Sigo sin estar seguro de si hice bien en hablarle a mi mujer del ataque a la panadería. Quizá no se tratara de una cuestión sobre el bien o el mal, de lo que es correcto o incorrecto. Quiero decir, elecciones incorrectas producen a veces resultados correctos y al contrario. Ante este tipo de absurdos (creo que se les puede llamar así), he llegado a la convicción de que en realidad no elegimos nada. Esa es mi forma de entender la vida. Respecto a las cosas que ya han ocurrido, no hay nada que podamos hacer. En cuanto a las que aún no han tenido lugar, todo está por ver.
Visto desde esa perspectiva, ocurrió, sencillamente, que le hablé a mi mujer del ataque a la panadería. No tenía previsto hacerlo. De hecho, se me había olvidado por completo, pero tampoco era una de esas cosas que entran en la categoría de: «Por cierto, ahora que lo mencionas...».
Si me acordé del ataque a la panadería, fue por culpa de un hambre insoportable. Sucedió un poco antes de las dos de la madrugada. Habíamos cenado algo ligero sobre las seis de la tarde y a las nueve y media nos acostamos, pero, por alguna razón, nos despertamos al mismo tiempo. Teníamos un hambre feroz, casi desesperado, como si nos atacara el tornado de El mago de Oz. Unos terribles zarpazos de hambre que no tenían razón de ser.
En la nevera no había nada digno de ser considerado comida: una botella de aliño para ensalada, seis latas de cerveza, dos cebollas secas, un poco de mantequilla y una bolsa para absorber los malos olores de la nevera. Nos habíamos casado dos semanas antes y aún no habíamos establecido claramente unos hábitos alimenticios comunes. Teníamos muchas otras prioridades en ese momento.
Yo trabajaba en un despacho de abogados y mi mujer como secretaria en una escuela de diseño. Yo tenía veintiocho o veintinueve años (no sé por qué nunca recuerdo el año exacto de nuestro matrimonio) y ella era dos años y ocho meses menor que yo. La comida era la última de nuestras preocupaciones.
Teníamos demasiada hambre como para quedarnos en la cama. Fuimos a la cocina y nos sentamos uno frente al otro sin hacer nada especial. No podíamos conciliar el sueño (incluso estar tumbados nos resultaba doloroso) y el hambre era tan voraz que nos impedía hacer nada. No sabíamos de dónde surgía con semejante intensidad.
Abrimos la puerta de la nevera por turno, movidos por una vana esperanza, pero por mucho que lo hiciéramos nada cambiaba en su interior: cervezas, cebollas, mantequilla, aliño y un absorbente para los malos olores. Podríamos haber preparado un salteado de cebolla con mantequilla, pero no parecía suficiente para saciar nuestra hambre. La cebolla es siempre una buena base, pero no comida en sí misma.
—¿Por qué no hacemos un salteado de aliño con absorbente para los malos olores? —dije en broma. Como a mi mujer no pareció hacerle gracia mi ocurrencia, probé otra alternativa—: Mejor que vayamos en coche a buscar un restaurante abierto veinticuatro horas. Algo encontraremos.
Ella rechazó la propuesta. No quería salir a comer algo.
—Hay algo que no marcha bien si uno debe salir de casa para comer algo pasada la medianoche.
Para ese tipo de cosas me parecía una mujer chapada a la antigua.
—Supongo que tienes razón —me resigné con un suspiro.
Quizá sea normal en las parejas de recién casados, pero en ese momento sus opiniones (más bien sus tesis) me sonaban como una especie de revelación. Al decir eso, entendí que se trataba de un hambre especial, nada que pudiera satisfacerse en un restaurante abierto las veinticuatro horas.
Un hambre especial. ¿Qué significaba eso?
Podría tratar de describirlo mediante fotogramas.
Uno: Floto en un pequeño bote en mitad de un mar tranquilo. Dos: Miro hacia abajo y veo la cima de un volcán submarino. Tres: Entre la superficie del mar y la cima del volcán no parece haber mucha distancia, pero no logro calcularla con exactitud. Cuatro: Ocurre porque el agua está tan transparente que engaña a la vista.
