Cuando conocí a Margaret yo vivía en uno de los apartamentos del sótano. El alquiler era razonable y el lugar era mejor del que habría podido permitirme de otro modo. La vista desde mi apartamento era interesante, aunque no ideal: zapatos y a veces parte de una pantorrilla, perritos y hasta un tercio del cuerpo de los niños pequeños. Aprendí a reconocer a mis visitantes por sus zapatos. En aquella época las únicas personas que venían a verme con regularidad eran mi hermana Bess, con sus espantosas sandalias de imitación de ante, y Margaret, que cambiaba de zapatos según su estado de ánimo.
Yo llevaba una extraña clase de vida subterránea en la que las diferencias entre el día y la noche no parecían importar demasiado. Los insectos y otras clases de bichos, que no se veían en las respetables plantas superiores, eran mis asiduos visitantes. Cuando la nieve se fundía, el apartamento se inundaba. El día destinado a sacar la basura, tenía que mantener las ventanas cerradas. El apartamento se negaba a calentarse y conservaba durante todo el año una temperatura de 8 grados. Incluso los inquilinos que vivían en el piso de arriba parecían mirarme con desconfianza. El vivir en el sótano me había convertido de algún modo en ese tipo que vive en el sótano.
Los únicos muebles que poseía los había robado de la universidad al licenciarme. En lugar de una verdadera cama tenía dos colchones individuales extralargos. Cuando dormía solo, apilaba un cochón sobre el otro. Y cuando venía algún huésped, los colocaba uno junto al otro y los unía. Durante el último año sólo había tenido como huésped a Margaret Mary Towne. En aquellos tiempos se llamaba Maggie.
A pesar de todos mis esfuerzos, los colchones nunca permanecían juntos. Por la noche se formaba siempre un misterioso espacio entre ellos. Maggie y yo acabábamos separados en esos colchones como los parias de una serie de la tele de los años cincuenta. Una noche se subió gateando a mi colchón. Dijo que tenía frío y a partir de aquel día siempre durmió en él.
Al día siguiente de haberse graduado Maggie (era de más edad que la mayoría de universitarios, ya que tenía veinticinco años), me desperté en medio de la noche y la encontré sentada en el hueco que había entre los colchones con las rodillas apretadas contra el pecho, sollozando. Su larga y lisa melena pelirroja le caía sobre el rostro. Le pregunté qué le pasaba y durante un largo rato no me respondió.
—Estoy maldita —dijo al fin.
—No, no lo estás —respondí—. ¿Por qué dices que estás maldita? —le pregunté lleno de curiosidad.
—Hay algo sobre mí que tú no sabes —insistió.
—¿Qué es, Maggie?
—Hay algunas cosas sobre mí que ignoras y cuando las descubras me despreciarás, estoy segura.
Le aseguré que no lo haría nunca y que en realidad la amaba.
—Yo no soy la persona que tú crees. Bueno, sí que lo soy, pero hay otras facetas mías que no conoces. Sólo lo soy en parte. Yo no soy como las otras mujeres.
—¡Oh, Maggie! —exclamé—. ¡Maggie! —En aquella época yo tenía treinta y un años y su dilema me parecía el adorable problema
de una veinteañera—. Maggie, todo el mundo se siente así después de graduarse.
Ella me escrutó desde detrás del velo de cabello. Negó con la cabeza y me fulminó con la mirada.
—Si el día de mañana las cosas cambiaran... Si cambiaran para mal, quiero decir... Este tiempo que hemos pasado juntos, estos meses han sido realmente divinos. Adoro este sótano. Adoro la vida que llevamos en él.
Me dio un beso en la frente con una actitud que a mí me pareció un poco condescendiente y por primera vez desde su emigración, durmió en la otra cama.
Durmió profundamente el resto de la noche, pero ya no pude volver a conciliar el sueño. Me quedé despierto, pensando en ella. Supongo que ésa había sido su intención.
Pensé en la Maggie del Commonwealth College en diciembre del año anterior. Habíamos hecho el amor una vez y yo no estaba seguro de si volveríamos a hacerlo. Al verme se echó a reír y me llamó. No esperó a que yo la viera primero.
