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LAS RAINBOW FLAGS ONDEAN EN LOS BARRIOS GAYS

 

 

 

 

Brett es un «New York City Boy». Gay, neoyorquino, sexy, funky, estrafalario; parece salido de una canción de los Pet Shop Boys. Cuando lo conocí, Brett era bartender, es decir, camarero, en el Big Cup. Por la mañana, asistía a clases de música en la New School. Por la tarde, se ganaba la vida como entrenador personal en una sala de fitness. Por la noche, trabajaba en este café gay de Chelsea, uno de los principales gayborhoods de Nueva York, como llaman a veces a los barrios gays, un neologismo formado por las palabras «gay» y «neighborhood».

Camiseta descolorida Abercrombie & Fitch, Converse All Star, vaqueros rotos, cabellos medio peinados medio despeinados, ojos de un azul intenso: Brett era gay veinticuatro horas al día. Salía «todas las noches». Su regla de vida: «No straight people after 8 pm» («nada de heteros a partir de las ocho de la tarde»). Cuando lo veo ahora en su primer clip en Logo, la cadena LGBT de MTV, tiene el pelo más largo y parece más seguro de sí mismo, pero ha conservado esa actitud indie tan estadounidense, la del independiente que quiere ser famoso. «Actualmente soy músico y gay. He elegido salir del armario en Logo. Estoy Cleanin’ Out My Closet [Limpiando mi armario], como canta Eminem».

Brett vive el american gay way of life. Se mueve en el corazón de la subcultura gay neoyorquina: los pequeños cabarets de rock híbrido más o menos equívocos, el teatro off off Broadway, los showcases experimentales que se anuncian en las páginas alternativas, las galerías de arte no convencionales de los campus, la noche urbana trash y todo lo que él llama el escenario «queer». Pasa constantemente de una fiesta a otra, de un barrio a otro. Un día está en uno de esos bares de travestis de la Bowery, en el East Village, tan bien fotografiados por Nan Goldin; otra noche está en un club arty de Hell’s Kitchen donde proyectan Tarnation, una película gay underground; a veces acaba la noche en un restaurante vegetariano de Chinatown que, en el sótano, ofrece una open mic session, donde los artistas alternativos pueden agarrar el micro libremente. Idas y venidas sin fin: Brett se pasa la vida en la línea A del metro, subiendo y bajando, entre Chelsea, el East Village, Greenwich Village y Hell’s Kitchen, los cuatro principales barrios gays de Nueva York.

 

El Big Cup era en la década de 2000 el escaparate tranquilo de la comunidad gay de Chelsea. Es un pequeño café «diurno» en la Octava Avenida con las paredes pintadas de violeta y grandes flores multicolores, déco overkitsch. No sirven alcohol. Allí se reúne toda una microsociedad, a veces menores, especialmente los jóvenes entre 18 y 21 años, la edad a partir de la cual el consumo de alcohol está permitido y los bares son accesibles. Hay estudiantes con sus apuntes, echados en los anchos sillones de cuero. Algunos bioqueens se abastecen allí de zumos de fruta fresca o de bebidas vitaminadas Odwalla, Naked y VitaminWater. Un joven puertorriqueño, un poco amanerado, tontea con un mexicano en situación ilegal, barbudo y al que no le importa no tener papeles (en Estados Unidos hay unos 15 millones de latinos clandestinos como él). Un joven recién llegado de Dakota del Sur aún está maravillado de haber podido abandonar a su familia para irse a vivir a Nueva York. Esto es Estados Unidos en miniatura, un muestrario de Estados Unidos, unos Estados Unidos compuestos de minorías y de diversidad desde que el Tribunal Supremo, en su célebre decisión «Bakke» de 1978 elevó la «diversidad cultural» a la categoría de nueva característica de la sociedad.

En el Big Cup, la música es low key, más íntima y discreta que en los bares. Los clientes hojean las revistas alternativas, The Village Voice, The Onion, Vice, Time Out New York y su sección «Gay & Lesbian», así como decenas de publicaciones gays gratuitas en las que se anuncian innumerables fiestas. A diferencia de las cadenas como Starbucks, Caribou Coffee o The Coffee Bean & Tea Leaf, el Big Cup es un establecimiento familiar y local, que intenta preservar una vida de barrio y la tradición del «Mom and Dad’s café», aunque aquí los dueños sean una pareja gay más bien del tipo «Dad and Dad’s café». En la barra, Brett sirve batidos, té verde, café americano en refill (uno puede servirse a voluntad), bagels con queso de untar de la marca Philadelphia y, por supuesto, pasteles típicos americanos, el carrot cake y el New York cheesecake. Salario: 4 dólares la hora, sin contar las propinas, que redondean el sueldo. «People who tip are cool», se lee en una cajita de hierro que hay encima de la barra («la gente que deja propina es simpática»). En el Big Cup, como en los demás cafés, bares y restaurantes de Nueva York, no se fuma desde 2003. Por eso la gente se reúne en la acera, en la Octava Avenida, y es todo un espectáculo.

El barrio del Big Cup se llama Chelsea y consta de una decena de manzanas, no más, situadas entre la 14 y la 23, y limita al este y al oeste con la Sexta y la Décima Avenida. Es un barrio gay moderno y aburguesado. No tanto un village, encerrado en sí mismo y en sus callecitas, sino lo que yo llamo un cluster (agrupamiento), atravesado por amplias avenidas y más abierto. En los restaurantes de Chelsea, como el Viceroy, el Pastis o el Empire Dinner, puedes encontrarte con parejas gays muy relajadas, de unos cuarenta años, barba-de-tres-días-que-ya-empieza-a-ser-canosa-tipo-George-Clooney, corbata con cuello desabrochado casual Friday, orgullosos ya de haber triunfado en el mundo de la banca, las finanzas o los negocios inmobiliarios. Antes, en el Greenwich Village de los años setenta, el movimiento gay pretendía ser radical y anticapitalista. Provocador. En plan guerrilla. Actualmente en Chelsea ya no se es contestatario frente al poder: se consume, se quiere ser gay en el ejército, casarse y hasta ser elegido para el Congreso. Se quiere ocupar el poder.

En Chelsea, la comunidad gay ya no se limita a los bares y restaurantes: incluye decenas de agencias de viaje especializadas, empresas de comunicación y bufetes de abogados. Los agentes de seguros y los agentes inmobiliarios, los traders y los lobbystas, los veterinarios y hasta los pastores protestantes gays gozan de la mayor consideración. En la Séptima Avenida, un vendedor de calzoncillos, briefs, bañadores, bóxers ceñidos y slips de la marca Calvin Klein se ha hecho rico. El nombre de la tienda: Oh My God! Comprendió antes que los demás que la «actitud» ahora es más importante que la moda. Incluso el dueño de la bodega del barrio destaca la edición especial de Absolut Vodka, que lleva los colores del arco iris y va dirigida al público gay, en uno de sus anuncios explícitamente a favor del matrimonio gay: «Mark, will you marry me? – Steve».

En todas las esquinas, una rainbow flag. Desde que el artista de San Francisco, Gilbert Baker, inventó en 1978 esta bandera gay constituida por seis franjas horizontales (generalmente roja, naranja, amarilla, verde, azul y violeta), la rainbow flag se ha convertido en el símbolo mundial de la causa LGBT. En Chelsea, está izada en los escaparates de los cafés, de las librerías, de las pequeñas tiendas de delis —esos supermercados de proximidad, tan frecuentados en las grandes ciudades de América del Norte— y de los hoteles gay friendly. En el Chelsea Pines Inn, deliberadamente comunitario, cada habitación lleva la efigie de una diva del cine. En otros sitios, los boutique hotels también enarbolan la rainbow flag para parecer más friendly, aunque sean heteros. La bandera gay adorna a menudo las ventanas de particulares.

Y luego, naturalmente, está la noche, que sigue siendo la marca de fábrica de Chelsea: los clubs están todos un poco apartados, al oeste de la Décima Avenida, cerca del río Hudson, en un barrio de almacenes, antiguos mataderos y mayoristas, donde las viviendas son escasas, lo cual tiene la ventaja de evitar el riesgo de las molestias nocturnas para los vecinos. Este es el territorio de los New York City boys, junky, art-hipster o ligón festero. Toda la noche, una tienda de la Octava Avenida ofrece productos básicos, desde la alimentación a la farmacia, con los preservativos y los geles íntimos como producto estrella. Por otra parte, todo está abierto las veinticuatro horas. En inglés se dice simplemente: «24/7».

Los gimnasios de Chelsea solo abren hasta las cinco de la mañana. Las salas de fitness son la otra gran pasión local: los gays, que hasta mediados de los años setenta eran poco entusiastas de la práctica del deporte, empezaron a cuidar su cuerpo en los años ochenta. El ejercicio es una verdadera adicción: después de los 35 años, van con la misma asiduidad con la que hace diez años frecuentaban los bares gays. En Chelsea, el deporte es comunitarista y la oferta pletórica. Tanto en el Dolphin Fitness Club como en el Chelsea Gym o en el New York Health Club, los abonos, con frecuencia caros, ofrecen clases ilimitadas de stretching, Hi Low, Body Attack, Body Pump y Ultimate Burn Off. En el Sport Club/LA, un gimnasio californiano de alta gama que ha abierto varias sucursales en Nueva York, el abanico se enriquece con clases de Splash Cardio Fusion, Steamline Sculpt o MAXimum Burn. Se trabajan los abdominales y los glúteos (Special Bottom) bajo el control de un entrenador personal con aspecto de hombre Marlboro, pero que ya no fuma. Durante mucho tiempo, los gays se creían únicos y singulares: en los gimnasios de Chelsea, descubren que son más banales. Casi clónicos.