Esa secuencia de imágenes me vino a la mente entre el momento en que mi mujer me dijo que no quería salir a buscar un restaurante abierto y yo admití que quizá tenía razón. Obviamente, no soy Sigmund Freud, por lo que no pude analizar su verdadero significado, pero comprendí enseguida que era algo revelador y acepté de inmediato su tesis (o su declaración). No nos quedó más remedio que abrir un par de latas de cerveza y bebérnoslas. Mejor beber cerveza que comer cebollas. A ella la cerveza no le gustaba especialmente, de manera que yo me bebí cuatro y ella dos. Mientras tanto, se puso a revolver las estanterías de la cocina como una ardilla en el mes de noviembre. Encontró cuatro galletas de mantequilla olvidadas dentro de una bolsa. Eran las sobras de la base de una tarta de queso. Estaban húmedas, reblandecidas, pero nos las comimos a pesar de todo. Dos para cada uno.
Por desgracia, ni las galletas ni las cervezas dejaron rastro o lograron ocultar el hambre. Nos sentíamos como si observásemos desde el espacio la vasta extensión de la península del Sinaí. Su efecto pasó como pasan los paisajes anodinos tras la ventanilla del coche.
Leímos el texto impreso en las latas de cerveza, miramos el reloj en numerosas ocasiones, la nevera, hojeamos el periódico de la tarde del día anterior y con una tarjeta postal recogimos las migas de las galletas esparcidas encima de la mesa. El tiempo pasaba lento y pesado, como el plomo por las entrañas de un pez.
—Jamás había tenido tanta hambre —dijo mi mujer—. ¿Tendrá relación con estar recién casados?
—Puede ser. O quizá no.
Empezó a investigar de nuevo en todos los rincones de la cocina a la búsqueda de un pedazo de comida y yo me asomé otra vez por la borda para contemplar la cima del volcán submarino. El agua transparente despertaba en mí un sentimiento de inquietud, como si se me hubiera abierto un inmenso vacío en el estómago, un vacío puro, sin entrada ni salida. Esa extraña sensación de ausencia en el interior de mi cuerpo, esa percepción existencial de la no existencia, se parecía al miedo, a la parálisis que le atenaza a uno después de trepar hasta la cima de una torre altísima. La conexión entre el hambre y el vértigo fue todo un descubrimiento.
Me acordé entonces de una experiencia similar que había vivido hacía tiempo. La misma sensación de vacío en el estómago... ¿Cuándo fue...? ¡Sí, era lo mismo!
—Ocurrió cuando el ataque a la panadería —dije sin querer.
—¿El ataque a la panadería? ¿De qué hablas? —preguntó mi mujer.
Fue así como empezó.
—En una ocasión atraqué una panadería —le expliqué—. Fue hace mucho. No era una panadería grande ni famosa. Tampoco hacían un pan especial, aunque no estaba mal. Era una panadería corriente y moliente, como muchas de las que se ven en las galerías comerciales de cualquier ciudad. La regentaba un hombre y era tan pequeña que cuando se le acababa el pan cerraba hasta el día siguiente.
—¿Y por qué elegisteis precisamente esa?
—Tampoco veíamos la necesidad de atracar una más grande. Nosotros solo queríamos pan, lo suficiente para saciar el hambre. No queríamos dinero. Éramos asaltantes, no ladrones.
—¿Nosotros? ¿A quién te refieres con nosotros?
—A mi mejor amigo de entonces y a mí. Ya han pasado casi diez años. Éramos tan pobres que ni siquiera nos alcanzaba para comprar pasta de dientes. La comida siempre faltaba y eso nos obligaba a hacer auténticas barbaridades para poder comer. El ataque a la panadería fue una de nuestras locuras...
—No lo entiendo —dijo ella sin apartar la mirada de mí, como si buscase el pálido resplandor de las estrellas en el cielo del amanecer—. ¿Por qué tuvisteis que hacer eso? ¿No podíais buscar un trabajo? Con un trabajo por horas alcanza para comprar un poco de pan. Es más fácil que atracar una panadería.
—No queríamos trabajar. Lo teníamos muy claro.
—Pero ahora trabajas como todo el mundo, ¿o no?
