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¿Cuándo comenzó esta historia? Es difícil saberlo. Es probable que fuera cuando Matos me llamó al móvil después de diez años sin saber de él y me propuso el descabellado trabajo que originó este relato. Aunque también es posible que el origen de todo se remontara a la amistad que le profesé a mi vecino Juan Delforo, el periodista, que hace más de veinte años alquiló un apartamento al lado del mío, en la calle Esparteros de Madrid con la intención de hacerse escritor, y me pidió que le informara sobre el trabajo policial, sin saber las consecuencias que eso me acarrearía después.

Cada vez que me detengo a pensar en lo que ha sido y en lo que se está convirtiendo mi vida, surge Juan Delforo y todos aquellos años en los que le contaba mis experiencias de policía. Delforo quería saberlo todo, cómo hablaban los delincuentes, dónde vivían, cuáles eran sus relaciones con la vida... «Quiero escribir sobre las pobres gentes, Toni», solía decirme, y yo le llevaba a los más sombríos tugurios, a los ínfimos burdeles adonde acuden los más desgraciados, sin futuro y sin fortuna, a las chabolas y a los dormitorios comunales de emigrantes. Gracias a mí conoció a mendigos, prostitutas, rateros, alcohólicos, asesinos enloquecidos y drogadictos a punto de morirse. Aprendió cómo hablan y cómo transcurre su pobre y excluida vida. Ahora sé que todo eso le sirvió para escribir gran parte de sus novelas.

Es evidente que debí mandarle a la mierda hace más de veinte años, pero no lo hice y nunca me arrepentiré lo suficiente. No excluyo la posibilidad de que la causa de todo ello sea debida a algún rasgo autodestructivo y oculto de mi carácter.

Esta historia pasó hace tiempo y la olvidé.

Han pasado ocho años de la muerte de Lidia y yo continúo trabajando para Draper, caminando solo y aburrido hacia el umbral de la vejez, aún sin saber a ciencia cierta por qué no conservo a ninguna de las mujeres que he amado durante mi vida, consciente de que mi tiempo se acaba, filtrado a través de los dedos de mis manos como la arena de una playa.

Y puestos así, esta historia puede comenzar un día cualquiera a finales de septiembre del año 2000, en aquel taxi que me traía a Madrid, un poco antes de que Matos me llamara al móvil.

Aquella madrugada, a finales de septiembre, el aire era espeso y venenoso en Madrid. Aún no había salido el sol del todo y yo iba en taxi rumbo a Ejecutivas Draper, deslizándonos por un silencioso Paseo de Extremadura recortado de altos edificios pardos, difuminados por la neblina apestosa del próximo río Manzanares. Había salido unas horas antes de Zafra, un pueblo grande y próspero de Badajoz, donde al fin había encontrado a un estafador. El sujeto se llamaba Cifuentes y debía en varios puticlubs del extrarradio de Madrid cuentas por valor de un millón y medio de pesetas, gracias a tarjetas de crédito amañadas. Su última hazaña la realizó en el Chiki Club de Torrelodones, cuya dueña, Carmen Buranda, alias Carmiña la Calva, había logrado reunir a todos los damnificados por Cifuentes y aglutinar la deuda. Le había encargado a Ejecutivas Draper el cobro a cambio del treinta por ciento de su valor. Yo me llevaría el diez por ciento, menos la mitad de los gastos.

Tardé más de veinte días en pillar al estafador, recorriendo Extremadura, hasta que descubrí que el fulano vivía en Zafra. A partir de ese momento no me causó demasiado trabajo hacerle entrar en razones. Cifuentes era dueño de una pequeña fábrica de embutidos, un padre de familia de misa dominguera, y concejal del ayuntamiento. Tenía demasiado que perder. De modo que le presioné un poco con la amenaza de hacer públicas sus andanzas en Madrid y no tardé en conseguir un cheque conformado que incluía los intereses de demora.

