CAPÍTULO I

Los cambios en los modelos de organización y democracia partidaria: la emergencia del partido cartel1*

Con Richard Katz





Un hilo conductor que atraviesa la literatura sobre los partidos políticos, esencialmente desde los tiempos de Ostrogorski (1902), que ha estado también presente en la amplia variedad de tipologías y análisis (tanto normativos como empíricos), ha sido la visión según la cual los partidos debían ser clasificados y comprendidos sobre la base de sus relaciones con la sociedad (ver, por ejemplo, Duverger, 1954; Neumann, 1956; Panebianco, 1988). Esto ha tenido dos implicancias. La primera ha sido la tendencia a establecer el modelo de partido de masas como el estándar a partir del cual todo debería ser evaluado (Lawson, 1980; 1988; Sainsbury, 1990). La otra ha sido subestimar la medida en que las diferencias entre los partidos pueden también entenderse a partir de sus relaciones con el Estado.

Nuestro argumento es que ambas implicancias parten de fundamentos equivocados. Como luego mostraremos, el modelo de partido de masas está ligado a una concepción de democracia (ver también Pomper, 1992) y a una particular, y ahora anacrónica, idea de estructura social, ninguna de las cuales caracteriza a las sociedades posindustriales. Además, el modelo de partido de masas implica un proceso lineal de desarrollo partidario que, incluso cuando es elaborado tomando en consideración desarrollos más recientes (por ejemplo, el partido catch-all de Kirchheimer o el partido profesional-electoral de Panebianco), sugiere un punto final a partir del cual las únicas opciones son la estabilidad o el declive y que, como en todas las hipótesis relativas al final de la evolución, es inherentemente sospechoso. Por el contrario, nosotros afirmamos que el desarrollo de los partidos en las democracias occidentales ha reflejado un proceso dialéctico en el cual cada nuevo tipo de partido genera una reacción que estimula desarrollos subsecuentes, que conducen por tanto a otro nuevo tipo de partido, y a otro nuevo conjunto de reacciones, y así sucesivamente. Desde esta perspectiva, el partido de masas es simplemente una etapa de un proceso continuo.

Asimismo, argumentamos que los factores que facilitan esta dialéctica no derivan solamente de los cambios en la sociedad civil, sino también de cambios en las relaciones entre los partidos y el Estado. En particular, afirmamos que en los últimos años ha habido una tendencia hacia una mayor simbiosis entre los partidos y el Estado, y que esto ha preparado la escena para la emergencia de un nuevo tipo de partido, que identificamos como “partido cartel”. Como otros tipos de partidos anteriores, el partido cartel implica una concepción particular de la democracia; más aún, como ocurrió también con tipos anteriores de partidos, este estimula más reacciones y siembra las semillas para una futura evolución.

1. El partido de masas y el partido catch-all

El énfasis en el partido de masas como modelo implica dos supuestos, uno relativo al significado esencial de y a los prerrequisitos institucionales para la democracia, y otro concerniente a los prerrequisitos organizacionales para el éxito electoral. Ambos han sido desarrollados principalmente por Duverger (1954), pero también se evidencian en el modelo de democracia británica descrito por Beer (1969) bajo la etiqueta de “democracia socialista”, así como en varias prescripciones para la democracia norteamericana genéricamente identificadas como “gobierno de partido responsable” (Ranney, 1962).

En el modelo arquetípico de partido de masas, las unidades fundamentales de la vida política son grupos sociales predeterminados y bien definidos, a cuya pertenencia se vinculan todos los aspectos de la vida individual (Neumann, 1956: 403). La política trata principalmente de la competencia, el conflicto y la cooperación de estos grupos, y los partidos políticos son agencias a través de las cuales estos grupos, y sus miembros participan en política, hacen demandas al Estado, y finalmente buscan capturar el control de este ubicando a sus propios representantes en cargos clave. Cada uno de estos grupos tiene un interés, articulado en el programa de “su” partido. Este programa no es sólo un paquete de políticas, sino un conjunto coherente y conectado lógicamente. Por tanto, la unidad y disciplina del partido no son sólo ventajosas en términos prácticos, sino que son también legítimas en términos normativos. Esta legitimidad depende a su vez del involucramiento popular en la formulación del programa partidario y, desde una perspectiva organizacional, esto implica la necesidad de una organización de ramas o células con muchos miembros, que provean vías de acceso para el aporte de las masas en el proceso de elaboración de políticas del partido, así como para la supremacía del partido extraparlamentario, particularmente personificado en el congreso partidario.

La elección electoral individual está limitada por el encapsulamiento de la masa del electorado en uno de los grupos culturales que los partidos representan, de modo que la política electoral pasa más por las tasas diferenciales de movilización que por las tasas diferenciales de conversión. No obstante, a nivel sistémico, el modelo de partido de masas/socialista provee un control popular prospectivo sobre las políticas, ya que los votantes apoyan a uno u otro partido con sus programas bien definidos, y el partido (o coalición de partidos) que obtiene la mayoría de los votos adquiere el derecho a gobernar. En este sentido, los partidos proveen no tan sólo uno sino el vínculo esencial entre los ciudadanos y el Estado (Lawson, 1988: 36). Esto también involucra una concepción particular de la conveniencia organizacional. Dado que la competencia electoral es más sobre movilización que sobre conversión, el requisito clave para un partido exitoso es incrementar el nivel de compromiso de aquellos que ya están predispuestos a ofrecer su apoyo –es decir, los miembros de su electorado social “natural”–. En consecuencia, y por motivos tanto de legitimidad como de conveniencia, la expectativa era que se produciría un “contagio desde la izquierda”, donde los partidos que representasen otros intereses/segmentos de la sociedad se verían obligados a adoptar las características básicas y la estrategia del modelo de partido de masas/socialista, o a perecer si no lo hicieran (Duverger, 1954: XXVII). Desde esta perspectiva el partido, de masas era visto como el partido del futuro.

La emergencia de lo que Kirchheimer (1966) llamó el “partido catch-all” desafió seriamente esta noción de partido como representante de sectores predefinidos de la sociedad. En primer lugar, los inicios de la erosión de los límites sociales tradicionales a fines de los años cincuenta y sesenta del siglo XX implicaron un debilitamiento de las identidades colectivas fuertemente distintivas, dificultando la identificación de sectores separados del electorado con intereses compartidos de largo plazo. Segundo, el crecimiento económico y la creciente importancia del estado de bienestar facilitaron la elaboración de programas que ya no eran necesariamente divisivos o partidarios sino que, por el contrario, podían presentarse como sirviendo a los intereses de todos, o casi todos. Tercero, con el desarrollo de los medios masivos de comunicación, los líderes partidarios comenzaron a disfrutar de la capacidad de atraer electorados amplios, un electorado conformado por votantes que estaban aprendiendo a comportarse más como consumidores que como participantes activos.

El resultado fue tanto la formulación de un nuevo modelo de partido, así como, en estrecha relación con ello, de una nueva concepción de democracia, que los observadores, aunque a veces de manera poco sistemática, identificaron como una “americanización” de la política europea. Las elecciones comenzaron a ser vistas como un mecanismo de elección de líderes más que de políticas o programas, mientras que la producción de esas políticas o programas se volvió una prerrogativa del liderazgo partidario más que de la membrecía del partido. El control popular y la rendición de cuentas dejaron de estar asegurados prospectivamente en base a alternativas claramente definidas, y pasaron a adquirir un carácter más retrospectivo, sobre la base de la experiencia y los logros obtenidos (ver, por ejemplo, Fiorina, 1981). El comportamiento electoral dejó de pensarse como moldeado por predisposiciones, para pensarse en términos de opciones (Rose y McAllister, 1986). Ya no se enfatizó la movilización de votantes, pero tampoco su conversión, dado que ambos procesos presuponen una capacidad para generar lealtades afectivas; en cambio, los votantes comenzaron a ser considerados como libres, fluctuantes y no comprometidos, disponibles y al alcance de cualquiera y de todos los partidos en competencia.

