arquímedes había visto una esfera circunscrita dentro de un cilindro, donde la superficie de la esfera tocaba los lados y las bases del cilindro, como una pelota de tenis que encaja perfectamente en su lata. Al parecer Arquímedes se mostraba orgulloso de haber demostrado que, en este caso, el volumen de la esfera es dos tercios el volumen del cilindro.
El historiador romano Tito Livio cuenta una anécdota de la muerte de Arquímedes, ocurrida en el 212 a. C., durante el saqueo de Siracusa por los soldados romanos a las órdenes de Marco Claudio Marcelo. (Siracusa había sido conquistada por una facción procartaginesa durante la Segunda Guerra Púnica). Mientras los soldados romanos se desperdigaban por la ciudad, se cuenta que Arquímedes fue asesinado por un soldado romano mientras intentaba resolver un problema de geometría.
Aparte del incomparable Arquímedes, el matemático helenístico más importante fue su joven contemporáneo Apolonio, que nació en el 262 a. C. en Perga, una ciudad de la costa sureste de Asia Menor, en aquel entonces bajo el control del reinado de Pérgamo, por entonces en pleno auge. Apolonio visitó Alejandría en la época de Ptolomeo III y Ptolomeo IV, que gobernaron desde el 247 al 203 a. C., y su obra más importante tiene que ver con las secciones cónicas: la elipse, la parábola y la hipérbole. Se trata de curvas que se pueden formar mediante un plano que atraviesa un cono en diversos ángulos. Mucho después, la teoría de las secciones cónicas fue crucial para Kepler y Newton, aunque en el mundo antiguo no encontró ninguna aplicación física.
A pesar de su brillante trabajo, sobre todo en la geometría, hay técnicas que echamos de menos en los matemáticos griegos y que resultan esenciales en la física moderna. Los griegos nunca aprendieron a escribir y manipular las fórmulas algebraicas. Fórmulas como E = mc2 y F = ma son parte indisoluble de la física moderna. (Las fórmulas las utilizó en obras puramente matemáticas Diofanto, que vivió en Alejandría allá por el año 250 de nuestra era, pero los símbolos de sus ecuaciones se limitaban a representar números enteros o racionales, algo muy distinto a los símbolos de las fórmulas de física). Incluso allí donde la geometría es importante, los físicos modernos suelen deducir lo que necesitan expresando los hechos geométricos de manera algebraica, con las técnicas de geometría analítica inventadas en el siglo XVII por René Descartes y otros, y descritas en el capítulo 13. Quizá por el merecido prestigio de los matemáticos griegos, el estilo geométrico persistió hasta bien entrada la revolución científica del siglo XVII. Cuando Galileo, en su libro de 1623 El ensayador, canta las alabanzas de los matemáticos, se refiere a la geometría(5): «La filosofía está escrita en este libro omnipresente que se abre constantemente ante nuestros ojos, que es el universo; pero no se puede comprender a no ser que uno consiga comprender el lenguaje y conozca los caracteres en que está escrita. Está escrita en lenguaje matemático, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas; sin estos es humanamente imposible comprender ni una palabra, y uno acaba vagando en un laberinto oscuro». Galileo iba un poco por detrás de su tiempo al hacer más hincapié en la geometría que en el álgebra. En sus escritos utiliza el álgebra, pero es más geométrica que la de algunos de sus contemporáneos, y mucho más que la que se encuentra hoy en día en las publicaciones de física.
En la época moderna se le ha hecho un hueco a la ciencia pura, la que se investiga por sí misma, sin consideración a sus aplicaciones prácticas. En el mundo antiguo, antes de que los científicos aprendieran la necesidad de verificar sus teorías, la aplicación tecnológica de la ciencia tenía una especial importancia, pues cuando uno va a utilizar una teoría científica y no solo a hablar de ella, la recompensa es muy grande si la teoría es acertada. Si Arquímedes, con sus mediciones de la gravedad específica, hubiera afirmado que una corona de plomo con un baño de oro estaba hecha de oro macizo, no habría sido muy popular en Siracusa.
