Fernando Navarro y Noriega, contador general del Ramo de Arbitrios de Nueva España, afirmaba en 1820 que:

 

No se halla tan poblado este reino como debiera, a excepción de una u otra provincia, porque la miseria en que generalmente vive la plebe, los vicios lamentables de su educación, las hambres y pestes hacen desaparecer un crecido número de personas: mas podemos prometernos el remedio de estos males contando con las activas y liberales providencias de nuestro actual gobierno, y día vendrá en que la población de esta Nueva España llegue al grado de prosperidad de que es susceptible.

 

Con estas palabras acerca del futuro aumento de la población del virreinato de la Nueva España concluyó el contador su Memoria sobre la población del reino de Nueva España.

Sin duda, la evolución y comportamiento de la población de la Nueva España en los albores del siglo XIX constituye un elemento central para la comprensión de la historia social novohispana hasta 1821 y mexicana después de la independencia política. De este conocimiento depende también nuestra comprensión sobre los movimientos demográficos, la concentración urbana y los comportamientos colectivos, materias de este capítulo.

 

 

«Contar para conocer y conocer para gobernar»

 

Ésta fue una de las premisas de los monarcas ilustrados del imperio español durante la segunda mitad del siglo XVIII; en consecuencia, en esa época se realizaron empadronamientos de población con la finalidad de que las autoridades dispusieran de información precisa sobre el número de sus habitantes y sus recursos. Gracias a los censos y padrones de población realizados durante el reinado de Carlos IV, científicos y políticos ilustrados como Alexander von Humboldt y el mismo Fernando Navarro y Noriega dispusieron de datos y cifras aproximados sobre el número de habitantes del virreinato de la Nueva España, información valiosa que, aunque incompleta y probablemente no del todo exacta para ciertas zonas del virreinato, proporciona datos de importante valor instrumental que nos acercan a la dimensión, distribución y composición de la población, a la vez que nos ayudan a explicar en términos generales las características sociales de la joya más preciada del imperio español.

Aunque es prácticamente imposible establecer cifras exactas a partir de los censos de finales del siglo XVIII para el vasto territorio que comprendía la Nueva España, la información disponible del primer censo general de población realizado entre 1790 y 1793, conocido como «censo de Revillagigedo», constituye un punto de partida valioso para explicar el comportamiento demográfico durante las primeras décadas del siglo XIX, así como la forma en la que impactaron las condiciones económicas y de salud, entre otros aspectos, con los datos disponibles para el periodo comprendido entre las décadas de 1790 y 1830. Sin embargo conviene aclarar que para las primeras décadas del siglo XIX no se dispone de información proveniente de conteos generales de población, pues la guerra y la inestabilidad política que tuvieron lugar desde 1808 (así como la precaria situación económica de un erario prácticamente en bancarrota) se constituyeron en obstáculos serios para realizar empresas de este tipo, a pesar de que en 1833 se estableció la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, y que durante el periodo republicano importantes estadígrafos mexicanos realizaron trabajos notables sobre la evolución de la población.

Pese a todas estas dificultades, que explican el reducido número de investigaciones sobre el comportamiento demográfico durante la primera mitad del siglo XIX, conviene reflexionar sobre los datos disponibles que se repiten entre los estudiosos del periodo porque, como se muestra en este capítulo, hay elementos de orden cualitativo y cuantitativo que apoyan la idea de que entre los últimos años del periodo colonial y la primera mitad del siglo XIX la población creció de forma muy lenta, a causa de las crisis políticas y económicas y los efectos de las viejas y nuevas patologías que limitaban el crecimiento natural de la población.

 

 

La distribución espacial de la población

 

La gran mayoría de los estudiosos de la sociedad y poblaciones novohispanas están de acuerdo en que, después de la catástrofe demográfica del siglo XVI, con mortandad de más del 90 por ciento de los habitantes originarios, a partir de la segunda mitad del siglo XVII se inició un lento pero importante proceso de recuperación de la población indígena gracias a que se fortaleció su sistema inmunológico así como al incremento del número de mestizos como resultado de la interacción social y biológica.

Se trataba de una población social y étnicamente heterogénea calculada entre 4,5 y 5 millones de personas que eran parte de y contribuían a dar forma a una sociedad en la que el origen étnico se articulaba con la posición económica, así como con el honor o el prestigio asociados a la «pureza de sangre», el lugar de nacimiento, el ejercicio de un cargo o de un oficio, la pertenencia a una corporación o las diferencias de género, y que al finalizar el siglo XVIII ya daba muestras de fractura. Precisamente los padrones y censos levantados por disposición de las autoridades civiles en los últimos años del periodo virreinal diferenciaron entre blancos (españoles y criollos), indígenas o indios, negros y las denominadas «castas» (integradas por la mezcla de todos los grupos humanos que habitaron o se trasladaron a esta parte del continente).

Los datos sobre la composición de la población de acuerdo con su «calidad étnica» definen en parte la estructura y las relaciones sociales del periodo, además de informar sobre su distribución, también heterogénea, en los más de cuatro millones de kilómetros cuadrados que se estima formaban el territorio del virreinato de la Nueva España y con el que México inició su vida independiente. A causa de la emergencia de la igualdad jurídica constitucional del nuevo orden republicano y liberal, los censos dejaron de consignar las diferencias étnicas que, como es lógico, no desaparecieron ni cambiaron de tajo las relaciones sociales prevalecientes en los siglos anteriores. Los afanes de clasificación de los distintos grupos respondían a las necesidades de control sobre el grueso de la población y a la búsqueda de mayores ingresos mediante la recaudación fiscal, pero también son un testimonio más de la capilaridad social y étnica que prevalecía al iniciar el siglo XIX.

De acuerdo con los cálculos de población realizados por Humboldt durante la primera década del siglo XIX, el censo virreinal de 1790-1792 arrojó una cifra general cercana a los 5 millones de habitantes. Para los años en que el viajero alemán hizo su análisis había pasado una década y creyó necesario ajustar los resultados al alza considerando un crecimiento natural de población del 2 por ciento anual, por lo que estimó que para 1803 la población del virreinato debía haber aumentado en poco más de 600.000 personas, y otro tanto más para 1808. Para el momento en que dio inicio la crisis política por la invasión de las tropas francesas en la metrópoli Humboldt estimó una población total de 6 millones y medio. Si bien es cierto que con frecuencia se parte de los datos proporcionados por Alexander von Humboldt, a pocos años de distancia Fernando Navarro y Noriega ajustó las cifras a la baja debido a que no le pareció posible el incremento porcentual tan elevado para esa época, pues, además, Humboldt lo aplicó a todo el territorio sin considerar las diferencias regionales. Aunque Navarro también partió de los datos del censo virreinal, propuso una población menor a la de Humboldt, poco más de 6 millones para el año de 1810, distribuida en el territorio como se muestra en la Tabla 2 y en el mapa siguiente.

Como se observa a partir del porcentaje de población obtenido para las intendencias y provincias que aparecen en el mapa, la mayor proporción de habitantes se concentraba en la parte central del reino, pues las intendencias de México y Puebla reunían prácticamente al 40 por ciento de toda la población calculada para ese momento, mientras que la proporción de habitantes ubicados en las zonas del norte y las costas es escasa. La distribución de la población hacia 1810 que se observa en el mapa guarda estrecha relación con los patrones de asentamiento prehispánico y con los procesos de conquista y colonización española de los siglos XVI y XVII, fenómenos vinculados con la economía y la formación del mercado interno colonial en el que la producción argentífera ocupó un papel central, mas no exclusivo.

No resulta sorprendente que, aunque la proporción de habitantes en la intendencia de México (26 por ciento) fuera mucho mayor que la de la intendencia de Guanajuato (9,4 por ciento), la densidad de población en esta última alcanzara poco más de los 31 hab/km2, en tanto que en la de México se ha calculado en 13 hab/km2; concentración que se explica no sólo por las diferencias en la extensión geográfica sino también por la explotación de los yacimientos de plata ubicados en Guanajuato, donde durante la segunda mitad del siglo XVIII se incrementó de forma importante el número de indios laboríos y también de españoles y mestizos. Por otra parte, la permanencia de patrones de asentamiento de población previos al dominio español se hace patente en la dimensión de población de las intendencias ubicadas en el área central del virreinato de la Nueva España, pues con diferencias mínimas respecto del porcentaje de habitantes de Guanajuato, se observa la intendencia de Oaxaca en cuarto lugar (9,7 por ciento), seguida de cerca por la de Guadalajara, que contaba con 8,5 por ciento de los pobladores.