Hoy la imagen de Chelsea se resume en esos gays exageradamente musculados y con frecuencia veggie (vegetarianos), que compran sus plátanos orgánicos y su tofu en el Trader Joe’s de la Sexta Avenida o en el Whole Foods de la Séptima. Se despiertan temprano, viven en los mismos apartamentos, llevan las mismas camisetas Abercrombie & Fitch y comparten la pasión por las mismas razas de perros de lujo. Hay quien se burla de esa liberación homosexual que ha adquirido músculo, cambiando los cuerpos afeminados por la bola del bíceps y la caricatura. Pero el barrio merece algo mejor que esos prejuicios. Actualmente es una comunidad gay más formal, sí, pero que todavía sabe divertirse. Es en Chelsea, y en los demás clusters gays americanos, donde aparecieron los camareros con el torso desnudo enseñando sus calzoncillos Calvin Klein y los gogós que amenizan las happy hours. Aquí es donde se empezaron a distribuir flyers en los que se podían leer frases llamadas a tener un futuro global: «no cover», «hottest boys», «save the date», o el fenómeno más neoyorquino de la «“I’m a local” night» (una velada en la cual la clientela local goza de privilegios frente a los gays venidos de las barriadas de la periferia). En Chelsea, estas referencias codificadas corren parejas con una cierta compartimentación de la vida gay. Los bears van a los bares bears. Los latinos se mueven entre hispanos, los chinos frecuentan su propio bar y hasta existe The Habibi Dance Party, una fiesta gay musulmana en la cual, ante un espectáculo y un striptease de travestis con burka, se puede ver a gays de todas las regiones de Oriente Medio para quienes Nueva York es, si no un oasis de libertad, al menos un refugio.

En Chelsea, los gays viven cada vez más a menudo en pareja y, desde 2011, pueden casarse legalmente. Con lo cual también se dedican a la recaudación de fondos destinados a las campañas electorales: los gays estadounidenses han comprendido que solo mostrando su músculo conseguirán hacer avanzar su causa y sus derechos. Por tanto, financian sin pestañear los combates de los grandes lobbies gays estadounidenses para defender el same-sex marriage, luchar contra la derecha evangélica homófoba y obtener la reelección de Barack Obama en 2012.

 

Chelsea es todavía hoy un barrio gay emblemático de Manhattan, pero no ha representado sino una etapa hacia la ciudad posgay en que se ha convertido Nueva York. Antes que él, existió el village alrededor de Christopher Street y, más recientemente, al este de Broadway, el East Village.

En todo el mundo, en Shanghái como en Johannesburgo, en La Habana e incluso en Teherán, los gays me han hablado del Stonewall Inn. Aunque no hayan pisado nunca Estados Unidos y no sepan situar el Greenwich Village en un plano de Nueva York, conocen el mito y el local. Es un bar pequeño y no muy bonito que parece un tubo, situado en el 53 de Christopher Street, justo enfrente de Sheridan Square. Allí, la noche del 28 de junio de 1969, varios centenares de gays se enfrentaron a la policía en lo que se convertiría en el motín más famoso de la historia LGBT, conmemorado por primera vez un año después, en 1970, y desde entonces en todo el mundo, cada año en el mes de junio, con el nombre de «Gay Pride» (Orgullo Gay).

En el New York Times de la época, releo los tres artículos, cortos y discretos, de los días 29, 30 y 31 de junio de 1969, que hacen una narración mínima de aquella toma de la Bastilla de los homosexuales (sin emplear la palabra «gay», prohibida en ese periódico hasta 1987). Cuarenta años después, los hechos siguen siendo misteriosos, y más misterioso aún resulta el desencadenante. Parece ser que el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD, por sus siglas en inglés) entró en el bar a las 2:15 de la madrugada para requisar el alcohol vendido ilegalmente y controlar la identidad de los camareros. El Stonewall Inn era entonces un «club privado», donde solo podían entrar los socios y donde el encargado asumía la responsabilidad de permitir que los hombres bailasen entre ellos. Este es el punto crucial del asunto: los homosexuales no van allí únicamente a bailar. Una persona, a la que aún no se llama DJ, pone discos soul de la Motown y música funk. Los gays ya se anticipan a la moda disco que invadirá Nueva York y el mundo a principios de los años setenta. Ahora bien, en 1969, por muy sorprendente que pueda parecer hoy, todavía estaba prohibido que los hombres bailasen con hombres en muchos clubs de Estados Unidos. El NYPD detenía con frecuencia a los que pillaba in fraganti por non-normative behavior in public spaces (una especie de ultraje público al pudor). Acabar con la prohibición de bailar entre hombres era ir en el sentido de la liberación gay. Como aquel 28 de junio de 1969, en el Stonewall Inn.

Un lugar del todo inesperado, por otra parte, para una rebelión. El bar pertenecía al viejo mundo «homófilo», el de antes de la liberación gay: ya en 1969 tenía una fama algo equívoca a causa de sus supuestas conexiones con la mafia y de su clientela compuesta sobre todo por alcohólicos y prostitutos. Muchos homosexuales lo consideraban un poco mugriento. Nadie diría que de ese café fuera a salir el Martin Luther King de la liberación gay. Y sin embargo…

El 28 de junio de 1969, pues, son detenidas trece personas, entre ellas travestis, transexuales y hippies, y doscientos homosexuales son expulsados del bar en plena noche. Hacia las tres de la madrugada, cuando la exasperación cristaliza contra esas batidas policiales ilegítimas y esos acosos frecuentes, los homosexuales se rebelan, al parecer espontáneamente, y se enfrentan a la policía lanzando contra las fuerzas del orden primero calderilla, luego ladrillos y finalmente, cubos de basura incendiados y hasta un parquímetro averiado. La leyenda ha inmortalizado la hazaña: se lucha a golpe de botellas de cristal y de tacones de aguja. «¡Es una revolución!», exclama Sylvia Rivera, una transexual rutilante, nacida Ray Rivera, que —según admiten generalmente los historiadores— fue la primera que lanzó una botella contra un policía al grito de «To come out of the closet» (literalmente, «salir del armario»). ¿Se pronunció realmente esa expresión? ¿Fue Sylvia (recientemente fallecida, ha dejado varias versiones de la historia) quien la pronunció por primera vez? El caso es que la policía antidisturbios del NYPD acudió como refuerzo al lugar de los hechos. Cerca de cuatrocientas personas participan en el levantamiento que se repetirá, más o menos esporádicamente, durante tres noches. Se cuentan varios heridos en el bando homosexual, y algunos policías también sufren golpes y conmociones. ¡Algunos afirman haber sido mordidos! En los cristales del café, totalmente arrasado por la policía, los amotinados escriben simplemente: «Legalize gay bars». Una reivindicación local mínima para lo que se convertiría en la revolución gay más importante de la historia.

Antes de Stonewall, la misma palabra gay apenas se empleaba, y nadie hablaba de coming out o de estar out. La homosexualidad era ilegal en Estados Unidos en todos los estados excepto Illinois. Por primera vez con Stonewall —como los negros con Rosa Parks, la madre de la liberación afroamericana, que se negó a ceder el asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, Alabama, en 1955—, los homosexuales se levantaron y dijeron orgullosamente: «No». Y una vez que se hubo producido este acto fundador, todo el sistema de la opresión antigay —convertido entretanto en la homofobia— se desmoronó como un castillo de naipes. «We’re here, we’re queer, get used to it», será uno de los eslóganes del movimiento unos años más tarde.

El acontecimiento, sin embargo, es poco comentado en aquella época. La prensa, incluso la de izquierdas, prácticamente no habla de él, y la televisión y la radio casi no lo mencionan. Los raros comentarios son condescendientes. Un periodista del Village Voice ironiza sobre el hecho de que los homosexuales parecen haberse movilizado simplemente unas horas después de haber asistido a los funerales de su ídolo, la actriz y cantante Judy Garland, muerta por sobredosis el 22 de junio a los 47 años y enterrada en Nueva York el 27 de junio, unas horas antes de que se desatase la revuelta.

Hoy en día el Stonewall Inn vuelve a ser un bar tranquilo. Decenas de libros cuentan su historia. Ya no suena allí Over the Rainbow, la célebre canción de Judy Garland, pero las rainbow flags ondean en la fachada. La Stonewall Veteran’s Association se encarga de la memoria militante. El presidente Barack Obama rindió homenaje a ese café en el cuarenta aniversario del Stonewall, en un discurso pronunciado en la Casa Blanca en presencia de los líderes gays americanos. Recordó que la larga marcha de la liberación gay empezó allí, en aquel bar, en una época en la que la homosexualidad aún era un delito. Que tamaña revolución empezara en ese barucho y se difundiera desde allí a todo el mundo sigue siendo un misterio que los historiadores todavía no han logrado esclarecer. El propio Stonewall Inn ha quedado congelado en esa leyenda que lo supera. Tranquilón, con su ambiente ajado y su clientela envejecida, no cesa de conmemorar aquellas jornadas revolucionarias y se aprovecha de ellas para vender más caras las cervezas. ¡Da pena! Son muchos los turistas que pasan por allí, lo fotografían, pero no se quedan; los neoyorquinos lo evitan, demasiado faggy para ellos; los gays del barrio solo le conceden una fama usurpada; la vida gay se ha trasladado a otra parte.

