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EL MISTERIO DE LAURISTON GARDENS

 

 

Confieso que quedé atónito ante aquella nueva prueba de la eficacia práctica de las teorías de mi compañero. Mi respeto por su capacidad analítica aumentó extraordinariamente. Con todo, todavía anidaba en mi mente cierta vaga sospecha de que pudiera tratarse de un montaje con el propósito de deslumbrarme, aunque escapaba a mi comprensión qué podía pretender con ello. Cuando le miré, había acabado de leer la nota, y sus ojos habían adquirido la expresión ausente y apagada del ensimismamiento.

—¿Cómo demonios lo dedujo usted? —le pregunté.

—¿Qué deduje? —dijo malhumorado.

—Pues que era sargento retirado de la Marina.

—No tengo tiempo para fruslerías —respondió con brusquedad, y añadió con una sonrisa—: Disculpe mi descortesía. Ha roto el curso de mis pensamientos, pero tal vez dé lo mismo. Así pues, ¿de verdad no ha sido capaz de ver que ese individuo era un sargento de Marina?

—Claro que no.

—Era más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo me di cuenta yo. Si a usted le pidieran que probara que dos más dos son cuatro, tal vez se viera en apuros, y, sin embargo, está seguro del hecho. Incluso desde el otro lado de la calle, pude distinguir una gran ancla azul tatuada en el dorso de la mano del individuo. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y llevaba las patillas reglamentarias. Ya tenemos, pues, al marino. Era un hombre con ciertas ínfulas y ciertos aires de mando. Habrá usted observado lo erguida que mantenía la cabeza y cómo balanceaba el bastón. Un hombre sólido, respetable, de mediana edad... Todo indicaba que había sido sargento.

—¡Asombroso! —grité.

—Trivial —dijo Holmes, pero me pareció, por la expresión de su rostro, que le complacían mi evidente sorpresa y admiración—. Acababa de decir que ya no había criminales. Al parecer estaba equivocado... ¡Vea esto!

Y me tendió la nota que había traído el mensajero.

—¡Dios mío! —exclamé tras echarle una ojeada—. ¡Es terrible!

—Parece salirse un poco de lo común —observó Holmes sin perder la calma—. ¿Le importaría leérmela en voz alta?

La carta que leí decía:

 

Mi querido señor Sherlock Holmes:

Esta noche ha tenido lugar un feo asunto en el número 3 de Lauriston Gardens, junto a Brixton Road. Al hacer la ronda, nuestro policía vio allí una luz hacia las dos de la madrugada, y, como la casa está deshabitada, sospechó que pasaba algo. Encontró la puerta abierta, y en el salón de la parte delantera sin amueblar, descubrió el cadáver de un caballero bien vestido, que llevaba en el bolsillo unas tarjetas con el nombre «Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE. UU.». No han robado nada, ni hay indicios de cómo ese hombre pudo encontrar la muerte. Hay manchas de sangre en la habitación, pero el cuerpo no presenta ninguna herida. No entendemos qué hacía la víctima en la casa vacía. De hecho, todo el asunto es un galimatías. Si puede pasar usted por aquí en cualquier momento, antes de las doce, le estaré esperando. He dejado las cosas in statu quo hasta tener noticias suyas. Si le fuera imposible venir, le proporcionaría datos más precisos y consideraría una gran gentileza por su parte que me favoreciera con su opinión.

Su atentísimo

TOBIAS GREGSON

 

—Gregson es el tipo más listo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y Lestrade constituyen lo mejorcito de una panda de ineptos. Ambos son rápidos y enérgicos, pero espantosamente convencionales. Además no se pueden ver ni en pintura. Sienten tantos celos uno del otro como un par de bellezas profesionales. Será divertido este caso si los dos se ponen a seguir la pista.

Yo estaba atónito al ver la calma con que Holmes desgranaba sus comentarios.

—¡Creo que no hay momento que perder! —exclamé—. ¿Desea que vaya a pedir un coche?

—No estoy seguro de querer ir. Soy el tipo más irremediablemente perezoso del mundo... Bueno, cuando me da por ahí, porque en ocasiones puedo ser bastante activo.

—Pero ¡si es precisamente la oportunidad que tanto esperaba!

—¿Qué supondrá eso para mí, querido amigo? Aun admitiendo que resuelva el caso, puede tener la certeza de que Gregson, Lestrade y compañía se atribuirán todo el mérito. Son las consecuencias de actuar en privado.

—Pero suplica su ayuda.

