Después de la bochornosa historia con Gretchen y de verse rechazado por la alianza de la virtud, creció en el joven de dieciséis años la aversión contra el Frankfurt natal. A diferencia del pasado, no le gustaba tanto «pasear por las calles»;1 se le habían quitado las ganas de ver los muros y las torres y de encontrarse con la gente, en especial con quienes conocían su desdicha. De pronto todo le parecía sombrío, también su padre: «Y después de tantos estudios, esfuerzos, viajes y variada formación, ¿no le vi llevar una vida solitaria entre sus muros cortafuegos, una vida que se me hacía muy poco apetecible?».2 Quiere marcharse e ir a la universidad. También su padre opinaba que aquel hijo tan dotado, que había aprendido tantas cosas como si fuera un juego, ahora debía emprender estudios en serio. Goethe se sentía atraído por Gotinga, donde estaban los mejores profesores de ciencias de la Antigüedad, en concreto Heyne y Michaelis. Estudiando a fondo a los «antiguos» quería dar más peso y sustancia a su facilidad para la poesía. Buscaba disciplina y rigor, y aspiraba a un puesto académico para enseñar bellas artes. Pero el padre insistía en que estudiase derecho en Leipzig, donde él mismo había sido alumno en el pasado. Mantenía allí todavía algunas relaciones, que podía poner en juego. Narraba durante horas y horas sus vivencias y estudios en aquella universidad. Goethe dejaba hablar a su padre y no se hacía «ningún cargo de conciencia» por aferrarse en secreto a sus planes literarios y filológicos. Retrospectivamente calificaba esto de «impiedad».3
En el otoño de 1765 se despidió de los compañeros de juventud. Tampoco ellos podían ir a estudiar a donde deseaban. Johann Jacob Riese fue a Marburgo; Ludwig Moors, a Gotinga; Johann Adam Horn tuvo que quedarse todavía medio año más en Frankfurt, hasta que pudo emprender sus estudios también en Leipzig. Por eso «Cuernecillo», tal como lo llamaban (diminutivo del apellido Horn [Cuerno]), tuvo que preparar la despedida de los compañeros que se iban. También él era un forjador de rimas y, como sabía que Goethe tenía en mente una cosa distinta del derecho, le entregó para el viaje los siguientes versos, de cierto sabor macarrónico:
Parte alegre a la que tú anhelabas,
a la Sajonia de ojos despiertos.
Al país donde se componen los más bellos y mejores versos.
[...]
Desde la infancia amaste la poesía,
muestra que ella te da más vida que la abogacía.
Muestra que el favor de la musa tienes [...],
y que en Leipzig como aquí cargado de versos vienes.4
Según narra el propio Goethe, viajó a Leipzig como un muchacho envuelto en mantas y abrigos en el carruaje de un librero repleto de equipaje, pues el incipiente estudiante arrastraba consigo sus libros preferidos, sus manuscritos y una amplia indumentaria. Estuvieron en camino durante seis días. En la región de Auerstedt el carruaje quedó atascado en el barro: «No dejé de esforzarme con celo, y posiblemente por ello extendí en exceso los músculos del pecho, pues poco después sentí un dolor recurrente que tardó años en abandonarme por completo».5
Leipzig era entonces una ciudad tan grande como Frankfurt, y en ella vivían unos treinta mil habitantes. Pero, a diferencia de Frankfurt, no abundaba en vetustos rincones, sino que ostentaba un sello nuevo: calles anchas, fachadas unitarias, barrios de viviendas con los famosos patios cercados, diseñados a cuadrícula, que producían el efecto de plazas, en los que se desarrollaba una febril vida comercial y social. En uno de estos patios estaba situada la vivienda del estudiante; ésta era confortable y luminosa, y tenía dos habitaciones; a un par de pasos estaba la taberna de Auerbach, que el joven estudiante no tardó en frecuentar. Leipzig, lo mismo que Frankfurt, era una ciudad de ferias, que atraían a un multicolor y mezclado público europeo. Podían verse variopintos y llamativos trajes, y se percibía un barullo internacional de lenguas. Goethe escribía con cierto orgullo a Cornelia que todo es más multicolor, variado y bullicioso que en Frankfurt. Le embelesaron en especial los griegos, descendientes de un antiguo pueblo que él sólo conocía por los libros. Durante la feria, cuando había mucha afluencia, los estudiantes tenían que dejar sus habitaciones y viviendas a los comerciantes. Esto afectó también a Goethe, que por un tiempo hubo de conformarse con una minúscula buhardilla en un edificio comercial al borde de la ciudad. En Leipzig la protección contra el viento era menor que en la tortuosa ciudad de Frankfurt. De ahí que Goethe se viera importunado por numerosos resfriados. Su nariz roja movía a risa.
Las murallas de la ciudad se habían derribado a principios de siglo y en el trazado se habían plantado tilos. Aquí las personas paseaban, se dejaban ver y se mostraban galantes. También los estudiantes, que en otras partes llamaban la atención por su comportamiento grosero, si se lo podían permitir paseaban con zapatos y medias de seda, con el cabello empolvado, el sombrero bajo el brazo y la graciosa espada al cinto. Leipzig era famosa por su elegancia. El poeta Just Friedrich Zachariä, que vivía en ella y conocía a Goethe, cantaba a su ciudad en estos términos:
Soy de Leipzig por completo si el mal vestido arrojo,
que a todos hace ridículos y al bello hace horroroso.
Lleva tu coleta en talega negra transformada,
ningún sombrero cubra la coronilla arreglada [...]
Sea pequeña tu espada y ata un cordón en ella,
para mostrar que acatas el reino de esta tierra.