 

Tabla 2. «Estado de la población del reino de Nueva España en el año de 1810 según los cálculos más probables formados por D. Fernando Navarro y Noriega con presencia de los mejores datos que ha adquirido y cita en las advertencias que proceden»

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El área cultural mesoamericana reunía al grueso de la población y en ella se ubicaban 26 de las 30 ciudades que había en la Nueva España hacia 1810, entre las que se encontraban los principales núcleos urbanos no sólo por el número de habitantes sino por su carácter de centros de consumo y distribución regional. Era el caso, por ejemplo, de la ciudad de Guadalajara, que desde finales del siglo XVIII había atraído población de otras zonas debido al incremento de la producción ganadera de sus 118 estancias. En contraste, el extenso territorio formado por las Provincias Internas y las Californias apenas reunían al 8,5 por ciento en conjunto, sin contar que la zona de frontera de las intendencias de Zacatecas y San Luis (zona permanente de guerra por las incursiones indígenas) contabilizaba una proporción ligeramente superior al 5 por ciento; de ahí que en esta parte del virreinato se ubicaran 133 misiones de las más de 160 que reportó Navarro y Noriega a principios del siglo XIX.

 

 

La evolución de la población

 

A partir de la invasión francesa en la Península en 1808 se inició una profunda crisis política con impactos diferenciados para la metrópoli y sus posesiones americanas. En la Nueva España las reformas económicas emprendidas desde la visita de José de Gálvez cumplieron con el objetivo de incrementar los recursos económicos con los cuales la monarquía enfrentó, entre otras cosas, las guerras con Francia e Inglaterra. Pero estas reformas y las de orden político y administrativo provocaron serios desajustes y profundo descontento social. Por otra parte, de acuerdo con los estudiosos de la economía novohispana, el inicio del nuevo siglo se acompañó también de crisis agrícolas, escasez de granos y fluctuaciones de precios que contribuyeron al deterioro de los niveles de vida de la población.

En esta coyuntura, un grupo de criollos buscó mayor autonomía y participación política, pero en 1810 otros criollos encabezaron el movimiento armado al que se unieron numerosos contingentes que formaban parte de las clases populares. La guerra entre las fuerzas insurgentes y las realistas movilizó a la población y constituyó por más de diez años un elemento más de desajuste, no sólo por los muertos en combate y el abandono de las actividades productivas (principalmente en la zona del Bajío), sino porque aceleró los movimientos de migración interna hacia los núcleos urbanos. Antes de 1810 las epidemias y las crisis agrícolas aumentaron el éxodo de población rural hacia las ciudades, pero el conflicto bélico contribuyó a que un mayor número de personas se trasladara a las ciudades en búsqueda de refugio o de un empleo.

Por otra parte, la guerra —que eventualmente terminó con la independencia— alteró el sistema de comunicaciones y el abasto y contribuyó a la difusión de nuevas enfermedades como el tifo, que en 1811 afectó a amplios grupos y que tan sólo en la ciudad de México y en Puebla produjo una mortandad calculada entre el 10 y el 19 por ciento de su población. Todo ello sin contar los padecimientos endémicos que causaban la muerte de la población más vulnerable (sobre todo los niños menores de cinco años y las mujeres embarazadas), así como la recurrencia de epidemias de sarampión, tos ferina, varicela o viruela que, en conjunto, limitaron el incremento de los habitantes entre 1810 y por lo menos hasta la década de 1840.

Durante las primeras décadas del siglo XIX no se realizaron empadronamientos generales de población pero por motivos diversos algunas autoridades locales o estatales de la joven república realizaron conteos o cálculos parciales sobre el número de habitantes que sirvieron a estadígrafos mexicanos o a viajeros y cronistas del siglo XIX para informar sobre la dimensión de la población en México durante este siglo. Los datos se presentan en la Tabla 3, y a partir de esa información se ha construido un modelo de la evolución demográfica general durante dicha centuria (véanse Gráficos 3 y 4) con el que se pueden descartar cifras poco confiables para las primeras décadas de vida independiente.

 

Tabla 3. Población de México 1790-1842

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Fuente: INEGI, Estadísticas históricas, p. 3

 

Al examinar los totales de población que aparecen en la Tabla 3 podemos observar la diferencia extraordinaria de un millón y medio de personas entre 1824 y 1827, así como el aparente descenso en casi un millón de personas de acuerdo con los datos indicados para 1827 y 1838. Estas discrepancias obedecen a que las cifras de población provienen de estimaciones o apreciaciones poco fundadas a partir de la independencia y la adopción del régimen republicano en 1824, como es el caso del diplomático inglés Henry George Ward, quien trató de atraer la atención de sus compatriotas para que invirtieran en México y que seguramente se informó mucho mejor acerca de la producción minera, pero que realizó sus cálculos de población a partir de los datos de Humboldt sin disponer de otros documentos para confrontar.

Al evaluar esta cifra en el contexto de la época llegamos a la conclusión de que no es posible aceptar un incremento de población tan elevado para esos años, pues, como se indicó antes, a los muertos provocados por la guerra y las enfermedades se agregó el éxodo de españoles hacia la madre patria, primero voluntario a partir de 1810 y después forzado por las leyes de expulsión de españoles que entraron en vigor durante el gobierno de Vicente Guerrero. Asimismo, como se muestra en el cuadro, las estimaciones para los años siguientes fluctúan entre los 8.000.000 propuestos por Ward y los 7.700.000 propuestos por el impresor Mariano Galván y el número de la Noticia de los estados y territorios de la Unión Mexicana de 1836, cómputos aún elevados para las décadas a que se refieren, pues es conveniente recordar que en 1833 el cólera invadió México y el contagio se generalizó en toda la república y provocó un incremento importante de la mortalidad. En suma, las condiciones políticas, económicas y de salud de ninguna manera fueron favorables al incremento de la tasa de natalidad, ya que en ese periodo siguió prevaleciendo un porcentaje alto de mortalidad infantil y las patologías nuevas y viejas dejaron lo que se conoce como generaciones «huecas», pues causaron la muerte de adultos en edad reproductiva.

En medio de los conflictos militares y el enfrentamiento entre las élites, difícilmente podía atenderse de forma conveniente a las víctimas de epidemias, pues las autoridades municipales responsables de la «policía» o «cuidado» de la población no contaban con los recursos y conocimientos suficientes para enfrentar y paliar los efectos de las enfermedades, así como para evitar la propagación del contagio de nuevas patologías como las que azotaron a los novohispanos en 1813 —que precisamente por su desconocimiento recibieron el nombre de «fiebres misteriosas»—; de tal forma que la población padeció enfermedades y brotes epidémicos de forma intermitente y a veces conjugados con el hambre, la desnutrición, la insalubridad y, en el caso de las ciudades, con el hacinamiento. Todo ello a pesar de la relativa inmunidad biológica (adquirida por sobrevivencia a la enfermedad o por herencia) a patologías como el sarampión y la viruela, y de que la vacuna contra esta última llegó gracias al doctor Francisco Javier Balmis en 1803.

Los registros parroquiales podrían determinar la relación aproximada entre el número de nacimientos y defunciones durante las primeras décadas del siglo XIX, lo que supone una gran empresa de investigación aún por realizar, si bien los estudiosos de estos documentos afirman que, aunque superadas las catástrofes epidémicas hubo muchos nacimientos, el elevado número de defunciones de la población infantil (preponderantemente entre los 0-5 años) no es compatible con un crecimiento lineal de la población. Incluso hay quienes, a partir del estudio del comportamiento de nacimientos, matrimonios y defunciones durante el periodo, no sólo están de acuerdo con la hipótesis del estancamiento demográfico entre 1810 y 1850, sino que lo caracterizan como un periodo de crisis que dejó una población altamente debilitada por los efectos acumulativos de los brotes epidémicos y pandémicos.

