Pero en mi método había cierta astucia que Lang, con su facilidad para la empatía, descubrió de inmediato, ya que no era su juventud la que repasábamos, sino también la mía y la de cualquiera que hubiera nacido en los años cincuenta en Gran Bretaña y madurado durante los setenta.
Robert Harris, The Ghost
Soy vasco, y llego con recelo y cautela a un terreno tan espigado que ya no quedan ni los rastrojos. Así, parafraseando e invirtiendo el sentido de la primera frase de la tesis doctoral de Unamuno, me habría gustado empezar y así empiezo, cambiando por vasco el etnónimo vascongado que él utilizó en 1884. Hay algunos que desaprobarán este cambio. Hay muchos más a los que parecerá inaceptable que me defina como vasco. A los primeros les diría que aferrarse a un término en desuso es legítimo, pero a veces roza la cursilería. El propio Unamuno dejó de presentarse como vascongado y pasó a hacerlo como vasco sin dar explicaciones. A los segundos, que no se piquen. Después de todo, se trata de lenguaje figurado, no denotativo. Si alguien me ofreciera una definición de vasco en la que esté de acuerdo no ya la totalidad, sino el cincuenta por ciento de los que creemos serlo, me lo pensaría más. En rigor, tendría que haber dicho «soy bilbaino», así, en trisílabo y sin acento ortográfico, que es como le gustaba decirlo y escribirlo a don Miguel. Me sentiría más autorizado para meterme en este embrollo. Pero tampoco estaría muy seguro de haber sido todo lo veraz que debiera. Es cierto que nací en Bilbao, con más antepasados bilbaínos —o bilbainos— a mis espaldas que Unamuno, aunque los suyos y los míos llegaron a la ciudad por las mismas fechas, durante la primera guerra civil verdaderamente española. Ahora bien, la vecindad es lo primero que se pierde cuando uno cambia de paralelo o meridiano. Unamuno murió en salmantino y yo probablemente lo haré en madrileño o en complutense, quién sabe. Todo antes que morir en Bilbao, como decía Blas de Otero.
Los títulos alegados hasta ahora, por tanto, no valen gran cosa, salvo por lo que después diré. No poseo otros ante la vasta legión de la unamunología —ciencia tan legítima como la cocotología inventada por don Miguel— que, si no ha descrito ya hasta el mínimo documento autógrafo que aquél produjo, es porque escribió más que el proverbial Tostado. Todos y cada uno de los legionarios —da risa sólo constatarlo— tienen bastante más meritos que yo, aunque los suyos sean entre sí desiguales (unos escriben muy claramente, otros la lían en cuanto aprietan la primera tecla; unos interpretan con acierto y agudeza lo que les sale al paso, otros ni se enteran de qué va). En justicia, habría debido rendirles el homenaje de una mención por cabeza, pero, a estas alturas, la nómina triplicaría —y creo que me quedo corto— la extensión de aquella bibliografía unamuniana de Pelayo Hernández que tan útil nos fue a los de mi generación. Ruego a los que no aparecen en el texto ni en las notas —ni, por descontado, en la bibliografía— que me disculpen. Los admiro a todos y agradezco sus esfuerzos, en particular los de quienes han dedicado sus vidas o los mejores años de las mismas a estudiar la de Unamuno y a intentar explicarnos su obra, siguiendo en ello el ejemplo de éste, que nunca se ocupó de las de otro autor salvo en contadas necrologías. Unos y otro, sobra decirlo, me han ahorrado mucho trabajo.
En cuanto a mis incursiones hasta la fecha en los aledaños de la especialidad, han sido tan escasas que me avergüenza enumerarlas. Para mi sorpresa, resultan ser más de las que creía: acabo de descubrir, gracias a un libro reciente de Carlos Barriuso, que publiqué un artículo del que ni el título me suena, y una de cuatro, o era tan horroroso que procuré olvidarlo; o jamás me llegó la publicación que lo recoge, disolviéndose su recuerdo en la nada; o lo escribí y lo envié en trance extático, o, lo más probable, el artículo es obra del mismo impostor que se atribuye esta biografía. Del propio Unamuno, sólo he dado a conocer una carta a su primo Telesforo de Aranzadi que me proporcionó la familia de este último. Eludí hábilmente consagrar mi tesis doctoral a su etapa de juventud, como pretendía mi director, Carlos Blanco Aguinaga, convirtiéndola en un estudio de los autores vascos que Unamuno leyó en su adolescencia. En fin, incumplí la promesa que en su día hice a Nuria Amat de escribirle una biografía de don Miguel para la misma colección en la que aparecieron otras de Pla y de Borges a cargo de mis amigos Arcadi Espada y Fernando Savater, respectivamente. Y es que no había dado aún con la fórmula.
