3
Las aventuras de John Wayne en Teherán:
El espejo
(Jafar Panahi, 1997)
Una de las maldiciones que hemos soportado algunos críticos en las últimas décadas es el malhumor de ciertos espectadores por el cine iraní. El problema consiste en que ese cine está hecho a partir de una enorme cantidad de restricciones, lo que obliga a los cineastas a emplear una serie de estrategias que a veces transforman las imágenes en algo mucho más sutil de lo que a primera vista parece. Aquel viejo malentendido surgió gracias a El sabor de las cerezas [Ta’m e guilass] (1997), de Abbas Kiarostami, película ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 1997 –ex aequo con La anguila [Unagi], de Shohei Imamura–; la película cuenta la historia de un hombre que no sabe si va a suicidarse o no, y que necesita cierta ayuda. Casi todo se narra desde la cabina de una camioneta y parece que se trata solo de gente hablando. Pero en ese film Kiarostami llena el plano con mucha sutileza, y plantea los diálogos como pequeñas batallas. Si busca felicidad formal y sutil, debería intentar verla y, de paso, cancelar aquel malentendido.
De todas formas, este texto no es sobre El sabor… sino sobre la enorme felicidad del cine de Jafar Panahi, un contemporáneo y amigo de Kiarostami, y sobre todo de una gran película que habla del cine y de la infancia, El espejo [Ayneh]. El cine iraní, de paso, abunda en fábulas con niños, aunque no todas son infantiles. De hecho, El espejo no lo es: se trata en realidad de una película de suspenso sobre la felicidad de hacer películas y de trabajar en ellas. Una niña de unos 8 años sale de la escuela y no encuentra a su madre, que debería haber ido a buscarla. Comienza a hablar con transeúntes, comienza a buscar la forma de encontrar a su madre, comienza a preocupar a los demás y, entre esos “demás”, al espectador. Todo esto se narra casi en forma documental, otra característica de cierta corriente del cine de Irán. La tensión crece. La niña sube a un autobús y sentimos que aumenta el peligro de que se pierda. También percibimos algo raro: la niña va hacia alguna parte, pero la película, no. Aparentemente, la niña piensa igual que nosotros: de pronto sabemos que se llama Mina y que se cansó de actuar. Efectivamente, hasta este punto del film (de lo que hemos visto) ha interpretado a un personaje de una típica película iraní. Pues bien, nuestra actriz deja plantado al director y a su equipo, baja del autobús (que de pronto se transforma: vemos que los pasajeros son figurantes y que los cineastas están tratando de salvar la situación) y se va.
Y allí comienza otro film de suspenso, porque Mina se ha dejado puesto el micrófono inalámbrico con el que se registra el diálogo. Los cineastas no la ven, pero la escuchan y tratan de seguirla. Nosotros tampoco la vemos, claro, pero tememos que le pase algo. Sin embargo, Mina es lo opuesto de la frágil y perdida protagonista de la película que le tocaba en suerte, es su reflejo especular. Sabe cómo ir a casa y cómo llegar lo más rápido posible: los que se pierden son los cineastas.
Gran parte del moderno cine de Irán, aquel que comenzó a realizarse desde finales de los años ochenta (la excelente Close-Up [Nema-ye nazdik] –1990–, de Kiarostami, puede considerarse un paradigma), trabaja sobre la delgada frontera entre el documental y la ficción. Esto es producto de una estrategia para burlar varias de las formas de censura que el régimen teocrático posterior a la Revolución islámica de 1979 puso en vigor. Varios cineastas decidieron entonces que el dispositivo cinematográfico apareciera en la película: vemos un film y cómo se hace ese film, y muchas veces son personajes de una especie de documental que, ante nuestros ojos, se transforma en una ficción. Un ejemplo es la bella A través de los olivos [Zire darakhatan zeyton] (1994), también de Kiarostami: un cineasta está filmando la historia de un joven enamorado de una chica, pero al mismo tiempo el actor que hace del “joven” está enamorado de la joven que hace de “la chica”, y en un último plano pudoroso y lejano, ambas historias se unen y resuelven. Vemos una ficción sobre cómo se filma una ficción y qué sucede más allá de ella, como en un juego constante de cajas chinas. Antes de que el lector se descorazone por el intríngulis aparente, afirmemos que son películas muy claras y fáciles de comprender: una de sus mayores virtudes es que se comunican con nosotros de modo inmediato. De ahí que la ruptura que plantea El espejo sea, al mismo tiempo, parte de una tradición, y también algo más.