El Village sigue siendo, como su bar portaestandarte, uno de los barrios gays de Nueva York, pero es un gayborhood un poco momificado, como un museo. En Christopher Street, dominan las tiendas de souvenirs con sus consoladores en miniatura, sus penne italianos en forma de penes y sus camisetas en las que se puede leer: «Heterofriendly» o «I’m not gay, but my boyfriend is». Pero el ambiente ha desaparecido. Un símbolo que no engaña: la célebre librería Oscar Wilde, situada en la esquina de Christopher Street con Gay Street (un emplazamiento que no es casual), y que marca la cultura homosexual del barrio, cerró sus puertas en 2009. Inaugurada en 1967, era la librería gay más antigua del mundo. ¿Por qué desapareció? Por los alquileres demasiado caros del barrio, por las secciones gays especializadas de las grandes librerías generalistas, como Barnes & Noble o Borders, o de amazon.com, que están acabando con el modelo económico de nicho de los pequeños libreros gays. También revela un fenómeno más profundo: el Village ha perdido el liderazgo de la vida gay neoyorquina, pero ha abandonado asimismo su espíritu bohemio. En el pasado, el Greenwich Village eran Bob Dylan, Jack Kerouac, Allen Ginsberg y el lugar de nacimiento, en el lado este, del movimiento beat. Hoy, el escaparate mundial de la vida gay tiene unos alquileres inaccesibles y sus teatros off off Broadway se han convertido en tiendas de lujo. ¡El barrio por desgracia ya no tiene ni un gramo de «actitud»! Es un historic district que algunas asociaciones intentan preservar, un barrio patrimonial sin vida. El Greenwich Village ha perdido a sus gays, pero también a sus artistas y toda una subcultura underground que ha migrado. Es culpa de la gentrification del barrio. También podríamos llamarlo la mercantilización.

 

«El Village no ha sido nunca mi barrio», me cuenta Brett en el BBar. «Le tengo mucho respeto al Stonewall, y a lo que los gays hicieron en 1969. Su puñetazo contra la policía nos dio la libertad. ¡Y los virilizó! Pero yo prefiero vivir en el East Village».

Brett se ha mudado allí, precisamente a St. Marks Place, una dirección mítica. Después del Greenwich Village y de Chelsea, el East Village es el tercer barrio gay de Nueva York. Menos burgués que el primero y menos formal que el segundo, fue durante mucho tiempo un barrio inseguro. Peligroso incluso, cuando uno iba hacia el este, hacia lo que aún se llama la «Alphabet City», donde las avenidas llevan letras en lugar de números (avenidas A, B, C y D). Pero también aquí la miseria y la violencia han sido reemplazadas por lo cool. El East Village es hoy el barrio de las tiendas upscale, de los restaurante trendy, de la galerías chic. Entre la calle 1 y la 14, todas las noches hay mucho ambiente. «Give me a break!», me suelta Brett, superado él mismo por esa abundancia de «partiiiiiies» («no me agobies con todas esas fiestas»). La fiesta, por otra parte, inicialmente confinada en las avenidas A y B, se desplaza hacia la C y la D, como tantas victorias de la liberación gay en marcha. Aunque no puedan vivir allí, los artistas exponen en todas las esquinas, en un ambiente off-beat (no convencional), que contribuye a crear una identidad a la vez friendly y arty. La mezcla de los gays y los artistas: este es el barrio alternativo posgay por excelencia.

En el East Village, todos los bares son gay friendly y hay menos preocupación por las etiquetas que en los otros barrios gays de Nueva York. Aquí ser gay no es necesariamente una identidad, sino un modo de vida, una actitud. El peso de la vida gay se desvanece, aunque también existan lugares de nicho: el Phoenix Bar para el cruising y The Eagle para los hombres maduros, el Lucky Cheng’s para las drag queens, el Cock Bar para los colectivos más al loro, el café Pick Me Up para los estudiantes, el Easternbloc para los gays «comunistas» (entiéndase alternativos), el Pyramid para los clubbers, el café Alt para las lesbianas y el Nowhere para todos los demás. Sin embargo, el East Village no es Chelsea. La mayoría de los bares son mixtos y las diversidades étnicas se mezclan, descompartimentadas y fluidas. Con el riesgo de una gayness edulcorada. En los barrios posgay, ¿acaso se habla aún de homosexualidad?

Esta es la pregunta que uno se hace en el BBar. Situado en el número 358 de la Bowery, en el corazón del East Village, es un local inmenso, donde unas barras sucesivas, con ambientes variados, se prolongan hasta un gran jardín de palmeras exageradamente enguirnaldadas, incluso en pleno verano. Local gay friendly por excelencia, el BBar es hip todas las noches, una mezcla extraña que atrae al público mundano, a los noctámbulos profesionales y a las estrellas pasadas de los años ochenta (allí he visto varias veces a Boy George y su areópago oxigenado). Una vez por semana nada más, los martes, el bar es abiertamente gay, con ocasión de la velada temática Beige. Es la noche en que se reúnen la gayness y la coolness.

La oposición entre lo cool y lo square (lo que está de moda y lo que está obsoleto) tiene mucho que ver con la historia del East Village. En las columnas del Village Voice, el semanario gratuito alternativo y contracultural, cuya sede está al lado del BBar, fue donde el escritor Norman Mailer inauguró en la década de 1950 su crónica The Hip and the Square. Más tarde, en un artículo que hizo furor, «The White Negro», desarrollaría el concepto de hip y sus implicaciones raciales y sexuales. Mailer describe al White Negro, ese joven blanco que sueña con ser negro para estar a la moda: se viste con la misma ropa que los negros, adopta el argot de los guetos y sobrevalora el jazz negro porque es más hip que la música blanca.

Eso es exactamente lo que ocurre hoy con los gays. El BBar es uno de los locales donde se distingue lo hip de lo square, donde se dibuja la frontera entre lo que es cool y lo que no lo es. El joven gay, como Brett, el prescriptor de la MTV, el cronista urbano del Village Voice o el crítico gay de Time Out New York no hacen otra cosa. Son tastemakers, los que definen el buen gusto, y trendsetters, los que anuncian las modas y las fiestas. Ayer, se habría dicho que eran hipsters, o figuras del glamur; hoy se prefiere decir que crean tendencia. ¿Cómo se han convertido los gays en prescriptores y en «influenciadores»? ¿Cómo explicar que los jóvenes heteros de Kansas o de Ohio, pertenecientes a las clases medias o populares blancas, se reconozcan en la cultura gay? ¿Por qué la cultura popular estadounidense se inspira tan a menudo en los guetos negros o en los barrios gays, en la periferia de la sociedad?

Basta vivir un tiempo en el East Village para darse cuenta del dinamismo de esa cultura underground que se convierte en mainstream… o no. Como en el CBGB, el club mítico de la Bowery, donde nació la rama americana del movimiento punk. La sombra de Lou Reed también planea sobre el East Village. Blondie debutó allí. Madonna vivía allí. Lady Gaga ha desarrollado allí su personaje, entre el Lower East Side y la Bowery. Allí vivían los artistas Keith Haring y Jean-Michel Basquiat. Nan Goldin, que también vivía allí, tomó en el barrio algunas célebres fotos de su diaporama The Ballad of Sexual Dependency. Y en sus memorias, Éramos unos niños, Patti Smith cuenta sus noches en el East Village junto al fotógrafo Robert Mapplethorpe, que a la sazón era su amante, antes de pasarse a la homosexualidad. El East Village es a la vez elitista y popular, la cultura arty y el entertainment se mezclan. Por un lado, la comedia musical rock de Broadway, Rent, se sitúa allí; por el otro, es en el Public Theater, en Lafayette Street, donde el dramaturgo gay Tony Kushner, famoso por Angels in America, acaba de estrenar su última y sofisticada obra The Intelligent Homosexual’s Guide to Capitalism and Socialism. En cuanto al videojuego Guitar Hero, también se inspira en el East Village. Ese paso del movimiento punk al entertainment de masas, de las drag queens a Broadway, de la contracultura a Hollywood, del margen al corazón mismo de la cultura estadounidense, sigue siendo con frecuencia un misterio, del cual el East Village posee el secreto.

Actualmente, el barrio ha perdido su radicalidad. Los traders heterosexuales lo han ocupado, y el barrio a su vez se ha aburguesado. La Mama y el Performance Space 122 siguen siendo lugares de vanguardia, al igual que el Public Theater, pero el CBGB cerró definitivamente a finales de 2006. Comercial y fake (artificial), St. Marks Place ya solo atrae a los turistas y a los jóvenes llegados de las barriadas a los que en Manhattan llaman irónicamente los bridge & tunnel people (porque vienen de los suburbios los fines de semana por los puentes y los túneles). Brett ya no reconoce su barrio: «Como gay, pertenezco a una minoría y nunca he podido formar parte de la mayoría. Es una carencia y una suerte. Puedo anticipar lo que quiere la mayoría, pero en cuanto he comprendido lo que la masa espera, vuelvo a encerrarme en mi comunidad. El East Village me decepciona. Yo estoy siempre entre el underground y el mainstream. Por ejemplo, me puse camisetas Abercrombie & Fitch antes que nadie; pero hoy ya no las llevo. Y voy a mudarme del East Village a Brooklyn».