Asentí y di un sorbo a la lata de cerveza. Me froté los ojos con la parte anterior de las muñecas. La cerveza me había dado sueño, un sueño que se filtraba en la conciencia como barro líquido acompañado de retortijones.
—Los tiempos cambian —me limité a decir—. Cambian las circunstancias, cambian las personas, lo que pensamos. ¿Por qué no nos vamos a la cama? Tenemos que madrugar.
—No tengo sueño. Quiero saber más sobre ese ataque a la panadería —protestó ella.
—No hay mucho que contar. Es una historia insípida. No es tan interesante como imaginas. No hay acción, nada llamativo.
—¿Lo lograsteis?
Me resigné y abrí otra lata de cerveza. Cuando una historia despertaba su interés, no paraba hasta conocer el desenlace.
—En cierto sentido se puede decir que sí, lo logramos. Quiero decir, conseguimos todo el pan que queríamos, aunque la cosa no se desarrolló como un asalto propiamente dicho. Me explico: el dueño de la panadería nos lo regaló.
—¿Gratis?
—No del todo. Esa es la parte complicada. Era un melómano y justo cuando entramos acababa de poner un disco con las oberturas de Wagner. Nos propuso un trato: nos daría todo el pan que quisiéramos si escuchábamos el disco entero. Lo discutimos entre nosotros y estuvimos de acuerdo. No nos iba a pasar nada por escuchar un poco de música. No era un trabajo propiamente dicho y tampoco queríamos hacerle daño a nadie. Guardamos las navajas y nos sentamos a escuchar las oberturas de Tannhäuser y El holandés errante.
—¿Y después os dio el pan?
—Eso es. Nos llevamos a casa casi todo lo que había en la tienda. Fue nuestro único alimento durante cuatro o cinco días.
Di otro trago a la cerveza. El sueño agitaba mi bote imaginario, donde me mecía movido por las olas producidas por un terremoto submarino.
—Por supuesto, logramos nuestro objetivo. Teníamos pan —continué—, pero lo que hicimos en ningún caso podía considerarse un delito. Más bien fue una especie de intercambio. Digámoslo así. Escuchamos a Wagner a cambio de pan. Desde un punto de vista legal fue una simple transacción.
—Pero escuchar a Wagner no se puede considerar un trabajo o un bien mercantil.
—¡Desde luego que no! Si el hombre nos hubiera pedido fregar los cacharros o limpiar las ventanas, nos habríamos negado y le habríamos robado sin más contemplaciones. Pero no nos pidió eso, sino que nos sentáramos a escuchar el disco de principio a fin. Los dos nos quedamos muy confundidos. Jamás hubiéramos imaginado que Wagner se iba a mezclar en nuestros asuntos. Fue como una maldición. Lo pienso ahora y me doy cuenta de que nunca deberíamos haber aceptado ese trato. Deberíamos haber usado las navajas para amenazarle y habernos llevado el pan. Así no hubiera habido ningún problema.
—¿Tuvisteis algún problema?
Volví a frotarme los ojos.
—Más o menos. Nada concreto en realidad, pero después de eso las cosas empezaron a cambiar y ya nunca volvieron a ser lo mismo. Regresé a la universidad, me gradué sin problemas, encontré mi trabajo en el despacho de abogados, me preparé las oposiciones, te conocí y me casé. Nunca he vuelto a hacer nada parecido. Se acabaron los asaltos a las panaderías.
—¿Eso es todo?
—Sí. No hay nada más que contar.
Me terminé la cerveza. Nos habíamos acabado todas las latas. En el cenicero había seis anillas metálicas que parecían las escamas de una sirena.
No era verdad que no hubiese ocurrido nada concreto después del ataque. De hecho, algunas cosas pudimos verlas claramente con nuestros propios ojos, pero no quería hablarle de eso.
—¿Qué fue de tu amigo, a qué se dedica ahora?
—No lo sé. Poco después sucedió algo y terminamos por alejarnos. No he vuelto a verle desde entonces. Tampoco sé a qué se dedica.
Mi mujer no habló durante un rato. Probablemente intuía que no le contaba toda la verdad, pero no insistió.