—Sí. Sabe que soy mejor que él, y lo reconoce ante mí. Pero se cortaría la lengua antes que confesarlo ante otros. De todos modos, podemos ir a echar un vistazo. Trabajaré por mi cuenta. Así, al menos, podré reírme un poco de ellos si no saco otro provecho. ¡Vamos!

Se puso aprisa el gabán y empezó a moverse de un lado a otro con una energía que daba muestras de que había dejado atrás su anterior crisis de apatía.

—Coja su sombrero —me dijo.

—¿Quiere que vaya con usted?

—Si no tiene algo mejor que hacer, sí.

Un minuto más tarde estábamos ambos en el interior de un cabriolé que el cochero conducía a toda prisa hacia Brixton Road.

Era una mañana nublada y con niebla, y un velo de color apagado pendía sobre los tejados de las casas, cual un reflejo del barro que debajo cubría las calles. Mi compañero estaba del mejor humor del mundo, y parloteaba acerca de los violines de Cremona y las diferencias entre un Stradivarius y un Amati. Yo me mantuve callado, porque aquel tiempo gris y lo melancólico del asunto que nos ocupaba me deprimían el ánimo.

—No parece prestar usted mucha atención al caso que tiene entre manos —le dije por fin, interrumpiendo sus disquisiciones musicales.

—Faltan datos —me respondió—. Es un error garrafal teorizar sin disponer todavía de todas las pruebas. Altera el juicio.

—Pronto tendrá usted sus datos —observé, señalando con el dedo—. Estamos en Brixton Road y, si no me equivoco mucho, esta es la casa.

—Sí lo es. ¡Pare, cochero, pare!

Estábamos todavía a unas cien yardas, pero insistió en que bajáramos, y terminamos el camino a pie.

El número 3 de Lauriston Gardens tenía un aspecto sórdido y maléfico. Formaba parte de un grupo de cuatro casas un poco alejadas de la calle, dos ocupadas y dos vacías. Estas últimas tenían tres hileras de ventanas desnudas y sin adornos, salvo, aquí y allá, unos letreros de «Se alquila», extendidos como una catarata sobre los mugrientos cristales. Un jardincillo salpicado por una erupción de plantas enfermizas separaba cada casa de la calle, y lo cruzaba un sendero amarillento, que parecía una mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido todo el lugar en un barrizal. Rodeaba el jardín un muro de ladrillo de tres pies, rematado por una cerca de madera. Contra el muro se recostaba un fornido agente de policía, rodeado de un grupito de desocupados que estiraban el cuello y esforzaban la vista, con la vana esperanza de alcanzar a ver algo de lo que ocurría en el interior.

Yo había supuesto que Sherlock Holmes entraría a toda prisa en la casa y se sumergiría de cabeza en el estudio del misterio. Nada parecía más lejos de su intención. Con un aire displicente que, dadas las circunstancias, consideré rayano en la afectación, anduvo arriba y abajo por la acera, mirando distraídamente el suelo, el cielo, las casas de enfrente y la hilera de verjas. Terminado ese escrutinio, avanzó despacio por el sendero, o mejor dicho por la franja de césped que lo bordeaba, sin levantar los ojos del suelo. Se detuvo dos veces, y en una ocasión le vi sonreír y le oí lanzar un grito de satisfacción. Había muchas huellas de pisadas en el húmedo suelo de arcilla, pero, como los policías habían ido y venido por el sendero, yo no entendía que mi amigo esperara sacar algo de allí. Había tenido, no obstante, pruebas tan extraordinarias de la agudeza de sus facultades perceptivas, que no dudaba fuera él capaz de ver muchas cosas que para mí estaban ocultas.

En la puerta de la casa nos encontramos con un hombre alto, pálido, de pelo rubio, con un cuaderno en la mano, que se abalanzó hacia nosotros y estrechó efusivamente la mano de mi compañero.

—¡Cuánto le agradezco que haya venido! —dijo—. Lo he dejado todo tal como estaba.

—¡Excepto esto! —replicó Holmes, indicando el sendero—. Ni el paso de una manada de búfalos hubiera ocasionado mayores destrozos. Claro que usted habría sacado ya sus conclusiones, Gregson, antes de permitir que esto ocurriera.

—He estado muy ocupado en el interior de la casa —dijo evasivamente el detective—. Está también aquí mi colega, el señor Lestrade. Pensé que él cuidaría de ese detalle.

Holmes me miró y enarcó las cejas con sarcasmo.