 

En el Big Cup, en Chelsea, como en el East Village a principios de los años 2000, todos los gays cool de Nueva York parecen llevar una camiseta Abercrombie & Fitch. Mucho después de los calzoncillos Calvin Klein, muy «de los años ochenta», y justo antes del anuncio de Dolce & Gabbana en el que un hombre le besaba la mano a otro (mediados de los años 2000), la marca neoyorquina fascinaría a los gays de Estados Unidos, y muy pronto a los gays del mundo entero. A&F, por el nombre de sus dos lejanos fundadores en 1892, fue relanzada a principios de la década de 1990 como una marca de ropa deportiva, sobre todo con sus famosas sudaderas con capucha, sus camisetas Athletics, sus camisas Fitch y sus polos con el famoso alce, que es el logo de la marca. Desde el principio, Abercrombie & Fitch se dirige a los gays con imágenes homoeróticas explícitas. Todo contribuye a este objetivo del marketing: los anuncios sexys encargados al fotógrafo Bruce Weber, los vendedores, modelos imberbes y musculosos, reclutados mediante casting y los catálogos de moda (entre ellos el famoso A&F Quarterly, que será objeto de varias denuncias por sus imágenes de chicos desnudos). Anunciar ropa mostrando desnudeces, ¡qué gran idea! Es más: utilizar la fantasmagoría gay para vender una marca a los jóvenes heteros de todo el mundo, ¡qué gran atrevimiento! En los años 2000, Abercrombie & Fitch se convierte en la marca omnipresente en los bares gays del East Village y en los gimnasios de Chelsea, a la inversa de la marca hermana, American Apparel, con un marketing sexual también, pero que cultiva una conciencia social, una fibra nacional y una imagen más hetero. A&F se extiende rápidamente por los campus estadounidenses, donde el imaginario gay friendly sirve de señuelo para las chicas antes de que aparezcan las colecciones explícitamente universitarias bautizadas Ivy League Style. La dirección de Abercrombie apostó por que los estudiantes heteros compraran sus productos si los gays se los apropiaban primero. Y es lo que sucedió: con esa etiqueta cool que le confirieron los gays, Abercrombie & Fitch hace ahora furor entre los «Young Metropolitan Adults» (adultos jóvenes y urbanos) de ambos sexos, que son su verdadera y principal diana. En 2005, la marca abandona su nicho gay y estudiantil para atraer más al gran público y abre un Abercrombie & Fitch gigante en Nueva York, en la Quinta Avenida, antes de empezar a expandirse masivamente a escala internacional. Los gays, desde entonces, han lanzado otras modas, ya que todo el mundo ha empezado a vestirse como ellos, y a adoptar otras panoplias. Lejos del East Village.

 

En Nueva York existen otros barrios gays distintos del Greenwich Village, de Chelsea o del East Village. En esa ciudad típicamente posgay, el espacio cerrado entre los villages ya no es lo que se lleva. Los gays se sienten en casa en todas partes. Manhattan es enteramente gay friendly, lo cual explica el irresistible magnetismo de la metrópoli neoyorquina sobre la cultura gay del mundo entero. Según un estudio del centro gay de Nueva York (no necesariamente científico), cada año visitan Nueva York siete millones de turistas gays.

Estos últimos años, se ha desarrollado un nuevo barrio gay al oeste de Times Square, en una zona llamada Hell’s Kitchen (desde la 45 hasta la 55, entre la Octava Avenida y la Décima). Los locales gays se alternan aquí con los locales heteros, y ya no se puede hablar de gayborhood, como en Chelsea, pues los gays están completamente integrados y mezclados con los demás neoyorquinos. Ya no parecen habitar un mundo aparte, etnocéntrico. «Hell’s Kitchen, en definitiva, es un barrio donde hay muchos gays, pero no es en absoluto un gueto gay», me dice Matt, un camarero de Posh, el lounge más famoso de Hell’s Kitchen. Restaurantes como VYNL, o cafés como The Coffee Pot, son abiertamente hetero friendly. E incluso bares gays como Barrage o Vlada, o un espacio clubbing como Therapy, demuestran la diversidad de públicos del barrio. Es cierto que hay un hotel reservado a los gays (el Out NYC) o residencias inmobiliarias gays (el «505»), pero eso no altera el carácter posgay de Hell’s Kitchen.

Hay otras muchas zonas gays en Nueva York, y los locales gays están cada vez más diseminados, aquí en el Lower East Side, allá en el Upper East Side o hacia el Soho. La soledad ya no parece asustar a los dueños de bares gays, ayer reticentes a instalarse fuera del gueto. En Queens, especialmente en el barrio latino de Jackson Heights, he descubierto varios locales gays mexicanos, guatemaltecos y puertorriqueños (en la Roosevelt Avenue, se celebra un Orgullo Gay todos los años con carrozas en las que cada comunidad latina enarbola la bandera de su país además de la rainbow flag). En Brooklyn, sobre todo en el barrio hip de Dumbo (Down Under the Manhattan Bridge Overpass) y en el barrio judío de Williamsburg, pero también en Park Slope, florecen los locales gays, los bares de barrio, los restaurantes y lo coffee shops friendly. Es el caso, por ejemplo, del Metropolitan, el bar gay más frecuentado de Brooklyn, en Lorimer Street, donde las cervezas cuestan dos dólares y el Veggie Burger es un must. La contracultura queer está omnipresente, por ejemplo en los locales experimentales del festival, que hace honor a su nombre: «Under the radar». Brooklyn también es una de las comunidades lesbianas más vibrantes del mundo, y sirve de marco para una adaptación, en versión telerrealidad, de la serie The L Word.

Tras haber vivido en Harlem y en el East Village, tras haber trabajado en Chelsea, Brett acaba de mudarse cerca de Brooklyn Heights (downtown Brooklyn). El Big Cup cerró después de once años de buenos y leales servicios. La culpa es de los alquileres caros, de la gentrification y de los cafés Starbucks, que han invadido Manhattan.

Por otra parte, si hubiera que encontrar un punto común entre los distintos barrios gays de Nueva York, el Starbucks sería uno de los hilos conductores. En la Octava Avenida en Chelsea hay cinco Starbucks. En el East Village hay cuatro, y unos diez más en Greenwich Village y Hell’s Kitchen. «Al principio, hacia 2001 o 2002», me dice Brett, «no me gustaba mucho ir a los Starbucks de Chelsea. Como todos los gays, temía la desaparición de los locales comunitarios y el final de los establecimientos independientes. Y es verdad que los Starbucks han matado al Big Cup. Pero, poco a poco, los gays los han adoptado, hasta el punto de que hoy los de Chelsea son todos Starbucks gays».

Los Starbucks han proliferado tanto en los barrios gays que uno llega a preguntarse si no será que los directivos del grupo se han fijado como prioridad en su plan de negocios privilegiar los barrios gay friendly para sus implantaciones locales. De los 13.000 Starbucks que hay actualmente en Estados Unidos (unos 20.000 en todo el mundo), la mayor parte están situados en zonas bohemias pero burguesas periféricas, en barrios residenciales acomodados, en aeropuertos o en centros comerciales; son la antítesis perfecta de los McDonald’s, que tienden a instalarse en los barrios populares. En cuanto puede, el Starbucks se acerca incluso al barrio gay, tanto en Chelsea como en París, en México, en Río o en Tokio; y a veces, como en Montreal, en la calle Sainte-Catherine, enarbola una inmensa rainbow flag. El café en estos establecimientos es más caro y más malo que en otros lugares, los productos que venden son poco dietéticos; y sin embargo, Starbucks ha logrado fabricarse una imagen bio y cool. El servicio en la barra y la libertad de sentarte donde quieras, el acceso al wifi, la prohibición estricta de fumar, la música —smooth jazz, rock middle-of-the-road y soul retrochic, pese a los insoportables villancicos cuando llega Navidad—, así como unos inteligentes product placements en las series televisivas NCIS y Sexo en Nueva York han contribuido a crear esa imagen cool de que goza la marca. Pero el factor gay friendly también pesa mucho. Los empleados gays que tienen pareja gozan de las mismas ventajas que las parejas casadas, y en 2012 la dirección de Starbucks declaró oficialmente su apoyo al same-sex marriage en una tribuna de prensa, y luego en diferentes entrevistas mediáticas: «Esta ley corresponde a las prácticas que defiende Starbucks. Nosotros estamos comprometidos con la diversidad y a favor de una igualdad de trato de todas las parejas», afirmó la vicepresidenta de la empresa de Seattle. Después del green washing, que dio a sus cafés un toque «comercio justo» algo usurpado, Starbucks ha erigido el pink washing en modelo de marketing. (El pink washing consiste para una empresa o un Estado en utilizar la causa gay para proyectar una imagen gay friendly, independientemente de lo que realmente haga por los gays). El caso es que las asociaciones antigays han percibido la señal: se han movilizado enseguida llamando a boicotear los Starbucks en todo el territorio estadounidense, aunque sin mucho éxito. Incluso en Texas, los Starbucks siguen siendo populares… y gay friendly.