—¿Dejasteis de ser amigos por el asalto a la panadería?
—Tal vez. Lo que hicimos debió de dejar una huella en nosotros mucho más profunda de lo que nos pareció en un primer momento. Durante varios días no paramos de hablar de la relación entre el pan y Wagner. Nos preguntábamos si habíamos hecho lo correcto o no. De todos modos, no llegamos a ninguna conclusión. Honestamente, creo que la elección fue la correcta. Nadie resultó herido y todos acabamos más o menos contentos. El dueño de la panadería (aún hoy no entiendo por qué reaccionó de esa manera) hizo su propaganda de Wagner y nosotros nos hartamos de pan. A pesar de todo sentíamos como si, en cierta manera, hubiésemos cometido una grave equivocación. Sin saber por qué o por qué no, esa equivocación empezó a proyectar una sombra sobre nuestras vidas. Por eso hablo de maldición. No me cabe duda de que aquello fue una especie de maldición.
—¿Aún la sientes? ¿Y tu amigo?
Alcancé las seis anillas del cenicero e hice una pulsera.
—No lo sé. El mundo parece estar inundado de maldiciones. Si te sucede algo extraño, es difícil saber qué maldición exacta lo ha causado.
—No estoy de acuerdo —dijo ella con sus ojos clavados en los míos—. Si lo piensas detenidamente, terminarás de entender el porqué. Si no ahuyentas esa maldición con tus propias manos, te hará sufrir hasta la muerte, como una muela picada. Y no solo sufrirás tú. A mí también me incumbe.
—¿A ti también?
—Sí, porque ahora soy tu mujer, tu compañera. Este ataque de hambre atroz que nos atenaza es la clara demostración de ello. Antes de casarme nunca había sentido algo parecido. ¿No te parece anormal? Esa maldición de la que hablas también me afecta a mí.
Asentí. Deshice la pulsera de anillas y volví a dejarlas en el cenicero. No sabía a ciencia cierta si tenía razón o no, pero intuía que sí.
El hambre que había conseguido alejar de mis pensamientos durante un tiempo reapareció con mayor intensidad hasta el extremo de provocarme un fuerte dolor de cabeza. Los retortijones en el fondo del estómago se transformaban en temblores que me llegaban a la cabeza como si estuvieran conectados por algún tipo de sofisticada maquinaria.
Volví a echar un vistazo al volcán submarino bajo mis pies. El agua estaba aún más transparente que antes. Si no tenía cuidado, podía dejar de darme cuenta incluso de que estaba ahí. Sentía como si mi bote imaginario flotase en el aire, libre de amarras. Las piedras del fondo estaban al alcance de la mano.
—Apenas han pasado dos semanas desde que empezamos a vivir juntos —dijo mi mujer—, y en todo este tiempo he sentido como una presencia, una especie de maldición. —Sin dejar de mirarme fijamente, entrelazó los dedos encima de la mesa—. Antes de contarme esta historia —continuó—, no pensaba que se tratase de eso, pero ahora lo veo claro. Te han lanzado una maldición.
—¿Una presencia? ¿A qué te refieres?
—Como si colgara del techo una cortina pesada, polvorienta, sin lavar desde hace años.
—Quizá no se trate de una maldición, sino de mí —dije con una sonrisa.
Mi comentario no le hizo gracia.
—No se trata de ti.
—Está bien, supongamos que se trata de una maldición. ¿Qué puedo hacer en ese caso?
—Asaltar otra panadería. Ahora mismo. Es la única salida.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Mientras aún tengamos hambre. Debes terminar lo que dejaste a medias.
—Pero es noche cerrada. ¿Dónde vamos a encontrar una abierta a estas horas?
—La encontraremos, no te preocupes. Tokio es una ciudad grande. Alguna habrá.