—Me alegro de haberme puesto mis mejores botas —dijo—. Cuando estaba saliendo de mi habitación llevaba los zuecos de invierno, pero decidí cambiármelos en el último momento.
Miré los zapatos que se había puesto. Eran de piel fina negra, acabados en punta y con tacón, no era un calzado adecuado para el frío
.—¿Éstas son tus mejores botas? —le pregunté. Ella se echó a reír.
—Comparadas con mis zuecos, sí. ¿No te parece? —Y volvió a echarse a reír—. Me he sentido como cuando una mujer sabe que va a toparse con su ex o con algún otro hombre atractivo que le gusta. No sabía que ibas a ser tú.
—Si lo hubieras sabido, ¿te habrías puesto las botas? —Ella ladeó la cabeza y sonrió perezosamente.
—Si lo hubiera sabido —dijo—, sí, me las habría puesto.
Esa perezosa sonrisa me volvía loco.
Maggie roncaba en el otro colchón y yo me puse a pensar en el día que le había dicho que la amaba.
«Te amo», le dije. Sonó el claxon de un coche mientras lo decía, sobreponiéndose a mi voz. No estaba seguro de si me había oído y tuve que repetírselo. «Te amo.»
Ella parecía perpleja o complacida (en el rostro de Maggie, siempre ligeramente impenetrable, estas emociones podían expresarse del mismo modo), pero no dijo nada. Al cabo de un rato se fue, bajó corriendo por las escaleras.
Unas seis horas más tarde, sonó el teléfono. «Te quiero», me dijo, y luego colgó.
Aquel lapso de tiempo, ¿era una buena o una mala señal? Si me hubiera respondido enseguida, sabría que lo había dicho de manera instintiva, algo que podía ser bueno o malo. Después de todo, si le disparas a alguien, esa persona intentará también dispararte a ti. Pero al haber transcurrido aquel espacio de tiempo, sabía que ella no lo había dicho sin pensarlo. Sabía que había estado considerando mi declaración de amor y la respuesta que me había dado durante una buena parte de las seis horas. Sí, había sido una larga deliberación la suya, pero al final tenía una buena razón para creer que Maggie era sincera.
Cuando le dije que la amaba estaba expresando una emoción que no sentía del todo en aquella época. Creo que más que nada deseaba oír su respuesta. O quizá sólo quería decírselo. A veces mentimos de manera optimista. A veces, decimos algo que no es cierto del todo con la esperanza de que se haga realidad. Esta vez funcionó, la amé durante aquel lapso de tiempo que ella había dejado pasar antes de responderme.
Desde la ventana del dormitorio podía ver que la acera adquiría un tono gris claro, signo de que era tarde o temprano, lo cual dependía del punto de vista elegido. Como sabía que aquella noche no podría volver a dormirme, me puse a pensar en Maggie en la cama y en que cuando nos conocimos también estaba tendida en una.
Antes de conocerla había visto su nombre (TOWNE, MARGARET M.) en una lista de nombres anónimos. Estaba matriculada en un curso obligatorio de filosofía del cual yo era profesor asistente. El semestre estaba a punto de terminar y aún no se había presentado para hablar sobre el curso ni una sola vez y ni siquiera se había preocupado de adquirir el material de estudio. Le dejé mensajes, le envié cartas, hice todas las cosas que se supone que un profesor asistente debe hacer. En aquella época la universidad abogaba por una política de «atención personal». En realidad, la universidad era una pequeña facultad liberal de letras en el seno de una institución mayor o alguna otra chorrada parecida. Aquella política significaba que se suponía que yo al menos tenía que conocer a TOWNE, MARGARET M. antes de suspenderla.
Ella vivía en un edificio de hormigón que tenía fama de alojar a los bichos raros de la universidad: los casados, los estudiantes de intercambio, los que habían hecho un traslado, los estudiantes «maduros» y otros especímenes parecidos. Todas las universidades tienen esta clase de dormitorios. Entré en el ascensor para ir a su habitación sin olvidarme de la fama del lugar.