 

Gráfico 3. Comparación entre la población estimada y el modelo de crecimiento exponencial de la población

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Tomando en cuenta todos estos elementos y considerando que en 1838 el Instituto Nacional de Geografía y Estadística de la República Mexicana calculó una cifra menor de población de la que hubiera resultado al aplicar el incremento propuesto por Humboldt (2 por ciento), como lo hizo Ward, comparamos el movimiento de población que resulta de los datos de la Tabla 3, pero incluyendo las cifras y cálculos de población total disponibles de la segunda mitad del siglo XIX, además de los totales que arrojaron los primeros censos generales de población realizados al finalizar el siglo y los dos primeros del siglo XX, con el propósito de observar el comportamiento general en el largo plazo y así establecer un modelo estadísticamente confiable a partir del cual podemos aproximarnos al número de la población para las décadas de 1820 y 1830.

Como se muestra en el Gráfico 3, se propone un modelo exponencial para explicar el crecimiento de la población a partir de los datos del censo de Revillagigedo; el modelo muestra una correlación de 0,859 entre los datos disponibles para todo el siglo XIX y los de la propuesta; es decir, que hay una correlación entre las cifras de población para cada uno de los años señalados y las de la aproximación exponencial de casi el 86 por ciento. También observamos que los totales de población estimados por los contemporáneos para los años transcurridos entre 1820 y 1830 son diferentes respecto de la tendencia central de los datos del modelo, lo que sugiere que las cifras de Ward y aquellas que se acercan a los ocho millones se han hecho sobre estimaciones.

Para lograr un mejor ajuste entre las cifras de población estimada y las del modelo, evaluamos el grado de correlación obtenido al eliminar los totales de habitantes asignados para 1827, 1830, 1834 y 1836 que aparecen en la Tabla 3, y realizamos el cálculo de la misma aproximación exponencial. Esta nueva comparación ofrece un factor de correlación mayor (de 0,9509), que indica que, al eliminar las sobreestimaciones y tomando únicamente las cifras de habitantes más conservadoras, aumenta la correlación en más del 95 por ciento, porcentaje estadísticamente confiable que permite suponer que entre 1820 y 1840 la población mexicana creció a ritmos muy lentos, como los que se representan en el Gráfico 4; y también indica que la población mexicana como mucho sobrepasó ligeramente los siete millones de habitantes.

 

Gráfico 4. Comparación entre el modelo propuesto y la población estimada

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El perfil demográfico propuesto en el Gráfico 4 es más consistente y se ajusta mejor a las condiciones sociales, económicas y políticas que prevalecieron en el país durante la primera mitad del siglo XIX, periodo de lenta y problemática construcción del nuevo orden en el que las oligarquías regionales trataron de defender sus intereses frente a un poder federal débil, que enfrentó grandes problemas para gobernar. La modernidad del orden liberal a la que se refería Navarro y Noriega en 1820, así como el crecimiento importante de población en esos años, fueron aspiraciones y no realidades que formaron parte del lento proceso de transformaciones sociales que acompañaron y contribuyeron a la formación del nuevo Estado.

 

 

Grupos y composición étnica

 

Otra información que se desprende de los datos de la Tabla 2 es precisamente la que se refiere a la composición de la población de acuerdo con la etnia. Sin considerar a los clérigos y monjas (que debieron ser en su mayoría españoles y criollos) la población indígena correspondía al 60,1 por ciento del total de habitantes, las castas sumaban el 21,9 por ciento y los españoles el 18 por ciento. Ahora bien, aunque en el cuadro no se distingue entre españoles y criollos, y además tampoco se indica nada acerca de la población negra, conviene señalar que tanto Humboldt como Navarro y Noriega calcularon que entre 1790 y 1810 debió de haber de 6.100 a 10.000 africanos; pero discreparon acerca del número de europeos: según el viajero alemán los europeos sumaban 70.000, pero de acuerdo con Navarro y Noriega éstos rondaban las 15.000 personas en 1810 y significaban sólo el 0,2 por ciento. Análisis recientes de la información proporcionada por ambos estudiosos afirman que Humboldt sobreestimó las dimensiones de la población blanca a pesar de que en su cifra incluyó a peninsulares y criollos, de la misma manera que exageró la tasa de crecimiento del 2 por ciento para el virreinato; razones que otorgan en general y en lo relativo a la proporción de españoles mayor confiabilidad a las cifras de Fernando Navarro y Noriega.

Conviene hacer algunas precisiones que ayuden a comprender la importancia social de los distintos grupos étnicos. Si bien su número contribuye a dibujar el perfil demográfico general, las diferencias entre estos grupos ayudan a explicar la composición y estructura social, así como las múltiples relaciones (horizontales y verticales) establecidas entre ellos.

 

Tabla 4. Composición étnica por intendencia, 1810

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En primer lugar, importa señalar que los registros de indios tributarios indican que a finales del siglo XVIII se experimentó un crecimiento de la población indígena sobre todo en las provincias centrales, aunque algunos especialistas son cautelosos acerca de este incremento debido a que dentro de las listas de tributarios se incluyeron indios laboríos, así como algunos mestizos, con la finalidad de aumentar la recaudación fiscal mediante el tributo indígena.

A pesar de estas consideraciones y tomando en cuenta que con frecuencia la población se ocultaba para evitar el pago de impuestos, el acuerdo generalizado es que durante las primeras décadas del siglo XIX la población indígena formaba más de la mitad de los habitantes del virreinato de la Nueva España, que la mayor parte se asentaba en las provincias centrales (48,1 por ciento) y que dentro de este grupo el número de mujeres era ligeramente superior al de los hombres; por otra parte, algunos estudios indican que la mitad de la población indígena estaba formada por niños. Este amplio número de personas formó parte de la denominada «república de indios» y habitaron tanto en las ciudades y villas como en las extensas áreas rurales congregados en pueblos, o trabajando en haciendas, ranchos o estancias ganaderas en contacto con otros grupos étnicos a pesar de la política segregacionista que, en principio, designó áreas de asiento exclusivo para españoles o indígenas.

En el caso del grupo de españoles siempre fue mayor el número de hombres respecto de las mujeres debido a que la inmigración fue preponderantemente masculina, pues a pesar de que sí llegaron mujeres españolas, esta inmigración estaba compuesta en forma sustancial por adultos jóvenes en edad de trabajar que se aventuraban a «hacer la América», muchos de los cuales aprovecharon las redes de parentesco y paisanaje para encontrar un mejor «destino», contribuyendo a la formación de lo que se denomina «migraciones en cadena». Un grupo importante de españoles formó parte de las élites, pero no todos los peninsulares contaron con suficientes recursos económicos e incluso cayeron en el rango de miserables, si bien su «calidad» los colocaba por encima de otros grupos étnicos. Ahora bien, en el extremo opuesto a la situación de privilegio del grupo de españoles, otro fundamentalmente masculino fue el integrado por los africanos, pues el comercio de esclavos fue preferentemente de hombres.

Si en general los indígenas eran un poco más del 60 por ciento, conviene destacar las diferencias regionales que nos muestran los datos de la Tabla 4, pues es claro que había zonas en las que la población indígena era todavía más importante. Éste es el caso de la intendencia de Oaxaca, en la que llegaban casi al 89 por ciento, mientras que la proporción de españoles y de individuos registrados como parte de las castas es muy reducido. En las intendencias de Puebla, Veracruz y Mérida, así como en el Gobierno de Tlaxcala, los indígenas superan el 70 por ciento y, con excepción de Mérida, en todas ellas las castas son proporcionalmente superiores a los españoles. En cambio, si nos detenemos en las otras intendencias, conforme se avanza hacia el norte, la presencia indígena se va reduciendo a la vez que aumenta la importancia social de las castas. Proporción y distribución significativas que debemos subrayar porque para las décadas siguientes no disponemos de datos generales que permitan distinguir los grupos étnicos para todo el país. Si partimos de la hipótesis de que entre las décadas de 1810 y 1830 no se verificó un aumento importante de población, no resulta aventurado afirmar que durante esos años se mantuvieron los patrones de distribución geográfica de la población indígena y que ésta siguió siendo proporcionalmente mayoritaria en los territorios que formaron las intendencias de Oaxaca, Puebla, Veracruz, Mérida y México.

