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Hacha de mano del yacimiento de Atapuerca, bifaz Excalibur, Museo de la Evolución Humana, Burgos, 500.000 a. C.


 

Nuestro conocimiento sobre la presencia humana temprana en la península Ibérica ha cambiado de manera radical en las últimas décadas. La explicación de esta circunstancia obedece a un nombre poderoso y concreto: Atapuerca. En realidad, un pueblo y una loma próximos al río Arlanzón, a unos quince kilómetros de Burgos, que han ofrecido titulares de periódico y hallazgos científicos de primera magnitud. El justificado sensacionalismo que acompaña a Atapuerca se debe tanto a la espectacularidad de lo que allí se ha encontrado como al hecho de que introdujo una feliz inseguridad en un ámbito temporal como el de la prehistoria, antes tan previsible. Caracterizado por etapas sacrosantas (nos han contado que terminaba una era o glaciación y al día siguiente empezaba otra), o por la exhibición de fósiles presentados como si fueran ciudadanos contemporáneos en miniatura. Bautizadas además a golpe de nacionalismo decimonónico y evolucionismo darwinista, todo muy lineal y ordenado, siempre bajo el supuesto de que todo tiempo pasado fue peor y nos aguarda un futuro resplandeciente.

En dirección contraria a semejantes tradiciones y estilos de pensamiento, Atapuerca ha impuesto la revisión de la secuencia de antigüedad humana, tanto en España como en Europa, y aun a escala global. Sin duda refleja la incertidumbre de una era global como la nuestra, pues también la prehistoria tuvo ese carácter. Hacia el año 10.000 a. C. finalizó la dispersión de las culturas humanas por todos los hábitats posibles y empezó a configurarse un mestizaje masivo, el motor de una convergencia planetaria que ha alcanzado en nuestros días su expresión definitiva. De ahí que resulte tan legítimo como fascinante preguntarse hasta qué punto los restos humanos allí hallados forman parte de nuestra genealogía como españoles.

El eminente historiador catalán Jaime Vicens Vives no dudó en señalar en su Aproximación a la historia de España (1952) que «ellos» forman parte de «nosotros»: «Sabemos que los pobres y diseminados grupos de los primeros hispanos dejaron huellas de su existencia en varias partes de la Península, que vivían atosigados por la lucha concreta contra fieras poderosas, que se defendían como podían con el fuego, que atacaban si les era posible con bastones arrojadizos, que avanzaban recolectando frutos y raíces y que no se alejaban en demasía de los lugares donde se hallaban filones de sílex». Tan imaginativa descripción de los modos de vida de grupos prehistóricos resulta compatible con lo que hemos aprendido gracias al descubrimiento de Atapuerca y a su estudio por brillantes equipos multidisciplinares. En verdad, frente a la narrativa de la revolución científica, que supone mentes superdotadas y hallazgos intuitivos e individuales, donde tantas veces hay simples casualidades, ofrece un ejemplo de praxis investigadora. Atapuerca arranca con un hecho anecdótico, o mejor dicho con varios.

Entre 1886 y 1901 se construyó allí un ferrocarril minero de vía estrecha para la explotación de hierro, que debía transportarse a Bilbao. La trinchera abierta en vertical para la colocación de traviesas y rieles, en algunas ocasiones de veinte metros de profundidad, atravesó la roca caliza y mostró aberturas de cuevas rellenas de sedimentos, con fósiles procedentes de fauna extinguida. Algunas calizas fueron usadas en décadas posteriores como material de construcción en obras y monumentos cercanos. También hubo excavaciones en superficie, que sacaron a relucir artefactos de la Edad del Bronce. A partir de los años cincuenta, el grupo de espeleología Edelweiss se interesó por el sitio, y sus miembros recogieron fósiles que entregaron al museo provincial. También efectuaron los primeros levantamientos topográficos.

Pero en 1976, según refirió el paleoantropólogo Emiliano Aguirre, primero en estudiar restos humanos, el ingeniero de minas y doctorando Trinidad de Torres, que buscaba junto a otros espeleólogos fósiles de oso para su investigación de tesis, le trajo una mandíbula en dos fragmentos. Refiere Aguirre: «Lo primero que hice fue visitar el sitio. Procedían del fondo de una sima, que está casi a medio kilómetro de andar y gatear por dentro de la cueva mayor de la sierra; donde los aficionados venían desde hace decenas de años buscando colmillos de oso». Después de seis años de excavaciones transcurridas entre 1984 y 1990, que los investigadores dedicaron a separar trozos de huesos del barro, piedras y otros residuos con los que estaban mezclados, reunieron dos centenares de fósiles humanos. En cada campaña anual, cribaban cerca de una tonelada de materiales.