En aquel turbio amanecer viajaba de vuelta a Madrid con el deber cumplido y la promesa de ciento cincuenta mil pesetas.

El taxista que me llevaba, un muchacho con un pendiente en el lóbulo de la oreja derecha, era uno de esos que no pueden mantenerse en silencio. Dos o tres veces intentó enrollarse contándome lo que había cambiado Zafra en los últimos diez años, después lo intentó con la meteorología y continuó con la jodida frase: «Si yo fuera presidente del Gobierno...» a pesar de que yo me hacía el dormido.

Lo malo fue que cuando avistamos el puente de Segovia sonó mi móvil y no tuve más remedio que atenderlo. Era la primera vez en mi vida que usaba uno de esos pequeños teléfonos; me lo había regalado Huang el Chino, y aún no lo sabía manejar bien del todo. Mis dedos parecían enormes y torpes, demasiado gruesos para apretar las diminutas teclas.

De todas maneras conseguí pulsar la tecla debida y escuché una voz de hombre que me era vagamente familiar.

—¿Toni?

—¿Con quién hablo?

—Matos, ¿te acuerdas de mí?

Hubo un instante de silencio. Muy poca gente tenía el número de mi móvil. Había conocido a un Matos hace bastantes años, un abogado joven que trabajaba para el obispado. Pero no podía ser ése. Había pasado demasiado tiempo.

—¿Eres Matos, el abogado? ¿Cristino Matos?

—¡Joder, sí, Toni, el mismo! ¿Cómo lo has sabido?

—Aún puedo controlar el Alzheimer, ¿quién te ha dado mi número?

—Eso no importa, compadre, ¿cómo te va?

—Bien, voy tirando, no me puedo quejar. ¿Y tú?

—¿Yo? Bueno, qué quieres que te diga, sigo bebiendo ginebra Sapphire Medalla de Oro. ¿Tú continúas con esa a granel que le comprabas a Justo?

—Matos —le dije—, se me está calentando la oreja. Estos chismes no me gustan. ¿Quién te ha dado mi número de móvil?

—Draper.

—En este momento voy a su oficina. ¿Qué quieres?

—¿Puedo invitarte a cenar esta noche? Me gustaría hablar contigo.

Cristino Matos, al menos el joven que yo conocí, era tacaño como un sacristán. Era de esos que a la hora de pagar una ronda de cañas les daban unas súbitas ganas de mear y se iban rápidamente al retrete.

—¿De qué quieres hablar conmigo?

—No te lo puedo decir por teléfono. ¿Conoces el restaurante Jockey? —No esperó a que yo le respondiera—: Pásate por allí esta noche a las nueve y media, tengo mesa reservada.

—Esta noche voy a jugar al póquer. Adiós, Matos.

Corté la llamada, desconecté el móvil y lo guardé en el bolsillo. El muchacho del pendiente aprovechó la ocasión y empezó a decirme:

—Bueno, jefe, como le iba diciendo, si yo fuera presidente de España pondría un impuesto especial de un duro, por ejemplo, en cada botella de licor, ¿no? Y de tres pelas el paquete de tabaco... Con esa pasta se podrían construir escuelas por todo el país...

Le interrumpí:

—Oye, chaval, si te aburres, pon la radio, ¿quieres? Y no demasiado alta, voy a intentar dormir.

Cerré los ojos y me recliné en el asiento. Ya habíamos pasado el puente de Segovia y nos dirigíamos hacia la Cuesta de San Vicente, para alcanzar la Plaza de España, torcer por la calle de San Ignacio y subir por Amaniel hasta la calle de la Palma. El final del viaje era el 57 de la calle Fuencarral, donde Draper tenía la oficina. Me estaba esperando.