Subimos a mi Toyota Corolla de segunda mano y empezamos a vagar por las calles de Tokio a las dos y media de la madrugada en busca de una panadería abierta. Sentada a mi lado, mi mujer no dejaba de escrutar ambos lados de la calle como un ave rapaz buscando una presa. En el asiento de atrás llevábamos una escopeta Remington que parecía un pez tumbado, largo y rígido. En los bolsillos del abrigo de mi mujer, las balas producían un ruido seco al entrechocar. También llevábamos unas gafas de esquí en la guantera. No tenía ni idea de qué hacía mi mujer con una escopeta, ni con esas gafas. Ni ella ni yo habíamos esquiado en nuestra vida. Ella no me explicó nada y yo tampoco le pregunté al respecto. En ese momento me di cuenta de que en la vida conyugal suceden muchas cosas extrañas.
A pesar de nuestra excelente infraestructura para el asalto, éramos incapaces de encontrar una panadería abierta. Conduje por calles desiertas desde Yoyogi hasta Shinjuku, desde Yotsuya hasta Akasaka, pasando por Aoyama, Hiroo, Roppongi, Daikanyama y Shibuya. En la madrugada de Tokio se veía todo tipo de gente y todo tipo de negocios, pero ni una panadería abierta. Al parecer, nadie en esta ciudad se dedicaba a hacer pan después de las doce.
Nos cruzamos en dos ocasiones con coches patrulla. Uno estaba parado y medio oculto a un lado de la calle. El otro nos adelantó a escasa velocidad. Me sudaban las axilas, pero mi mujer ni siquiera notó la presencia de la policía, entregada en cuerpo y alma como estaba a buscar una panadería. Cada vez que se movía, los muelles del asiento crujían como una de esas almohadas antiguas rellenas de cáscaras de trigo.
—¿Por qué no lo dejamos? —sugerí—. No vamos a encontrar ni una abierta a estas horas. Para este tipo de cosas, es mejor investigar antes...
—¡Para! —gritó de improviso.
Frené en seco.
—Lo haremos aquí —dijo sin inmutarse.
Miré a mi alrededor sin soltar las manos del volante. No vi nada parecido a una panadería. A ambos lados de la calle solo había tiendas cerradas a cal y canto con persianas metálicas negras. El silencio era absoluto. El letrero luminoso apagado de un barbero parecía flotar en la oscuridad como un ojo artificial medio torcido. Lo único que resplandecía en la zona era el cartel de un McDonald’s doscientos metros más allá.
—Aquí no hay ninguna panadería —dije.
Ella no contestó. En lugar de eso abrió la guantera y sacó un rollo de cinta americana. Después salió del coche. Se agachó por la parte de delante, cortó varias tiras de cinta y tapó el número de la matrícula. En cuanto terminó, hizo lo mismo con la placa trasera. Se movía con agilidad, como si estuviera acostumbrada. Yo la observaba un tanto distraído.
—Asaltaremos el McDonald’s —dijo con el mismo tono que hubiera utilizado para decir que íbamos a cenar allí.
—¡Pero eso no es una panadería!
—Como si lo fuera —replicó al entrar en el coche—. A veces no queda más remedio que hacer concesiones. Para delante de la puerta.
Avancé doscientos metros y detuve el coche en el aparcamiento del McDonald’s. Solo había un Nissan Bluebird nuevo de color rojo. Mi mujer me entregó la escopeta envuelta en una manta.
—Jamás he disparado semejante cosa ni tengo intención de hacerlo —protesté.
—No hay ninguna necesidad de disparar. Tú ocúpate de llevarla y eso bastará para evitarnos problemas. Haz lo que te digo. Entraremos como si nada. En cuanto el empleado de turno nos salude, nos pondremos las gafas de esquí. Esa será la señal ¿Lo has entendido?
—Entendido, pero...
—Después apuntas a los empleados y los juntas con los clientes en un mismo sitio. Tienes que actuar rápido. Yo me encargo de todo lo demás. Confía en mí.
—Pero...
—¿Cuántas hamburguesas crees que nos harán falta? ¿Treinta bastarán?
—Supongo.
Cogí la escopeta con un suspiro. Levanté un poco la manta para mirar debajo. Pesaba como un saco de arena y resplandecía a pesar de ser negra.
—¿De verdad es necesario hacer esto?
La pregunta iba dirigida tanto a ella como a mí mismo.
—Por supuesto que sí.
—¡Bienvenidos a McDonald’s! —nos saludó una chica sonriente con uno de los gorros típicos de la cadena en la cabeza y un gesto estándar.