El problema que surgió con este nuevo modelo fue que mientras la concepción anterior de los partidos veía su rol como esencial para el funcionamiento de la democracia, y por tanto daba su supervivencia organizacional por descontada, la nueva concepción de los partidos, y de la democracia, entendía que su rol era mucho más contingente. De modo que aunque la modalidad podía haber cambiado, el partido continuaba siendo evaluado principalmente en términos del vínculo entre el partido y la sociedad civil, cuando era precisamente este vínculo el que se estaba debilitando severamente. De allí surge la amplia literatura sobre el “declive de los partidos”;2 así como también los diversos esfuerzos por explicar por qué los partidos podrían ser capaces de sobrevivir a estos cambios (ver, por ejemplo, Pizzorno, 1981). Si por el contrario se presta atención a los vínculos entre el partido y el Estado, tanto la supervivencia como la evolución de las organizaciones partidarias se vuelve claramente comprensible. Esto es lo que hacemos en las siguientes secciones.

2. Etapas de desarrollo partidario

Los modelos de partido que hemos estado discutiendo asumen una clara distinción entre estos últimos y el Estado. El partido de masas clásico es un partido de la sociedad civil, que emana de sectores del electorado, con la intención de penetrar en el Estado y modificar las políticas públicas en función de los intereses a largo plazo del electorado al que rinde cuentas. El partido catch-all, si bien no emerge como parte de la sociedad civil sino que se ubica entre esta y el Estado, también busca influenciarlo desde afuera, buscando ganar el control temporal sobre las políticas públicas para satisfacer las demandas de corto plazo de sus pragmáticos consumidores.3 En resumidas cuentas, a pesar de sus relaciones obviamente contrastantes con la sociedad civil, ambos partidos quedan fuera del Estado, que permanece, en principio, como una arena neutral, libre de partidos.

Aunque el supuesto de que los partidos políticos están claramente separados del Estado es bastante convencional y funciona como lugar común, esto en verdad ha sido sólo característico de un período particular de la historia. Así como los límites entre partidos y sociedad civil varían a lo largo del tiempo (una tajante distinción en el período de los partidos catch-all y una fusión en el caso de los partidos de masas), también pueden variar los límites entre los partidos y el Estado. En lugar de una tricotomía simple y estática (partido, Estado, sociedad civil), nosotros observamos un proceso evolutivo, que va desde aproximadamente mediados del siglo XIX hasta la actualidad, impulsado por una serie de estímulos y respuestas, que han movido tanto la claridad de los límites entre los partidos, el Estado y la sociedad civil como las relaciones entre ellos. Este proceso puede simplificarse a partir de pensarlo en cuatro etapas.

La primera de estas cuatro etapas es la del régimen censitario liberal de fines del siglo XIX y principios del XX, con sufragio restringido y otras limitaciones a la actividad política para los no propietarios. Mientras que la distinción entre sociedad civil y Estado era allí válida desde un punto de vista conceptual, lo era mucho menos en términos prácticos. Exceptuando a los movimientos que movilizarían a los (tanto social como políticamente) excluidos de las elecciones, la gente que conformaba los elementos políticamente relevantes de la sociedad civil y aquellos que ocupaba posiciones de poder en el Estado estaban tan estrechamente conectados por vínculos de familia e interés que aun cuando los dos grupos no fueran sencillamente idénticos, sí estaban fuertemente entremezclados. Esta etapa se caracteriza por una concepción de la política que asumía la existencia de un único interés nacional, siendo el rol del gobierno identificarlo e implementarlo, en este contexto, los partidos políticos que surgían, naturalmente reclamaban ser, como lo describió Burke, grupos de “hombres” en búsqueda del interés público –o quizás en búsqueda del interés privado, como sugeriría una lectura menos generosa de la historia–. En tal contexto habría poca necesidad de una organización formal o altamente estructurada. Los recursos requeridos para la elección, que frecuentemente involucraban estatus local o conexiones, así como bienes tangibles, serían financiados a nivel local, y aquellos en condiciones de hacer demandas al Estado no necesitarían intermediarios.

Por supuesto que la armonía de intereses era más clara en la teoría que en la práctica, y más obvia desde la perspectiva de los miembros de las clases gobernantes que desde la de los excluidos. De manera similar pronto se hicieron evidentes las ventajas de organizarse en áreas con relativamente altos niveles de electorado burgués o pequeño-burgués (por ejemplo, el bloque de Birmingham de Joseph Chamberlain) y de actuar en forma concertada en el parlamento, debilitando el espíritu antipartido que caracterizaba a la época en general. Aun así, en esta concepción, los partidos seguían siendo principalmente del tipo de cuadros o de grupos parlamentarios, y esquemáticamente, como representa la Figura 1, se ubicaban en la intersección entre el Estado y la sociedad civil. Es decir, los partidos eran básicamente comités de aquella gente que conjuntamente constituía tanto el Estado como la sociedad civil.

Como resultado de la industrialización y la urbanización, el número de personas en condiciones de cumplir con los requisitos para sufragar del régimen censitario aumentó, y esos mismos requisitos fueron siendo relajados. Asimismo, las restricciones sobre la organización de la clase trabajadora comenzaron a ser vistas como incompatibles con los principios liberales del Estado burgués, y en todo caso esas restricciones eran incapaces de evitar que la clase obrera se organizara y actuara en la esfera política tanto como en la industrial. Conjuntamente, estos procesos crearon una más clara separación entre el Estado y la ahora mucho más amplia porción políticamente significativa de la sociedad civil, que ahora pasó a incluir una gran cantidad de personas no conectada personalmente a aquellos que administraban el Estado, y que por tanto percibían a este en términos de “ellos” más que de “nosotros”.


Figura 1. Partidos de cuadros o de grupos parlamentarios

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El partido de masas, con su membrecía organizada, sus estructuras formales y reuniones, etc., es la forma característica de esta segunda etapa en las relaciones entre partidos, Estado y sociedad civil. El partido de masas surgió principalmente de aquellos elementos de la sociedad civil recientemente activados, y con frecuencia privados del derecho al voto, como parte de su (en última instancia exitosa) lucha por ganar una voz en, y finalmente controlar las, estructuras de gobierno del Estado. Mientras que los partidos de cuadros se sostenían en la calidad de sus seguidores, este nuevo partido confiaba en su cantidad, intentando compensar con muchas pequeñas suscripciones lo que le faltaba en términos de patronazgo; y a través de la prensa partidaria y otros canales de comunicación vinculados al partido lo que le faltaba en términos de acceso a la prensa comercial.

Como instrumento de los “excluidos” políticos, estos nuevos partidos estaban naturalmente dominados por aquellos cuya principal base estaba en el partido más que en el gobierno. Dado que su fuerza residía en la organización formal, este dominio de lo que luego se llamaría partido extraparlamentario tendía a formalizarse, y por lo tanto a sobrevivir como una cuestión de principios, aun después del éxito de los nuevos partidos en ganar votos y, finalmente, el poder del gobierno. Reflejando su agenda política más activista, las experiencias de vida de sus seguidores y un ethos de lucha, estos partidos eran naturalmente más favorables a la idea hacer cumplir la cohesión y disciplina partidaria que los partidos burgueses. Más importante en este punto es que estos partidos fueron los primeros en reclamar explícitamente la representación de los intereses de un único segmento de la sociedad. Como resultado, la tarea de representación pasó a tener menos que ver con la búsqueda del interés nacional que a actuar como el agente de “su” segmento de la sociedad en búsqueda de su propio interés. El partido político devino así en el foro articulador de los intereses políticos del grupo social al que representaba. Por tanto, no sólo era apropiado desde un punto de vista práctico y de la experiencia que el partido fuera disciplinado, sino que esto era también normativamente deseable.