Al fin, el muchacho me hizo caso y puso la radio baja. Eso y el suave traqueteo del coche provocaron los recuerdos de Cristino Matos. Lo conocí en 1990, cuando yo aún trabajaba en la Policía, en el Grupo de Noche de la comisaría de Centro. Y fue a causa del cura de la iglesia de San Lázaro, en la calle Desengaño. Fue a verme una noche para denunciar el robo de un cuadro de la sacristía, atribuido al Divino Morales y valorado en seis millones de pesetas. No recuerdo su nombre, pero sí su aspecto: gordito, de unos cincuenta años, muy nervioso, traje deshilachado, gafas en el puente de la nariz y bufanda.

La historia que me contó parecía fácil de creer. Vivía en el piso de arriba de la iglesia y a eso de las tres de la madrugada le habían despertado unos extraños ruidos que provenían de la sacristía. Se puso la bata, bajó y el cuadro había desaparecido. Los ladrones habían forzado la puerta de entrada.

Pero el cura mentía.

Cuando revisé los archivos descubrí que estaba fichado como corruptor de menores. Se lo montaba con los chicos emigrantes de la catequesis, la mayoría de ellos polacos. A cambio de la comida y la ropa que les entregaba una vez al mes, tenían que pasar por sus manos. Había seis denuncias en su contra. A todas se les había dado carpetazo.

Más tarde llamé por teléfono a la Brigada Central y pregunté por Puente, Evaristo Puente, el jefe del Grupo Judicial de Robos de Arte. Al escuchar el nombre del cura me contó que la archidiócesis de Madrid llevaba varios años vendiendo sus obras de arte a los anticuarios, utilizando la añagaza de los robos. Los cuadros pertenecían a la Iglesia, pero no podían venderse sin la autorización de Patrimonio Nacional. El asunto era que la Santa Madre Iglesia necesitaba dinero para sus múltiples obras de caridad, según decían, y utilizaban el método de los falsos robos para conseguirlo.

Puente me aconsejó que lo dejara correr. Pero no le hice caso. A las dos semanas de investigar descubrimos el cuadro en el almacén de un anticuario de Zaragoza. El cuadro ya estaba embalado y listo para ser enviado a un marchante belga. El anticuario tardó cinco minutos en mostrarnos la factura de venta, firmada por el cura.

Y lo denunciamos al juzgado. Tres denuncias: una por corrupción de menores con la agravante de continuidad y abuso de autoridad, la otra por robo del Patrimonio Nacional y la tercera por falsedad.

Y ahí fue cuando conocí a Cristino Matos. Llegó a la comisaría en plan dicharachero y simpático, dando palmadas en la espalda a todo el mundo y contando chistes subidos de tono. Se presentó como abogado del obispado. Entonces debía de tener poco más de treinta años, pero parecía uno de esos hombres sin edad, bien peinado y con trajes caros que no le disimulaban la barriga. Era más falso que la declaración de la renta de Mario Conde.

Lo primero que hizo fue regalarnos una botella del mejor whisky de malta que se podía conseguir en Madrid y otra de ginebra Sapphire Medalla de Oro, un regalo personal al Grupo de Noche. Le dije que podía meterse las dos botellas donde le cupieran y le mostré lo que gastábamos nosotros, la ginebra a granel que fabricaba Justo a sesenta pesetas el litro.

Matos se empeñaba en acompañarnos a los bares cuando terminábamos el turno, intentando hacerse el gracioso. En realidad era un abogado correoso y astuto que intentaba por todos los medios que anulásemos las denuncias. Admitía que el cura era un poco pedófilo, pero ¿quién está libre de un pecadillo? El señor obispo ya había tomado cartas en el asunto y había enviado al cura a un retiro espiritual, sin contactos con jóvenes. El asunto del falso robo del cuadro también era otro «pecadillo», por dios santo, la Santa Madre Iglesia necesitaba dinero para sus obras de caridad y el Estado no daba permiso para que se vendieran legalmente

En Navidad recibí en mi casa un regalo de Cristino Matos. Dos tabletas de turrón de guirlache, elaborado por unas monjitas, atadas con un lacito rosa. A mí no me gusta el turrón —y menos el guirlache—, de modo que se lo regalé a mi prima Dora, medio novia en los ratos libres, que entonces regentaba el bar Torre Dorada de la Plaza Mayor. Mi prima me envió una carta muy emotiva dándome las gracias, lo que me extrañó. Al poco tiempo dejó al Rubio, con el que estaba arrejuntada, se casó con un portugués y se fue a vivir a Oporto. Ya no la volví a ver más hasta bastantes años después.