Las preguntas se multiplicaban a medida que la complejidad y larga secuencia temporal del yacimiento se hicieron más evidentes. En este sentido, podríamos comparar Atapuerca con un libro, en el cual los capítulos vienen conformados por los llamados «complejos», mientras los trabajos de cada temporada supondrían la lectura de una página. El codirector del proyecto Eudald Carbonell señaló que el complejo número 1 está constituido por Cueva Mayor-Cueva del Silo, donde han intervenido en varios yacimientos: la Sima de los Huesos, la Sala de los Cíclopes, el Portalón y la Sala de las Estatuas. En el complejo numero 2, Trinchera del Ferrocarril, están la excavación de Tres Simas-Galería-Zarpazos iniciada en 1978, la Cueva de la Gran Dolina (término que designa una depresión más o menos profunda y de paredes muy inclinadas, típica de los terrenos calizos) y el Penal, que se abandonó antes de la exploración de la Sima del Elefante. El complejo número 3, representado por el Mirador, se empezó a excavar posteriormente, junto a los yacimientos al aire libre del complejo número 4, constituido por Hundidero, Hotel California, Valle de las Orquídeas y Fuente Mudarra, este último estudiado desde 2012.

Más allá de los toponímicos existentes o los nombres dispuestos con romántica imaginación por algunos arqueólogos, nos encontramos ante evidencias de la mayor importancia para la posterior historia de España. La primera es geográfica. Atapuerca constituye una metáfora asombrosa del devenir peninsular, pues su especificidad se explica por ser frontera y encrucijada de caminos, es decir, de culturas y civilizaciones. Si no se tiene en cuenta esta circunstancia, la interpretación de los hallazgos resulta imposible. El corredor de la Bureba, donde se sitúa, conecta el este y el oeste, a la vez que facilita el acceso a la cordillera Cantábrica y la meseta.

La segunda cuestión resaltable es paleontológica. La Gran Dolina presenta una secuencia estratigráfica de unos dieciocho metros, con once «paquetes», o niveles sucesivos de suelo. El superior tiene 25.000 años de antigüedad y el inferior data de hace un millón de años. En el denominado TD6 se hallaron en 1994 los restos de al menos seis homínidos. Allí estaba el Homo antecessor, según feliz denominación de Juan Luis Arsuaga, cuya cronología lo sitúa entre 800.000 y 1.200.000 años de antigüedad. Se trata del fósil humano más antiguo de Europa. El hallazgo en 2007, en la cercana Sima del Elefante, de fragmentos de una mandíbula asociada a útiles de sílex añadió una importante referencia. El Homo antecessor vendría a representar un estadio intermedio entre los géneros Homo procedentes de África y el Homo heidelbergensis. Este vivió entre 600.000 y 250.000 años a. C. y fue predecesor a su vez del hombre de Neanderthal, extinto unos 28.000 años atrás y contemporáneo en su última etapa de existencia al hombre de Cromañón, para muchos sinónimo de Homo sapiens en el Paleolítico.

La tercera cuestión relevante es cultural. Pues resulta asombroso que en Atapuerca hayan aparecido también las primeras evidencias de canibalismo. En el mismo nivel TD6 de la Gran Dolina se han hallado restos de fauna, caballos, rinocerontes, gamos, bisontes o jabalíes, además de vegetales y frutos. También seres humanos, que tuvieron que ser sus congéneres. A esta conclusión llegaron los investigadores por la existencia de marcas de corte o golpes no compatibles con circunstancias naturales, intencionadas y similares a las presentes en restos óseos de los animales mencionados. El hallazgo de herramientas líticas utilizadas para despedazar o descarnar argumentaría a favor del canibalismo gastronómico, que puede ser o no compatible con el cultural. En el primer caso nos encontraríamos ante una ingestión con fines exclusivamente alimentarios y de supervivencia. En el segundo, con tratamientos o disposiciones que delatarían la existencia de algún ritual, compatible o no con una ingestión posterior de otros seres humanos. Esta presunción implica la existencia de un horizonte simbólico, en la medida en que hay un manejo de los conceptos de tiempo, causa y efecto, o por lo que sabemos de lo ocurrido con posterioridad, de creencias ultraterrenas.

Sin embargo, la asociación en la Sima de los Huesos de una pieza única, esta hacha de mano bifaz hecha de cuarcita veteada de rojo y marrón y datada hace medio millón de años, denominada «Excalibur» en recuerdo de la espada mágica de las leyendas artúricas, de una calidad excepcional, sin huellas de uso, abre el camino a otras conjeturas. Este tipo de bifaces, herramientas multiuso, versátiles, que servían para cortar, tajar o raspar, denominadas por los investigadores de Atapuerca «auténticas navajas suizas de la prehistoria», implican un uso especializado. Este objeto excepcional apunta a la diferencia funcional y estética entre un hacha de corte basto y un bisturí fino y preciso. Hasta es posible que Excalibur fuera una ofrenda colocada allí de modo intencional, como parte de un ritual funerario, algo que debió ser muy frecuente, pues más del 60 por ciento de los homínidos encontrados no habían alcanzado los veinte años en el momento de su muerte.