 

 

La dinámica de la población urbana

 

En las primeras décadas del siglo XIX la población novohispana era preponderantemente rural, a pesar de la concentración de habitantes en ciudades como México o Guadalajara. Se trataba de una población joven, típica del Antiguo Régimen, con una pirámide de edades de base ancha donde los hombres y mujeres menores de 16 años constituían aproximadamente el 40 por ciento, seguida de otro grupo de entre 25 y 40 años, pero en la que los individuos que hoy ubicaríamos en la tercera edad fueron la excepción y no la regla, pues la esperanza de vida era muy reducida; características no muy distintas a las de España por la misma época. Había un número más o menos equilibrado de hombres y mujeres, aunque el índice de masculinidad variaba de acuerdo con la calidad étnica y también con la región.

Si bien el ritmo de crecimiento demográfico fue muy lento en México durante las primeras décadas del siglo XIX, debemos insistir en que la tendencia general varió de una región a otra. Al respecto hay que considerar, por ejemplo, que el impacto de una epidemia y el ritmo de propagación del contagio (como la de tifo en 1813 o el cólera morbo de 1833) se vivió de forma diferente en poblaciones rurales dispersas que en poblaciones con mayor densidad de población como las ciudades, pues en éstas el índice de mortalidad es más elevado. Para evaluar el patrón demográfico general que se presentó en el apartado anterior vamos a examinar algunas características de la población de cuatro ciudades.

Algunos de los estudios sobre las ciudades decimonónicas realizados entre 1980 y 1990 han señalado, primero, que el incremento social en los núcleos urbanos se debió a la migración del campo a la ciudad; y, segundo, que la migración interna hacia las urbes involucró movimientos de atracción ante las expectativas de empleo y «un mejor destino», así como de expulsión de las zonas de origen ante las crisis agrícolas, las epidemias y, hacia 1810, la guerra. Hay datos que indican que durante las últimas décadas del siglo XVIII se incrementó la población de algunas ciudades, como sabemos que sucedió en Nueva España por lo menos hasta 1790, aunque de forma lenta. Éste es el caso de los centros urbanos que participaron del desarrollo minero y agroganadero del Bajío, como Guadalajara, Guanajuato o Zacatecas, de finales del siglo XVIII. En cambio, análisis específicos sobre la población de la ciudad de Puebla indican un estancamiento de la población que se prolongó o incluso acentuó durante las primeras décadas del siglo XIX.

La expansión de la población de Guadalajara estuvo vinculada al crecimiento económico de la región, pues la explotación de las minas de Bolaños incidió, a su vez, sobre el aumento del comercio y de la producción agrícola del hinterland de la ciudad, de tal forma que para 1810 la capital de la intendencia de Guadalajara se encontraba ligada a una amplia red comercial, lo que se reflejaba claramente en la importancia social de los comerciantes dentro de la estructura ocupacional de la capital tapatía. Por otro lado, la explotación de los yacimientos de plata cercanos a la ciudad de Zacatecas (en minas como Quebradilla y Vetagrande), o los ubicados en Guanajuato, contribuyeron al incremento de población en ambas ciudades, y explican que en 1792 las actividades directamente relacionadas con la producción de plata ocuparan el primer sitio dentro de la estructura social en ambas ciudades. En el caso de Guanajuato la producción de plata ocupaba a más del 50 por ciento de la población masculina adulta, mientras que en la ciudad de Zacatecas la proporción de hombres vinculados con las actividades mineras formaba más de un tercio de la población total mayor de 16 años.

En el siglo XIX la ciudad de Guadalajara ya había extendido sus límites geográficos absorbiendo los pueblos indígenas de Mesquitán, Analco y Mexicanzingo. Igualmente, hay testimonios de contemporáneos que indican que en ciudades como México, Puebla, e incluso las mineras, los asentamientos de población habían crecido de forma irregular sobre los espacios originalmente designados a la población indígena, y, de acuerdo con los testimonios de autoridades novohispanas, en todas ellas «pululaban» multitud de «vagos» y gente de color «quebrado», sin oficio ni beneficio, a los que las élites consideraban naturalmente inclinados a los vicios. Este tipo de afirmaciones, además de justificar el establecimiento de medidas de control por parte de las autoridades coloniales y más tarde republicanas, contribuyeron a imaginar núcleos urbanos en expansión demográfica durante los últimos años del periodo virreinal.

Pero conviene ser cautelosos acerca de estos testimonios y no trasladarlos a las décadas siguientes, al menos no en lo que se refiere al aumento de la población en las ciudades, pues el deterioro económico, las condiciones de guerra y la inestabilidad política también impactaron en los centros urbanos, como indican los datos disponibles de censos o padrones de las ciudades de México, Puebla y Zacatecas, por razones distintas y en momentos diferentes.

 

Tabla 5. Comparación de población en ciudades mexicanas

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Fuentes: Elaborada a partir de Anderson, 1988; Davis, 1972; Pérez Toledo, 1995

*Cifras obtenidas de censos y padrones

 

La mayoría de los datos disponibles para las ciudades durante el siglo XIX son cálculos y estimaciones de viajeros o estadígrafos del periodo, aunque también se cuenta con algunos publicados en memorias de gobierno de algunos de los estados o departamentos de la república.

 

Gráfico 5. Evolución de la población urbana según censos y padrones

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En los censos de Guadalajara, México, Puebla y Zacatecas se observa cómo evolucionó la población en estas ciudades durante la primera mitad del siglo XIX.

Desde la perspectiva que ofrecemos en el Gráfico 5 —construido a partir de los datos de censos o padrones—, se puede apreciar claramente la reducción de la población de la ciudad de Puebla, documentada por estudiosos de las epidemias y economía de la región para las últimas décadas del siglo XVIII, y se ha calculado en un 20 por ciento entre 1791 y 1821. En cambio, el gráfico muestra que la población de la ciudad de Guadalajara siguió creciendo en las primeras décadas del siglo XIX, a pesar de que sus habitantes no vivieron un estado de excepción con respecto a guerra o enfermedades. Finalmente, al observar las líneas de comportamiento de los habitantes de una ciudad norteña como la de Zacatecas y las de la capital del virreinato, y más tarde de la república, vemos en ambos casos una ligera caída de la población.

El análisis de las cifras obtenidas de los censos para estos cuatro importantes núcleos de población coincide con algunas conclusiones generales acerca del desarrollo urbano y demográfico durante el siglo XIX. En primer término, hay elementos para suponer que el ritmo de crecimiento general de la población empezó a reducirse al iniciar el siglo XIX. En segundo, que durante las primeras décadas de este siglo se conjugaron múltiples factores que limitaron el crecimiento natural de la población y que, por otra parte, no fueron propicios a la inmigración extranjera, a pesar de que el flujo de población española a México (que numéricamente era la más importante) se mantuvo constante a lo largo del periodo. Tercero, que, a pesar de que las principales ciudades ofrecían al menos la expectativa de mejores condiciones de vida para los grupos populares de las áreas rurales, durante la primera mitad del siglo México siguió siendo un país fundamentalmente rural en el que el ritmo de crecimiento de la población de sus urbes fue en general menor que el de las regiones de la que formaban parte.

En cuanto a la migración de extranjeros, aunque no tenemos cifras exactas sobre el número de españoles, sabemos que México contó siempre con una población en la que éstos eran una minoría. Durante la colonia e incluso en el siglo XIX el flujo inmigratorio desde la Península fue constante pero no masivo.

La migración del campo a las ciudades en algunos casos estuvo vinculada a la presión demográfica, la extensión de la agricultura comercial y el deterioro de los niveles de vida. Por ejemplo, la ciudad de México era receptora de una población que procedía de lo que se conoce como su «área de influencia», esto es, de los espacios que forman los actuales estados vecinos a la ciudad, la región del Bajío y algunas partes que hoy integran el estado de Veracruz, aunque la zona más importante de aportación estuvo constituida por lo que actualmente se conoce como el área metropolitana del Valle de México, que comprendía poblaciones y municipios que a partir de 1824 formaron parte del Distrito Federal. Las ciudades que aportaron un mayor número de migrantes a la de México, al menos en los primeros años del siglo XIX, fueron Puebla, Jalapa, Querétaro y Valladolid (Morelia). En cambio, durante los años transcurridos entre 1813 y 1832 se dieron un máximo de 12.677 defunciones y un mínimo de 3.700 (con los puntos más altos en 1813 por la epidemia de tifo, en 1825 por la de sarampión y en 1830 por la viruela). En los años posteriores los habitantes de la ciudad padecieron el cólera (1833, 1848-1850, 1854), la fiebre amarilla y otras enfermedades de carácter endémico.