Figura 2. Los partidos de masas actúan como vínculo entre el Estado
y la sociedad civil

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En estos términos, la emergencia de los partidos de masas, y en última instancia del sufragio universal, estuvo asociada a una redefinición de lo que era políticamente apropiado. No sólo implicó el paso de un sistema oligárquico a uno democrático por la extensión del sufragio a la mayoría de la ciudadanía adulta, sino que también hubo un cambio en la propia concepción de la relación entre los ciudadanos/votantes, sean numerosos o no, y el Estado. Las elecciones pasaron a ser opciones de delegados en vez de administradores, y por lo tanto más que un medio por el cual los votantes consienten ser gobernados por aquellos que son elegidos, devinieron en un dispositivo por el cual el gobierno rinde cuentas frente al pueblo. El partido político sería el mecanismo que haría todo esto posible. Esquemáticamente, en esta concepción de política las relaciones entre los partidos, la sociedad civil y el Estado serían tal como se muestra en la Figura 2, con el Estado y la sociedad civil claramente separados, y los partidos sirviendo como puente o vínculo entre los dos. Sin embargo, los partidos se mantenían claramente anclados en la sociedad civil, incluso cuando penetraran al Estado a través del patronazgo de los nombramientos en la burocracia estatal y a través de la ocupación de las oficinas ministeriales.

Tanto el modelo de democracia de los partidos de masas como el partido de masas en su forma organizacional, presentaron un desafío a los partidos establecidos, desafío al que ellos y sus organizaciones debieron responder. Por un lado, las redes informales de los partidos parlamentarios eran inadecuadas para interpelar, movilizar y organizar seguidores en un electorado que se contaba en millones y ya no en miles. Por otro lado, la creciente aceptación del modelo de democracia del partido de masas (control popular del gobierno a través de la elección entre partidos unificados) debilitó el apoyo al estilo organizativo y de gobierno practicados por los partidos más tradicionales, incluso entre su propia base electoral.

Una respuesta que claramente no estaba disponible para los líderes de los partidos tradicionales era adoptar el ethos de los partidos de masas. En particular, no podían aceptar la idea de que los partidos existieran para representar segmentos bien definidos de la sociedad, ya que los segmentos que les corresponderían (campesinos, industriales, etc.) eran obvia y crecientemente minorías permanentes. De igual modo, la idea de que la organización extraparlamentaria debía ser dominante era poco atractiva para aquellos que ya estaban establecidos en el gobierno. Además, mientras que estos partidos necesitaban organizar y movilizar el apoyo de electores, lo cierto es que no tenían mayor dependencia de ellos en términos de recursos materiales; como partidos de las clases medias y altas aún podían financiarse en base a grandes contribuciones individuales; como partidos en el gobierno, podían disponer de recursos del Estado en su propio beneficio; como partidos del establishment, tenían un acceso privilegiado y amable a los canales de comunicación ‘no partidarios’.

Como resultado, los líderes de los partidos tradicionales tendieron a establecer organizaciones que en su forma se veían como partidos de masas (miembros regulares, sedes, congreso y prensa partidarios), pero que en la práctica continuaban con frecuencia enfatizando la independencia del partido parlamentario. Más que destacar el rol del partido parlamentario en tanto agente de la organización de masas, resaltaban el rol de la organización de masas como apoyo al partido parlamentario. Igualmente importante, aun cuando estos partidos reclutaban miembros, no restringían el llamado a una clase en particular –y en verdad en términos prácticos no podían hacerlo– sino que hacían apelaciones amplias, tratando de capturar apoyo en todas las clases, aunque su éxito variara marcadamente entre los diferentes estamentos. De modo que en términos ideológicos, podían mantener su compromiso con la idea de un único interés nacional que atravesaba los límites entre sectores.

Al mismo tiempo que estos viejos partidos de la derecha estaban adoptando este nuevo modelo catch-all, surgía también un número de factores que debilitaban el modelo de partido de masas, tanto en términos de ideal normativo como de imperativo práctico. En muchos aspectos, el modelo de partido de masas fue víctima de su propio éxito. Las “grandes batallas” por los derechos sociales y políticos unificaron a los electorados de los partidos de masas de un modo tal que estos no pudieron ser mantenidos una vez que los derechos habían sido ganados. La necesidad de solidaridad se redujo aún más cuando el Estado comenzó a proveer sobre la base de criterios universales servicios de bienestar social y de educación que antes eran responsabilidad de los partidos y su parentela. Más aún, la mejora de las condiciones sociales, el aumento de la movilidad y el desarrollo de los medios de comunicación redujeron lo distintivo de las experiencias de lo que antes eran electorados socialmente bien definidos (ver por ejemplo, Einhorn y Logue, 1988). Además, no sólo se trataba de la erosión de los prerrequisitos sociales y políticos de los partidos de masas, sino que los líderes parlamentarios de estos partidos, una vez que conocieron el gusto de estar en el gobierno, y especialmente una vez que lograron alcanzar el poder por sí mismos, comenzaron también a encontrar más atractivo el modelo catch-all. Habiendo disfrutado de los frutos de la victoria electoral –incluida la capacidad de fijar las políticas públicas del modo en que creían deseables o beneficiosas para sus electores– estos políticos quisieron naturalmente seguir ganando, y se volvieron por tanto más interesados en ampliar su atractivo electoral más allá de su classe gardée original. Todavía más, una vez en el gobierno, encontraron que las restricciones y demandas del ejercicio del poder los forzaban a mayores compromisos y a la necesidad de trabajar con grupos que estaban entre sus antiguos oponentes.

Todo esto dio lugar a una tercera etapa de la evolución, con los viejos partidos de masas comenzando a emular la respuesta que los antiguos partidos habían dado a su aparición, y por lo tanto con partidos de la izquierda y de la derecha tradicional, comenzando a converger en el modelo de partido catch-all. Mientras tales partidos pueden tener (en verdad, continuar teniendo) miembros, ya no tratan seriamente de encapsularlos; por el contrario, la membrecía partidaria pasa a ser sólo una de las múltiples membrecías independientes que un individuo puede, o no, mantener. En lugar de enfatizar la homogeneidad social, el partido acepta miembros de donde sea que los encuentre y, más aún, recluta miembros más a partir del acuerdo con las políticas que de la identidad social. En lugar de la estrategia electoral defensiva del partido de masas, que ponía el acento en la movilización y conservación de un electorado limitado, el partido adopta una estrategia ofensiva, intercambiando “efectividad en profundidad por una audiencia más amplia y un éxito electoral más inmediato” (Kirchheimer, 1966: 184). Esta transición implica una dilución de lo que los partidos tenían de distintivo en términos ideológicos y/o de políticas, con la emergencia de un creciente consenso respecto a las políticas públicas, la necesidad de y la capacidad para sostener un electorado distintivo se reduce todavía más. Además, los cambios en los sistemas de comunicación de masas, especialmente el crecimiento de la televisión como la fuente de información política más utilizada, fortalecen las condiciones que permiten, o que en verdad obligan, a los partidos a realizar apelaciones universales en forma directa a los votantes, antes que las comunicaciones hacia y a través de sus activistas.


Figura 3: Los partidos actúan como intermediarios entre el Estado
y la sociedad civil

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En forma contemporánea, las relaciones entre los partidos y el Estado también cambian, sugiriendo un nuevo modelo, como se ilustra en la Figura 3. En este modelo, los partidos son menos agentes de la sociedad civil que actúan sobre el Estado y lo penetran, y más intermediarios entre la sociedad civil y el Estado, con el partido en el gobierno (por ejemplo, el ministerio político) liderando una existencia de tipo Jano. Por un lado, los partidos agregan y presentan demandas de la sociedad civil a la burocracia estatal, mientras por el otro ellos son los agentes de la burocracia en la defensa de las políticas frente al público.