No pensaba que en el turno de noche trabajaran mujeres y al verla me sentí muy confundido. Sin embargó, no tardé en volver en mí y ponerme las gafas de esquí.
Al vernos de pronto a los dos con gafas oscuras nos miró con un gesto de pasmo. Resultaba obvio que el manual del empleado de la compañía no decía nada sobre cómo actuar en esas circunstancias. Parecía buscar la frase adecuada que venía tras el saludo, pero se había quedado petrificada y las palabras no le salían. A pesar de todo, su sonrisa preestablecida no se le borró de las comisuras de los labios, que le daban a su boca aspecto de luna en cuarto creciente.
Tan rápido como pude, quité la manta que envolvía la escopeta y me dirigí hacia las mesas. Allí solo había una pareja de estudiantes profundamente dormidos, con dos vasos de batido de fresa al lado perfectamente alineados como si fueran objetos de vanguardia. Más que dormidos parecían muertos. No iban a suponer ninguna molestia. En lugar de apuntarlos a ellos, dirigí el arma hacia el mostrador.
Había tres empleados en total: la chica que nos había saludado, el gerente, un tipo pálido de cara ahuevada que ya habría superado la mitad de la veintena, y otro en la cocina con aspecto de estudiante y rostro inexpresivo, que parecía una sombra escurridiza. Se acercaron los tres a la caja registradora, frente al cañón de la escopeta, con la mirada absorta como si fueran turistas contemplando los Baños del Inca. Nadie gritó. Nadie se lanzó sobre mí. Como la escopeta pesaba mucho, apoyé el cañón en la caja sin apartar el dedo del gatillo.
—Llévense todo el dinero —dijo el gerente con voz ronca—. Hemos ingresado la recaudación del día a las once de la noche, así que no hay gran cosa. De todos modos estamos cubiertos por el seguro.
—Baje las persianas de la entrada y apague las luces exteriores.
—Un momento —protestó el gerente—. No puedo hacerlo. Si cierro el restaurante sin consultarlo, tendré que asumir toda la responsabilidad.
Mi mujer repitió la orden más despacio.
—Será mejor que le haga caso —le advertí al verle tan indeciso.
Miró a mi mujer por unos instantes y después el cañón de la escopeta apoyado en la caja. Al final se resignó. Apagó la luz del letrero luminoso y presionó el botón que bajaba la persiana de la entrada principal. No le quité el ojo de encima, preocupado por que pudiera darle también al botón de llamada de la policía aprovechando el ruido de la persiana al bajar, pero, al parecer, los restaurantes de McDonald’s no disponen de ese dispositivo. Tal vez hasta entonces a nadie se le había ocurrido la posibilidad de atracar uno de ellos.
Cuando cesó el ruido, un ruido que era como si alguien golpeara un cubo metálico con un bate de béisbol, miré a la pareja de estudiantes dormidos sobre la mesa y comprobé que ni se habían inmutado. No había visto dormir a nadie tan profundamente desde hacía tiempo.
—Treinta Big Mac para llevar —ordenó mi mujer.
—Le daré todo el dinero que tenemos. ¿Por qué no va con eso a otro restaurante y se lo pide a ellos? —protestó el gerente—. Si hago eso, voy a tener un verdadero problema con los libros de registro. Es decir...
—Será mejor que le haga caso —le repetí.
Los tres empleados entraron en la cocina y empezaron con el pedido. El más joven freía las hamburguesas, el gerente las colocaba en sus correspondientes panes y la chica los envolvía. Durante todo el proceso, nadie dijo una palabra. Me apoyé en una nevera grande y apunté con la escopeta hacia la plancha donde se freían las hamburguesas. Parecían un montón de lunares marrones siseantes. El olor dulzón de la carne frita se coló por los poros de mi piel como si fueran bacterias microscópicas. Se mezcló con el torrente sanguíneo y recorrió todo el cuerpo hasta llegar al centro mismo, a ese enorme vacío donde nacía el hambre. Allí se agarró a las paredes rosáceas de esa parte de mi anatomía.