Detesta desde ahora las manos desnudas;
habla gracioso y galante, y en olor de lavándula rezuma.6
El joven Goethe tenía sobrados medios para vivir a lo grande. Su padre le había concedido una mensualidad de 100 florines (era lo que ganaba al año un artesano habilidoso). El estudiante comía caro en una mesa preparada con opulento sibaritismo. En octubre de 1765 se jacta en una carta al amigo Riese: «Todos los días pollos, gansos, pavos, patos, perdices, becadas, codornices, truchas, liebres, venados, lucios, faisanes, ostras, etcétera».7 También era caro el teatro cuando se buscaban las buenas localidades y, además, se invitaba a los compañeros, como hacía Goethe. En general, era muy generoso, también cuando iban a divertirse en los alrededores de la ciudad y en las posadas. En su casa le compraron telas exquisitas para su indumentaria, pero en la confección de los trajes su padre procuró ahorrar y encargó la costura al personal de servicio de la casa, que confeccionó unos trajes rígidos y torpemente ostentosos. Producía un efecto ridículo, con lo que Wolfgang cambió hasta la última pieza de los trajes, los fracs, las camisas, los chalecos y los pañolitos de adorno por la más reciente elegancia de Leipzig. Cuando Horn se encontró de nuevo con su amigo, apenas lo reconoció. En agosto de 1766 escribió a su común amigo Moors: «Si lo vieras, o te pondrías furioso, o reventarías de risa [...]. En su orgullo es también un dandi, y toda su ropa, por bonita que sea, es de un gusto extravagante, que lo distingue en toda la Academia».8 Goethe mismo le había escrito a Riese, el cuarto de su círculo de amigos: «Aquí soy una gran figura», y añade: «Pero de momento no soy ningún dandi».9
Pero sí que había llegado a serlo, por lo menos para la intimidada mirada de Horn, de menor autoestima. Goethe consideraba necesario exhibirse de forma impresionante, quería lucirse, pues en una tierra extraña, en un Leipzig mundano, tenía que luchar a su vez contra la intimidación. En efecto, a cada paso se le hacía notar que le faltaban elegancia, pulimento social y un tono fácil de conversación. Por su manera de hablar tropezaba con los sajones, que grotescamente consideraban su dialecto el no va más de la belleza y, puesto que no le gustaba el juego de cartas, lo tenían por un aburrido, que además provocaba escándalo. A su hermana Cornelia le escribe: «Tengo un poco más de gusto y conocimiento de lo bello que nuestra gente galante, y muchas veces no puedo evitar en medio de una sociedad insigne mostrarles lo mezquino de sus juicios».10 Y así, tras algunos éxitos iniciales, las invitaciones que recibía de las casas burguesas se hicieron más escasas. De todos modos, los estudiantes lo admiraban como un prodigio intelectual, y con su encanto todavía torpe estaba muy cotizado entre las mujeres, tanto las más jóvenes como las más maduras que él. Unas querían flirtear con él, las otras cuidarlo como una madre. La esposa de Böhme, consejero áulico y profesor de historia y derecho público, a quien Goethe había sido recomendado desde Frankfurt, se cuidó especialmente de él, le aconsejaba en cuestiones de indumentaria y de modales, y procuraba moderar su naturaleza petulante. El recomendado le leía también sus poemas, que ella criticaba con cautela. Con suavidad le recomendó aquello que algunos profesores le decían con menos cortesía: tenía que ser modesto y dedicarse con ahínco al estudio de la materia universitaria. Pero esto le aburría. «Las pandectas han torturado mi memoria durante este medio año y en verdad no he retenido nada de especial»,11 escribe a Cornelia. Le había interesado claramente la historia del derecho, pero el profesor se atascó en la segunda guerra púnica. No encontraba un saber completo. «Ando alicaído, no sé nada.»12 Cuando no progresa en sus estudios, no se atribuye ninguna culpa a sí mismo. Era una pulla contra su padre, que le ha impuesto aquella universidad.
Ya en las primeras semanas de Leipzig, a pesar de los momentos de ansiedad y del sentimiento de extrañeza, había tenido también instantes de alegría loca y de buen humor. En una carta a Riese incluyó Goethe uno de sus poemas, que con tanta facilidad se sacaba de la manga, pues los escribía de pasada y sin ninguna ambición especial, y por eso mismo eran especialmente logrados:
Como un pájaro que en el bosque más bello
en la rama se mece y libertad respira,
y lejos de seres molestos goza la brisa,
va de árbol en árbol en blando aleteo,
y en las matas canta al compás de su balanceo.13
Medio año más tarde se queja ante el mismo amigo: «Estoy solo, muy solo, totalmente solo»,14 dice. Y de nuevo pinta su estado anímico en un breve poema:
Tendido junto al arroyo,
a la vera del bosquecillo,
hallo mi placer exclusivo
en la lejanía de todos,
pensando en seres queridos.
Describe en prosa lo que le oprime y lo empuja a la soledad, y tras unas pocas frases, vuelve a la poesía narrativa:
Tú sabes cuánto amo el arte de la poesía,
y en qué medida el odio golpeó mi pecho,
en persecución de los que sólo al derecho
y a su santuario adoración rendían;
[...]
en qué medida (sin duda con razón) creí
que la musa por mí inclinación sentía
y el frecuente don de una canción traía.
[...]
Apenas mi viaje terminó aquí,
la niebla rauda de mis ojos cayó,
la gloria de los grandes hombres vi
y supe cuánta dificultad entraña
el triunfo en la conquista de la fama.
Sólo entonces supe que mi elevado vuelo,
según parecía, no era sino el esfuerzo
del gusano en el polvo que el águila ve.
Hacia el sol se agita aquél
y con ella querría ascender.15
Por fortuna, antes de que la queja se haga monótona, al autor se le ocurre un giro gracioso. El gusano que contempla envidioso el vuelo del águila de pronto queda envuelto en un torbellino y es llevado hacia arriba junto con el polvo. Allí puede sentirse también excelso, aunque por breve tiempo, hasta que el viento contiene la «respiración». «El viento se hunde, y el gusano con él. Ahora se arrastra como antes.»16
De todos modos, el joven autor se muestra más compungido de lo que realmente está, pues todavía sigue poetizando con viveza. Hay poemas en las que discute con su poetizar y expresa dudas. De momento quiere usar sus composiciones solamente como un añadido epistolar, tal como escribe a su hermana en septiembre de 1766.
Todavía se siente intimidado por los «grandes hombres» de la literatura, que dan el tono en Leipzig. No se atreve a comparecer en presencia del más importante: Lessing. Se le había ofrecido una oportunidad cuando éste visitó Leipzig para la puesta en escena de Minna von Barnhelm.