Es importante destacar que el espacio urbano de la entonces ciudad más poblada del continente americano no se expandió durante el periodo de 1811 y 1850. La comparación de la ciudad en 1790 y más tarde en 1853 hace evidente que «los límites de la ciudad son los mismos», pues prácticamente no se construyó nada sino hasta 1848, cuando en la zona suroeste se fundaron varias fábricas de hilados y tejidos además de plomerías y carrocerías propiedad de extranjeros. Es probable que la permanencia de los límites de la ciudad guarde estrecha relación con el comportamiento demográfico que revelan las fuentes estadísticas.

 

 

La heterogeneidad social y las actividades productivas

 

A partir de los testimonios de contemporáneos y viajeros podemos acercarnos a sus edificios civiles y religiosos, las plazas, los mercados, los espacios destinados al trabajo, al esparcimiento o el descanso, y, entre otras muchas cosas, a los diversos sectores de la población. Si bien es cierto que en muchos de ellos encontramos la visión de las élites, sus percepciones, juicios y prejuicios dan cuenta de algunas ciudades y de las extensas áreas rurales.

Alexander von Humboldt dejó una valiosa descripción de la entonces capital del virreinato. Según el viajero alemán, comparada con otras ciudades, la capital de la Nueva España destacaba por su extensión, por el nivel uniforme del suelo que ocupaba, por la regularidad y anchura de sus calles y por lo grandioso de las plazas públicas, a pesar de la multitud de mendigos que «pululaban». Sobre las condiciones del espacio, el testimonio de otro contemporáneo contrasta con la descripción de Humboldt, pues en él se indica que «muchas antiguas casas estaban convertidas en ruinas, el piso de la Plaza Mayor y otras plazuelas, [estaba] defectuosamente nivelado». La población urbana de la que dan cuenta los escritos de la época estaba constituida por una amplia y heterogénea mayoría de sectores populares que dependían de su trabajo para subsistir, y una reducida élite con una enorme riqueza.

Esta sociedad con una pronunciada diversidad interna y una notable y compleja estratificación social no era exclusiva de la capital sino que caracterizó a los núcleos urbanos del país durante las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. Una muestra de la distancia económica entre los diversos sectores sociales la ejemplifica la distribución de la propiedad en ciudad de México en los albores del siglo. De acuerdo con especialistas de la transformación urbana, en 1813 sólo 41 grandes propietarios urbanos concentraban las fincas de mayor valor, mientras que la abrumadora mayoría (98,6 por ciento de la población) no tenía acceso a la propiedad de su vivienda. Estas cifras confirman la imagen que dejaron los viajeros acerca del elevado número de pobres que habitaba la capital mexicana. El análisis de la distribución de la propiedad es sólo uno de los parámetros para acercarnos al estudio de las sociedades urbanas, pues entre los pobres no propietarios, incluso entre los propietarios, había notables diferencias económicas y extraeconómicas.

Otra perspectiva se obtiene si reflexionamos acerca de las características generales de la estructura social durante el mismo periodo. Como sabemos, las diferencias físicas del medio y de los recursos naturales se encuentran directamente relacionadas con el desarrollo de ciertas actividades productivas y, por supuesto, ambos elementos contribuyen a explicar las particularidades sociales entre los diversos núcleos urbanos así como entre éstos y la población rural, aun cuando ambos espacios se caracterizaron por una amplia mayoría de pobres que trabajaban para subsistir y un reducido número de acaudalados propietarios.

En el último tercio del siglo XVIII una parte importante de la población urbana se dedicaba a la producción artesanal, al comercio y a la prestación de servicios de tipo doméstico. Se ha estimado que para la década de 1790 poco menos del 30 por ciento de la población urbana de la capital del virreinato se dedicaba a las actividades artesanales y manufacturas. Estos trabajadores habían tenido gran importancia económica y social desde los primeros años del periodo colonial y, como se aprecia en la Tabla 6 incluso durante buena parte del siglo XIX. En la última década del siglo XVIII, las actividades de servicio reunían al segundo gran grupo de las poblaciones urbanas y comúnmente eran la segunda opción de trabajo para las clases populares. Las actividades comerciales ocupaban el tercer lugar.

 

Tabla 6. Comparación porcentual de actividades productivas en varias ciudades en el siglo XIX

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Fuentes: Guadalajara: Anderson, 1988, Van Young, 1989; Tampico: Galicia Patiño, 2003; México: Pérez Toledo, 2004; Zacatecas: Pérez Toledo, 1995.

 

En la Tabla 6 se presentan algunos datos sobre la distribución de las actividades productivas en cuatro ciudades y en distintos momentos del siglo XIX. En las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX, en la estructura social de los principales núcleos urbanos las actividades relacionadas con la producción artesanal y manufacturera ocuparon un sitio destacado, incluso en ciudades como Zacatecas o Guanajuato, en las que los trabajadores de producción minera ocupaban el primer lugar con poco más del 32 por ciento en la primera y prácticamente el 50 por ciento en la segunda para 1791.

Al iniciar la década de 1820, casi la mitad de la población masculina de la ciudad de Guadalajara se dedicaba a actividades artesanales y manufactureras, mientras que en ciudades como la de México, la ciudad puerto de Tampico o la capital norteña los artesanos integraban cuando menos la cuarta parte de la población trabajadora, situación que predominó también en ciudades como Puebla o Querétaro, a pesar del estancamiento de la producción textil artesanal y obrajera, respectivamente. Las actividades de tipo doméstico en los centros urbanos, con excepción de Zacatecas, ocupan el segundo lugar con proporciones cercanas o superiores al 20 por ciento, incluso por encima de la población vinculada con las actividades comerciales.

En la ciudad de México, al término de la tercera década del siglo XIX, las actividades artesanales concentraban la proporción más elevada de la población, lo que indica que el artesanado mantuvo su importancia social a pesar de que las crisis económicas y políticas de los inicios del México independiente contribuyeron a la contracción del mercado laboral, al deterioro de sus condiciones de trabajo y a su eventual descalificación acentuada por la competencia de las manufacturas extranjeras, especialmente de textiles. Al igual que en 1790, para estos años las actividades de servicio ocupaban al segundo gran grupo de los trabajadores capitalinos y comúnmente eran la segunda opción de trabajo para las clases populares urbanas, principalmente para las mujeres pobres. Hay que subrayar la importancia que adquirieron las actividades vinculadas con las armas respecto de la pequeña proporción que tenían al finalizar el siglo XVIII, pues en las primeras décadas de vida independiente los hombres que formaban parte del ejército y las milicias ocupaban el tercer lugar con el 20,4 por ciento, cuando en la década de 1790 no sobrepasaban el 8 por ciento. Finalmente, con el 14,1 por ciento estaban quienes se dedicaban a las actividades de carácter comercial.

Entre los individuos dedicados al trabajo artesanal, la mayor parte se ocupaba en oficios relacionados con la producción textil, como hiladores, tejedores y sastres, rama que fue la más golpeada por la importación de manufacturas de origen inglés. En orden de importancia seguían quienes trabajaban el cuero, específicamente los zapateros y los carpinteros. En las actividades artesanales se ocupaban al menos 1.672 mujeres, de entre las cuales más del 80 por ciento se desempeñaban como costureras. Por su parte, en la rama de servicios se ocupaba a más de once mil personas entre criados y sirvientes o domésticos, cifra superior a la de los comerciantes y muy cercana al total de las del ejército y las milicias. La alta proporción de personas en los servicios expresa con claridad las características de la estructura social de la urbe de finales del siglo XVIII y principios del XIX. En 1790 estas actividades eran desempeñadas mayoritariamente (65 por ciento) por mujeres jóvenes en edad de trabajar que habían nacido en la capital o que se trasladaban para hacerlo. Las edades de las migrantes oscilaban entre los 15 y 34 años. Después de estos trabajadores se encontraban los cargadores, aguadores, cocheros, porteros y lacayos, por lo que entre éstos y los sirvientes domésticos se conformaba cerca del 99 por ciento de los individuos agrupados en los servicios, tal como cincuenta años atrás. Acerca del trabajo femenino conviene señalar que el tipo de actividades que desempeñaba la mayor parte de las mujeres de las clases populares de la capital no requería una elevada cualificación, pues se ocupaban particularmente en aquellas que, de acuerdo con la época, se consideraban labores «propias de su sexo».