Una vez que Mina abandona el rodaje, aparece cierta forma de la comedia, en este caso la inversión. Lo que parecía que era no es, y lo que es tiene la desproporción del ridículo: la niña de 8 años poniendo en problemas a una ordenada maraña de adultos. Pero, contra los deseos y las urgencias de la infancia no se puede hacer nada, salvo que se ejerza una abyecta crueldad. Y ni el Panahi director del film que estamos viendo, ni el otro Panahi, director de la película fallida y desesperado por encontrar a Mina, lo hacen, y en la imposibilidad de cruzar ese límite nace la doble aventura de los realizadores desconcertados y la niña inteligente burlando a los adultos.
Lo más interesante de esta aventura es que, a pesar de que Mina se va de la ficción y empieza ella misma, con su caminata precisa por las calles de Teherán, a “dirigir” (literalmente: darle una dirección) la película, El espejo existe y la vemos divirtiéndonos por la hermosa travesura que significa. Y existe, además, porque el cineasta “ficticio”, el que sigue a Mina con su autobús sin verla, ha decidido que ese recorrido vale la pena. Ha sido feliz, a pesar de la angustia y la sorpresa que implica el cambio de planes por el hallazgo de una nueva historia. Y, además, por otro hallazgo, algo parecido a la intervención de las hadas.
En su viaje invisible por las calles, Mina conoce –recordemos que solo oímos su voz– a un hombre que la ayuda a volver a su casa. Ese hombre le dice que ha sido John Wayne. Wayne no solo fue el cowboy típico de los westerns o la figura emblemática de los films de John Ford, sino, uniendo ambas cosas, el protagonista de la obra maestra Más corazón que odio [The searchers] (1956), un film que reflexiona sobre el racismo y la conquista del Oeste cuya historia consiste en dos vaqueros, uno de ellos interpretado por Wayne, que buscan durante años a una niña perdida, raptada por los indios. Al final la encuentran y la devuelven a su hogar. Mina encuentra a “John Wayne”: un hombre mayor que, le cuenta, fue quien hacía el doblaje del actor para el mercado iraní. Sabiamente, este encuentro feliz, como uno de los episodios de Alicia en el País de las Maravillas, nos devuelve al mundo de la imaginación que, en el siglo XX, ha encarnado Hollywood. Claro que, para no romper la ilusión de que John Wayne ayuda una vez más –como en un mito– a que la niña vuelva a casa, debemos solo escuchar su voz.
La primera conclusión es que la infancia todavía es el lugar donde la maravilla puede vivir con toda naturalidad. La segunda, que la felicidad es la que guía los pasos de los niños, al punto de dejarlo todo cuando el juego ya no satisface. Y la tercera, que perseguir la infancia, como hacen los cineastas, es una manera de volver a encontrar esos pequeños milagros, esos momentos de felicidad. El corolario final: solo el cine puede ofrecer el registro completo de las imágenes y las voces que constituyen tales milagros.
|
CONSEJO: |
VÉALA CUANDO LAS COSAS NO SALEN EXACTAMENTE COMO USTED QUIERE. |
ACOMPAÑAR CON:
• Bowfinger, el director chiflado [Bowfinger] (film de Frank Oz, 1999)
• Niebla (novela de Miguel de Unamuno)
• El tirador [The shootist] (film de Don Siegel, 1976)