El otro corifeo local era el profesor Gellert, que probablemente era entonces el autor más famoso y más leído en Alemania gracias a sus fábulas y sainetes y a la novela Vida de la condesa sueca Von G. Klopstock era venerado, pero se leía a Gellert. Este autor difundía pensamientos ilustrados a través de intensos sentimientos y por eso podía agradar; escondía intenciones educativas en tono de charla. Gellert no ofrecía dificultad a sus lectores, evitaba todo extremo y era piadoso tras un matiz racional, por ejemplo, cuando entona la alabanza de la creación: «¿Quién abre el seno de la tierra, para bendecirnos sin medida?»;17 sus poesías eran apropiadas para libros de canciones, y sus fábulas se prestaban para cartillas de niños. Gellert no vacilaba en incluir instrucciones de uso y consejos prácticos para la vida. Exhortaba así a los poetas: «Si vuestro ingenio ha de fascinar al mundo, cantad mientras seáis fogosos».18 Él mismo, pocos años antes de su muerte, ya había perdido su ingenio; cuando Goethe lo conoció en las aulas donde enseñaba principalmente moral, ya había dejado de hacer versos y se mostraba achacoso, comedido, con voz tímida y movimientos cautos. Aún conservaba algo de prestigio entre el público, y era tratado con gran respeto. Se dirigía cómodamente a sus clases a lomos de un caballo blanco, regalo del príncipe elector. Los estudiantes podían presentarle sus ejercicios de escritura. Él los llevaba a casa, los corregía con tinta roja y en la siguiente clase comentaba algunos trabajos seleccionados. Seguía con fidelidad el principio de que los jóvenes primero debían aprender a expresarse en prosa clara. No era propenso a ocuparse de los versos. En Poesía y verdad percibimos todavía a un Goethe ofendido porque Gellert apenas le hizo caso cuando le presentó el epitalamio que había escrito para la boda del tío Textor. Gellert se la entregó inmediatamente a su sustituto y futuro sucesor Clodius. Éste usó en abundancia la tinta roja para corregirlo, porque en su poesía Goethe citaba a medio Olimpo, sin duda con intención humorística, cosa que Clodius no llegó a percibir.
Gellert era una autoridad menguante. Y aún lo era más Johann Christoph Gottsched, con su enorme cuerpo, a quien los agentes prusianos habrían capturado con gusto para el batallón de los «tipos altos». Entre 1730 y 1750, Gottsched había sido el árbitro del gusto literario, y se había propuesto prohibir en los escenarios alemanes la presencia de figuras irrisorias como Hanswurst, al tiempo que pretendía adecentar la literatura siguiendo el modelo francés. Buscaba inclinar la literatura hacia la imitación elevada, la utilidad moral y la verosimilitud. Decía, por ejemplo, que Homero choca contra la realidad cuando en la Ilíada nos hace creer «que dos pueblos valientes se partieron la cabeza durante diez años por culpa de una bella mujer».19 Así era imposible «salvar a Homero». Tales doctrinas tenían que repeler al joven Goethe, que leía con entusiasmo a su Homero. Estaba claro para él que la verosimilitud y la cercanía a la naturaleza no podían definirse de tal manera que produjeran obras tan carentes de talento. Desde su punto de vista, Gottsched ya no pertenecía a su época. En Poesía y verdad describe su encuentro con él como una escena de sainete. Se le ruega que vaya a la sala de visitas. En ese instante entra el gigantón Gottsched en la sala, en bata de damasco verde, forrada de rojo, luciendo toda su calva. Salta un sirviente por una puerta lateral y le entrega a toda prisa una larga peluca. Gottsched se la pone en la cabeza con una mano, y con la otra propina un bofetón al sirviente por su demora. Éste sale agitadamente por la puerta, y «luego el respetable patriarca nos obligó con toda solemnidad a sentarnos y desarrolló un discurso bastante largo con buenos modales».20
Entretanto, los diestros de la literatura en Leipzig ya no le parecen tan «grandes» como todavía le parecían en la compungida poesía a Riese. Pero también esto puede convertirse en un problema. En Poesía y verdad leemos: «Y así se acercaba poco a poco el momento en el que desaparecía para mí toda autoridad y dudaba de los mayores y mejores individuos que había conocido o me había imaginado, es más, tenía que desesperar de ellos».21
Cuando en el otoño de 1767 Goethe echó solemnemente a la chimenea la mayor parte de sus obras de juventud y a causa de la humareda provocó el pánico de su casera, ya no estaba desalentado por los «grandes hombres», sino que se dejaba guiar por sus propias exigencias elevadas, por el momento insatisfechas. De cara al año 1767 anota como lemas para la autobiografía que planea: «Formación propia por la transformación de lo vivido en una imagen».22 En pocas palabras indica su poética de entonces: no basta la concordancia con la realidad usual, ni la mera expresión de la vida interior. Lo vivido tiene que transformarse en una imagen. La vivencia es fugaz, la producción artística conserva una huella duradera, una imagen, una vivencia hecha forma. El joven Goethe estaba ya versado en el manejo de las formas, pero ahora sabía también que éstas habían de llenarse con la vida. Lo caracterizaba como un trabajar «según la naturaleza»,23 lo cual significa también ponerse a sí mismo en un temple de libertad, a fin de que algo pueda crecer y prosperar. Cree poseer «las propiedades [...] que se le exigen a un poeta» y, según él, basta con que se desplieguen y no se obstaculicen con una crítica prematura. Sólo así puede mostrarse su naturaleza. «Que me dejen ir, pues tengo genio; llegaré a ser poeta; me quieren hacer creer que, si nadie me corrige, no llegaré a ser un genio; estas críticas no prestan ningún auxilio.»24
El joven Goethe, que aquí se arroga el derecho a expresarse sin impedimentos, había descubierto la carta como campo de maniobras favorito para ejercitarse en su personal manera de escribir. Advertimos cómo disfruta poniendo en presencia de su hermana por medio del lenguaje su nueva realidad, le cuenta que abre «los ojos y ¡mira: aquí está mi cama, allí mis libros, allí una mesa más limpia de lo que nunca pueda estar tu tocador! [...]. Trato de recordar. Los demás, pequeñas muchachas, no podéis ver tan lejos como nosotros los poetas».25 Pero no basta un lenguaje vigoroso con capacidad de traer las cosas a la presencia, ha de añadirse además una materia vivencial que provoque el arte de la representación lingüística.