—Con dos hombres como usted y Lestrade en la brecha, no restará gran cosa que descubrir a una tercera persona —dijo.

Gregson se frotó las manos, satisfecho de sí mismo.

—Creo que hemos hecho cuanto era posible hacer —respondió—. Sin embargo, es un caso extraño, y sé que a usted le gustan estas cosas.

—¿Usted no ha venido hasta aquí en coche de alquiler? —preguntó Sherlock Holmes.

—No, señor.

—¿Tampoco Lestrade?

—No, señor.

—En tal caso, vayamos a examinar la habitación.

Tras este comentario incongruente, Holmes entró en la casa a zancadas, seguido por Gregson, en cuyo rostro se reflejaba el asombro.

Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado gastado, llevaba a la cocina y a la despensa. Dos puertas se abrían a uno y otro lado. Era obvio que una de ellas llevaba cerrada semanas. La otra correspondía al comedor, y allí había tenido lugar el misterioso crimen. Holmes entró, y yo le seguí con esa opresión en el pecho que provoca la presencia de la muerte.

Era una habitación grande y cuadrada, que parecía todavía más espaciosa debido a la ausencia total de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba las paredes, pero estaba cubierto de manchas de humedad, y en algunos puntos se había desprendido y colgaba a tiras, dejando al descubierto el revoco amarillo. Frente a la puerta había una aparatosa chimenea, coronada por una repisa de mármol blanco de imitación. En una esquina de la repisa sobresalía el cabo de una vela roja. La única ventana estaba tan sucia que la luz era tenue e imprecisa, y lo teñía todo de un gris apagado, intensificado por la espesa capa de polvo que recubría la habitación entera.

En todos estos detalles reparé más tarde. En aquellos momentos mi atención se centró en la solitaria, macabra e inmóvil figura que yacía sobre el entarimado, con los ojos ciegos y vacíos fijos en el techo descolorido. Era la figura de un hombre de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de mediana estatura, ancho de hombros, con encrespado y rizado cabello negro y una barba corta. Vestía levita, un chaleco de paño grueso, pantalones de color claro y camisa de cuello y puños inmaculados. A su lado, en el suelo, había un sombrero de copa, bien cepillado y en buen estado. El cadáver tenía los puños apretados y los brazos extendidos, mientras que las extremidades inferiores estaban trabadas una con otra, como si hubiera padecido una agonía muy dolorosa. En su rígido rostro había una expresión de horror y, me parecía a mí, de odio, como jamás la había visto en un ser humano. Esa maligna y terrible contorsión, unida a la estrecha frente, la nariz aplastada y el prognatismo de la mandíbula, daba al cadáver un curioso aspecto simiesco, acentuado por su postura retorcida y forzada. He visto la muerte bajo muchas formas, pero nunca con una apariencia tan terrible como en aquella habitación sucia y oscura, que daba a una de las principales arterias del Londres suburbano.

Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, estaba de pie en el umbral y nos saludó a mi compañero y a mí.

—Este caso armará mucho ruido —comentó—. Supera todo lo que he visto, y no he nacido ayer.

—¿No hay ninguna pista? —inquirió Gregson.

—Ninguna en absoluto —respondió Lestrade.

Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo y, arrodillándose a su lado, lo examinó con atención.

—¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, mientras señalaba las numerosas gotas y manchas de sangre que rodeaban el cadáver.

—¡Absolutamente seguros! —exclamaron ambos detectives.

—En tal caso, es obvio que la sangre pertenece a un segundo individuo, presumiblemente al asesino, si es que ha habido un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted el caso, Gregson?

—No, señor.

—Pues léalo, debería usted leerlo. No hay nada nuevo bajo el sol. Todo se ha hecho ya antes.

Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban aquí y allá y a todas partes, palpando, oprimiendo, desabrochando, examinando, aunque sus ojos tenían la misma expresión ausente que ya he comentado. El examen fue tan veloz que se hacía difícil adivinar la minuciosidad con que se había llevado a cabo. Por último, olisqueó los labios del muerto y echó un vistazo a las suelas de sus botas de charol.

—¿No lo han movido en absoluto? —preguntó.

—Solo lo imprescindible para nuestro examen.

—Pueden llevarlo ya al depósito —dijo Holmes—. No queda nada que averiguar.

Gregson tenía a punto una camilla y cuatro hombres. A su llamada, entraron en la habitación, levantaron al desconocido y se lo llevaron. Mientras lo movían, un anillo cayó tintineando y rodó por el suelo. Lestrade lo cogió y lo miró desconcertado.