Ésta, en realidad, es muy simple. Consiste en recurrir a la propia experiencia biográfica para saber qué es pertinente contar del biografiado y cómo hacerlo. No voy a jactarme de haberla alcanzado subiéndome a mis hombros. La encontré casi completa en un best-seller de Robert Harris, The Ghost, que inspiró un mediocre thriller de Polanski, y saqueaba a su vez un manual para negros (ghostwriters), es decir, para escritores de obras que otros firman: Ghostwriting, de Andrew Crofts. Uno de los consejos que dicho manual da a los escritores de memorias ajenas es que contrasten continuamente el relato autobiográfico oral o escrito del autor nominal con su propia memoria (la del autor real), de modo que el texto resultante represente una solución de compromiso entre la memoria del primero y la intuición analógica del segundo, derivada del conocimiento directo de las trampas y justificaciones piadosas de su memoria tácita. Eso me sacó del atasco. Si vale para las memorias, me dije, ¿por qué no para las biografías? ¿Es que hay una diferencia tan radical entre escribir la biografía de alguien y la de escribir, por encargo, sus memorias? Alguna hay, desde luego: el uso de la primera persona, por ejemplo, implica en éstas una subjetividad ausente en la biografía. Pero eso es en gran medida ilusorio, porque también en la biografía se pone en juego otra subjetividad, la del autor, por más que la convención establecida exija ignorarlo. En el fondo, la situación es bastante parecida: en ambos casos, alguien escribe una vida ajena. Cierto que, en el de las memorias, es el cliente del negro, o su secretaria, o ambos a la vez, como en The Ghost, quienes imponen lo que debe o no debe ser contado. Pero la novela de Harris trata precisamente de cómo se las arregla el autor real de las memorias (uno de ellos, porque los negros aquí son dos) para que la verdad excluida prevalezca en el texto. Y nada impide pensar —aunque sea un supuesto solamente teórico que rara vez, si alguna, se cumple— en un comitente que reclame para sus memorias un rigor biográfico absoluto, o sea, que nada importante quede en el tintero.
Es obvio, por otra parte, que el método aconsejado por el susodicho manual nunca será asumido por un biógrafo académico, que persigue —por definición— la objetividad exhaustiva. Parece más bien destinado a mercenarios desaprensivos, dispuestos a amañar lo que haga falta para halagar el gusto de patrones sin escrúpulos. No es así, sin embargo, sino precisamente al revés. De hecho constituye el método implícito de cualquier escritor responsable que, ante el reto de escribir una biografía, sabe que no todo lo que el sujeto dice de sí mismo o lo que cuentan de él tiene que ser necesariamente incluido en aquélla, y que se debe hacer un uso prudente y selectivo de la documentación acopiada. Se trata, en suma, de un protocolo de control, que, por cierto, ya había sido utilizado con brillantez en sus libros sobre Unamuno por Luciano González Egido, autor de esa joya de la prosopografía unamuniana que es Agonizar en Salamanca.
González Egido es, ante todo, un excelente escritor, y para comprobarlo basta acercar la lupa al mencionado título, que, prescindiendo de su admirable construcción poética —consta de dos pentasílabos perfectos, el primero de ellos agudo, separados por una pausa prosódica—, evoca a un tiempo los del histórico documental de Frédéric Rossif sobre la guerra civil española, Mourir à Madrid (1962), y el de uno de los ensayos mayores de Unamuno, La agonía del cristianismo (1931), además de jugar con el de la traducción española de As I Lay Dying (1930), la famosa novela de Faulkner [Mientras agonizo]. No hay duda de que a González Egido no le perjudicaron en su acercamiento a la figura y obra de don Miguel ciertas afinidades biográficas con éste: su condición de salmantino y el consiguiente conocimiento de la historia e intrahistoria de la ciudad; el hecho de haber estudiado Filología y enseñado durante varios años en la Universidad de Salamanca y, no menos significativo que todo esto, el de haber abandonado la filología por la literatura. Como González Egido, y sin presumir de semejanzas intelectuales ni morales con Unamuno (pues sería difícil encontrar alguien más distinto a mí), yo también he intentado sacar partido de algunas coincidencias entre mi biografía y la suya: el hecho de haber nacido en Bilbao, a pocos metros de la casa de la calle de la Cruz donde él vivió (desde el mirador de mi casa