La gran vivencia, y con ello la materia para un alud de cartas, se presentó cuando en la primavera de 1766 comenzó la historia de amor con Anna Katharina Schönkopf, tres años mayor que él. Kätchen, como era conocida, aunque Goethe la llama Ännchen o Annette, era la hija del comerciante de vinos y posadero Schönkopf. Johann Georg Schlosser, abogado y literato de Frankfurt, y más tarde cuñado de Goethe, había ido a la ciudad con motivo de la feria de Pascua, y también estaba allí el amigo Horn, que en ese momento iniciaba sus estudios también en Leipzig. Mientras estaba con ellos dos, conoció a la hija del posadero. A los pocos días ardía en amores. Coincidían todos en describir a Kätchen como una joven bonita, un poco coqueta, prudente, que se presentaba despreocupadamente y, sin embargo, guardaba las distancias. De momento Goethe disimuló su inclinación. El mismo Horn al principio no notó nada e incluso se dejó inducir a error. En efecto, Goethe fingió un idilio con una señorita de la nobleza, y Horn mordió el anzuelo. Cuando medio año más tarde Goethe le descubrió la verdadera relación, también estaba embelesado. «Si Goethe no fuera mi amigo»,26 le escribe a Moors, «yo mismo me enamoraría de ella.» Horn narra también que Goethe «ama con mucha ternura»27 a la hija del posadero, «con las perfectas intenciones honradas de un hombre virtuoso, aunque él sabe de sobra que ella nunca podrá llegar a ser su mujer». De hecho, Goethe acentúa en una carta a Moors que no ha conquistado el corazón de la joven mediante regalos o haciendo valer su superioridad social. «La he conseguido sólo a través de mi corazón»,28 escribe con orgullo. «El exquisito corazón» de la joven es una «garantía de que ella no me abandonará mientras no llegue el caso de que el deber y la necesidad nos manden separarnos».
Esto suena demasiado racional. No parece que estemos ante un amor que salte con fuerza por encima de todas las barreras; un amor al estilo de Werther, es más bien la precoz discreción de Albert, el adversario de Werther, que, como es sabido, sale mal parado en la novela. Goethe sabía que su padre no habría aceptado que la relación con la hija del posadero fuera duradera. Por eso no le escribió nada acerca de este asunto; sólo su hermana participaba en el secreto, si bien de pasada y sin conceder importancia al asunto. La pequeña Schönkopf,29 escribe a Cornelia en francés, no debe quedar silenciada entre mis relaciones. Ella, dice, es su ama de casa, se preocupa de lavar su ropa y se ocupa de su vestido; se las arregla muy bien en este aspecto y le depara placer ser útil en estas cosas, y por eso la ama. No quería poner celosa a su hermana, y le dio esta versión. ¡Cuán distinto se presenta este amor en las cartas a Behrisch, el amigo más íntimo de los años de Leipzig!
Goethe había conocido a Ernst Wolfgang Behrisch, once años mayor, al mismo tiempo que a Kätchen en casa de Schönkopf, y se vinculó a él. Behrisch se convirtió en un amigo y director espiritual. El joven Goethe, que por lo general era superior a los de su misma edad, tendió a buscar en los años siguientes amigos de mayor edad, que le superaban en experiencia y prudencia, y de los que esperaba comprensión y orientación para su confusa vida interior, como en el caso de Salzmann en Estrasburgo, o de Merck en Darmstadt.
Behrisch era preceptor del conde de Lindenau, de doce años de edad. Había llegado a Leipzig procedente de Lindenau y se hospedó junto con su pupilo en el hotel de Auerbach, a pocos pasos de la vivienda de Goethe. Era un hombre extravagante y destacaba por su aspecto: alto, delgado y de larga nariz puntiaguda. Sus gestos eran distinguidos y habría podido representar al hombre galante del rococó, si no hubiera sentido repugnancia por el color. Vestía de gris, de un gris con variadas tonalidades: gris azulado, gris verdoso, gris intenso. Exhibía unos modales en cierto modo festivos, que contrastaban con una naturaleza socarrona y que llamaban la atención en la vida corriente. Por ejemplo, despreciaba a los poetas que hacían imprimir sus versos. Lo mejor había de circular solamente en bellos manuscritos. Y por eso copió de su propia mano los poemas del joven Goethe que le gustaban y los reunió en una colección la que tituló «Annette», como regalo y exhortación al amigo, al que recomendó proceder así en el futuro. Su exigencia principal era: no hay que envilecerse, ni hacia abajo, ni hacia arriba. Se mofaba de lo vacío y amanerado en los modales y en la forma de escribir. Su agudeza era temida. Unía el refinamiento de su apariencia externa con el sentido de lo natural, pero sin degenerar en lo tosco, como hicieron más tarde los representantes del Sturm und Drang. Acudía con Goethe a los jardines de recreo próximos a la ciudad y mantenía allí contacto con muchachas, que, según escribe Goethe en Poesía y verdad con tono exculpatorio, eran mejores que su fama. En alguna ocasión Behrisch se llevó allí a su pupilo, lo que en octubre de 1767 le costó su puesto de preceptor. Pero esto no redundó en su perjuicio, pues entonces fue llamado a desempeñar un puesto de educador en la corte de Dessau. Para Goethe aquello significó una pérdida amarga. En una oda dirigida a Behrisch da rienda suelta a su rabia: «Hombre leal, / abandona este país, // tronco muerto, / vaporosa niebla de octubre, / sus humeantes emanaciones / se entretejen aquí, cuna // de insectos nocivos, / manto asesino / de su maldad».30
Goethe había confiado a Behrisch desde el principio su secreto sobre la relación con Kätchen. Primero pudo contar noticias de victorias. Ha conquistado el corazón de una muchacha solicitada desde muchos lados. Escribe en francés (más tarde, cuando crezcan la pasión y con ella los celos, escribirá en alemán) que ha sido muy placentero ver31 cómo un rival se esfuerza por agradar, mientras que él mismo, impasible en un rincón, no recurre a ninguna galantería, a ningún flirteo; y mientras el otro lo tiene por un estúpido, carente de finos modales, al final este estúpido recibe dones por los que el primero habría viajado hasta Roma.