Aunque también los partidos de masas cumplen con estas funciones, ellas se ven esencialmente alteradas por el debilitamiento de los lazos, implícitos en el modelo catch-all, entre determinados partidos y segmentos particulares de la sociedad. Si bien subsisten diferencias entre partidos con respecto a su receptividad de demandas de diferentes grupos, y con respecto a las políticas que pueden defender –esto es, si bien todavía hace alguna diferencia qué partido está en el gobierno (ver por ejemplo, Castles, 1982)– la mayor parte de los grupos espera y es –y se espera de él que sea– capaz de trabajar cooperativamente con cualquier partido que esté gobernando. Por lo tanto, por ejemplo, mientras que es cierto que pueden todavía existir algunos vínculos formales entre los sindicatos y los partidos socialdemócratas, también es cierto no sólo que los sindicatos negocian con los partidos burgueses cuando estos gobiernan, sino que también negocian del mismo modo con los partidos socialdemócratas cuando los que gobiernan son estos últimos. A la inversa, los partidos socialdemócratas pueden encontrarse a sí mismos defendiendo políticas contrarias a los sindicatos que resultan de circunstancias ajenas a su control.

La noción de que los partidos actúan como intermediarios es particularmente apropiada a la concepción pluralista de la democracia, la cual, no casualmente, se desarrolló junto a ella (Truman, 1951; Dahl, 1956). En esta perspectiva, la democracia resulta primeramente de la negociación y los acuerdos entre los diferentes intereses organizados en forma independiente. Los partidos construyen coaliciones permanentemente cambiantes entre estos intereses, resultando vital para el ejercicio de su función como facilitadores de los compromisos y como garantes contra el abuso irrazonable de un grupo por el otro que cada partido esté abierto a todos los intereses. Las elecciones son propiamente opciones entre equipos de líderes más que competencias entre grupos sociales cerrados o ideologías establecidas. El viejo partido de masas, como Michels (1962 [1911]) lo sugirió, bien puede haber sido dominado por su liderazgo en lugar de corporizar la democracia tal como lo sugería su ideología pero, en esta nueva concepción de la democracia, la oligarquía partidaria deja de ser un defecto para transformarse realmente en virtud. Como consecuencia, el modelo del catch-all resulta no sólo atractivo desde la perspectiva autointeresada de los líderes partidarios, sino también deseable desde un punto de vista normativo.

El modelo de los partidos como intermediarios tiene varias implicancias potencialmente importantes respecto a la profundización en la evolución de la naturaleza y de las actividades de los partidos. Primero, la posición de estos como intermediarios entre la sociedad civil y el Estado sugiere que los partidos mismos pueden tener intereses que sean distintos de los de sus clientes de cada lado de la relación. Más aún, ellos son capaces de obtener una comisión por sus servicios. Aunque no suele ponérselo precisamente en estos términos, el rol asignado por ejemplo en el modelo Downsiano de la política racional (Downs, 1957) a las recompensas personales del gobierno, se corresponde con esta comisión por los servicios prestados.4 Esta comisión no se limita a recompensas materiales para los individuos (por ejemplo cargos y sus beneficios correspondientes), sino que puede incluir también pagos al partido como organización, así como también atención a las preferencias de políticas, sean las del partido o las de individuos particulares. Segundo, la capacidad del partido para realizar la función de intermediación no depende sólo de su habilidad para apelar al electorado, sino también de su habilidad para conducir el Estado. Pero si el partido puede conducir el Estado de acuerdo a los intereses de sus clientes de la sociedad civil, también debería ser capaz de hacerlo de acuerdo a sus propios intereses. De allí que, como lo notó Epstein con respecto a su modelo de los partidos norteamericanos de “partidos como servicios públicos”, sea posible imaginar “que los partidos, como muchas empresas comerciales sujetas a regulación, [triunfan cuando] usan el poder del Estado para proteger sus propios intereses” (1986: 171).

Lo más importante es que una observación de las Figuras 1-3 como una imagen dinámica y no como fotos aisladas, sugiere que la posibilidad de que el movimiento de los partidos desde la sociedad civil hacia el Estado continúe hasta el punto de que los partidos devengan en parte misma del aparato estatal. Nuestro argumento es que esa es precisamente la dirección en la cual los partidos políticos de las democracias modernas se han estado moviendo en el curso de las últimas dos décadas.

3. Los partidos y el Estado

Existen múltiples desarrollos sociales, culturales y especialmente políticos que pueden citarse como factores que favorecen o que incluso alientan el movimiento de los partidos hacia –y su anclaje en– el Estado. Estos incluyen un declive generalizado en los niveles de participación e involucramiento en las actividades partidarias, mientras los ciudadanos prefieren invertir sus esfuerzos en otros campos, especialmente en grupos donde pueden tener un rol más activo y donde existe mayor probabilidad de estar de acuerdo con un rango más estrecho de asuntos, donde además pueden sentir que su presencia hace alguna diferencia. La arena local, más inmediata, deviene por lo tanto más atractiva que la remota e inercial arena nacional, al tiempo que los grupos más abiertos que se ocupan de temáticas específicas resultan más atractivos que las tradicionales y jerárquicas organizaciones partidarias (ver por ejemplo, Lawson y Merkl, 1988; Dalton y Kuechler, 1990). Una consecuencia de todo esto es que el tamaño y el compromiso de la membrecía partidaria no han acompañado ni al crecimiento del electorado ni a la escalada en los costos de la actividad partidaria.

Los partidos se han visto por ello obligados a buscar recursos en otros lados, y en este caso su rol de gobernantes y de legisladores hizo que les resultara sencillo volcarse hacia el Estado. Una estrategia principal entre las disponibles consistía en establecer subvenciones estatales para los partidos políticos; estas subvenciones, si bien varían de país en país, constituyen hoy en día una de las mayores fuentes de recursos materiales y financieros con los que cuentan para desarrollar sus actividades, tanto en el parlamento como en la sociedad en general (véase Katz y Mair, 1992; Mair, 1994).

El crecimiento de las subvenciones estatales en las últimas dos décadas, y la expectativa de un crecimiento aún mayor en los próximos años, representa uno de los cambios más significativos del ambiente en el que actúan los partidos. Al mismo tiempo, sin embargo, debe enfatizarse que este cambio ambiental está lejos de ser exógeno a los partidos, en el sentido de que son los propios partidos, en su rol de gobernantes, quienes finalmente son responsables tanto por las leyes que establecen las subvenciones estatales como por las cantidades de dinero y recursos disponibles. Más aún, es también preciso subrayar que precisamente porque estas subvenciones están generalmente atadas a la performance o posición anterior del partido, ya sea en términos de éxito electoral o de representación parlamentaria, ellas contribuyen a asegurar el mantenimiento de los partidos existentes mientras al mismo tiempo imponen una barrera para la emergencia de otros nuevos. En la misma línea, las reglas respecto al acceso a los medios electrónicos, los cuales a diferencia de lo que solía ocurrir con la prensa escrita están sujetos a controles y regulaciones sustanciales, ofrecen un espacio en el cual quienes gobiernan pueden adquirir una presencia privilegiada, mientras que quienes están en los márgenes pueden ser ignorados. De nuevo, las reglas cambian de un país al otro, y en algunos casos son menos restrictivas y menos relevantes; y sin embargo la combinación de la importancia de los medios electrónicos como medio de comunicación política por un lado, y el hecho de que estos medios estén regulados por el Estado, y por lo tanto por los partidos en el Estado, por el otro, ofrece a los partidos un recurso antes impensado.