En la planta de Margaret varios estudiantes extranjeros de quién sabe qué país celebraban una fiesta. Una chica en leotardos me ofreció un bol con una comida roja y burbujeante. Se lo rechacé amablemente, pero le pregunté si podía indicarme dónde estaba la habitación de Margaret Towne. Lanzando un suspiro señaló el final del pasillo.
Su nombre estaba escrito con tinta violeta en una pequeña pizarra que había en la puerta. La mitad de la parte superior de la «M» de Margaret y de la «e» de Towne habían desaparecido. La caligrafía era anticuada y precisa, como si quien hubiera escrito el nombre hubiera estudiado caligrafía (y probablemente nada más) en una academia de una sola aula. Me preparé para encontrarme con una de esas jóvenes ricas y veleidosas que tanto abundaban en la universidad.
Llamé y para mi sopresa la puerta se abrió de par en par. La habitación medía tres metros por dos, tres de las paredes eran de hormigón, parecía la celda de una prisión. Sólo había espacio para las dos camas individuales extralargas y poca cosa más. Sobre el bastidor de una de las camas había siete o más colchones amontonados. Y encima de esa pila de colchones se encontraba Margaret Towne. Su larga melena pelirroja estaba despeinada y ligeramente enmarañada. Tenía ojeras y parecía a punto de echarse a llorar o a reír, o quizá sólo estaba exhausta. [Jane, tal vez pienses que alguien que estuviera tendido sobre siete colchones se encontraría a una considerable altura, pero el grosor de los colchones de la universidad era ínfimo. Siete colchones de la universidad apenas equivalían a dos de cualquier otra parte del mundo.]
—Estoy tan cansada —dijo ella—. Me siento como si hiciera un montón de años que no hubiera dormido.
—Margaret, soy el profesor...
—Tú también pareces cansado —observó interrumpiéndome. Lo dijo de tal forma que casi sentí ganas de llorar.
—Lo estoy —respondí—. Estoy cansado.
—Si quieres puedes dormir aquí —me ofreció.
—¿En tu cama? —No daba crédito a lo que acababa de oír.
—Sí, en mi cama.
Y así lo hice. Esta clase de ofertas no se reciben cada día.
Me desperté a la tarde siguiente, un viernes. Ella me estaba mirando.
—¿Cómo has dormido? —me preguntó.
—Muy bien —bostecé—. Margaret, ¿por qué duermes sobre tantos colchones?
—Pensé que me ayudarían a dormir, pero no me ha funcionado —dijo levantándose de la cama—. Voy a cepillarme los dientes. Deseaba hacerlo antes, pero no he querido despertarte.
Me quedé acostado en la cama de Margaret, con la agradable sensación de haber dormido plácidamente. Me moví al centro y entonces fue cuando sentí... un bultito. Un pequeño y palpable bultito. Me levanté de la cama de un salto y levanté el primer colchón. Nada. El segundo. Nada. Y el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto. Nada, nada, nada, nada. Hasta que por fin levanté el séptimo, el que descansaba sobre el bastidor de la cama. Y fue entonces cuando descubrí... un bolígrafo. Un viejo bolígrafo Bic de tinta negra, ligeramente mordisqueado en el extremo, la clase de boli que adquieres en paquetes de diez por un dólar.
Ella volvió a entrar en la habitación y ladeó la cabeza.
—Estabas durmiendo sobre un boli —dije mostrándole el molesto objeto.
—Un boli —dijo ella y se echó a reír—. ¡Oh! —Me lo cogió y se lo quedó mirando durante mucho, muchísimo tiempo. Luego me besó, me dio las gracias y me besó de nuevo. Volvió encantada a la
cama y me invitó a tenderme a su lado. Y lo hice, Jane, lo hice.
—Margaret... —empecé a decir.
—Todo el mundo me llama Maggie —respondió—. Cuando dices Margaret me cuesta hacerme a la idea de que estás hablando conmigo. —Esbozó su perezosa y somnolienta sonrisa y se colocó de lado—. Me pregunto si este bolígrafo aún escribe.
—Probablemente no. Parece muy viejo.
—Puede que todavía escriba —insistió ella.
Como vi a dónde quería llegar, me levanté de la cama y busqué una hoja de papel. Para hacer que la tinta bajara, me puse a garabatear un descuidado signo del infinito.