Esta seguridad en sí mismo no se mantuvo firme. Kätchen se relacionaba constantemente con muchos jóvenes, aunque sólo fuera por razones profesionales. En octubre de 1767 se estableció allí un estudiante del Báltico, un cierto Ryden, que era un ruso-alemán de elegante aspecto y porte altivo, un tipo atractivo para las mujeres. Goethe se inquietó y creció su recelo. Kätchen ya conocía esto e intentó calmarlo:
Me ha rogado con las caricias más intensas que no la atormente con mis celos, me ha jurado que será siempre mía. Y ¡qué no se cree cuando se ama! Pero ¿qué puede jurar? ¿Puede jurar que nunca verá las cosas de otra manera? ¿Puede jurar que su corazón no ha de volver a batir? Con todo, quiero creer que ella puede hacerlo.32
Goethe describe a su amigo una escena que lo ha enfurecido. Ryden entra en la habitación, pide a la madre las cartas del tarot. Kätchen está presente. Se restriega los ojos, como si de pronto le hubiera sucedido algo. Él conoce este gesto y cree poder interpretarlo adecuadamente. Lo hace cuando quiere esconder una confusión, el sonrojo de su cara. ¿Por qué está confusa? ¿Por qué se sonroja? Para él está clara la respuesta. Hay algo entre Ryden y Kätchen. «Los ojos enamorados ven con mayor agudeza», le escribe a Behrisch, «pero a veces con excesiva agudeza: aconséjame [...] y consuélame [...]. Pero no te burles de mí, aunque lo haya merecido.»33
No sabemos qué consejo le dio Behrisch, pues sus cartas no se han conservado. Sin duda no se alarmó en exceso, pues ya de su próxima carta puede deducirse que el celoso amante tiene suficiente presencia de ánimo para poder componer un epitalamio, en la que dibuja plácidamente la posesión de una mujer: «En el dormitorio, lejos de la fiesta, / se sienta Amor, fiel a ti, y vigila / para que el ardid de huéspedes petulantes, / no te hagan inseguro el lecho nupcial».34
En octubre Behrisch abandona Leipzig. Ahora comienza un verdadero aluvión de cartas. Goethe describe minuciosamente los altibajos de su estado anímico, el delirio de los celos y los instantes de aquietamiento. Llama la atención que las descripciones adquieren de modo creciente un matiz intencionadamente literario, como si el que escribe las cartas se convirtiera en la figura de una novela epistolar. En estas páginas se queja de sus penalidades amorosas, describe escenas que excitan sus celos, momentos de reconciliación y entrega, luego de nuevo motivos perturbadores, gime y se queja, gana de nuevo distancia y escribe con tono prudente y reflexivo, como si se viera desde el bastidor: «El amor es lamento, pero cada lamento se trueca en placer cuando mitigamos su agarrotadora y punzante sensación, que angustia nuestro corazón mediante quejas, y la transformamos en un acicate delicado».35 El autor de estas cartas, excitadas y a la vez reflexivas, se complace en ellas. En realidad, habría que conservarlas para usarlas más tarde en una novela, piensa. «No puedo evitarlo, tengo muchos pensamientos buenos, y no puedo usarlos más que contra ti. Si yo fuera autor, sería más ahorrador, para poder prodigarlos alguna vez entre el público.»36
Este enamorado autor de cartas está subyugado realmente por sus sentimientos; es actor y a la vez secretario. No es que busque vivencias y luego se introduzca en ellas para conducirlas al lenguaje. No se complace con sentimientos de amor para poder escribir sobre ellos, pero éstos reciben un acicate adicional en cuanto los describe. En las cartas pone en obra sus penalidades amorosas, las escenifica, las prolonga e intensifica, escribiendo crea imaginariamente un escenario. Por tanto, las cartas no están dirigidas tan sólo a Behrisch, se las dirige también a él, el futuro autor. Él mismo forma parte del público de la representación de su escritura. Es un proceso complicado: experimenta una historia que sólo llega a su realidad plena cuando, con placer, se traduce a lenguaje. Esta serie de relatos en forma de diarios dirigidos a Behrisch desde el 2 de noviembre de 1767 hasta finales de mes casi equivale a una novela epistolar al estilo de Werther. Querría escribir de tal manera que desaparecieran a la vez las dos distancias, la de la vivencia del amor y la referente al amigo. «Esta mano que ahora toca el papel para escribirte, esta mano dichosa apretó ella en mi pecho.»37 La mano del disfrute amoroso es también la de la escritura. Traslada el contacto de la amada al amigo que lee. El acto de escribir funda una unión íntima. El 10 de noviembre, a las siete de la tarde, anota, es más, exclama: «¡Ah, Berisch, ahí está uno de los instantes! Tú te hallas ausente y el papel es sólo un frío refugio, en comparación con tus brazos».38 Vemos cómo el autor de la carta (en la acción de escribir, se ve a sí mismo escribiendo) desencadena un fuego con sus palabras y frases: «Mi sangre corre más sosegada, podré hablar contigo más tranquilizado. ¿Sensatamente?, sólo Dios lo sabe. No, sensatamente no».39 Se interrumpe, se corta sin cesar, comienza de nuevo. «He afilado una pluma para distraerme. Veamos si adelantamos [...]. Anette hace — no, no hace. Silencio, silencio, te lo quiero contar todo por orden.»40 Y luego sigue una de las escenas de celos. Kätchen había ido al teatro, pero sin Goethe. Él la sigue:
Encontré su palco. Ella estaba sentada en la esquina [...]. Detrás de su silla se encontraba el señor Ryden, en una posición muy tierna. ¡Ah, imagina cómo estaría yo! ¡En la galería con unos prismáticos, viendo esto! ¡Maldición! Oh, Behrisch, creía que la cabeza me estallaba de rabia. Se representaba Miss Sara [...], mis ojos estaban en el palco, y mi corazón danzaba. Pronto se inclinó hacia delante [...]. No tardó en retroceder, de pronto se inclinó sobre la silla y le dijo algo, me crujían los dientes y miraba. Tenía lágrimas en los ojos, pero éstas se debían a la mirada intensa, en toda esta noche no he podido llorar todavía.41
Su primer pensamiento fue irse corriendo a casa y escribirle la vivencia a su amigo. Pero luego permanece todavía un momento, dudando de si ve lo que ve o lo que cree ver. Y entonces: «Vi cómo ella respondía con total frialdad, cómo se apartaba de él y apenas le contestaba [...]. ¡Oh, el cristal de mis prismáticos me adulaba, pero no tanto como mi alma, deseaba verlo».42 Con estas dudas va precipitadamente a casa y se pone a escribir en la mesa. «Otra vez una pluma nueva. De nuevo algunos instantes de quietud. ¡Oh, amigo! Ya voy por la tercera hoja. Podría escribirte mil sin fatigarme.»43 Pero luego acaba fatigándose, se duerme en la silla, despierta otra vez y hace grandes esfuerzos: «Tengo que llenar la hoja esta noche. Todavía me queda mucho por decir».44 Pero la vivencia ya está saboreada. La imaginación, que él había ensalzado en elevados tonos un par de días antes, acude en su ayuda: «A la imaginación le place andar vagando en los amplios campos misteriosos de las imágenes, hay que buscar allí expresiones cuando la verdad no puede tomar el camino más próximo».45 Puesto que las vivencias están agotadas, se encomienda a la imaginación, que llena de magia los días siguientes.