En síntesis, el Estado, invadido por los partidos, y cuyas reglas son determinadas por los partidos, deviene una fuente de recursos a través de los cuales estos partidos no sólo aseguran su propia supervivencia sino que también refuerzan su capacidad para resistir los desafíos que pudiera presentarles la movilización de nuevas alternativas. En este sentido, el Estado se transforma en una estructura institucionalizada de apoyo, sosteniendo a quienes están dentro y excluyendo a los que están fuera. Ya no se trata de simples intermediarios entre la sociedad civil y el Estado. Los partidos ahora quedan absorbidos en el Estado. Tras haber asumido primero el rol de administradores o apoderados, y luego, más tarde, el de delegados, y luego, en el cenit del partido catch-all, el de emprendedores, los partidos han devenido ahora en agencias semiestatales.

No obstante, esta estrategia implica riesgos, el principal de los cuales es que el partido se transforme en dependiente del acceso permanente a recursos que en principio están fuera de su control. En particular, existe el peligro de que si un partido queda fuera del gobierno quede también excluido del acceso a los recursos. En los modelos anteriores de partido, ganar o perder una elección podía tener una enorme importancia para los objetivos políticos del partido, pero importaba poco en términos de su supervivencia, en la medida en que los recursos requeridos para sostener su organización provenían de sus propios apoyos internos. Con este nuevo enfoque, por el contrario, ganar o perder puede hacer menos diferencia para los objetivos políticos del partido dada la ausencia de grandes diferencias en torno a las políticas públicas, pero podría importar mucho para su subsistencia, en la medida en que los recursos para su mantenimiento provienen ahora mayormente del Estado. Sin embargo, hay que remarcar que los partidos no necesitan competir por la supervivencia del mismo modo en el que antes competían por determinar el curso de las políticas; porque aunque sólo puede implementarse una política por vez, todos los partidos pueden subsistir conjuntamente. Es en este sentido que las condiciones resultan ideales para la formación de un cartel, en el cual todos los partidos comparten los recursos que les permiten subsistir.

4. El surgimiento del partido cartel

En los hechos, las diferencias en la posición económica de los ganadores y perdedores se han reducido drásticamente. Por un lado, el grupo de “partidos de gobierno” no está limitado como solía estarlo en el pasado. Aun a riesgo de exagerar la generalización, puede decirse que casi todos los partidos relevantes pueden ser hoy considerados como partidos de gobierno. Todos tienen acceso a cargos públicos. Hay, por cierto, una variedad de partidos minoritarios extremistas que han permanecido fuera de los márgenes del poder, incluyendo a los partidos del Progreso danés y noruego; pero un catálogo completo de este tipo de excepciones serviría simplemente para enfatizar cuán pocos partidos importantes están excluidos en forma persistente, sobre todo si consideramos a los gobiernos regionales y otras formas de gobierno subnacional.

Por el otro lado, incluso cuando un partido es excluido del gobierno, o incluso cuando un partido languidece por un largo período en la oposición, como es el caso del Partido Laborista británico, esto difícilmente implique la falta de acceso a recursos estatales, ni tampoco a al menos alguna cantidad de designaciones de patronazgo. Habitualmente, el acceso a los medios no se ve afectado por el hecho de estar fuera del gobierno. Tampoco se ve afectado el acceso a las subvenciones estatales; en verdad, en algunos sistemas políticos, como en Irlanda y el Reino Unido, a los partidos de la oposición se les adjudica un nivel más alto de subvenciones precisamente porque carecen de los recursos de los que disponen directamente los partidos en el gobierno.

Es por ello que vemos el surgimiento de un nuevo tipo de partido, el partido cartel, caracterizado por la interpenetración del partido con el Estado, y también por un patrón de colusión interpartidaria. En este sentido, quizá sea más adecuado hablar del surgimiento de partidos cartel, dado que este desarrollo depende de la colusión y cooperación entre aparentes competidores, y de los acuerdos que, necesariamente, requieren el consentimiento y la cooperación de todos, o de casi todos, los participantes relevantes. Mientras a determinado nivel esto refiere al sistema de partidos como un todo, tiene también importantes implicancias para el perfil organizacional de cada partido individual al interior del cartel, y por ello es razonable hablar de un partido cartel en singular.

Con todo, sin embargo, este proceso está todavía en ciernes. Es más, dada la naturaleza de las condiciones que facilitan el surgimiento de los partidos cartel, se trata también de un proceso desparejo, siendo más evidente en aquellos países en los cuales las contribuciones y los apoyos estatales a los partidos son más pronunciados, y en los cuales las oportunidades para el patronazgo partidario, la lottizazione, y para el control partidario del Estado son más fuertes. Finalmente, se trata también de un proceso cuyas probabilidades de desarrollo son mayores en aquellas culturas políticas signadas por una tradición de cooperación y compromisos interpartidarios. Por lo tanto, y careciendo de una investigación más rigurosa al respecto, estimamos que el proceso tiene mayores probabilidades de desarrollarse en países como Austria, Dinamarca, Alemania, Finlandia, Noruega y Suecia, donde una tradición de cooperación interpartidaria se combina con la actual abundancia de apoyo estatal a los partidos, y con una posición privilegiada de los partidos respecto a las designaciones de patronazgo, cargos, etc. A la inversa, el proceso tiene menor probabilidad de desarrollarse en un país como el Reino Unido, donde la tradición de política adversarial se combina con un relativamente limitado apoyo estatal para las organizaciones partidarias, y donde las posibilidades para el patronazgo, incluso para quien está gobernando, siguen siendo relativamente limitadas.5


3. Las características del partido cartel

Como se señaló más arriba, la más obvia distinción entre diferentes modelos de partido –el partido de elite o de cuadros, el partido de masas, el partido catch-all, y ahora el partido cartel– refiere al contexto social y político particular en el cual emergió cada uno de estos partidos, el cual por razones de conveniencia puede ser identificado con distintos períodos de tiempo (véase la Tabla 1, donde se yuxtaponen las diferentes características de los cuatro modelos de partidos).



Tabla 1: Los modelos de partidos y sus características


Características

Partido de elite

Partido de masas

Partido catch-all

Partido cartel

Período histórico

Siglo XIX

1880-1960

1945-

1970-

Grado de inclusión socio-política

Sufragio restringido

Incorporación de las masas al sufragio

Democracia de masas

Democracia de masas

Grado de distribución de recursos políticamente relevantes

Muy restringido

Relativamente concentrado

Menos concentrado

Relativamente disperso

Principales objetivos de la política

Distribución de privilegios

Reforma social (u oposición a ella)

Mejoras sociales

La política como profesión

Bases de la competencia partidaria

Estatus adquirido

Capacidad representativa

Efectividad en las políticas

Capacidades de gestión, eficiencia

Patrón de competencia electoral

Gestionado

Movilización

Competitivo

Contenido

Naturaleza del trabajo y de las campañas partidarias

Irrelevante

Trabajo intensivo

Trabajo y capital intensivo

Capital intensivo

Principal fuente de recursos partidarios

Contactos personales

Cuotas y contribuciones de miembros

Contribuciones de una amplia variedad de fuentes

Subvenciones estatales

Relaciones entre miembros y elites partidarias

Las elites son los miembros

De abajo hacia arriba (más allá de Michels); las elites rinden cuentas a los miembros

De arriba hacia abajo; los miembros son celebrantes de los líderes

Estratarquía: autonomía mutua

Carácter de la membrecía

Pequeña y elitista

Extensa y homogénea; reclutada y encapsulada activamente; la membrecía es una consecuencia de la identidad; énfasis en los derechos y obligaciones

Membrecía abierta (heterogénea) y alentada; se enfatizan derechos pero no obligaciones; la membrecía es marginal a la identidad individual

No hay mayor importancia de derechos ni obligaciones (la distinción entre miembros y no miembros se hace borrosa); los miembros son vistos como individuos y no como un cuerpo organizado; el valor de los miembros es su contribución a legitimar el mito

El partido como canal de comunicación

Redes interper-sonales

El partido provee sus propios canales de comunicación

El partido compite por el acceso a canales no partidarios de comunicación

El partido gana acceso privilegiado a canales de comunicación regulados por el Estado