—No escribe —dije al cabo de un minuto. El papel estaba empezando a rasgarse por la presión repetida de la punta del boli.
—Sigue intentándolo —dijo ella—. Por favor.
De modo que seguí intentándolo. Decidí trazar un corazón. Y después el alfabeto. Y después mi nombre. Fue entonces cuando el bolígrafo empezó a escribir. Al verlo Margaret se echó a reír.
—¡Qué feliz soy! —dijo—. No sé por qué, pero soy muy feliz.
—Miró el bolígrafo como si fuera la primera vez que viera uno. Y luego me miró a mí como si yo lo hubiera inventado—. ¿Es éste tu nombre? —me preguntó examinando mi obra.
—Así es —respondí.
—Me gusta. Me alegro de que te llames así. Es un buen nombre, inspira confianza.
—Gracias, supongo que es cierto.
—Parece que el bolígrafo es un buen signo. ¿Verdad?
Le di la razón.
Volvió a leer mi nombre y asintió con la cabeza.
—Tú eres el profesor asistente de «Razonamiento moral», ¿no es así? —me preguntó.
—Sí —admití con poco entusiasmo—. En realidad soy el ayudante jefe.
—Esta materia es una gilipollez, ¿no?
—Sí —asentí.
—Sí —repitió ella—. Y ahora por qué no vuelves a la cama.
Y entonces me acosté, pero mi corazón seguía despierto. Ella tenía esa forma de hacerte creer que eras el primer hombre que había descubierto aquella tierra.
La acera estaba adquiriendo un tono amarillento, una señal de que yo había estado despierto toda la noche. Me puse a contemplar a Maggie. Su melena pelirroja estaba esparcida por todas partes, tenía los ojos hinchados, un poquito de vello en el labio superior y respiraba de una forma horrible. Al instante deseé vivir el resto de mi vida con esta mujer, estuviera o no maldita. Nada de lo que pudiera suceder, nada de lo que pudiera decirme ni nada de lo que ella hubiera hecho o hiciera me haría cambiar de idea. Eran las cinco de la madrugada y estaba convencido de ello.
Maggie había dejado el dormitorio de la universidad la semana anterior. Las cajas con sus pertenencias estaban alineadas junto a las paredes de mi habitación. (No sé cómo había podido meter tantas cajas en aquella celda de tres por dos.) Sobre la caja con una etiqueta que ponía MARGARET TOWNE-VARIOS había, entre otros materiales
de embalaje, un gran ovillo de cordel y un cuchillo. Me levanté de la cama y corté un trozo de cordel de unos ocho centímetros. Luego volví a la cama y me puse a contemplar a mi chica tendida desnuda sobre las sábanas.
Una de sus piernas estaba doblada y la otra estirada, pero ambos caminos llevaban al mismo lugar: a una pequeña colina cubierta de hierba de tonos amarillos y marrones como el trigo, que ocultaba un pozo. (En aquellos tiempos me gustaba imaginar que sólo yo conocía la ubicación del pozo.) Y más allá se extendía la llanura de su vientre: liso, vasto, suave y no del todo plano. Al otro lado de la llanura se erguían dos pequeñas colinas de lo más encantadoras. Y su cuello era un estrecho y blanco camino entre aquellas encantadoras colinas. Tenía los ojos cerrados, pero yo sabía que algunas veces eran de color marrón, y otras, de color dorado, según la luz. Olía a manzanas, sus mejillas resplandecían como dos antorchas y su cabello pelirrojo tenía el color de las desgastadas tejas de un tejado español. Y toda esta tierra sería mía, pensé mientras le ataba el cordel alrededor del índice y remataba mi obra con un lacito.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó medio dormida.
—Es para no olvidarme.
—¿Olvidarte de qué? —dijo.
—De lo que quiero recordar.
—Entonces, ¿por qué no te lo atas en tu mano?
—Vuelve a dormirte. Mañana nos espera un largo día.
Ella se puso boca abajo. Al cabo de un segundo se colocó de lado y me sonrió.
—Te he hecho un hueco —dijo—. Si quieres, puedes meterte
en él.