¿Qué haré mañana? Lo sé. Estaré tranquilo hasta que entre en la casa. Entonces el corazón empezará a palpitar, y cuando la oiga caminar o andar, latirá más fuerte, y después de la comida me iré. Si la veo, me vendrán lágrimas a los ojos, y pensaré: que Dios te perdone como yo te perdono, y te dé todos los años que tú robas a mi vida; pensaré eso, la miraré, me alegraré de que casi pueda creer que me quiere, y me iré de nuevo. Así será mañana, pasado mañana y para siempre.46
Continúa escribiendo un rato, hasta que finalmente se va a la cama. Al día siguiente relee la carta una vez más. Está satisfecho. «Este deseo intenso, y esta detestación tan intensa, esta furia y este deleite te darán a conocer al jovenzuelo, y tú lo compadecerás».47 Y ahora sigue la frase que aparecerá de nuevo en Werther como palabra alada: «Ayer me convirtió el mundo en un infierno lo que hoy me lo depara como un cielo».48 Aquí somos testigos del proceso en el que del torrente de un escribir desinhibido asciende una frase significativa y brillante, que es conservada en el archivo interior para utilizarla luego literariamente. Dos días más tarde, la extensa carta no ha sido enviada todavía; en una nueva lectura anota: «Mi carta contiene un hermoso germen para una obrita».49
A la primera gran tormenta de celos, cribada a través de esta «obrita», siguen pensamientos refrigerantes. La disminución de los celos distiende, pero, como constata con inquietud, eso significa que: «la intensidad del amor había disminuido».50 Está claro que los celos mantienen la temperatura necesaria en la empresa de la pasión. Goethe registra también que Kätchen parece disfrutar del dominio que ejerce sobre él. «Se complace en ver atado bajo su escabel a un hombre orgulloso como yo. No le presta atención mientras yace allí quieto, pero cuando quiere desatarse le presta atención de nuevo, y con la atención despierta de nuevo su amor.»51 En consecuencia, lo mejor es que él ponga celosa a Kätchen. La ocasión para ello se presentaba gracias a las familias Obermann y Breitkopf, con las que tenía un estrecho contacto y en las que había hermosas muchachas con las que tener algún romance. Y finalmente Kätchen sintió celos y le hizo escenas.
Estos avances y retrocesos duraron hasta la primavera de 1768, cuando se produjo la separación, de común acuerdo, tal como resalta Goethe en una carta a Behrisch: «Hemos empezado con el amor y acabamos con la amistad».52
En la misma carta envía a su amigo el sainete El humor del enamorado; lo había esbozado todavía en Frankfurt como una convencional pieza bucólica según el gusto rococó; luego lo reelaboró para tratar los padecimientos del amor, y acabó creando una comedia de celos de la que estaba tan contento que la obra sobrevivió a los autos de fe de los años siguientes. Ante su hermana califica la comedia de «una buena piecezuela [...], pues está copiada cuidadosamente según la naturaleza».53
Dos parejas aparecen unidas estrechamente a pesar de su contraste. Lamon y Egle tienen una forma fácil, galante, graciosa y frívola de desarrollar sus juegos de amor.
LAMON:
¿Merece reprensión
encontrar guapos también a otros?
Te prohíbo que digas: éste es hermoso,
éste galante y bromista el otro,
quiero confesarlo,
no seas malo.
EGLE:
No lo seas, tampoco yo quiero serlo.
Nosotros erramos ambos por igual,
algunos oigo con amistoso ademán [...].
Menos que a ti me llenan a mí los celos.54
Son distintos Eridon y Amine. Tienen problemas porque Eridon quiere poseer completamente a la amada y vigila receloso a Amine, con celos y al acecho de cuantos se acercan a ella o están cerca de ella. Egle le dice a Amine sobre los celos del enamorado: «No te admires de que no te soporte en ninguna fiesta, pues él envidia la hierba que tus pies pisan en la pradera, y al pájaro que tu amas como rival detesta».55 Los celos de Eridon son un tormento para Amina, pero ella es suficientemente honrada para confesar que de esa manera se satisface su orgullo: «Yo veo en esta envidia cuán grande es la estima de mi muy amado, y mi pequeño orgullo queda de todo tormento despojado».56 La amiga considera que eso es engañarse a uno mismo: «Te compadezco, criatura, no tienes salvación, puesto que amas tu pena, tintineas con tus cadenas y te convences de que es música».57
Goethe quiere que en Eridon se reflejen sus propios celos, y por eso mismo sorprende que esta figura se presente tan despojada de simpatía, pues pone nerviosos a los otros, especialmente a la amada. Amine se queja de Eridon, este compañero ávido de dominación, hipocondriaco y con frecuencia malhumorado:
Empieza a molestarme si algo me reprocha,
y con que diga una palabra, una palabra sola
todo al revés a ponerse vuelve,
las salvajes ganas de reñir ceden,
y con frecuencia conmigo llora.