—Aquí ha habido una mujer —exclamó—. Es el anillo de boda de una mujer.

Nos lo mostró, mientras hablaba, en la palma abierta de su mano. Nos agolpamos todos a su alrededor y lo observamos. No cabía duda de que aquel aro de oro puro había lucido alguna vez en el dedo de una novia.

—Esto complica más las cosas —dijo Gregson—. Y sabe Dios que ya eran lo bastante complicadas antes.

—¿Está seguro de que no las simplifica? —inquirió Holmes—. No averiguaremos nada más mirando el anillo. ¿Qué han encontrado en sus bolsillos?

—Todo está aquí —dijo Gregson, y señaló los objetos colocados en uno de los peldaños más bajos de la escalera—. Un reloj de oro, número 97163, de Barraud, de Londres. Una cadena de oro Príncipe Alberto, muy pesada y sólida. Un anillo de oro macizo, con emblema masónico. Un alfiler de oro en forma de cabeza de buldog, con rubíes por ojos. Un tarjetero de piel de Rusia con tarjetas de Enoch J. Drebber de Cleveland, que coinciden con las E. J. D. de la ropa interior. Ningún monedero, pero sí dinero suelto por valor de siete libras y trece chelines. Una edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio, con el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, una dirigida a E. J. Drebber y la otra a Joseph Stangerson.

—¿A qué dirección?

—Al American Exchange del Strand, para quien pasase a buscarlas. Ambas son de la Guion Steamship Company y hacen referencia a la salida de sus barcos desde Liverpool. Es obvio que este desdichado estaba a punto de regresar a Nueva York.

—¿Han hecho alguna averiguación acerca del tal Stangerson?

—Inmediatamente —dijo Gregson—. He enviado anuncios a todos los periódicos, y uno de mis hombres ha ido a la American Exchange, pero todavía no ha regresado.

—¿Han preguntado en Cleveland?

—Esta mañana hemos enviado un telegrama.

—¿Cómo se plantearon las preguntas?

—Simplemente expliqué detalladamente lo sucedido, y dije que agradeceríamos cualquier información que pudiera sernos útil.

—¿No pidió detalles acerca de algún punto que le pareciera crucial?

—Pedí informes sobre Stangerson.

—¿Nada más? ¿No hay algún detalle sobre el que parece girar todo el caso? ¿No quiere telegrafiar de nuevo?

—He dicho todo lo que tenía que decir —replicó Gregson con enojo.

Sherlock Holmes rió entre dientes, y parecía a punto de hacer una observación, cuando Lestrade, que había permanecido en la sala mientras nosotros manteníamos esta conversación en el vestíbulo, apareció de nuevo en escena, frotándose las manos con pomposa autosatisfacción.

—Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de máxima importancia y que se nos hubiera pasado por alto si yo no hubiera examinado cuidadosamente las paredes.

Al hombrecillo le centelleaban los ojos mientras hablaba, y era evidente que experimentaba un oculto júbilo por haberse apuntado un tanto sobre su colega.

—Vengan conmigo —dijo, mientras volvía a meterse apresuradamente en la sala, donde parecía respirarse un aire más limpio desde que se habían llevado a su lúgubre ocupante—. ¡Ahora pónganse aquí!

Prendió una cerilla en la suela de su zapato y la acercó a la pared.

—¡Miren esto! —dijo en tono triunfal.

Ya he comentado que el papel se había desprendido en algunos puntos. En aquel rincón de la sala colgaba una larga tira, que dejaba al descubierto un recuadro amarillo de tosco revoco. En el espacio vacío habían garrapateado en letras rojo sangre una sola palabra:

 

RACHE

 

—¿Qué les parece esto? —exclamó el detective, con los aires de un presentador que exhibe su espectáculo—. Había pasado inadvertido porque está en el rincón más oscuro de la habitación y a nadie se le había ocurrido mirar aquí. El asesino o la asesina lo ha escrito con su propia sangre. ¡Vean el goterón que se ha escurrido pared abajo! En cualquier caso, esto descarta la idea del suicidio. ¿Por qué escribieron precisamente en este rincón? Se lo diré. Fíjense en la vela de la repisa de la chimenea. En aquel momento estaba encendida, y, al estar encendida, este rincón que ahora es el más oscuro era el mejor iluminado de la pared.

—¿Y qué significa esto, ahora que usted lo ha encontrado? —preguntó Gregson con desdén.