natal veía, como él desde el suyo, la antigua plazuela del Instituto, aunque ya sin el edificio que le dio nombre); haber asistido de niño a un colegio situado en un caserón del Casco Viejo que, si bien no era el mismo en el que Miguel estudió las primeras letras, se llamaba, como aquél, de San Nicolás; haber aprendido el vascuence en solitario mientras atravesaba un sarampión nacionalista en mi adolescencia; haberme enamorado, no ya de una, sino de algunas chicas vascas; haber traspuesto la peña de Orduña en tren, cantando zorcicos de Iparraguirre, camino de una ciudad lejana para estudiar en su universidad; haber afrontado crisis religiosas muy parecidas a las suyas de mocedad, haber dejado de ir a misa en edad parecida, haber sufrido ataques de ansiedad en la mediana, haber creído y militado en el socialismo conservando una tendencia platónica al anarquismo, haber estudiado Filología, haberme doctorado con una tesis sobre la inconsistencia histórica de la mitografía vasquista, haber hecho cinco oposiciones a plazas de instituto y universidad (al contrario que él, yo las saqué todas), haber terminado como catedrático en una antigua universidad de Castilla, haber descuidado la filología por el periodismo y la literatura, caer tan antipático como él a los nacionalistas vascos y, sobre todo, no haberme podido quitar de encima su sombra, cuando, la verdad sea dicha, me he sentido siempre más cercano a Baroja, los Machado, Menéndez Pidal y Ortega, por mencionar sólo a algunos de sus contemporáneos.
Aunque esto último es cierto, también lo es que a Unamuno lo he leído con asiduidad y fruición, irritándome a menudo y con regocijo otras veces. Nunca me ha aburrido, y creo que el «músico callado contrapunto» de la lectura prolongada equivale a una conversación en cadena perpetua. Creo también que, de habernos conocido y tratado directamente, no habríamos sido lo que se dice amigos. Salvo de un par de ellos, Unamuno exigía de los suyos una adulación constante, y yo, más por pereza que por otra cosa, rehúyo las amistades que requieren darle de continuo al botafumeiro. Pero el roce cotidiano produce cierta ilusión de amistad, y algo parecido es lo que me pasa con don Miguel, como a los neoyorquinos con Spiderman, su amigo y vecino. En el fondo, Unamuno y yo somos del mismo barrio, un barrio más importante que Manhattan, sobra decirlo. Y acaso tal circunstancia explique algunas libertades que me he tomado, raras en las biografías convencionales y totalmente desusadas en las unamunológicas. Por ejemplo, en el tratamiento de la cronología. Los años de Unamuno se reparten por igual entre el siglo XIX y el XX, lo que exigiría una distribución equitativa de las páginas del texto entre ambos. Yo he dedicado bastantes más a la primera mitad de su vida que a la segunda, quizá porque el XIX es para mí un terreno más conocido, quizá por un afán de compensar lo que ha sido norma en las biografías anteriores, mucho más prolijas al tratar del novecientos; o quizá por atenerme en exceso a mi propia percepción del tiempo, que, de los cincuenta en adelante, corre que te mata.
El lector juzgará, a la vista de los resultados, si éste ha sido un procedimiento acertado o un disparate sin remedio. Sólo me resta agradecer la confianza que pusieron en mí Javier Gomá Lanzón, Juan Pablo Fusi y Ricardo García Cárcel cuando me encargaron el libro para una colección de biografías de españoles eminentes auspiciada por la Fundación March; la de mi editora y sin embargo amiga, Inés Vergara, y la de José-Carlos Mainer, que me avaló ante todos ellos afirmando que yo les debía un Unamuno (a José-Carlos, salvo dinero —y no afirmo esto último con total seguridad—, le debo de todo, aunque él lo niegue con la generosa elegancia de un gran maestro). A Mariano Esteban de Vega y a Ana Chaguaceda les doy las gracias por sus intentos de alistarme en la legión de don Miguel —no la de san Miguel, no confundamos—, para la que no reúno dotes, aunque siempre será grato visitarlos en la Académica Palanca, y a Regino García-Badell y a Stephen G. H. Roberts, por haber accedido a leer el borrador y señalarme sus abundantes errores (los que quedan, son de mi exclusiva responsabilidad). Y, en fin, a Mira y a Íñigo les ruego que perdonen mi ensimismamiento, durante las vacaciones dálmatas de los cuatro últimos años, en la redacción de la biografía de un señor al que no conocen, pero que ya es como de la familia.
Korcula, Uvala Filologa, agosto de 2011.