Apilaban una hamburguesa tras otra y yo no pensaba más que en comerme un par de ellas, pero no estaba seguro de que hacer eso se ajustara a nuestro objetivo. Decidí esperar hasta que las treinta estuvieran terminadas. Hacía calor. Sudaba bajo las gafas de esquí, que me cubrían la cara como si llevara una máscara.
Los tres empleados miraban de reojo de vez en cuando el cañón de la escopeta. Me rasqué los oídos con la punta del dedo meñique de la mano izquierda. Cuando estoy nervioso, siempre me pican los oídos. Al hacerlo la escopeta se movía arriba y abajo. Ese movimiento les inquietaba. Tenía puesto el seguro. No había de qué preocuparse. Ellos no lo sabían, claro, y yo tampoco veía la necesidad de decírselo.
Mientras terminaban de preparar el pedido y yo los vigilaba, mi mujer se dedicaba a contar las hamburguesas ya listas para meterlas después en una bolsa de papel. En cada bolsa cabían quince.
—¿Por qué hacen esto? —me preguntó la chica—. ¿Por qué no se marchan con el dinero a otra parte y se compran lo que les apetezca? ¿Cómo van a comerse treinta Big Mac?
No le contesté. Me limité a sacudir la cabeza.
—Lo siento, pero no hemos encontrado ninguna panadería abierta —explicó mi mujer—. De haber encontrado una, la habríamos asaltado. Ese era nuestro objetivo.
No me pareció que la explicación ayudase a comprender mejor lo que ocurría, pero, en cualquier caso, no dijo nada más y los tres volvieron a concentrarse en su trabajo.
En cuanto las dos bolsas estuvieron llenas, mi mujer pidió dos Coca-Colas grandes y pagó las bebidas.
—No queremos robar nada excepto el pan —le aclaró mi mujer a la chica en la caja, que hizo un movimiento extraño con la cabeza que no supe interpretar si era de protesta o de asentimiento.
Tal vez fueran las dos cosas a la vez. Entendía cómo se sentía.
Mi mujer se sacó una fina cuerda del bolsillo (se había equipado a conciencia) y los ató con soltura, como si cosiera el botón de una camisa. Habían comprendido que de nada serviría protestar, por lo que los tres permanecieron en silencio, obedientes a todo lo que se les ordenaba.
—¿Duele? —preguntó mi mujer—. ¿Alguien necesita ir al baño?
Ninguno respondió. Envolví la escopeta con la manta. Mi mujer agarró las bolsas y salimos por debajo de la persiana. La pareja de estudiantes aún estaba sumida en el sueño, como si fueran peces abisales. Me pregunté qué podría sacarles de las profundidades.
Conduje media hora y nos detuvimos en el aparcamiento de un edificio cualquiera, donde comimos tranquilamente hasta saciarnos. Me llené el estómago con seis Big Mac. Mi mujer con cuatro. A pesar de la ingente comilona, en el asiento de atrás aún quedaban veinte. Esa hambre voraz que parecía que iba a perseguirnos hasta la eternidad terminó por esfumarse al alba. Las primeras luces del día tiñeron de un morado pálido la pared del edificio, como si estuviera cubierta de flores de glicinia. Un enorme cartel publicitario resplandecía: SONY BETA HI FI. A lo lejos se escuchaba el rumor de las ruedas sobre el asfalto de los camiones de largo recorrido que empezó a entremezclarse con el canto de los pájaros. En la radio de las Fuerzas Armadas Norteamericanas sonó música country. Compartimos un cigarrillo. Cuando nos lo terminamos, ella apoyó la cabeza en mi hombro.
—¿Era realmente necesario hacer esto? —le pregunté.
—Por supuesto.
Suspiró una sola vez y se quedó dormida. Su cuerpo era tan suave y ligero como el de un gato.
En cuanto me quedé solo, me asomé desde mi bote imaginario para contemplar el fondo del mar. El volcán submarino había desaparecido. La superficie del agua reflejaba el azul del cielo mientras olas pequeñas, como las arrugas de un pijama de seda mecido al viento, golpeaban su costado. Me tumbé y cerré los ojos. Esperé a que la marea subiera para llevarnos a algún lugar adecuado.