 

 

CARTOGRAFÍA DE LOS BARRIOS GAYS AMERICANOS

 

¿Estará en Texas el futuro de la vida gay? He investigado en un centenar de ciudades de Estados Unidos, repartidas en treinta y cinco estados, y fue en Texas donde descubrí los gayborhoods (barrios gays) más dinámicos. Houston, Dallas, Austin: estas tres ciudades tienen cada una un barrio gay importante, lo cual contradice la imagen que generalmente se tiene de un Texas totalmente homófobo. Ayer, ser homosexual en San Antonio o en Houston quería decir estar solo. Los locales gays eran escasos y las asociaciones discretas. Hoy, por todas partes hay bares, Orgullos Gays, festivales de películas LGBT y hasta iglesias abiertas a los feligreses homosexuales. Y lo que aún es más sorprendente: las estadísticas del censo estadounidense muestran que las parejas del mismo sexo tienen más a menudo hijos en los estados del sur (Luisiana, Misisipi, Arkansas, Alabama y Texas, por ejemplo) que en las demás regiones de Estados Unidos. Muchas veces son parejas gays de latinos o de negros, dos veces más numerosas que los blancos en las estadísiticas de crianza de niños. Contrariamente a los prejuicios, la homosexualidad se vive cada vez mejor en el sur, o por lo menos igual de bien que en las grandes capitales blancas y demócratas de la costa Este.

Si uno intenta establecer la cartografía de los barrios gays en Estados Unidos, es posible proponer una tipología que complete la de los gayborhoods de Nueva York. Tenemos primero el cluster (agrupamiento), como en Chelsea, que también encontramos en Texas. Los bares gays se hallan en un barrio concreto, unos al lado de los otros. En Houston lo vemos en el Montrose Boulevard; en Austin, en la calle 4, cerca del Congreso del estado de Texas; en Dallas, alrededor de Oak Lawn. ¿Por qué se agrupan los bares en clusters? ¿Reacción de autodefensa en un Texas ultrarrepublicano? Tal vez, pero si bien el estado es uno de los más homófobos del país, estas tres ciudades texanas son demócratas. Y la realidad es que las grandes ciudades estadounidenses son todas cada vez más gay friendly. Hace treinta años, un homosexual abandonaba su Kentucky o su Texas natal para irse a vivir al Greenwich Village o a San Francisco. Actualmente, puede vivir tranquilamente con su marido y sus hijos, que llevan una camiseta «I love my daddies» en Louisville o en San Antonio. Pero es posible que el agrupamiento siga siendo interesante desde el punto de vista comercial. En Houston y en Dallas sobre todo, estos clusters gays están en medio de los centros comerciales y de los big box stores (las tiendas especializadas tipo Walmart o Barnes & Noble). En estas zonas periféricas impersonales, el espíritu comunitario pasa por la agrupación. También es una buena técnica de marketing, según la regla que dice que el mejor sitio para abrir un supermercado es cerca de un supermercado ya existente. Y eso da lugar a un cluster.

Otro modelo también muy extendido es el village. Dentro de una metrópoli se agrupan varios locales gays en un pequeño barrio, no en la periferia, sino en el centro de la ciudad. Greenwich Village en Nueva York es típico de este modelo, como el barrio de Lakeview en Chicago (entre la avenida West Belmont y la North Halsted, una zona bautizada como Boystown). Sin embargo, el ejemplo típico de village sigue siendo el barrio del Castro en San Francisco. Alrededor de Market Street y de la estación de metro Castro, la vida gay está arraigada desde los años setenta, con sus comercios, sus decenas de bares y el derecho, concedido por decreto municipal, de pasearse desnudo por la calle. Toda una mitología alimentada por las Historias de San Francisco del escritor Armistead Maupin (que sin embargo, no transcurren en el Castro), la película Mi nombre es Harvey Milk de Gus Van Sant y, actualmente, por el museo gay del Castro. Hay que haber asistido a una proyección especial sing-a-long de El mago de Oz en el emblemático cine del barrio, situado en el 429 de Castro Street, para comprender lo que significan realmente las palabras «village» y «comunidad»: ¡un millar de gays disfrazados cantando y bailando las aventuras de Dorothy (Judy Garland), de su perro Toto y de la terrible bruja mala del oeste! Mientras que el Greenwich Village de Nueva York ha tendido a normalizarse, el Castro sigue siendo increíblemente dinámico, con su activismo queer y trans y sus Hermanas de la Perpetua Indulgencia. Este modelo de village conserva, pues, una identidad muy marcada, a la vez urbana y cultural, lo cual lo diferencia del cluster, que es un enclave más descarnado y pragmático y se sitúa muchas veces lejos del centro histórico de las ciudades, entre las avenidas, las autopistas o los centros comerciales, en un barrio moderno excentré o en una exurb periférica sin alma (se habla de exurb para designar la segunda corona de las áreas metropolitanas, más allá de los suburbios).

El tercer modelo es el strip (literalmente la «cinta», en este caso una carretera). El ejemplo típico es West Hollywood, en Los Ángeles. Allí, los locales gays se suceden a cada lado de una gran avenida, Santa Monica Boulevard. A lo largo de unos quinientos metros, hay una treintena de locales gays, cafés, bares, librerías, con un Starbucks a cada extremo del barrio, como para delimitarlos. Encontramos este mismo modelo en Washington, en el barrio gay de Dupont Circle, donde los locales gays se sitúan a cada lado de Connecticut Avenue y de la calle 17. También es el caso, por excelencia, de Las Vegas, una ciudad toda ella construida a lo largo de su célebre strip, incluidos los bares gays.

El cuarto modelo es la colonia. A menudo antiguas e históricas, son zonas estivales, balnearias o insulares. Los ejemplos perfectos son las islas donde los gays han elegido instalarse: Provincetown, en Cape Cod, cerca de Boston; Fire Island, en Long Island, cerca de Nueva York; Key West, en el extremo sur de Florida. También se pueden incluir dentro de esta categoría las ciudades de Fort Lauderdale (al norte de Miami) o Savannah (Georgia), que se han convertido inesperadamente en destinos gays. Por no hablar de Palm Springs, una ciudad en la cual parece ser que un tercio de la población es gay y que aún está más aislada, no en una isla, sino en el corazón del desierto californiano.

Otro modelo, el más apasionante tal vez, es menos geográfico que sociocultural y político. Yo lo califico de «alternativo», aunque algunos prefieran llamarlo arty o cutting edge (de vanguardia), off-beat (no convencional) o incluso bobo (burgués y bohemio). Es el modelo más perfecto de la gentrification de los gays y su aburguesamiento. Al principio, se trata a menudo de un antiguo barrio del hampa semiabandonado o de un centro histórico en decadencia (como en los downtowns de San Luis, Kansas City o Boston). Por una razón misteriosa, sin duda ligada a los precios ventajosos de los alquileres, los gays se instalan, lo mismo que los artistas y toda la «clase creativa». Se organiza un festival de películas LGBT, nacen galerías de arte, crecen las start up y un Starbucks abre sus puertas. El barrio renace y muy pronto se «gentrifica». El ejemplo típico es el East Village de Nueva York, pero también Hell’s Kitchen cerca de Times Square o los barrios de Williamsburg y Dumbo en Brooklyn. También es el caso del South End, en Boston, un lugar semiabandonado y peligroso en los años setenta, que se revitalizó en el momento en que llegaron unos cuantos gays y hoy es más artístico, más caro y más bohemio y burgués. Los barrios homosexuales de los centros históricos de San Luis en Misuri, de Kansas City, Baltimore y Filadelfia, también son barrios gays «alternativos»: los locales gays están permitiendo que renazcan estos downtowns.

La ciudad de Detroit, al norte de Estados Unidos, ofrece a la vez el ejemplo de un barrio alternativo y de varios clusters, y es una prueba de la preocupación de los gays por diferenciarse, y a veces de la segregación persistente de los negros. Por una parte, es una ciudad negra que sigue estando muy compartimentada, con bares gays para los blancos en el selecto barrio residencial de Ferndale al norte de la 8 Mile Road. Aquí, la juventud dorada de Míchigan sale a divertirse, lejos del gueto negro en el que se ha convertido casi todo Detroit. Pero también hay algunos bares gays en un suburbio menos acomodado, y menos blanco, Dearborn, al oeste de la ciudad, una zona industrial donde se hallan las fábricas Ford. Y luego, en los últimos años, han aparecido los primeros comercios gays en el centro de la ciudad, en el corazón mismo del downtown Detroit, en una zona muy deprimida, cerca del río Detroit, que sirve de frontera con Canadá. En ese gueto pobrísimo, los bares gays podrían ser el signo prometedor de una revitalización que ya se está iniciando.

Finalmente, el último tipo de barrio gay es un contramodelo y está ganando terreno en Estados Unidos sobre los otros tipos de gayborhoods: en vez de agruparse, los locales gays se diseminan y forman otros tantos puntos dispersos por toda la ciudad. Yo lo denomino sprawl (dispersión). Es el caso de Phoenix, en Arizona, donde los bares gays están esparcidos por la ciudad y, en algunos casos, por los distintos suburbios (Glendale, Tempe, Scottsdale). Ya no hay cluster, ni village, ni siquiera gayborhood: los locales están diseminados por toda el área metropolitana, lejos los unos de los otros. También encontramos esta dispersión en Atlanta (Georgia), Denver (Colorado) y Miami (pero no en Miami Beach), todas ellas ciudades de la dispersión y el sprawl por definición.