Posición del partido entre el Estado y la sociedad

Límites difusos entre Estado y la sociedad civil relevante

El partido pertenece a la sociedad civil, representa a los nuevos sectores relevantes de la sociedad

Los partidos son intermediarios en competencia entre la sociedad y el Estado

El partido se hace parte del Estado

Estilo representa-

tivo

Administra-

dor

Delegado

Empresario

Agente del Estado


Sin embargo, esta no es para nada la única influencia en el desarrollo de los partidos desde que, como hemos visto, los tipos específicos de partido a menudo viven más allá de las circunstancias que facilitaron su surgimiento. De modo que el partido de masas no desplazó a los partidos de elite tout court; más bien ambos continuaron coexistiendo inclusive después del advenimiento del sufragio universal, de igual modo que los partidos de masas continuaron incluso tras el desarrollo del partido catch-all y, más recientemente, los partidos catch-all continúan existiendo a pesar del surgimiento de los partidos cartel. Además, los partidos contemporáneos no son necesariamente partidos cartel en forma pura y completa, en la misma medida en que los partidos de las generaciones precedentes no eran puramente partidos de elite, o puramente partidos de masas, o puramente partidos catch-all. Más bien, todos estos modelos representan tipos polares convenientes desde una perspectiva heurística, a la cual los partidos individuales pueden aproximarse más o menos en un momento determinado.

Entre las características principales de los partidos que han variado a través del tiempo están los objetivos políticos y la base de la competencia interpartidaria. En el período dominado por el partido de elite, los objetivos y los conflictos políticos giraban en gran medida en torno a la distribución de los privilegios y los partidos competían sobre la base del estatus de sus adherentes. Con el desarrollo del partido de masas, la oposición clave de la política comenzó a girar en torno a la cuestión de la reforma social (o la oposición a la reforma social) y los partidos comenzaron a competir en términos de su capacidad representativa. Con el surgimiento del partido catch-all, los objetivos de la política siguieron siendo en gran medida propositivos, pero pasaron a versar más sobre cuestiones de mejora social que sobre la reforma en gran escala, y los partidos comenzaron a competir menos sobre la base de su capacidad representativa y más a partir de su efectividad en la gestión de políticas. Finalmente, con la emergencia del partido cartel viene un período en el cual los objetivos políticos, al menos por ahora, se hacen más autorreferenciales, con la política transformándose en una profesión en sí misma –una profesión calificada, por cierto–, y en la cual la limitada competencia interpartidaria que resulta tiene lugar sobre la base de argumentos sobre la eficiencia y la efectividad en la gestión.

Los patrones de la competencia electoral también han ido variando en consecuencia. Entre los partidos de elite la competencia era efectivamente gestionada y controlada. Este patrón fue eliminado radicalmente por la extensión del sufragio y por el surgimiento de los partidos de masas, que buscaron triunfar sobre la base de la movilización popular. La mejor forma de ver el nuevo estilo de competencia electoral está en los intentos, si no en todos los casos al menos típicamente, de los partidos de masas por segmentar a los votantes en una serie de electorados exclusivos, y en lo que Lipset y Rokkan (1967: 51) refieren como los intentos “para achicar el mercado de apoyo”. Con el partido catch-all, las estrategias electorales se hicieron más competitivas. Ahora sí era posible ganar nuevos votantes, y los partidos encontraron que valía la pena hacer el esfuerzo por convencerlos, aun cuando la base de esta competencia había dejado de involucrar cuestiones cruciales para girar en cambio en torno de cuestiones de efectividad en el manejo de la política. Incluso este patrón, sin embargo, ha sido ahora desafiado, desde que con la emergencia del partido cartel la competencia está nuevamente contenida y gestionada. Por cierto, los partidos todavía compiten, pero lo hacen sabiendo que comparten con sus competidores un interés mutuo en la supervivencia organizacional y, en algunos casos, inclusive, el limitado incentivo para competir ha sido reemplazado por un incentivo positivo para no competir. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que el modo en el que los principales partidos italianos compartían el patronazgo, incluyendo a veces a los comunistas, quienes ostensiblemente estaban en la oposición. Otros ejemplos muy notorios incluyen la repartición de cargos y la rotación en la presidencia del Consejo Federal Suizo entre los cuatro principales partidos, la distribución de las alcaldías en Holanda, y la redistritación para “proteger al incumbente” en muchas decisiones de los estados norteamericanos.

Este nuevo estilo de competencia electoral tiene también implicancias en, y es parcialmente una consecuencia de, cambios en la fuente de recursos de los partidos, y en el tipo de trabajo partidario y de campaña requeridos. Los partidos de elite, como ya se señaló, obtenían gran parte de sus recursos, sean financieros o de otro tipo, de entre contactos personales, y prestaban poca atención a la necesidad de hacer campañas. Los partidos de masas, por otro lado, construyeron organizaciones fuertemente trabajo-intensivas, financiando sus actividades sobre la base de las cuotas de los miembros, y desarrollando sus propios e independientes canales de comunicación. Esto resultaba menos evidente en el caso del partido catch-all, el cual mientras todavía se recostaba sobre sus miembros tanto para financiarse como para cubrir el trabajo de campaña, comenzó también a obtener contribuciones de una variedad más amplia de fuentes, y comenzó a moverse hacia un enfoque más capital-intensivo de hacer campaña. Estos nuevos partidos también pusieron menos énfasis en sus propios canales de comunicación y comenzaron a dedicar un creciente esfuerzo a la competencia por el acceso a las redes no partidarias de comunicación, dedicando más y más recursos al empleo de publicistas profesionales y expertos en medios (Panebianco, 1988, especialmente cap. 12). Este último patrón se ha profundizado ahora con los partidos cartel, cuyas campañas son casi exclusivamente capital-intensivas, profesionalizadas y centralizadas, mientras que sus recursos provienen crecientemente de subvenciones y otros beneficios provistos por el Estado.

Todo esto impacta sobre el carácter de la membrecía partidaria y sobre las relaciones entre los miembros y los líderes del partido. En el caso del partido de elite los líderes son, por cierto, los únicos miembros reales, por lo cual la pregunta no tiene relevancia. Con el partido de masas, al contrario, hay una enorme y homogénea membrecía que reclama el derecho a controlar a la elite partidaria, y es en nombre de esa membrecía que esta actúa. No obstante, si bien los miembros son reclutados activamente y gozan de derechos y privilegios dentro del partido, el ser miembro también entraña deberes y obligaciones sustanciales. El partido catch-all continúa enfatizando la membrecía y sosteniendo los derechos de los miembros dentro de la organización, pero abre sus filas a un rango más amplio de adherentes y ya no requiere el mismo tipo de compromiso. Los líderes ya no son principalmente responsables ante los miembros del partido sino ante el electorado en general. En este sentido, pasan a ser sobre todo quienes vitorean a los líderes, mientras que el patrón de autoridad es más de arriba hacia abajo que de abajo hacia arriba. Finalmente, aunque los miembros de un partido cartel puedan contar con más derechos que los de los partidos catch-all, su posición es normalmente menos privilegiada. La distinción entre miembros y no miembros puede tornarse borrosa, dado que los partidos invitan a todos los adherentes a participar en las actividades y decisiones del partido, con independencia de que estén formalmente registrados en este o no. Incluso más importante, cuando los miembros sí ejercen sus derechos, es más probable que lo hagan como individuos que como delegados, práctica que puede ser fácilmente ilustrada con la selección de candidatos y líderes por medio del correo antes que por convenciones o congresos partidarios. Esta concepción atomista de la membrecía partidaria está acentuada por la posibilidad de que las personas se afilien directamente al partido central, obviando la necesidad de organizaciones locales, y por lo tanto también la de dirigentes locales. En verdad, es posible imaginar un partido que gestiona todos sus asuntos desde un único cuartel general, y que simplemente subdivide sus listados de correos por distritos, región o ciudad cuando se trata de seleccionar un conjunto específico de candidatos o es preciso aprobar propuestas de políticas subnacionales.