Unos días más tarde recibí una llamada de la Dirección General de la Policía. Se me ordenaba llave y armario a las tres denuncias. Asunto concluido. Ya no volví a ver a Cristino Matos, ni tuve noticias de él hasta este momento.

Años más tarde mi prima Dora vino a verme para agradecerme lo bien que me había portado con ella en el pasado. Se había separado del portugués y se estaba viendo con un gallego con posibles que residía en Uruguay. A continuación me entregó un sobre con cien mil pesetas. Las mismas que le había prestado para que rehiciera su vida. Yo no sabía de lo que me estaba hablando. Y me lo explicó: las tabletas de turrón eran en realidad mazos de billetes —¡qué detalle tan encantador había tenido yo!—, nada menos que cien billetes nuevecitos de mil pesetas.

Me quedé de piedra.

Pero todo aquello había pasado muchos años atrás. Y ahora volvía a aparecer en mi vida el abogado Cristino Matos.

El cartel de «Ejecutivas Draper. Detectives, morosos, investigaciones confidenciales. Seriedad y eficacia», se repetía dos veces: una en el portal número 57 de la calle Fuencarral, un edificio antiguo que había sido señorial muchos años antes, y otra en la puerta del piso.

Gerardo Draper había sido comisario de Centro en los años en que yo era el jefe del Grupo de Noche. Conservaba casi todo el cabello de antes, medio rizado y aplastado a la cabeza, que ya había encanecido. Le gustaba vestir trajes juveniles y se daba rayos infrarrojos para estar moreno. Durante el largo período en que fue mi jefe inmediato, se dedicó a comprar bajo cuerda pisos y locales comerciales a través de los subasteros. Eso lo supe mucho tiempo después. Nadie sabía cuántos había conseguido de esa manera. El caso fue que consiguió una más que holgada jubilación.

Me abrió la puerta con una taza de café en la mano. Eran las ocho de la mañana y le extrañó verme tan temprano.

—¿Ya estás aquí?

—He vuelto en taxi, Draper.

—¿En taxi desde Zafra? No jodas, Toni, ¿tú qué eres, un señorito? Pues eso lo vas a pagar tú, a mí no me vengas con ésas.

—Me han hecho un precio especial.

—¿Ah, sí? Anda, pasa. ¿Quieres un café?

—Vale —le contesté.

En el despacho me sirvió una taza de café y le puse delante el cheque conformado por valor de un millón y medio de pesetas.

—Vaya, a la Calva le va a encantar, no esperaban cobrar. ¿Ha sido difícil?

—Como siempre.

—Bueno, te prepararé un cheque, no tengo metálico ahora mismo. Podrás cobrarlo en mi banco en cuanto abran. ¿Has traído la nota de gastos?

Se la mostré. Cincuenta mil pesetas entre taxis, autobuses y noches en fondas de mala muerte. Este último taxi me había salido por quince mil. El chico del pendiente tenía que venir a Madrid a recoger en el Clínico a un enfermo al que le daban el alta. Esta vez cobraría ciento cincuenta mil, según mis cálculos.

Draper se entretuvo en hacer las cuentas. Yo recorrí la pared del despacho detrás de su sillón. Allí estaba su licencia de detective privado, enmarcada en un bonito cuadro. Al lado pensaba colocar el diploma de licenciatura en derecho de su hijo Gerardín, que debía de tener unos diecinueve años o así y debía de estar en segundo o tercero de carrera.