En muchas ciudades estadounidenses, las distinciones no están tan claras. Y a veces se establece una competencia entre barrios, un fenómeno que parece acelerarse desde la década de 2000. En Boston, por ejemplo, la comunidad gay se divide entre los homosexuales que siguen fieles al South End histórico, el barrio alternativo que se está aburguesando, y los que prefieren vivir en otro sitio, sin que emerja un espacio como auténtica alternativa: los barrios estudiantiles de Cambridge, donde están las universidades de Harvard y el MIT; Jamaica Plain, con frecuencia elegido por las parejas gays con niños y por las lesbianas; Dorchester, donde los alquileres no son tan caros pero la inseguridad es mayor; o también los barrios elegantes de Beacon Hill y Back Bay, en el centro de Boston. «Cada vez son más las parejas homosexuales con niños, y el hecho de que en Massachusetts puedan casarse hace que cada vez haya más integración. De ahí que los barrios marcadamente gays sean cada vez menos frecuentes», me dice Ron Miller, un ingeniero que dirige un programa del MIT y vivió mucho tiempo en el South End pero ahora ha decidido vivir, con su marido, en Cambridge.

En Los Ángeles, los gays también dudan entre el «gueto» de West Hollywood y los barrios finos alternativos de Silver Lake y Echo Park. Y lo mismo ocurre en Chicago: por una parte, Lakeview y Boystown, el gayborhood clásico; y por otra, una dispersión hacia Uptown, más al norte; el Loop, en el centro, o incluso Hyde Park, al sur. En cuanto a San Francisco, el barrio del Castro ya no suscita la unanimidad. Es cierto que muchos gays, lesbianas, pero también queers y trans, siguen queriendo vivir allí, sobre todo si gozan de una situación económica desahogada; se habla por otra parte de los famosos dinkies (Dink: double income no kids), un acrónimo del ambiente gay de la costa Oeste y una manera de ironizar sobre la nueva clase media de las parejas gays que viven rodeadas de confort. Con todo, incluso sin tener hijos, algunos gays se ven obligados, a causa de la carestía de los alquileres, a vivir fuera del Castro, en un lugar menos habitual como SOMA, el Mission District, Haight-Ashbury o Lower Haight (el hermano pequeño del Castro, más hacia el norte). Por no hablar de las zonas muy apreciadas por los gays en Oakland o Berkeley. Así, después del Castro, no hay un gayborhood que ocupe realmente la segunda posición, sino más bien un gran número de barrios, como si los gays estuvieran cómodos en todas partes, aunque no hay que olvidar que todavía hay parejas gays que sufren agresiones de vez en cuando por ir de la mano, y eso en las calles de la mayoría de las grandes ciudades estadounidenses, incluida San Francisco.

Hoy, como lo confirman las estadísticas del censo estadounidense, que miden estas evoluciones a partir del número de parejas del mismo sexo que hay en cada barrio, la vida gay tiende a diluirse en Estados Unidos. Los barrios identitarios se deshacen, los gays y los heterosexuales se mezclan, cada vez hay más parejas con hijos, todo lo cual es señal de una cada vez mayor integración. Internet, que permite conocer amigos y encontrar pareja fuera de los barrios gays, también ha acelerado el fenómeno. Y el matrimonio para todos, en los estados que lo han aprobado, es la culminación de esa tendencia. En Estados Unidos, los gayborhoods evolucionan y la vida posgay se va generalizando.

 

 

LOS GAYBORHOODS GLOBALIZADOS

 

En todas partes del mundo, he encontrado estos barrios típicos, como si el modelo urbano estadounidense siguiera siendo un sello para el conjunto de los barrios gays. A medida que iba progresando en mi estudio en los cinco continentes, he ido viendo y reconociendo las mismas tipologías: el village, el cluster (agrupamiento), el strip (a cada lado de una gran avenida), la colonia, el barrio alternativo y el sprawl (o dispersión). Con algunas variantes más exóticas y más locales.

En Toronto, capital económica de Canadá, el barrio gay se sitúa en Church Street. Es el modelo del village: un barrio histórico con su centro gay y lésbico comunitario, sus bares que enarbolan todos la rainbow flag y sus tiendas gay friendly. En Church Street, hay un herbalist que vende toda clase de cócteles vitaminados, un restaurante que propone cocina «gay cowboy urbana» (donde como bisonte) y una tienda de ropa para animales de la que veo salir a un transexual que lleva por la correa a tres minúsculos spitz enanos con un vestidito dorado. El carnicero es gay, lo mismo que el óptico y el de la tienda de quesos. Hay periódicos gratuitos gays en los delis. Caminando por Church Street, descubro un teatro homosexual, Buddies in Bad Times Theater, «donde interpretan todo el repertorio gay moderno, de Tony Kushner a Larry Kramer, sin olvidar al quebequés Michel Tremblay», me dice Brendan Healy, su director. En un pequeño parque de Church Street han erigido un monumento a la memoria de las víctimas del sida, cuyos nombres son mencionados, por años, en las catorce estelas dispuestas en semicircunferencia (en una de ellas leo el nombre de Gaëtan Dugas, llamado el «paciente cero», el célebre azafato de Air Canada que durante mucho tiempo se creyó que era el responsable inicial de la propagación de la epidemia). Como en todas partes, la vida gay en Toronto está al mismo tiempo muy globalizada y es muy local. En los bares, se escucha a Lady Gaga, pero también se ve el retrato de la reina de Inglaterra, monarca de Canadá.

Paralelamente al barrio gay histórico de Church Street, se ha desarrollado desde hace unos años un segundo barrio gay en Toronto, al oeste de la ciudad, en Queen Street West. Artístico y queer, este nuevo gayborhood tiene a gala ser distinto: quiere ser menos «gueto» y más posgay. Es un barrio alternativo y anticonvencional. Los militantes tradicionales reprochan a los gays de Queen Street West que hayan perdido el sentido de la militancia comunitaria; y estos critican a los gays de Church Street porque se han quedado fosilizados en una vida arcaica de gueto. Lucha de estilos, de generaciones y de actitudes.

En la calle Sainte-Catherine, la arteria gay de Montreal, en Quebec, la vida gay es muy intensa, apacible y tranquila. El barrio se llama justamente el village (en francés). La calle Sainte-Catherine, que es peatonal en verano, ve cómo aumentan las terrazas y las parejas homosexuales pasean con sus hijos. La policía gay friendly circula en bicicleta y los musculados agentes son tan guapos que uno se pregunta si no los habrán destinado a este barrio aposta. En el frontispicio de los dépanneurs y los nettoyeurs —que son las palabras quebequesas para designar los supermercados y las lavanderías— ondean las rainbow flags. La vida gay, incluso aquí, está muy americanizada y, aunque hablen francés, los Second Cups se parecen como gotas de agua a los Starbucks. En los bares, la música es anglosajona y las pantallas de plasma difunden imágenes estadounidenses. Para encontrar una mayor diversidad, hay que ir hasta el metro Berri, al sur de Sainte-Catherine. Aquí es donde se ha instalado la contracultura: hay gays que han venido a parar aquí, into the wild: lesbianas punk; heteros que han leído demasiado En el camino; todos sin domicilio fijo. Uno de ellos, al verme tomar notas en un cuaderno, me pregunta con un acento francés que no puede con él: «¿Es usted de la policía?». Yo contesto: «No, soy de París».

Hay otros gayborhoods que se han desarrollado según el modelo del village. Es el caso, naturalmente, del Marais de París, alrededor de la Rue Sainte-Croix-de-la-Bretonnerie, del Soho de Londres, alrededor de Soho Square, y de Old Compton Street, pero también del barrio gay de Bruselas, cerca de la Grand-Place (Rue du Marché-au-Charbon) o del barrio de Chueca en Madrid.

Chueca es un barrio dinámico y mixto, en pleno centro de la ciudad, donde los gays han ocupado todas las vinotecas y los bares de tapas de la plaza. En invierno se instala un mercado de Navidad en la plaza, y los gays se refugian en la Bohemia, el Bebop o la cervecería Verdoy, donde la gente se encuentra sin quedar. En verano, la plaza es un auténtico teatro LGBT al aire libre, efervescente y multicolor. El puesto de helados, que en diciembre da un poco de pena, se ilumina; y las tiendas de alimentación, atrincheradas cuando hace frío, se abren a la plaza con su exposición de frutas para atraer al cliente. En invierno, la noche no se acaba nunca, mientras que en verano es tan corta que la gente queda a medianoche para cenar y decidir qué va a hacer después.

Como en el Greenwich Village, varias librerías gays se han convertido en tiendas de souvenirs LGBT: toallas de baño con el arco iris, sextoys más o menos en erección y hasta chupa-chups gays sugerentes. Y naturalmente películas —los DVD de la serie televisiva Queer as Folk se venden como rosquillas— y filmes pornográficos. En una de esas librerías, A Different Life (con su nombre escrito en inglés), encuentro un toro de todos los colores del arco iris: en Chueca se es español y gay a la vez.