—¿Qué significa? Significa que alguien iba a escribir el nombre femenino Rachel. Pero algo le interrumpió o la interrumpió antes de que le diera tiempo a terminar. Recuerden esto: cuando el caso se resuelva, comprobarán que una mujer llamada Rachel está involucrada. Ríase cuanto le venga en gana, señor Holmes. Usted será muy hábil y muy inteligente, pero no olvide que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

—¡Le ruego de veras que me disculpe! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había enojado al hombrecillo—. Usted tiene el mérito indiscutible de haber sido el primero en descubrir esta inscripción, que, como dice, tiene todas las trazas de haber sido escrita por el otro participante del misterio de la última noche. Yo no he tenido aún tiempo de examinar la habitación, pero, con su permiso, voy a hacerlo ahora.

Mientras hablaba, se sacó del bolsillo una cinta métrica y una gruesa y redonda lente de aumento. Con esos dos instrumentos, recorrió silenciosamente de un lado a otro la estancia, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras y tumbándose incluso en una ocasión de bruces en el suelo. Tan embebido lo tenía su tarea que parecía haber olvidado nuestra presencia, porque estuvo todo el tiempo mascullando para sí mismo, en un fuego graneado de exclamaciones, gruñidos, silbidos y breves gritos de ánimo y de esperanza. Mientras lo observaba, no pude evitar pensar en un perro de caza, de pura raza y bien adiestrado, que avanza y retrocede entre los matorrales, gañendo con impaciencia, hasta encontrar de nuevo el rastro perdido. Continuó su exploración durante al menos veinte minutos, midiendo con todo cuidado la distancia entre huellas que eran completamente invisibles para mí, y aplicando a veces la cinta métrica a las paredes de forma igualmente incomprensible. En cierto lugar recogió con gran cuidado del suelo un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre. Por último, examinó con su lupa la palabra escrita en la pared, revisando cada una de las letras con minuciosa exactitud. Hecho esto, pareció darse por satisfecho, pues volvió a meterse la cinta métrica y la lupa en el bolsillo.

—Dicen que la genialidad consiste en una infinita capacidad de esfuerzo —observó con una sonrisa—. Es una pésima definición, pero se aplica bien al trabajo del detective.

Gregson y Lestrade habían observado las maniobras de su colega amateur con notable curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a comprender, como yo empezaba a hacerlo, que incluso los actos más insignificantes de Sherlock Holmes tenían una finalidad determinada y práctica.

—¿Qué opina usted de todo esto? —le preguntaron los dos.

—Si me permitiera ayudarles a resolver el caso, les robaría el mérito que les corresponde —observó mi amigo—. Lo están haciendo tan bien que sería una pena que alguien se entrometiera. —Al decir esto su voz rezumaba sarcasmo—. Pero si me tienen al corriente del curso de la investigación —siguió—, será un placer para mí ayudarles en lo que pueda. Entretanto me gustaría hablar con el agente que encontró el cadáver. ¿Pueden darme su nombre y dirección?

Lestrade consultó su cuaderno.

—John Rance —dijo—. Ahora no está de servicio. Lo encontrará en el 46 de Audley Court, Kennington Park Gate.

Holmes anotó la dirección.

—Venga conmigo, doctor —me dijo—. Iremos a verle. Les diré algo que puede ayudarles en este caso —prosiguió, dirigiéndose a los dos detectives—. Ha habido un asesinato, y el asesino ha sido un hombre. Mide más de seis pies, está en la flor de la edad, tiene pies pequeños para su estatura, calzaba recias botas de puntera cuadrada y fumaba un cigarro Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un coche de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres herraduras viejas y una nueva en la pata delantera derecha. Es muy probable que el asesino tuviera un rostro rubicundo, y llevaba las uñas de la mano derecha extraordinariamente largas. No son más que unos pocos datos, pero tal vez les sean útiles.

Lestrade y Gregson se miraron el uno al otro con una incrédula sonrisa.

—Si este hombre fue asesinado, ¿cómo lo hicieron? —preguntó el primero.

—Veneno —dijo Holmes lacónicamente, mientras echaba a andar—. Una cosa más, Lestrade —añadió, volviéndose desde la puerta—: «Rache» es la palabra alemana que significa «venganza»; de modo que no pierda el tiempo buscando a una tal señorita Rachel.

Y tras este dardo imprevisto, lanzado a la manera de los jinetes partos en su huida, se marchó, dejando boquiabiertos a sus espaldas a los dos rivales.