En relación a la actividad militar, que ocupaba el tercer lugar en la ciudad de México, no es de extrañar que los individuos que declararon tener como oficio o profesión las armas formaran una proporción tan elevada, pues el número y la importancia del ejército aumentaron durante los primeros años que siguieron a la guerra de independencia. La mayoría abrumadora de los militares que se encontraban en la capital eran soldados rasos (5.256, más del 50 por ciento), mientras la otra mitad se distribuía entre oficiales de rangos bajos e intermedios y sólo el 1 por ciento tenía el grado de general.

Las actividades de carácter comercial, que en el caso de la ciudad de México ocupaban el cuarto lugar, eran realizadas principalmente por hombres (poco más del 80 por ciento), al igual que en 1790. Pero se sabe que también a mediados del siglo XIX fue una forma de vida y alternativa de ingreso para las mujeres, que alcanzaron un 19 por ciento en dicha actividad, aunque fundamentalmente se dedicaban a la venta de comestibles, como frutas y legumbres, así como de alimentos preparados. En este grupo encontramos, entre otras, a placeras, verduleras, fruteras, tortilleras, atoleras, fonderas y figoneras.

Entre las restantes actividades que se presentan en la Tabla 6 las «profesiones liberales» ocupaban el quinto lugar en la capital de la república, pero su número de individuos se reduce drásticamente en comparación con la de los comerciantes. Los hombres que formaban la mayor parte en este rubro se dedicaban principalmente a la jurisprudencia, así como a la enseñanza o estudio, y en una proporción mínima a la medicina. En el caso del reducido número de mujeres incluidas en este tipo de actividades, casi la mitad de este pequeño grupo estaba compuesto por mujeres dedicadas a la instrucción, pues desde el periodo colonial la enseñanza había constituido uno de los sectores en el que participaban. De hecho, el «nobilísimo arte de leer, contar y escribir» constituyó el único gremio que ejercía el sector femenino, aunque éste no estaba incluido en la reglamentación gremial y lo desempeñaba gracias a las licencias otorgadas por el ayuntamiento. Este gremio entró en decadencia a finales del siglo XIX, y aunque para la década de 1830 se ha postulado un aumento del número de escuelas respecto de las que existían al finalizar el periodo colonial, ello no necesariamente implica un aumento significativo de la participación de las mujeres en la instrucción durante los siguientes años, a pesar de que desde los primeros años posteriores a la independencia se reconocía la importancia de la mujer en la formación de los futuros ciudadanos.

Las actividades agrícolas y ganaderas ocupaban a un reducido número de habitantes, lo que es natural pues se trata de la población de núcleos urbanos en los que las actividades agrícolas tienen una importancia secundaria y hasta marginal, a pesar de que los límites entre los espacios rurales y urbanos no eran suficientemente claros durante la primera mitad del siglo XIX. Los trabajadores de este rubro, ubicados en los centros urbanos, eran en su mayor parte hortelanos y jornaleros. El 1,3 por ciento de enfermos, impedidos y sin oficio registrados en la ciudad de México puede ser una cifra muy reducida que subestime a la población de la ciudad que tenía estas características. En el caso de los enfermos e impedidos se refiere sólo a las personas que se encontraban hospitalizadas, pero no a todos los individuos que sufrían alguna de las múltiples enfermedades que con frecuencia padeció la población capitalina de la época. En relación con los individuos sin oficio incluidos en el rubro, las condiciones del mercado laboral hacen suponer que su número era mucho mayor. Declararse «sin oficio» era equivalente a ser «vago», y ello podía implicar desde la suspensión de los derechos particulares del ciudadano hasta la posibilidad de enfrentarse a juicio en el Tribunal de Vagos, como veremos más adelante.

Del análisis de la estructura laboral de estas ciudades se concluye que el artesanado y los servicios seguían formando el grupo mayoritario de la población de los núcleos urbanos. Ambas categorías de trabajadores formaron, junto con los pequeños comerciantes, parte del amplio y heterogéneo espectro social que integró a las clases populares urbanas. Entre estos amplios sectores la gradación interna resulta evidente, pues existía una gran diferencia entre el individuo que era propietario de sus medios de trabajo o de sus conocimientos técnicos, como el artesano (de gran importancia social en ciudades de México, Puebla, Guadalajara, Querétaro y Zacatecas, entre otros núcleos de menor extensión), respecto de los que realizaban actividades para las que no se requería una mayor especialización (muchas de ellas vinculadas al trabajo doméstico o los servicios de cargadores, aguadores y mandaderos, entre otros).

Asimismo, la posibilidad de acceder a un empleo contribuía a establecer diferencias entre la población considerada «decente» y aquellos individuos cuya vida estaba entregada al «ocio», al «vicio» o a actividades reprobadas por los cánones morales de la época. La apreciación que dejó Guillermo Prieto en sus memorias a mediados del siglo XIX hace patente estas diferencias:

 

El pueblo tenía sus jerarquías, su nobleza, su aristocracia. Un oficial barbero mira con tanto desdén a un peón albañil como el más rico agiotista lo haría con un meritorio de oficina. De la clase de léperos salen los albañiles, los conductores de carros públicos, los veleros, los curtidores, los empedradores de calle.

 

En este sentido, los cambios en la estructura social y en las relaciones y prácticas sociales después de que la Corona española perdiera su joya más preciada se dieron, como todo cambio social, a largo plazo y fueron el resultado de la forma en como los diversos actores enfrentaron el nuevo y conflictivo contexto político y económico que abrieron las reformas borbónicas, particularmente a partir de la década de 1790, al que se agregó la crisis de autoridad de 1808 que dos años después llevó al inicio del movimiento insurgente y, más tarde, a la independencia. La nota característica de la época fueron los constantes pronunciamientos y conflictos militares internos que mostraban la fragmentación y el enfrentamiento de y entre las élites en disputa por la hegemonía. Por su parte, la lenta y difícil formación del nuevo Estado vino acompañada de la falta de recursos y de conflictos con otros países que terminaron en intervenciones militares extranjeras en el país, el incremento de la deuda externa y la pérdida de una gran parte del territorio con el que México inició su etapa nacional.

 

 

Los intentos de control y las diversiones públicas

 

En el contexto descrito en el apartado anterior y en concordancia con la herencia del pensamiento ilustrado acerca de la importancia del trabajo, en el siglo XIX las autoridades buscaron mecanismos de coacción para «inclinar» al trabajo a los sectores populares del país, si bien esa práctica no fue novedosa. Desde mediados del siglo XVIII aparecen en documentos de diverso tipo referencias continuas al ocio y a la vagancia así como al trabajo, considerado por las élites como el remedio para formar individuos útiles y virtuosos. Los afanes de control incluyeron la intensificación de la campaña contra la vagancia y la mendicidad que respondía, en buena medida, a la impronta del pensamiento ilustrado y reformador que podemos ver con más claridad, por ejemplo, en el escrito anónimo de policía de 1788 que aludió a las costumbres de la «ínfima plebe», de la «gente grosera» y «soez», como una de las terribles enfermedades de la capital de la Nueva España. Esta campaña quedó también plasmada en las leyes y disposiciones del periodo. La ley de 1745, que condenaba las actitudes, las formas de esparcimiento y el ocio, se aplicó en los años que siguieron a la consumación de la independencia. Sin embargo, la nueva situación que devino con la guerra, los conflictos y la inestabilidad política de las primeras décadas del siglo XIX, así como la precaria situación económica de una amplia mayoría de la población, imprimieron su propio sello a la campaña a favor de la compulsión al trabajo y contra la vagancia.