 

En los países emergentes, los barrios gays tienden a adoptar el modelo del cluster. Menos históricos y más funcionales, los gayborhoods responden a una prioridad de convivencia y a veces de seguridad. Es el caso de Ipanema, en Río de Janeiro, o cerca de la plaza Arouche, en São Paulo. En estas dos ciudades brasileñas, hay muchos bares en un espacio relativamente pequeño. Los gays evitan los lugares más turísticos, como la playa de Copacabana de Río, donde, excepto un pequeño booth con el nombre de Rainbow Pizzaria situado frente al Copacabana Palace, lo que domina es la heterosexualidad. En cambio, en la playa de Ipanema, a la altura de las calles Visconde de Pirajá y Farme de Amoedo, los gays brasileños se reúnen en masa. Allí se paran a tomar vitaminas o sucos, esos zumos exóticos tan frescos, compuestos a menudo por frutos amazónicos desconocidos en Europa. En el bar Tônemai, en Ipanema, y, durante toda la noche, en el inmenso club 1140 (en una zona rodeada de favelas al noroeste de Río), los gays asumen su poder económico y político. En plena ascensión social, están orgullosos de pertenecer a la famosa «clase C» brasileña emergente, a ese ambiente popular convertido en clase media «creativa» del presidente Lula. Y en los bares de la calle Vitória en São Paulo, donde incluso en invierno es verano, se ve en los televisores gigantes de pantalla plana —que han invadido, como en todas partes, los locales gays desde hace diez años— los partidos de fútbol, como si la homosexualidad se hubiera banalizado totalmente. «Nuestra verdadera capital es São Paulo, que es la capital gay por excelencia de Brasil. Río de Janeiro es la ciudad de los turistas, el escenario gay es más pequeño, está concentrado en Ipanema y es más conservador. Es una ciudad gay de fachada. La verdadera capital gay es São Paulo», me dice André Fischer, el fundador del principal sitio web gay brasileño, MixBrazil. Así pues, el ambiente gay resume, a su manera, la globalización del país: en él se ve emerger a Brasil, líder incontestado de América Latina, con su nueva riqueza y su diversidad.

En Ciudad de México, el gayborhood se concentra en la Zona Rosa, cerca de la estación de metro Insurgentes. Los gays mexicanos pasean de la mano y hay muchos locales, sobre todo bares, en las calles Amberes, Florencia y Génova. Los seis cafés Starbucks, los restaurantes y las librerías también son gays, no les queda otro remedio. Aquí, los gays miran hacia el norte —Estados Unidos— más que hacia América Latina. Los nombres de los bares son significativos, casi todos en inglés: Pride, Black Out, Play Bar, Rainbow Bar, 42nd Street…, aunque también están La Gayta, el Macho Café o el bar Papi, más locales. «En este barrio estás seguro», me dice Alejandro, un mexicano que está comiéndose un plato de frijoles en la librería gay friendly El Péndulo. «En este barrio, si gastas, todo el mundo te acoge bien. En otros lugares de México, los gays no son recibidos con el respeto que merecen».

Sin embargo, en Ciudad de México existe un segundo cluster, en lo que se llama el Centro Histórico, alrededor de la calle República de Cuba. Allí los bares son más recientes y más populares. Con frecuencia se trata de karaokes, que aquí llaman «canta bares», y de cantinas, una especie de cabarets, muy masculinos, que sirven platos económicos y mucho tequila. En el Viena, por ejemplo, donde se entra como en un saloon de cowboys, se baila salsa y se escucha a Gloria Estefan, Luis Miguel y Lucía Méndez (una top model y actriz de telenovela que también es cantante). En el bar Oasis hay un concurso de canto con arias famosas de Lucia di Lammermoor de Donizetti. Los gays llevan sombreros mexicanos, como Julio, que se pone a cantar a su vez y cosecha un gran éxito eligiendo la música mexicana tradicional: la ranchera. En el salón El Marrakech, se escucha una mezcla de música anglosajona y mexicana, mientras en una gran pantalla van proyectándose imágenes de la película underground Pink Flamingos con la extraordinaria Divine. Fuera, hay vendedores callejeros que ofrecen cigarrillos a cuatro pesos la unidad, lo cual da una idea de la pobreza del barrio.

La clientela más pudiente de México termina la noche en las espectaculares discotecas de los barrios de la Condesa o del paseo de Las Palmas, un enclave adinerado, donde están las tiendas Vuitton y Cartier. Allí, para la velada Envi, aparecen centenares de gays disfrazados. Ahí viene Luis XVI, que acaba de ser guillotinado; más allá, una novia con una cola de tres metros de largo; y allí, una lesbiana transformada en pintura de Frida Kahlo, la célebre artista mexicana. Animales de todas las especies y drag queens de todos los sexos. Y de pronto, Ricky Martin, más auténtico y más guapo que el de verdad. Viendo toda esa fauna exótica, me digo a mí mismo que el Pigalle gay de los locos años veinte debía de parecerse a esto; México ha suplantado a Miami, a Madrid y hasta a París en lo que a sentido de la fiesta se refiere. El despertar de México y de Brasil como países a la vez emergentes y gays es un importante punto de inflexión.

Si uno busca en el mundo otros ejemplos de barrios gays que se han desarrollado siguiendo el modelo del cluster, tiene donde elegir. Los hay en Seúl, en el barrio gay de Itaewon, donde los bares están agrupados en dos callecitas paralelas en pendiente. En Roma, en la calle San Giovanni in Laterano, cerca del Coliseo, el bar Coming Out se ha constituido en símbolo nacional italiano desde una violenta irrupción de los carabineros. Como por solidaridad, todos los demás cafés se agrupan a su alrededor formando un cluster. De manera más fluctuante, y más discreta, encontramos un minúsculo barrio gay en Nápoles, alrededor de la magnífica plaza Bellini, cerca de la estación de metro Dante. Apodado «piccolo ghetto» por los napolitanos, se trata de un cluster diminuto, casi una colonia. Otra colonia es la ciudad balnearia de Puerto Vallarta, al oeste de México, en el Pacífico, donde los gays se instalan en verano.

En Colombia, uno de los países de América Latina donde las desigualdades son mayores, Bogotá ofrece un ejemplo de dualidad entre un cluster gay popular, barato, pero poco seguro (alrededor de la avenida Primero de Mayo), y un barrio revitalizado y elegante, típico del modelo alternativo artístico (Chapinero). En los bares del primero, descubrimos una cultura gay muy popular: los homosexuales bailan salsa, merengue, vallenato y, como en toda América Latina, el reggaeton. En el Punto 59, un bar gay del barrio de Chapinero de Bogotá, incluso veo a gays bailando rancheras mexicanas, todos con grandes sombreros. Es allí donde está la célebre discoteca Theatron, uno de los mayores complejos gays de América Latina, con una decena de bares repartidos en varios pisos donde cada fin de semana se agolpan millares de personas. Abierto desde hace diez años, el local está vigilado a causa de la inseguridad endémica en Colombia y la entrada es cara (25.000 pesos, o sea, unos diez euros). Una vez pasados los distintos controles, uno se halla en una zona gay totalmente libre. En la planta baja están las grandes discotecas clásicas. Ya en el segundo piso, se llega a un inmenso patio al aire libre, un verdadero decorado de telenovela de cartón piedra. Hay una decena de casitas coloreadas e iluminadas, donde se puede jugar al billar, participar en un karaoke pasado de vueltas, bailar al son del reggaeton local o sentarse en un café más tranquilo. Los gays ironizan a veces acerca de este club bohemio y burgués tildándolo de símbolo de la maricocracia, una palabra peyorativa para describir el ascenso social demasiado rápido de los gays.

Para encontrar un barrio gay construido en forma de strip (a cada lado de una carretera), podemos ir a Singapur, donde a ambos lados de Neil Road se ha desarrollado un gayborhood relativamente libre en un país que, a pesar de todo, sigue siendo autoritario y homófobo. En cuanto al sprawl, donde lo que prima es la dispersión más que la agrupación, es un término estadounidense demasiado ligado todavía al desarrollo específico de los suburbios de Estados Unidos. En muchas otras capitales, se trata más bien de una dispersión dentro de la misma ciudad, y no en la periferia. Hong Kong es un buen ejemplo: los bares están diseminados por todas partes en esa ciudad china especialmente gay friendly.

También es el caso de Buenos Aires, en Argentina, que es la capital gay de América Latina, donde ya no hay realmente un barrio específicamente gay, puesto que casi toda la ciudad es gay friendly.

En Ámsterdam descubrimos una singularidad, destinada sin duda a expandirse: la multiplicación de los clusters. Existen, en efecto, varios pequeños clusters, esparcidos a su vez por las diferentes calles de la ciudad (en Warmoesstraat, Spuistraat, Reguliers-dwars, Zeedijk y Kerkstraat). «Antes los gays tenían tendencia a agruparse; hoy, como la homosexualidad se ha hecho tan común, los gays se dispersan por la ciudad. Es uno de los efectos inesperados de la tolerancia y la aceptación. En Ámsterdam, las calles gays se mezclan con el resto de la ciudad y los jóvenes homosexuales, bien tolerados en todas partes, a veces son reticentes a encerrarse en los bares demasiado marcadamente gays y prefieren ir a los bares simplemente gay friendly, es decir a todos», constata con un poco de nostalgia Boris Dittrich, el célebre diputado neerlandés que en 2001 consiguió que se aprobase el matrimonio para todos, y a quien entrevisto en Ámsterdam. Dittrich añade con ironía: «En Ámsterdam, paradójicamente, son más bien los heteros los que tienen su gueto en el Barrio Rojo».