Cuando a mis mejillas lágrimas vienen,
tiernamente ante mí se postra
y el perdón a mis pies implora.58
La experta amiga, Egle, transmite a Amine el consejo paradójico de que no combata los celos de Eridon insistiendo en su inocencia, sino, más bien, mostrándose ambigua. Y argumenta que los celos de Eridon crecen tanto porque tiene muy pocos motivos para ello. «Como él no tiene ninguna pena, quiere hacerse con alguna».59 Por tanto, hay que inocularle el veneno en dosis homeopáticas para curarle la enfermedad. Simplemente, Eridon está demasiado seguro de sí mismo, por eso hay que crearle inseguridad. «Hazle ver en el trato que puedes prescindir de él; cierto que se pondrá furioso, pero la ira no durará; pues una mirada entonces más que un beso le agradará; haz que deba temer y feliz llegará a ser.»60
Esa estrategia es demasiado refinada para Amine; y así también lo ve Egle, y por eso escoge otra terapia. Pone en juego ante Eridon sus encantos seductores. Cuando finalmente él se le echa al cuello y la besa, de momento es permisiva, pero luego lo avergüenza con la pregunta: «¿Amas tú a Amine? [...] ¿y puedes besarme a mí?, espera que te conmine, tu falsedad tributo ha de rendir».61 Él experimentará en su propio cuerpo que ambas cosas son compatibles, el amor y un beso furtivo de vez en cuando o, con las palabras de Eridon: «Un placer tan pequeño no te despojará de mi corazón».62
Pero el asunto no es tan inocente, pues está aquí en juego un motivo que más tarde revestirá gran importancia en Goethe, por ejemplo, en Las afinidades electivas, a saber: la infidelidad fantaseada. Se besa a una y se piensa en la otra. ¿Con cuál nos quedamos? El anonimato del deseo es abismal. Las personas parecen ser intercambiables. Los objetos del deseo se hacen oscuros. Estos aspectos contienen ya una significación casi demasiado difícil para un drama rococó. Goethe lo reflejará en los recuerdos de su vida, pues se refiere a las «ofensivas y humillantes experiencias»63 de las que ha brotado este espejismo. «No me canso de reflexionar sobre la fugacidad, las inclinaciones y la mutabilidad del ser humano, sobre la moral en la sensualidad, sobre lo elevado y lo profundo, cuyo enlace en nuestra naturaleza puede considerase el enigma de la vida humana.»64
Esta obra dedicada a los celos curados tiene un final alegre. Menos alegre fue el final de la historia con Kätchen, por más que leamos en la carta a Behrisch: «Nos hemos separado, somos felices».65 En esta misiva, a la constatación en apariencia relajada de que han empezado con amor y terminado con amistad, le sigue un brusco cambio de tono: «Pero yo no», seguimos leyendo. «La quiero todavía, ¡tanto, Dios mío, tanto!»66 Goethe no lo ha superado aún, ni de lejos. No quisiera renunciar a la joven, pero no puede despertarle esperanzas. Se siente culpable, por eso desea para tranquilizarse que ella encuentre a un hombre formal;67 ¡qué «contento» estaría entonces! Promete que no le infligirá el dolor de unirse con otra mujer. Esperará hasta que la vea en brazos de otro, y sólo entonces se sentirá libre para otro amor.
Las cartas a Behrisch despiertan la impresión de que en definitiva fue el joven Goethe el que tomó la iniciativa de la separación. Sin embargo, si nos atenemos a cómo lo relató después en Poesía y verdad, la imagen cambia. Allí Goethe se presenta como un espíritu atormentador del tipo de Eridon, «poseído por aquella perversa manía que nos seduce para convertir los tormentos de la amada en una diversión y manejar la sumisión de una muchacha con antojos arbitrarios y tiránicos».68 Y dice que él, por ejemplo, descargó en ella su «mal humor»69 por el fracaso de algunos intentos poéticos, pues se sentía demasiado seguro de su lealtad. Añade que este «mal humor» se revistió de «celos insulsos», que la muchacha soportó durante largo tiempo con «increíble paciencia». Pero luego notó que se alejaba interiormente de él, también por razón de su propia defensa. Y por primera vez ella le dio motivo real de celos, que antes eran infundados. Se produjeron «escenas terribles».70 A partir de entonces tuvo que competir y luchar realmente por ella. Pero era demasiado tarde. Ya la había perdido.
Ahora bien, entonces no había visto el asunto con tanta agudeza y, en cualquier caso, no se lo describió así a Behrisch. Según hemos dicho, frente a éste escoge la versión que le es más favorable, la de que la separación fue iniciativa suya.
En esas semanas de turbulencia amorosa, Goethe buscó un contrapeso practicando dibujo y pintura en la academia de arte de Adam Friedrich Oeser y con Johann Michael Stock, grabador en cobre y al aguafuerte. Conoció a Oeser ya en el primer semestre y lo apreció desde entonces. Era el director de la Academia de Leipzig, recientemente fundada, en Pleissenburg. Gozaba de gran formación teórica y era un pintor con muchas facetas en el terreno práctico. Estudiantes y clientes lo tenían en alta estima, entre otras cosas por sus dotes sociales y su talento humorístico. Le llovían los encargos. Pintaba retablos y telones para el teatro, ilustraciones de libro y miniaturas, aconsejaba a príncipes y personas distinguidas en la decoración de sus castillos y jardines. En Dresde, donde Oeser había trabajado antes, Johann Joachim Winckelmann había sido su vecino y amigo más cercano, y en el verano de 1768, esperaba el regreso de Italia de este último. También Goethe, al que Oeser había dado en señal de honor los escritos de Winckelmann para que los leyera, y que en efecto éste leyó ávida y devotamente, estaba ansioso de ver en persona a este hombre, ya famoso. Pero llegó la noticia del asesinato de Winckelmann en Trieste. Oeser no recibió a nadie en varios días, y el joven Goethe lamentó que, después de evitar un encuentro con Lessing por timidez, ahora perdía la posibilidad de ver a este otro héroe del espíritu.