El resultado es un liderazgo que puede legitimar su posición tanto dentro como fuera del partido, refiriendo a una amplia y formalmente empoderada membrecía. Al mismo tiempo, se fortalece su autonomía, porque es menos probable que una membrecía atomizada provea las bases para movilizar un desafío al liderazgo, y porque la posición de los activistas locales como intermediarios necesarios se ve también afectada. Por supuesto que los partidos todavía necesitan, y quieren, contar con gobernantes locales, y que estos podrían ser problemáticos para el partido central si decidieran promover políticas o estrategias contrarias a las propuestas por el liderazgo nacional. Pero, con todo, estos líderes locales serán siempre desalentados de intervenir en los asuntos nacionales al saber que el liderazgo nacional, si llegara a ser desafiado, puede apelar directamente a los miembros individuales. En lo que respecta a los asuntos locales, por el otro lado, ambos lados comparten el interés en alentar la autonomía local. Desde el punto de vista de quienes tienen cargos subnacionales, tener las manos libres siempre resulta deseable, mientras que del lado del partido nacional se reconoce que hay mayores probabilidades de alentar el apoyo y la participación, y por lo tanto más probabilidades de atraer potenciales miembros y adherentes cuando se reconoce la autonomía local. Cada lado se ve, por lo tanto, alentado a dejarle al otro las manos libres. El resultado es la estratarquía.

4. Democracia y partido cartel

Así como cada uno de los modelos de organización partidaria que lo precedieron (el partido de elite, el partido de masas, el partido catch-all) se asociaba a un modelo de democracia, también la aparición del modelo de partido cartel como fenómeno empírico está asociado con una revisión del modelo normativo de democracia. En este modelo, la esencia de la democracia reside en la capacidad de los votantes para elegir entre un menú fijo de partidos políticos. Los partidos son grupos de líderes que compiten por la posibilidad de ocupar las oficinas del gobierno y por asumir en las siguientes elecciones la responsabilidad por la performance del gobierno. En algún sentido, se trata simplemente de una profundización del partido catch-all, o del modelo de democracia elitista liberal, cuyo elemento más significativo está faltando en esta formulación. La democracia en este esquema consiste en elites que procuran ganarse el favor del público, más que en el compromiso del público en la toma de decisiones políticas. Los votantes deberían estar interesados en los resultados antes que en las políticas, que quedan confinadas al campo de lo profesional. Los partidos son socios de los profesionales más que asociaciones de, o para, los ciudadanos.

En otro sentido, sin embargo, el modelo de democracia del partido cartel es fundamentalmente diferente. La alternancia en el gobierno era central para los modelos anteriores. No sólo que había algunos partidos que quedaban claramente en el gobierno mientras otros quedaban fuera de él, sino que el temor a ser desalojados del gobierno por los votantes era también considerado el mayor incentivo para que los políticos actuaran dando respuestas a la ciudadanía. En el modelo del partido cartel, en cambio, ninguno de los grandes partidos queda nunca definitivamente afuera. Como consecuencia, existe una creciente sensación de que la democracia electoral puede verse como un medio por el cual los gobernantes controlan a los gobernados, más que lo contrario. En la medida en que los programas partidarios se asemejan, y que las campañas están más orientadas hacia objetivos compartidos que a cuestiones en disputa, el grado en el cual los resultados electorales pueden determinar las acciones del gobierno se ve reducido. Aún más, dado que la distinción entre partidos en y fuera del gobierno se torna borrosa, el grado en el cual los votantes pueden castigar a los partidos incluso a partir de una sensación de insatisfacción generalizada también se achica. Al mismo tiempo, la participación en el proceso electoral involucra al votante, y al hacer de las elecciones el canal legítimo para la actividad política, hace menos legítimos otros canales, potencialmente más efectivos. La democracia pasa a ser de este modo un medio para alcanzar la estabilidad social antes que el cambio social, y las elecciones se convierten en una parte “respetable” de la constitución.

Para ponerlo de otro modo, la democracia deja de ser vista como un proceso por el cual la sociedad civil le impone controles o límites al Estado, para transformarse en un servicio provisto por el Estado a la sociedad civil. El liderazgo político necesita ser renovado y las elecciones proveen un ritual pacífico para lograr esta renovación. Si los gobernantes han de proveer un gobierno ampliamente aceptado se necesita algún tipo de feedback, y la disputa electoral, que marca la satisfacción (o insatisfacción) del público con los resultados de las políticas, constituyen la forma de proveer ese feedback. Por lo tanto, el Estado provee la disputa electoral. Y dado que la disputa electoral democrática, al menos tal como se la entiende actualmente, requiere de partidos políticos, también provee (o garantiza la provisión de) partidos políticos. Finalmente, por cierto, son los partidos en el poder quienes constituyen el Estado y quienes proveen este servicio, y por lo tanto lo que están garantizando es su propia existencia.

El reconocimiento de la política partidaria como una carrera de tiempo completo supone la aceptación e incluso el apoyo a tendencias que concepciones anteriores de democracia consideraban poco deseables. Mientas que hay una directa relación entre estas tendencias y la idea del partido cartel, sea como precondiciones o como probables consecuencias, ellas de todos modos implican una reorientación fundamental respecto a los partidos y las elecciones. Lo más relevante al respecto es que los políticos adquieren una creciente necesidad de reducir los costos de las derrotas electorales. Por supuesto que este es un deseo universal, que ha llevado muchas veces a la suspensión lisa y llana de las elecciones en países con normas muy establecidas de política electoral. En las democracias occidentales, en las que esta opción definitivamente no existe, la alternativa consiste en proveer subvenciones y apoyos para todos, permitiendo a diferentes coaliciones estar en el gobierno en diferentes niveles o en diferentes lugares. Como consecuencia de ello disminuye el tono de la competencia. Más aún, en la medida en la que los políticos aspiran a desarrollar carreras de largo plazo, ellos ven a sus oponentes políticos como colegas de la profesión, orientados por un similar deseo de seguridad en su trabajo, enfrentados al mismo tipo de presiones que ellos enfrentan, y con quienes habrá que conducir los negocios en el largo plazo. La estabilidad se hace más importante que el triunfo; la política deviene más un trabajo que una vocación.

5. Desafíos al partido cartel

Pero mientras los partidos cartel pueden ser capaces de limitar la competencia entre sí, ellos no pueden suprimir la oposición política más en general. Esto ocurre especialmente cuando los partidos, cada uno de ellos y como grupo, se conectan más estrechamente con el Estado, y cuando dejan de ser canales efectivos de comunicación de la sociedad civil hacia el Estado. En lugar de que los partidos hagan demandas al Estado en nombre de grupos específicos de la sociedad civil, estos grupos se encuentran a sí mismos en la necesidad de hacer demandas sobre el partido/Estado. Por lo tanto, cada vez más la articulación de demandas pasa a ser del dominio de los grupos de interés. Por supuesto, hay algunos casos de organizaciones de intereses, particularmente en el de las de los grupos más grandes y establecidos (como los sindicatos o cámaras empresariales) que han desarrollado relaciones con el Estado que no difieren de las de los partidos. Este es el fenómeno que ha sido llamado “neocorporativismo” y que, entre otras cosas, supone asegurarle a ciertos grupos una posición segura y privilegiada a cambio de “buena conducta”. Pero precisamente porque estos grupos establecidos han sido cooptados por el sistema, ellos son incapaces o carecen de la voluntad de expresar algunas demandas, y esto, a su vez, puede llevar a la emergencia de organizaciones alternativas, las que a menudo son tan estridentes como de corta vida.