Más llamativo aún, y también caracterizado por el sprawl, es el ejemplo de Tel Aviv. Hace unos años, había un barrio gay alrededor de la calle Basel; hoy los locales están más desperdigados. El bulevar Rothschild, una arteria de moda de la ciudad, reúne unos cuantos locales gay friendly, y allí he visto a muchas parejas gays paseando con sus hijos, así como a religiosos judíos ortodoxos gays (un fenómeno nuevo que, sin embargo, no se da en Jerusalén, una ciudad menos friendly). Con todo, el Ministerio de Turismo israelí y la ciudad de Tel Aviv unen sus esfuerzos para atraer a los turistas LGBT europeos y americanos. Han multiplicado las campañas, con folletos homoeróticos y vídeos gay friendly para convertir Tel Aviv en un «destino de vacaciones ideal para los gays». Esta operación de marketing, conocida con el nombre de «Brand Israel», está destinada a mejorar la imagen global del Estado hebreo como un país moderno, joven y abierto. Y es efectivamente lo que constato en Tel Aviv. Me sorprende el gran número de cafés gay friendly. Otra singularidad local: la importancia de los establecimientos diurnos. Son locales de vida, no locales para ligar como los bares de noche; allí se reúnen los grupos de amigos, independientemente de la sexualidad de cada uno. Todo aquí es muy fluido y muy móvil. En Tel Aviv, los gays parecen estar a sus anchas en todas partes y bien integrados. Han abierto bares y clubs (avenida Frishman, calle Ben Yehuda, en el barrio de Florentine, y también cerca del parque Gan Meir). En todas partes parece que los cafés y los restaurantes gays estén cambiando constantemente de propietario y de nombre, lo cual da una impresión de mucho turnover. Pero parece que esta bulimia no obedece tanto a las prácticas gays como a los precios del mercado inmobiliario y a las leyes del negocio. En cuanto a las fiestas gays, a menudo se organizan en locales heterosexuales y, de una semana a otra, cambian de decorado y de dirección. «De hecho, la vida gay en Tel Aviv es muy dispersa, como si a medida que la homosexualidad va estando más aceptada en Israel los locales gays fueran saliendo del gueto y disolviéndose en la ciudad», me dice en Tel Aviv Benny Ziffer, redactor jefe de Haaretz, el principal diario israelí. ¿Tolerancia frágil? El Youth Bar, un café de la calle Nahmani de Tel Aviv frecuentado por jóvenes gays, sufrió en 2009 un atentado (no reivindicado), que provocó dos muertos y seis heridos graves. Iba deliberadamente dirigido contra la comunidad gay.

De Buenos Aires a Tel Aviv pasando por Ámsterdam y Londres, parece que se va dibujando una regla: cuanto más gay friendly es una ciudad, más se disgrega la vida gay y se disuelve en el tejido urbano; cuanto más frágil es la tolerancia, más tiende la vida gay a agruparse en villages y clusters.

Finalmente, existen modelos singulares característicos de un lugar concreto. Es el caso del verdadero «gueto», como el barrio de Silom en Bangkok, donde hay dos callecitas, Silom Soi 2 y Silom Soi 4, que son verdaderos enclaves gays nocturnos, cerradas y superprotegidas (para entrar en el barrio hay que pasar por detectores de metal). Muy diferente es el modelo del Red House en Taipéi, la capital de Taiwán: situado al oeste del centro de la ciudad, cerca del río Danshui, es una plaza en la que hay un antiguo teatro reconvertido en centro cultural local, rodeado de una muralla de dos pisos donde han abierto, la mayoría al aire libre, una cincuentena de bares gays. En este enclave, a la vez céntrico y aislado, centenares de gays pasan de un café a otro, todos en bermudas, Converse y camiseta Abercrombie & Fitch (el clima es casi tropical y muy húmedo). En el Sol Café, el Paradise, el Gaydar o el Café Dalida, la música es a la vez taiwanesa (boy bands locales), china (pop mandarín) y anglosajona (Coldplay y Rod Stewart, por ejemplo, las noches en que yo estuve). De un bar al otro, a través del patio, las músicas se repiten y se mezclan, con el consiguiente riesgo de cacofonía, sin complejos ni un verdadero eje de programación. Las rainbow flags están por todas partes y los taiwaneses parecen tan identificados con este emblema gay como con su bandera nacional, que también ondea en los bares gays (la de la República de China, roja con un magnífico sol sobre fondo azul), dos símbolos de una libertad todavía frágil. Entre dos bares, vemos a los vendedores ambulantes que ofrecen, en sus pequeños puestos, artesanía taiwanesa, comida rápida o excelentes variedades de té Oolong. En el primer piso están los salones de peluquería y manicura y las tiendas de tatuajes. Un poco apartados, hay un karaoke y un Bear Bar, para los gays bears, a los que aquí denominan graciosamente «pandas». En esta otra China —la República de China—, la vida gay parece muy americanizada. En letras inmensas, en la fachada de un café, está escrito en inglés: «Happy Gay Life in Taiwán».

 

El american gay way of life parece dominar en todas partes. No obstante, cuando uno se fija, le sorprenden las singularidades nacionales, regionales y locales. Dentro mismo de Estados Unidos, hay diferencias sorprendentes. Por ejemplo Chicago, cuyo barrio de Lakeview, apodado Boystown, ofrece un concentrado caricaturesco de la vida gay made in USA. Basta, sin embargo, pasarse una noche por el Charlie para cambiar de mundo. El bar está situado en North Broadway, cerca de Halsted Street, y conoce actualmente un gran éxito gracias a sus line dances. Son unos bailes de cowboys en los que los hombres se ponen en fila, cara a cara, y se desplazan juntos siguiendo un ritmo sincopado de música country. Es muy impresionante. También he visto estas line dances en varios bares gays de Austin, Detroit y en el Zippers de Church Street, en Toronto. Allí, los homosexuales rompen con la cultura gay globalizada para permanecer fieles a músicas y tradiciones locales a través de una multitud de variedades y estilos: madison, San Francisco stomp, cowboy boogie, nutbush y macarena.

Lo mismo ocurre en Buenos Aires, donde existen veladas gays totalmente basadas en el tango. Es el caso de La Marshall de la avenida de la Independencia, en el barrio de San Telmo. Allí, varias veces por semana, los gays se encuentran para perfeccionar su técnica. La noche en que yo estuve, el profesor se concentraba en el arte de colocar un pie entre las piernas de la pareja y ayudarlo así a pivotar. Hay mucha proximidad física entre los bailarines, y el tango homo aún es más provocativo que el hetero. Los fines de semana, las parejas gays pueden exhibirse en público en los clubs, como El Beso o Casa Brandon, y mostrar sus progresos y sus proezas. Más que la música disco, o incluso que el rock, el tango se baila en pareja: abrirlo a las parejas gays es por tanto una revolución simbólica en Argentina. De ahí que esta recuperación por parte de los gays de una moda que tiende a desaparecer entre el gran público argentino sea más fascinante todavía.

En un bar gay, el Ye Shan Teng, en Nanjing (una gran ciudad china entre Beijing y Shanghái), observo que los gays juegan al shai zi(1), un juego de dados en el que quien pierde debe beberse de un trago una copa de alcohol muy fuerte. Los otros van tomando sorbitos de una cerveza local mezclada con agua. «En este país todo está adulterado, todo está corrompido, incluso la cerveza», me dice Shaohua, uno de mis acompañantes. Allí no hay música de Estados Unidos, sino una música pop contemporánea en mandarín, con algunas canciones taiwanesas, como las de la cantante Huang Xiao Hu. Y cuando llega la hora del espectáculo de travestis, los artistas se mueven al son de una melodía clásica de la ópera de Beijing, una canción de emperador de una dinastía muy antigua y algunos estribillos famosos de Bollywood, detrás de pesados maquillajes. «¡Odiamos esto! ¡Estamos hartos de estos espectáculos rancios! ¡Lo que queremos ver en el escenario son hombres musculosos, hombres de verdad! ¡No travestis!», se lamentan, uno tras otro, Shaohua, Lu, Robin y Shan, cuatro estudiantes que me acompañan ese día. A pesar de todo, al final de la noche, esos estudiantes suben al escenario uno tras otro para entonar su cancioncilla y participar en el karaoke chino, lejos de Estados Unidos y de la virilidad yanqui.

Las singularidades locales son curiosas. En el Eddy’s Bar de Shanghái, en el cluster gay de Tian Ping Road, hay muchísimos budas. En el Shanghai Studio, a dos pasos, un antiguo refugio antiatómico en el que se entra a través de un dédalo de corredores alumbrados por farolillos en forma de bola, abigarrados e ignífugos, tiene lugar una Dragon Boat Party. Y en el barrio de Shinjuku en Tokio, a la vez gueto y barrio fluido, al mismo tiempo dispuesto a lo largo y a lo ancho, donde un centenar de pequeños bares se entremezclan en los pisos de los edificios, lo que hay es un modelo extraordinariamente original y maravillosamente japonés. Menos global que nacional.

En Buenos Aires como en Bogotá, en Río y en México, en Beijing y en Singapur, e incluso en Yakarta, Mumbai, Estambul y Johannesburgo, he seguido a esos gays que, a la vez que están americanizados y globalizados, desean mantener la llama de una cultura gay local, ajena a la aceleración y a la globalización. Los gays tal vez entren en la globalización, las capitales gays se americanicen, las clases medias gays emerjan a toda velocidad, pero la homosexualidad sigue viviéndose a menudo de forma muy local. Está impregnada de cultura nacional y de especificidades regionales. Los gays son a la vez globales y locales. Esto prueba que existen liberaciones gays no americanas, singulares y nacionales.