Ya antes que Winckelmann, Oeser había empezado a preferir una antigüedad idealizada —«noble sencillez, silenciosa grandeza», según el lema proclamado por Winckelmann— al estilo barroco. Pero, a diferencia de Winckelmann, no tenía nada de misionero y carecía de toda pasión por lo incondicional. Practicaba su arte más bien como un juego, se preocupaba poco del juicio de la posteridad, y servía a sus clientes a medida de sus deseos. La manera libre, no afectada e intelectualmente original de Oeser fue beneficiosa para el joven Goethe, pues lo animó en sus tentativas pictóricas y estimuló su reflexión sobre el arte. Después de regresar a Frankfurt, le escribió una extensa carta de gratitud. Aprendió más con él, le decía, que durante todos los años en la universidad:
El placer que yo siento por lo bello, mis conocimientos, mis puntos de vista, ¿no los tengo todos a través de usted? Qué cierto, qué luminosamente verdadero se ha hecho para mí la sorprendente, casi incomprensible afirmación de que el taller del gran artista desarrolla más al filósofo en ciernes, al poeta en germen, que el aula del sabio universal y del crítico.71
En los ensayos literarios, Gellert, Clodius y otros lo habían criticado con minuciosidad; en cambio, Oeser lo había captado en sus justos términos:
O censurado por completo, o alabado por completo, nada puede derribar tanto las facultades. La animación después de la censura es el sol después de la lluvia, crecimiento fértil. Sí, señor profesor, si usted no hubiera venido en auxilio de mi amor a las musas, estaría desesperado.72 Pero el juicio retrospectivo de Goethe en Poesía y verdad no es tan favorable: Su enseñanza repercutió en nuestro espíritu y en nuestro gusto, pero su propio dibujo era demasiado indeterminado para poder introducirme en una ejercitación estricta y decidida, para introducirme a mí, que andaba letárgico tras los objetos del arte y de la naturaleza.73
En casa de los Oeser había encontrado Goethe tranquilidad y un punto de equilibrio durante la complicada historia con Kätchen. Fue también Oeser el que le sugirió la idea de emprender un viaje a la cercana ciudad de Dresde, para ver su colección de pintura. A finales de febrero de 1768, tras la separación de Kätchen, se puso en camino hacia aquella ciudad. Vivió en casa de un sorprendente zapatero que gozaba de amplia formación, y que en Poesía y verdad es descrito como una mezcla de Hans Sachs y Jakob Böhme. Se demoró durante días con la pintura. Todavía no le decían nada los antiguos italianos, entre ellos la Virgen de Rafael en la Capilla Sixtina; le atraían más los holandeses, con sus cuadros de género doméstico. De pronto su patrón le pareció como una figura de Ostade. En Poesía y verdad escribe: «Era la primera vez que se me concedía el alto don que después ejercité con más alto grado de conciencia, a saber, el de ver la naturaleza con los ojos de este o el otro artista, a cuyas obras acababa de dedicar una atención especial».74
El viaje a Dresde había sido una peregrinación al reino del arte, y le había proporcionado el sentimiento maravilloso de que en casa de su zapatero había vivido como en un cuadro. Esta automistificación encajaba muy bien con la manera en que, ante sus amigos y conocidos en Leipzig, hizo de este viaje a Dresde un misterio. Le parecía como si hubiera desaparecido en los cuadros y ahora desde las cuadros volviera de nuevo a la realidad, y los otros se extrañaran ante él como si vieran a un hombre que consideraban desaparecido. La nueva distancia que eso produjo pudo facilitarle un poco la separación de Kätchen. Y, sin embargo, la separación siguió siendo tan difícil y dolorosa que en su autobiografía atribuía retrospectivamente su grave enfermedad a este sufrimiento amoroso:
La había perdido de verdad y la locura con que yo me vengaba en mí mismo de mis errores, forzando mi naturaleza física de manera insensata para infligir algo de sufrimiento a la naturaleza moral, ha contribuido mucho a los daños corporales bajo los cuales he perdido algunos de los mejores años de mi vida.75
Se añadieron otras cosas. Goethe había estado tres años en Leipzig sin lograr acabar la carrera. El estudiante de derecho había de considerarse de momento un fracasado. Aunque hablara de esto en tono frívolo, el asunto le oprimía. Manifestó su desesperación ante Berisch: «Ruedo ahora montaña abajo cada día; tres meses más, Behrisch, y se acabó».76
Físicamente estaba debilitado. La pesada cerveza de Merseburg, que se bebía en Leipzig, lo mismo que el café, al que aquí se invitaba con cualquier ocasión, le produjeron trastornos digestivos. En casa de Stock, grabador en cobre, había respirado vapores venenosos. No sabía si los dolores punzantes en el pecho venían de ahí, o bien eran todavía efecto de la distensión que se había producido tres años antes, cuando sufrió un accidente en su viaje hacia Leipzig.
Una noche, a finales de julio de 1768, despertó con un fuerte vómito de sangre. Llamaron a un médico, que diagnosticó una grave afección pulmonar. En la parte izquierda del cuello apareció una hinchazón. Durante algunos días se mantuvo entre la vida y la muerte. Fue cuidado con esmero. Y se puso de manifiesto que aquel joven se había ganado la simpatía de algunas familias: los Breitkopf, los Obermann, los Stock, los Schönkopf, los Oeser se ocuparon del enfermo, y, naturalmente, también estuvieron presentes el pequeño Horn y los contertulios. Pero destacó especialmente Ernst Theodor Langer, el sucesor de Behrisch como preceptor del joven conde de Lindenau. Langer era un hombre piadoso, entregado a especulaciones místicas, pero demasiado testarudo para adherirse a un círculo pietista, o a los hermanos moravos. Se dejó ver con frecuencia en la habitación del enfermo. No era un fanático ni pretendía hacer prosélitos, pero aspiraba a ganar para Jesús el corazón del joven, ahora tan enfermo, quizás abocado a morir pronto. En Poesía y verdad Goethe habla en tono muy amistoso de este compañero de aquellos días difíciles: «Sus palabras, agradables y consecuentes, encontraron fácil acogida en un joven que, separado de las cosas terrestres a causa de una enfermedad enojosa, encontraba muy deseable dirigir la actividad de su espíritu hacia los asuntos celestiales».77 El contacto personal con Langer y el posterior intercambio epistolar repercutirá en el joven Goethe cuando se debata más tarde con el tema de la devoción.
El estado de Goethe mejoró. En agosto de 1768 se atrevió finalmente a lanzarse a la calle. Extenuado, delgado, pálido como un fantasma, erraba de aquí para allá. En estos términos se describe a sí mismo pocas semanas después de su partida, en una carta a Friederike Oeser, la hija del pintor. Fue ella también la que intentó reconfortar al enfermo de manera bastante vigorosa. Friederike «me recibió con grandes gritos de júbilo, y se moría de risa al pensar cómo un hombre había podido tener la peregrina idea de morir a los veinte años de una afección pulmonar».78
Goethe parte el 28 de agosto de 1768, el día en que cumple diecinueve años. Llega ante la casa de Kätchen, no entra, se va sin despedirse. Abandona Leipzig todavía enfermo y débil, aliviado por Langer con un poco de consuelo celestial. Un estudiante triste que no ha terminado sus estudios.