Esto sugiere que los mecanismos de autoprotección que los partidos cartel han creado tienen sus propias contradicciones internas. En la medida en que los partidos cartel limitan la posibilidad de disenso interno, minimizan las consecuencias de la competencia dentro del cartel y se protegen a sí mismos de las consecuencias de la insatisfacción electoral, ellos evitan que las elecciones cumplan siquiera la mínima función de feedback que el nuevo modelo de democracia les asigna. Esto se profundiza aún más si las principales organizaciones de intereses también son incorporadas dentro del paraguas protector de los arreglos neo-corporativos. Al mismo tiempo, sin embargo, esto no puede evitar el surgimiento de desafíos por fuera del cartel, incluso cuando sería posible establecer barreras para que nuevos partidos ingresen al sistema, tales como por ejemplo la distribución de subvenciones estatales sobre la base de los anteriores resultados electorales o las restricciones para el acceso a la arena electoral. Más importante, los intentos de exclusión también pueden terminar teniendo efectos contrarios a los buscados, al ofrecer a los nuevos actores excluidos un argumento para movilizar el apoyo de los insatisfechos. De modo que así como los partidos de elite crearon las condiciones sociales y políticas para la emergencia y éxito de los partidos de masas, y como los partidos de masas crearon a su vez las condiciones para el surgimiento y éxito de los partidos catch-all, y como este generó las condiciones que generarían al partido cartel, también el éxito más reciente del partido cartel genera inevitablemente su propia oposición.

Los nuevos partidos que buscan abrirse paso en el sistema pueden hacer campaña en busca de apoyo sobre la base de una amplia variedad de apelaciones ideológicas. Sin embargo la experiencia sugiere crecientemente que un particular grito de guerra, común a muchos nuevos partidos y que parece particularmente efectivo en la movilización de apoyos (véanse por ejemplo las recientes experiencias de la campaña de Ross Perot en Estados Unidos y la campaña del Partido de la Reforma en Canadá), es la demanda por “romper el molde” de la política establecida (véase por ejemplo, Poguntke, 1994; Scarrow, 1994). En muchos casos esta demanda es fundamentalmente retórica, y sus protagonistas, especialmente aquellos que buscan apoyos entre las nuevas clases medias –partidos que van desde los Demócratas 66 en Holanda a los Liberales Demócratas en el Reino Unido y los Demócratas Progresistas en Irlanda–, demuestran muchas veces estar más dispuestos a unirse al establishment que lo que habían declamado inicialmente. Incluso en otros casos, tal como ocurre con muchos de los partidos verdes, donde la oposición está más enraizada, estas demandas también se muestran susceptibles de ser incorporadas y cooptadas.

Sin embargo, en algunos casos la protesta abre las puertas a una insatisfacción más radical. Este es claramente el caso de una variedad de nuevos partidos de extrema derecha, tales como el Bloque Flamenco en Bélgica, el Frente Nacional en Francia, Acción Nacional en Suiza, e incluso posiblemente Nueva Democracia en Suecia, que parece estar intentando seguir el sendero de los partidos del Progreso en sus vecinas Dinamarca y Noruega. Esto también le cabe al más establecido pero ahora crecientemente ruidoso y excluido Partido de la Libertad de Austria. Todos estos partidos parecen exponer una oposición profundamente antidemocrática y a veces xenófoba al consenso que prevalece en la mayor parte de las democracias, y esto obviamente les provee de una fundamental base de apoyo. Pero quizá lo más llamativo de todo es que muchos de estos partidos también parecen estar ganando atractivo por su asumida capacidad de desbaratar lo que ellos refieren a menudo como los “confortables” arreglos existentes entre las alternativas políticas establecidas.

En efecto, por lo tanto, al operar como un cartel, intentando asegurar que no haya claros “ganadores” y “perdedores” entre las alternativas establecidas y al explotar su control del Estado para generar recursos que puedan ser compartidos entre ellos, los partidos cartel muchas veces proveen involuntariamente las municiones con las cuales los nuevos detractores de la derecha pueden emprender sus guerras más eficientemente. Estos nuevos críticos no representan un desafío para el partido; su protesta es, después de todo, organizada por un partido. Pero ellos sí se ven a sí mismos como representando un desafío al partido cartel, un desafío que bien puede ser alimentado por las acciones de los propios partidos cartel y que, en el más largo plazo, puede ayudar a legitimar su protesta.

Como lo notamos al comienzo de este artículo, gran parte de la literatura contemporánea habla del declive o fracaso de los partidos, cuestión que, desde nuestra perspectiva, supone una interpretación errónea. De hecho, hay realmente poca evidencia para sugerir que la era de los partidos ha quedado en el pasado. Por el contrario, mientras en algunos aspectos los partidos son hoy menos poderosos que antes –principalmente porque gozan de menores lealtades partidarias, menor participación de adherentes, identidades políticas menos distintivas, etc.– en otros aspectos su posición se ha fortalecido. En esto último tiene gran importancia los recursos que el Estado (los partidos en el Estado) pone a su disposición. Claro que si uno toma como estándar el modelo del partido de masas, tal como lo hace gran parte de la literatura, entonces los principales partidos son tal vez hoy menos poderosos que antes. Es decir, son menos poderosos en cuanto partidos de masas. Pero, tal como lo hemos argumentado, este es un estándar inapropiado, que no toma en cuenta los modos en los que los partidos pueden adaptarse para asegurar su propia supervivencia, y que ignora las nuevas fortalezas que ellos pueden adquirir como compensación por las debilidades que resultan evidentes. Los partidos son, en suma, diferentes. Por eso, aunque también se trate de una interpretación errónea, podría ser más seguro hablar de un desafío al partido antes que de su declive o fracaso. Porque lo que observamos ahora en las democracias occidentales es menos un desafío al partido en general que un desafío, por otra parte inevitable, a los partidos cartel en particular.

1* Publicado originalmente como “Changing Models of Party Organization and Party Democracy: The Emergence of the Cartel Party”, en Party Politics, 1: 1, 1995, pp. 5-28.

2. Así, por ejemplo, Lawson y Merkl, quienes notan que “el fenómeno del declive partidario, a menudo observado en el contexto del sistema político norteamericano, se está volviendo crecientemente evidente también en otros sistemas políticos” (1988: 3); o Selle y Svasand, quienes señalan la presencia de una perspectiva “bastante pesimista” desde los setenta, reflejando tendencias que han llevado a algunos a concluir “que los partidos no funcionan más como solían hacerlo” (1991: 459-460). En verdad, el discurso sobre el declive partidario se ha vuelto tan común que ya en 1980 Stephen L. Fisher (1980) podía escribir sobre la tesis del “Declive de los partidos” sin que parezca necesario incorporar ninguna cita. Véase también Finer (1984).

3. Lo mismo puede decirse del partido profesional-electoral de Panebianco, el cual se diferencia del partido catch-all primeramente en el sentido de que su organización emplea profesionales y consultores antes que burócratas partidarios.

4. Son precisamente estos términos los que emplea David Mayhew (1974) para describir las recompensas personales de las posiciones de liderazgo en el Congreso de Estados Unidos.

5. El Reino Unido es un caso curioso en el cual el comportamiento que asociamos al modelo del partido cartel se está haciendo menos presente. Mientras el énfasis en el partido parlamentario podría aparecer como facilitando la formación del cartel, esto depende de que exista una fuerte expectativa de alternancia en el gobierno. La evidente incapacidad del Partido Laborista para volver al gobierno, y la evidencia de que los conservadores se mantienen aferrados al gobierno, ha llevado a ambos partidos a tener un comportamiento anticartel. De allí que, por ejemplo, el Partido Laborista haya adoptado una disposición más favorable hacia la representación proporcional, que rompería el monopolio bipartidista en el gobierno (que hoy en día es en verdad el monopolio de un partido), mientras que los conservadores están mucho menos dispuestos a compartir designaciones y otros beneficios con los miembros del Partido Laborista (véase Webb, 1994).