—¿Te ha llamado Cristino Matos, el abogado? —le pregunté.

Levantó la mirada de los papeles.

—Sí, ayer por la tarde, y me extrañó bastante, preguntó por ti. Le dije que andabas en Extremadura en un curro y le di tu número de móvil.

—Me lo ha dicho, pero ¿cómo ha sabido que trabajo contigo?

Draper se encogió de hombros.

—Bueno, eso lo sabe bastante gente, ¿no? Igual ha llamado a la comisaría y se lo han dicho.

—En la comisaría ya no hay nadie que se acuerde de nosotros, Draper.

—Regalo calendarios de Ejecutivas Draper a todas las comisarías de Madrid, Toni. Me salen bastantes trabajos gracias a eso. No me jodas.

Terminé mi segunda taza de café y Draper me entregó un talón por la cantidad de ciento cuarenta mil pesetas. Era lo primero que cobraba ese mes.

Jodido Draper.

Hace veinticinco años que vivo en el número 6 de la calle Esparteros, en el centro de Madrid, a unos pasos de la Puerta del Sol. Cuando lo alquilé era muy caro, veinte mil pesetas, pero estaba a un paso del antiguo edificio de la Dirección General de Seguridad, hoy sede de la Comunidad de Madrid, donde estaban los despachos de la BIC, la Brigada de Investigación Criminal, donde trabajaba. Después me destinaron a la recién creada comisaría de Centro, en la calle de la Luna. Durante esa época empezaron a subir los precios de las viviendas... Pero no de la mía. Lo intentaron, pero no pudieron. El apartamento era ilegal, lo mismo que los otros tres que había en la planta. Era un antiguo y señorial piso de más de doscientos metros que la empresa inmobiliaria propietaria había dividido en apartamentos, pero con el pequeño detalle de no haberlo declarado. Ahora, pago de alquiler un poco más de quince mil al mes, un chollo.

Subí las escaleras a paso rápido, con el dinero que acababa de ganar en el bolsillo, y me detuve en el piso cuarto. Saqué la llave y la metí en la cerradura de la puerta B, donde vivo. El A es de mi amigo Juan Delforo y en el C viven las hermanas churreras. El D es un picadero que se anunciaba en los periódicos y se alquilaba por horas a parejas. Lo atendía el portero, un tal Gumersindo Acebes.

Antes de abrir mi puerta, salió del apartamento de enfrente Angustias, la mayor de las tres hermanas, propietarias de la churrería Hermanas Abril, en la trasera del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Iba muy elegante con un traje de chaqueta.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Mira quién está aquí! Ayer estuve llamándote, pero no estabas.

No era mala mujer, aunque bastante pesada. Tenía parecida edad a la mía, era soltera y ancha de hombros de la cabeza a los pies. Eso le hacía pensar que teníamos algo en común.

—Yo trabajo, Angus. Acabo de regresar de un viaje.

—Quería decirte que ha estado por aquí un policía preguntando por ti. Muy guapo él y parecía muy serio.

—¿Sí? ¿Y ha dicho su nombre?

—No lo sé... Me lo han contado mis hermanas, fue los otros días. Me parece que ha venido antes dos veces más. Oye, ¿tienes tiempo ahora para lo nuestro?

Otra vez con lo «nuestro». Me lo había propuesto el mes pasado. Y el pretexto fue una charla en la televisión en la que se decía que la virginidad traía muchas complicaciones. Ella y sus hermanas discutieron acerca de eso. Opinaban que hablar de asuntos tan íntimos debería ser ilegal, incluso antinatural y pernicioso. Decidieron venir a mi casa para consultarme. Afirmaron que yo era un hombre de mundo, un ex policía, y que tendría que saberlo. Yo les contesté lo mejor que pude. Debí haberlas echado fuera si hubiera sabido lo que vendría después. Cuando sus hermanas se fueron a trabajar, Angus me confesó que era virgen totalmente. Tengo que confesar que me pilló desprevenido.