La ciudad de México, la más poblada de América en el siglo XIX, muestra los distintos intentos de las élites por controlar a la mayor parte de sus habitantes, a pesar de que la igualdad jurídica convirtió a la población masculina indígena y mestiza a la calidad de ciudadanos. La lenta transformación de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, soportada en una parte en las diferencias étnicas, dio paso a una sociedad en la que fue primando la racionalidad económica liberal que concedía importancia al trabajo útil y productivo, lo que contribuyó a establecer diferencias sociales que aparecen con claridad en las innumerables campañas emprendidas contra el «ocio», la «vagancia» y la «mendicidad», y que también se reflejan ampliamente en las continuas referencias a los «léperos» y a la población «decente» en las crónicas y en la literatura costumbrista del periodo. Esta racionalidad y disciplina laboral de tipo moderno tuvo lugar igualmente en el mundo urbano de tradición latina y anglosajona.

Los ociosos de la clase más deprimida, en la ciudad de México, eran juzgados por el Tribunal de Vagos (creado en 1828) y tenían como destino la cárcel, las obras públicas, las armas o el exilio, o bien la reclusión para el aprendizaje de un oficio en el Hospicio de Pobres de la misma ciudad o en un taller público si se trataba de menores de edad. Aunque todo indica que la capital de la república fue la única en que se estableció un tribunal de este tipo, las disposiciones contra la vagancia tuvieron un carácter generalizado. En los diferentes estados o departamentos de la república las leyes de este tenor también incluyeron la reclusión de jóvenes en instituciones estatales similares al hospicio de la capital, como el Hospicio Cabañas de Guadalajara o el ubicado en la ciudad de Mérida. En Zacatecas sabemos que eran enviados a trabajar al presidio que abastecía de mano de obra las minas de Proaño, que formaban parte de la compañía de minas de Fresnillo durante la década de 1830. En Yucatán eran destinados a trabajar en las plantaciones de henequén.

Por otra parte, durante varias décadas se dictaron numerosas disposiciones acerca del funcionamiento y las reglas que debían seguir los dueños, los empleados y el público en vinaterías y pulquerías, mucho más estrictas que las de la vagancia, y que en algunos casos implicaban la clausura temporal de los establecimientos en momentos de convulsión política o militar. Las leyes, bandos o reglamentos dirigidos a los establecimientos que vendían pulque u otro tipo de bebidas embriagantes subrayaban que en estos comercios quedaban prohibidos la música, los bailes y el juego; asimismo, se prohibió reiteradamente al público permanecer más tiempo del necesario para consumir bebidas. Los bandos dedicados a normar el consumo de bebidas hicieron hincapié en que los funcionarios de los ayuntamientos tenían la obligación de cuidar la estricta observancia de las leyes sobre la materia y aprehender a los infractores, quienes podían ser juzgados como vagos.

Las leyes del periodo centralista muestran que a partir de la década de 1840 las élites se preocuparon cada vez más por el uso que la población daba a su tiempo libre. Si bien en todas las Constituciones del siglo XIX se estableció la suspensión de los derechos ciudadanos a los vagos, no fue hasta el año 1842 cuando de forma explícita se incorporó en los proyectos de Constitución la suspensión de estos derechos al «ebrio consuetudinario, o tahúr de profesión», así como a quienes tenían «casas de juegos prohibidos por las leyes». Sin embargo, esta disposición, sancionada en las Bases Orgánicas de 1843 —vigentes hasta 1847, durante la guerra con Estados Unidos se retornó a la organización federal—, quedó también plasmada en el Acta Constitutiva y de Reforma.

Los federalistas y los centralistas de la primera mitad del siglo XIX, así como los liberales, conservadores y monárquicos de las décadas siguientes, insistieron con innumerables reglamentos para modificar las «malas» costumbres y las formas y espacios de sociabilidad de las clases populares, a las cuales se debía imponer el hábito y el «amor» al trabajo que, al mantener ocupados a los individuos, evitaría «las ocasiones de cometer crímenes».

Los trabajadores, caracterizados por una gran heterogeneidad y diferenciación interna, se enfrentaron a un mercado laboral restringido por la falta de capitales para invertir en la industria y demás actividades productivas, y a la apertura del comercio que permitió la entrada de la producción textil inglesa y el contrabando. De ahí que, por ejemplo, los especialistas coincidan en que de hecho los trabajadores urbanos, en especial los hombres, hubieron de ocuparse en el sector servicios a pesar de contar con un oficio y a la eventual «descalificación» que ello significaba. Esta problemática ha sido documentada para el artesanado de las ciudades de Puebla, Guadalajara, México y Zacatecas, cuya evolución demográfica se presentó en el apartado anterior.

Tal y como se desprende de los reglamentos de mediados del siglo XIX, la diferenciación del trabajo según la cualificación era una visión compartida por las autoridades y los miembros de las élites. De acuerdo con esta visión, las autoridades consideraron necesario crear mecanismos específicos de vigilancia y control sobre los trabajadores no calificados, dedicados al servicio doméstico o que se desempeñaban como cargadores, aguadores, panaderos, etcétera. Tal y como se desprende de la legislación que se ocupó de reglamentar el trabajo y a los trabajadores de los servicios, las autoridades atribuyeron a éstos una condición moral baja y actitudes contrarias a las «buenas costumbres». No obstante, cabe señalar que en la medida en que el artesanado no encontró posibilidades de ocuparse en sus oficios y se desempeñó en los servicios, una parte significativa quedó incluida en esos reglamentos.

Asimismo, por medio de esta reglamentación y de la multitud de disposiciones contenidas en los bandos de policía, las autoridades buscaron coaccionar al trabajo a estos grupos sociales e intentaron regular el uso de su tiempo libre, que era visto como «ocio» y penalizado por las leyes contra la vagancia. La otra cara de los reglamentos muestra, sin embargo, que a través de éstos también se reguló el acceso al mercado de trabajo y se crearon redes de patrocinio y clientela (salpicados a veces de expresiones de solidaridad) que, al parecer, fueron utilizadas con frecuencia por los grupos políticos que se disputaron el poder. Aunque sobre esto todavía hacen falta estudios, el ejercicio del control social por medio de las leyes pone en evidencia el temor que las clases populares provocaban en las élites y en las autoridades a mediados del siglo XIX, así como la poca eficacia que éstas tuvieron para revertir, al menos, la depresión del mercado laboral urbano. Esta depresión sin duda afectó a una amplia población de las ciudades y la llevó a permanecer en un estado de constante pobreza, que explica, por ejemplo, prácticas de sobrevivencia como la incorporación de más personas en una unidad doméstica, estrategia que permitió a las familias pobres de la ciudad de México que habitaban las zonas periféricas de la capital compartir gastos; o bien, contribuyó a que los pobres de las ciudades se acercaran a la forma y condiciones de vida de la población marginal y que en ese sentido fueran equiparables a los vagos y mendigos que tanto escandalizaron a la población «decente».

 

 

Los comportamientos colectivos

 

En 1786 el conde de Gálvez, virrey de la Nueva España, expidió un reglamento sobre el funcionamiento y «policía» del teatro de la ciudad de México. De acuerdo con el encabezado del documento, el objetivo central del reglamento era contener lo que a juicio de las autoridades virreinales se consideraban «excesos» y «abusos». En los 41 artículos del reglamento se estableció cómo debía funcionar el teatro, cuál debía ser el comportamiento de los actores, las características de las obras puestas en escena, los costos de las entradas, el comportamiento que debían seguir los espectadores y hasta sobre el lugar en que los carruajes podían o no estacionarse al llevar al público de mayores recursos a las funciones.

El teatro, como otras diversiones del siglo XVIII, estuvo bajo la mirada y la normatividad de las autoridades coloniales y, en el amanecer de la república, bajo la de los ayuntamientos, pues de acuerdo con la Constitución de Cádiz y más tarde por las Constituciones de 1824 y 1836, esta corporación era la encargada de vigilar que las diversiones públicas cumplieran con la reglamentación establecida y las «buenas» costumbres de la época, así como de expedir las licencias, cobrar los impuestos correspondientes y las multas a los infractores. En el largo periodo de formación del Estado moderno, muchas de las tradicionales formas de diversión y esparcimiento se mantuvieron vigentes, como el carnaval y las mascaradas o bien las corridas de toros (que en el caso de la ciudad de México tenían lugar en las plazas de San Pablo y del Paseo Nuevo) y las peleas de gallos. Sobre estas actividades lúdicas encontramos excelentes relatos que dan cuenta de la diversidad y heterogeneidad social de la población que participó en ellas, de cómo se vivían o percibían, como se aprecia, por ejemplo, en el retrato literario que dejó Guillermo Prieto sobre el carnaval y las mascaradas.