No quiero exagerar hasta qué punto la tecnología basada en la ciencia era importante en la época helenística o en la romana. Muchos de los dispositivos de Ctesibio o de Herón parece ser que no eran más que juguetes o atrezo teatral. Los historiadores han especulado que en una economía basada en la esclavitud no había demanda de dispositivos que ahorraran mano de obra, como los que se podían haber desarrollado a partir de la máquina de vapor de juguete de Herón. La ingeniería civil y militar eran importantes en el mundo antiguo, y los reyes de Alejandría apoyaban el estudio de catapultas y otras armas de artillería, quizá en el Museo, pero no parece que se beneficiaran demasiado de la ciencia de su tiempo.
El campo en el que la ciencia griega tuvo un gran valor práctico fue aquel en el que había alcanzado un mayor desarrollo. Se trata de la astronomía, que abordaremos en la segunda parte.
Hay una importante excepción al comentario anterior de que la existencia de aplicaciones prácticas de la ciencia resulta un gran incentivo para que esta no sea errónea. Hasta la época actual, los médicos mejor considerados persistían en prácticas, como la sangría, cuyo valor nunca se había establecido experimentalmente, y que de hecho eran más perjudiciales que beneficiosas. Cuando en el siglo XIX se introdujo la técnica realmente útil de la antisepsis, una técnica para la que sí existía base científica, al principio muchos médicos se resistieron. Hasta bien entrado el siglo XX no se exigieron pruebas clínicas antes de aprobar el uso de un medicamento. Los médicos enseguida aprendieron a reconocer diversas enfermedades, y para ellas poseían remedios eficaces, como la corteza peruana —que contiene quinina— para la malaria. Sabían cómo preparar analgésicos, opiáceos, eméticos, laxantes, soporíferos y venenos. Pero a menudo se ha comentado que hasta más o menos el comienzo del siglo XX lo mejor que podía hacer cualquier persona enferma era evitar que se acercara ningún médico.
No es que no existiera ninguna teoría detrás de la práctica de la medicina. Existía la teoría humoral o de los cuatro humores: la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla, que (respectivamente) nos convertían en sanguíneos, flemáticos, melancólicos o coléricos. La teoría humoral fue introducida en la época de la Grecia clásica por Hipócrates o por alguno de sus colegas cuyos textos se le han atribuido. Como afirmó muy posteriormente John Donne en «Los buenos días», la teoría sostenía que «cuando algo muere es que su mixtura no era proporcionada». La teoría humoral fue adoptada en la época romana por Galeno de Pérgamo, cuyos escritos fueron muy influyentes entre los árabes, y luego en Europa después del año 1000 de nuestra era. Aunque la teoría humoral fue generalmente aceptada, ignoro si se hizo un esfuerzo para poner a prueba su eficacia de manera experimental. (Hoy pervive la teoría en la Ayurveda, medicina tradicional india, pero solo con tres humores: aire, bilis y flema.)
Además de la teoría de los humores, los médicos europeos, hasta la época moderna, debían comprender otra teoría de supuestas aplicaciones médicas: la astrología. Por irónico que parezca, el hecho de que los médicos pudieran estudiar estas teorías en la universidad hacía que los doctores en medicina disfrutaran de un prestigio mayor que los cirujanos, que sabían hacer cosas realmente útiles como reparar huesos rotos, pero que hasta la época moderna no estudiaron en la universidad.
Así pues, ¿por qué las doctrinas y prácticas de la medicina perduraron durante tanto tiempo sin que la ciencia empírica las corrigiera? Naturalmente, los avances son más difíciles en biología que en astronomía. Como comentaremos en el capítulo 8, los movimientos aparentes del Sol, la Luna y los planetas son tan regulares que era difícil no comprender cuándo una teoría no funcionaba; y esta percepción, al cabo de los siglos, llevaba a una teoría mejor. Pero si un paciente muere a pesar de todos los esfuerzos de un ilustre médico, ¿quién puede decir cuál es la causa? Quizá el paciente esperó demasiado para visitar al médico, o quizá no siguió sus órdenes con suficiente atención.
Al menos la teoría humoral y la astrología poseían un aire científico. ¿Cuál era la alternativa? ¿Volver a sacrificar animales a Asclepio?
Otro factor pudo haber sido la extrema importancia que tenía para los pacientes recuperarse de la enfermedad, lo que otorgaba a los médicos una autoridad sobre ellos, una autoridad que los médicos tenían que mantener para imponer sus supuestos remedios. Las personas que poseen autoridad siempre se resisten a cualquier investigación que pueda ponerla en entredicho, y no solo en el campo de la medicina.