Y a partir de entonces, poco a poco, mi vecina fue perdiendo la timidez hasta que un día me propuso, así sin más, que la desvirgara. Lo había pensado detenidamente y había llegado a la conclusión de que yo era el hombre adecuado.

Entre otras cosas porque no era su tipo.

—Angus, así no se puede resolver este asunto, ¿comprendes? Además, he salido de Zafra a las tres de la madrugada y todavía no he dormido, no me jodas.

—Venga, hombre, ¿a ti qué más te da? No te va a llevar más de diez o quince minutos. Es por mi novio, ¿entiendes? Me quiero casar con él y no quiero que sepa que no he estado con ningún hombre. No te cuesta nada hacerme ese favor. Para eso somos vecinos, ¿no? Yo creo que los vecinos tenemos que hacernos favores. Si tú no me haces ese favor, yo tampoco te los haré a ti. Y te aviso de que vas a salir perdiendo.

—Sí, somos vecinos, Angus, y debemos hacernos favores, pero debes comprenderlo. Esas cosas no se hacen así. ¿Por qué no te vas a un bar de copas esta noche y te ligas a alguien?

—Ya he ido varias veces, pero esos bares me aburren mucho y termino castaña, a mí la bebida ni fu ni fa. Además, la música tan alta me marea. ¿Por qué no quieres desvirgarme? No es lo mismo que lo haga con un desconocido, me daría vergüenza. Yo soy bastante tímida. ¿Es que te doy asco?

—No se trata de eso, Angus. Yo creo que debes decírselo a tu novio. Es mejor que se lo digas de una vez. Mira, ese tipo de confidencias afianza a las parejas, ¿sabes? Él te lo agradecerá.

—Es que tú no conoces a Baldomero, mi novio, es un municipal de ésos, un sargento o un oficial, no sé. Es viudo y le he contado que yo..., verás, que yo pues he tenido novios, ¿no? No muchos, pero sí unos cuantos, los normales, vamos. Y no puedo ir ahora a decirle que todo eso es mentira. Toni, en serio, yo creo que con diez minutos bastaría. ¿Qué trabajo te cuesta, hombre?

—Angus...

—No importa, otro día será. Igual hoy estás cansado. Mira, yo mañana estaré en casa sobre las nueve. Luego iré a cenar con Baldomero, si quieres nos vemos un poco antes. De todas maneras vamos a tener que vernos, somos vecinos. Bueno..., adiós, chato. —Pero se volvió antes de entrar a su apartamento, y añadió—: Y recuerda, tenemos que hacernos favores.

Durante la noche, la Asociación de Cazadores se convierte en un garito clandestino de póquer. Desconozco lo que hacen el resto del día. Y lo sé bien, porque yo he trabajado allí de encargado durante dos largos años. Ahora lo regenta un macarra llamado Andrés el Moléculas, al que llaman Editoriales o El B. Cuando yo trabajaba allí, la propietaria era una tal Maruja Garrido, que sigue en el talego acusada de matar al Dátiles, uno de los mejores palquistas que ha habido en Madrid.

Ser encargado de garito es un trabajo fácil, limpio y muy agradecido, que tiene, como todos los trabajos, sus puntos flacos. El peor de ellos era lidiar con timadores, burlangas, tomadores del dos y descuideros, a los que los garitos de póquer les parecen el reino de Jauja.

Precisamente uno de mis cometidos era evitar que los tomadores del dos pisaran el local. Esa gente desprestigia los garitos y hay que echarlos inmediatamente. Lo mismo ocurre con los bronquistas y borrachos. Sin embargo, lo peor era hacer que los perdedores pagaran las deudas de juego. La política de Maruja Garrido era la de prestar un máximo de cincuenta mil pesetas a los clientes asiduos y de confianza. Luego había que cobrarlos si perdían y ahí empezaban los problemas. Precisamente ésa fue la razón de que muriera el Dátiles.