 

Alborotando conciencias, escandalizando ancianas y sembrando inquietudes en el corazón de las familias, por aquellos tiempos aparecía como triunfante el carnaval, hasta hace poco antes sumido en los anatemas de la Iglesia y del desprecio [...] el carnaval fue un fiat de licencias, un motivo de solaces de gente circunspecta y de sacristía, y un salvo-conducto de diabluras de todo bicho que aspiraba a los goces mundanos, conservando reputación inmaculada.

Irritado el deseo con los atractivos de la careta y deseosos de evitar los peligros de una irreflexiva publicidad, se formaron grupos o reuniones de máscaras, se vestían caprichosamente, contrataban su música de bandolones, bajo y flauta, y llevaban la comparsa a una casa particular [...] casa que se iluminaba, en la que se servía cena o refresco y en [la] que se bailaba con el desazón de los lances y chascarrillos de las máscaras.

 

O bien en los testimonios que dejaron algunos viajeros como Frances Calderón de la Barca, esposa del primer ministro español, quien desde su muy particular punto de vista escribió al mediar la década de 1830 sobre las peleas de gallos en el tenor siguiente:

 

Fuimos a los gallos a eso de las tres de la tarde. La plaza rebosaba de gente, y los palcos ocupados por las damas parecían un jardín lleno de flores de todos colores. Pero mientras las Señoras daban el tono al espectáculo, los caballeros se paseaban alrededor del palenque, vistiendo la chaqueta, cualquiera que fuese su condición [...]. Mientras los gallos cantaban con bravura, cruzábanse las apuestas, y hasta las mujeres se entregaban a la influencia de la escena.

 

Otras diversiones fueron prohibidas, como los juegos de azar y los naipes, pero la reiteración de estas disposiciones indica, por una parte, la distancia que existió entre las prácticas sociales y las leyes; y, por la otra, la continuidad de formas de esparcimiento que eran parte de la sociabilidad tradicional y consuetudinaria, cuyos ritmos de cambio lento contrastaban con la agitación política de las primeras décadas republicanas.

Si al teatro y a los toros asistían diversos grupos sociales (los de mayores recursos económicos en los palcos o en sombra, mientras la «plebe» quedaba expuesta a los rayos del sol); en cambio, había espectáculos callejeros para los grupos populares, como los títeres, que con frecuencia compartieron el escenario de las calles, las plazas y plazuelas de ciudades o pueblos por el nutrido calendario de solemnidades y fiestas religiosas (Semana Santa, Todos los Santos, Natividad, Corpus Christi, entre otras), así como con las procesiones encabezadas por vírgenes o santos con las que los habitantes buscaron mitigar los efectos de las enfermedades, las inundaciones o los temblores e, incluso, los conflictos armados provocados por el enfrentamiento de las facciones políticas o la invasión de un ejército extranjero. Prácticas y formas de sociabilidad de tipo antiguo que desde los primeros años de vida independiente se imbricaron con las conmemoraciones de carácter cívico con las que se solemnizó la «patria», actos festivos que por otra parte daban muestra de los cambios que operaron en la primera mitad del siglo XIX y que formaron parte del largo proceso de secularización.

En lo relativo al orden mundano y civil, durante el periodo virreinal las capitales de las principales ciudades e incluso los ayuntamientos establecidos en pequeñas comunidades rurales festejaron a distancia a los monarcas españoles así como la llegada de un nuevo virrey al territorio novohispano, pero desde las primeras décadas del siglo XIX las celebraciones con motivo de la independencia y sus héroes sustituyeron a las fiestas en honor a la realeza, aunque, al igual que antes, fueron acompañadas de discursos, cohetes, fuegos artificiales y espectáculos especiales para el regocijo de toda la población.

Con respecto a los proyectos de instrucción, así como los de enseñanza de las artes y oficios que contribuyeran a la formación de trabajadores industriosos, constituyeron asuntos pendientes, cuya concreción no alcanzó a ver la población que vivió durante las primeras décadas de vida independiente.

 

 

Conclusiones

 

Según Henry Ward, al llegar por primera vez a la ciudad de México (1827) se sintió desilusionado por no encontrarse de inmediato con la magnificencia urbana descrita por Humboldt. Su primera impresión la provocó el paso por lo que calificó como un suburbio sombrío y «desolado ya que la población indígena que anteriormente lo ocupaba fue destruida por un mal epidémico, en tanto que sus casas, construidas enteramente de adobe, se hallan enteramente en ruinas». No obstante, más adelante se reprochó la ligereza de opinión, pues transitó por una de las calzadas más amplias que lo llevaron rumbo a la Alameda y los días siguientes tuvo la oportunidad de «ver la gran plaza, la catedral, el palacio».

Efectivamente, la población y la geografía primero novohispanas y después mexicanas estaban llenas de contrastes y diferencias: al norte, extensas zonas poco pobladas, y en el centro, núcleos urbanos y pueblos que concentraban una proporción importante de la población. Por otra parte, magníficas construcciones y cuartos de adobe, referentes materiales de la distancia económica (pero también social y cultural) entre las élites y una amplia mayoría de trabajadores, convivían con bastante normalidad. De ahí que no resulte sorprendente que viajeros o diplomáticos cambiaran de opinión o se extrañaran ante las múltiples expresiones de una sociedad plural y heterogénea que vivió y enfrentó de forma diferente los cambios que llevaron a la independencia del país.

Si bien es cierto que precisamente por las diferencias sociales, a veces abismales, entre los ricos y pobres el impacto de la crisis económica y de los conflictos políticos que caracterizaron el periodo 1808-1810 tuvo distintos matices, no lo es menos que entre los diversos grupos existieron múltiples puntos de contacto e intercambio de ideas y prácticas que con frecuencia fueron apropiadas y articuladas también de forma distinta por cada uno para atender a sus intereses, forma de vida o tradiciones. Con frecuencia, los problemas económicos y el deterioro de las condiciones de vida que afectaron especialmente a los grupos sociales con menores recursos llevaron a la confrontación, pero también a la negociación e incluso a la solidaridad o reciprocidad, aunque esta última fuera asimétrica. Pero el miedo al contagio de una enfermedad desconocida, la incertidumbre acerca de la letalidad de una nueva patología o el temor ante la muerte provocaba reacciones similares a ricos y pobres: aislamiento, rechazo, segregación, así como rogaciones y novenarios.

Por otra parte, las medidas terapéuticas de la época eran poco eficaces y hay que considerar que en medio de los conflictos militares y el enfrentamiento entre las élites, difícilmente podía atenderse de forma conveniente a los enfermos en momentos de crisis como las que provocaba la aparición de epidemias, pues las autoridades municipales responsables de la «policía» o «cuidado» de la población no contaban con los recursos y conocimientos suficientes para enfrentar y paliar los efectos de las enfermedades. Con todo y que no se debe desdeñar el papel que desempeñaron los párrocos, los ayuntamientos (con sus juntas de sanidad), los hospitales (ubicados principalmente en los centros urbanos) y los lazaretos que se establecían para atender a los enfermos durante las emergencias, los esfuerzos no se vieron reflejados en una contención importante de las patologías como para disminuir la mortalidad e incidir en el aumento de la población.

Por lo anterior, no es difícil concluir que entre las décadas de 1810 y 1830 no se verificó un aumento importante de población porque a las enfermedades se agregaron los efectos negativos de las guerras, la inestabilidad política y el estancamiento económico; de ahí que tampoco sea aventurado afirmar que en lo general durante esos años se mantuvieron los patrones de distribución geográfica de la población indígena y que ésta siguió siendo proporcionalmente mayoritaria en los territorios que formaron las intendencias de Oaxaca, Puebla, Veracruz, Mérida y México. Por otra parte, hay elementos para suponer que el ritmo de crecimiento general de la población empezó a reducirse al iniciar el siglo XIX, no sólo porque se articularon todos estos factores limitando el crecimiento natural de la población, sino porque la inmigración extranjera nunca fue numerosa como para aumentar el tamaño de la población, a pesar de que miembros de las élites mexicanas como Lucas Alamán, ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, promoviera sin éxito la colonización europea.