El caso era que aquel local me gustaba bastante. Cuando tenía ganas de echarme unas cuantas manos de póquer, como ocurrió aquella noche en la que volví de Zafra, pensaba en la Asociación en primer lugar. Y no sólo porque había trabajado allí, sino porque en aquel local continuaba de camarero y crupier mi amigo el Cuquita, o Cuqui, como también suelen llamarlo.

Eran las doce de la noche y el Cuquita tardó más de lo debido en abrirme la puerta del garito, un segundo piso de un edificio antiguo de la calle Hortaleza, muy cerca de la Gran Vía. Cuando me vio, gritó: «¡Toni!», y saltó a mis brazos. El Cuquita es un enano bien proporcionado y sentimental, ágil como un gato, quizá debido al intenso entrenamiento que tuvo cuando de joven trabajaba para el Bombero Torero.

—Vaya, estás en forma, ¿eh, Cuquita? ¿Cómo te va, hombre?

—¡Coño, qué alegría, Toni, joder, qué alegría! ¿Por qué has tardado tanto en venir, eh?

Lo coloqué en el suelo con suavidad y le pellizqué la mejilla.

—He estado fuera, Cuquita. ¿Hay alguna buena mesa?

El Cuquita se quedó pensativo y recorrió el local con la mirada. Las seis mesas estaban ya ocupadas por jugadores. Había varias mujeres.

—¿Ves al Moléculas en la mesa del fondo?

Dirigí la mirada a donde me indicaba el Cuquita. Efectivamente allí estaba el Moléculas con su chaqueta ajustada de terciopelo negro, diciéndoles algo a unos clientes.

Añadió el Cuquita:

—Son cuatro tíos que han estado de juerga, vienen muy contentos. Parecen unos pardillos, es la primera vez que vienen. Todavía no han empezado.

—Vale, cámbiame —le di diez billetes de mil pesetas—, y te quedas con mil. Vamos a ver si tenemos suerte.

Me acerqué a la mesa, di las buenas noches y pedí permiso para participar en la partida. Me lo dieron y me senté al lado de un sujeto gordo que sudaba. El Moléculas llevaba un buen rato hablando y le interrumpí, le gustaba mucho darse importancia.

—Bueno, Toni, bienvenido, les estaba diciendo aquí a estos caballeros las normas de la casa, que tú conoces mejor que nadie. Veinticinco cada jugador por partida y el cinco por ciento de las ganancias del mayor ganador. Eso es lo único que tendrán que pagar a la casa. No se admiten trampas, voces, peleas, ni borracheras, tampoco cantar, ni molestar. Si necesitan un crupier, lo piden. En ese caso tendrían que pagarlo a razón de quinientas cada uno. Cada vez que deseen cambiar de baraja, les costará cincuenta por barba. Les estaba diciendo que aquí se juega al póquer cubierto de treinta y dos cartas, o Chiribito, también llamado la Señora. Si desean beber, pueden pedir bebidas a nuestros empleados, el señor Cuqui y doña Luz María.

No sabía que habían contratado a una camarera y recorrí el local con la mirada. No vi a nadie, pero la cortina verde que separaba el salón de juego del bar se abrió y dio paso a una mulata vistosa que llevaba una bandeja.

—Ah, y otra cosa —añadió el Moléculas al ver que todos mirábamos a la mujer—. Nada de ligar con la camarera, ni de tocarle el culo, aquí se viene a jugar. El que lo intente se las verá conmigo y se irá a la puta calle en ese mismo momento. ¿Está todo claro?

Nadie dijo nada. El Cuquita dejó sobre la mesa mis fichas y dije:

—Bien, caballeros, ¿cuál es la postura mínima?