No sé qué ponerme para ir al casamiento de Lourdes. Ya me vieron todos los vestidos de fiesta que tengo y, además, ninguno me queda bien. Me marcan la panza. Necesito ponerme uno suelto, como dice Beatriz. A ella le quedan lindos pero, en mi caso, cuando los uso, invariablemente me siento un tanque.

Ayer vino Marita y trajo las fotos de su cumple. No me puedo ver en las fotos, luzco horrible. Al mirarme de reojo en las vidrieras de los negocios, o inclusive al observarme en el espejo, mi cuerpo no se ve tan mal, pero en las fotos todos los defectos salen a relucir y permanecen allí, imborrables.

Si me esfuerzo al máximo haciendo régimen, puedo llegar a adelgazar de cara, de brazos, de busto, de lo que sea, pero la barriga, el trasero y las piernas ni se enteran. Doble ancho de la cintura para abajo, como mi mamá.

“Panza llena, corazón contento” solía decir mi abuela. ¿Cómo puede una mujer tener el corazón contento si tiene panza? ¿Cómo podría tener yo el corazón contento con este cuerpo?

Lo único que escucho es: “estás más flaca”, “estás más gorda”. No entiendo por qué todo el mundo tiene que comentar algo respecto de mi apariencia. Otro clásico: “¿estás haciendo dieta?”. Si ya saben… no deberían preguntármelo. ¡Toda la vida hice dieta! No sé cómo es vivir sin hacer régimen, sin contar las calorías, sin sentirme culpable cada vez que me doy el gusto de una masita, un trozo de torta, una porción de pizza.

A muchas mujeres pareciera que no les importa, van por la vida con los rollos de grasa al aire y se las ve tan tranquilas, tan seguras de sí mismas. Pensar que yo no me animo a usar bikini ni en la pileta de casa por si alguien me observa desde algún balcón.

Marita está haciendo una dieta disociada. Dice que es fantástica. Adelgazó tres kilos en una semana. No sé si probarla y dejar la que estoy haciendo o seguir un poco más con esta. La disociada no la probé nunca. O tal vez sí y no me acuerdo. No sé…

Ella tiene un marido que le dice cosas lindas. Como que está “fuerte” así rellenita, que le gusta tener de qué agarrarse y ese tipo de piropos. El mío no me dice nada, está en su mundo. No se da cuenta si me corto el pelo, si adelgazo, si engordo, si me compro atuendo nuevo. A veces creo que no existo para él.

A las flacas todo les queda bien, como a Susana. Es tan linda que parece una modelo. Y eso que tuvo tres hijos. A mí, después del primer embarazo se me ensanchó la cadera al doble. Nunca volví a tener el cuerpo de antes que, dicho sea de paso, no era algo para destacar o, mejor dicho, en algunas partes se destacaba demasiado. Cierto que mis pechos nunca fueron grandes pero después de amamantar a mis hijos me quedaron caídos y chiquitos como dos pasas de uva.

Cuando supe que no iba a tener más chicos, decidí hacerme la cirugía. El médico insistió en que no eligiera prótesis tan grandes, pero no pude resistirme. Siempre había soñado con una buena delantera, de esas que los hombres se dan vuelta para mirar. “Además –pensé– si tienen una dimensión importante van a disimular el volumen de la parte de abajo de mi cuerpo y voy a parecer más armónica”.

Al final, el cirujano tenía razón: me quedaron horribles. Ahora parezco un armario. Toda ancha. Para que no se me noten, siempre uso alguna chalina o bufanda que las cubra. Pienso mucho en operarme de nuevo y reducirlas, pero me da miedo. Luli pasó por eso sin problemas cuando se le encapsularon las siliconas. Tal vez tenga que pedirle turno al cirujano y preguntarle, pero no me decido. Igual, el tema me obsesiona.

Sé que la voy a pasar mal en el casamiento. Todo el tiempo comparándome con otras, más lindas, más flacas, más jóvenes. Si pudiera, no iría, pero no se trata de un acontecimiento cualquiera. Es nada menos que el casamiento de Lourdes, la hija de la hermana de Arturo. Una no puede fallarle a una sobrina porque no le gusta su cuerpo. Después de todo, además de ser su tía, soy su madrina de bautismo. En vez de pensar en mí, debería pensar en la importancia que tiene para ella mi presencia en ese día tan especial pero, la verdad, solo puedo preocuparme por mi angustia.

Imposible hablar de esto con Arturo. Lo tengo cansado con el tema. Me va a decir: “Cómprate ropa nueva y se te pasa”. Cree que todo se arregla con ir de shopping. No tiene idea de lo que sufro en las tiendas. Si una prenda me gusta en la vidriera, la odio en el probador y, al final, por vergüenza, por haber hecho ir y venir a la vendedora con enormes cantidades de ropa para probarme, termino llevando algo que no me gusta y regalándoselo después a alguna amiga.

Cuando comparto mi sentir con Marita, siempre me dice: “Si estás divina, Dalia: para tener cincuenta, estás hecha una diosa”. ¿Una diosa? Es una ingenua mi amiga, se cree que con eso me levanta el ánimo.

Mi cuñada no para de llamarme por teléfono para hablar del casamiento. Que la ropa, que los souvenirs, que el catering, que el salón. Yo trato de ayudarla en lo que puedo pero me cuesta imaginarme allí. Igual, no digo nada.

Recorro las tiendas del barrio una y otra vez buscando la indumentaria adecuada. Finalmente encuentro una túnica negra en una boutique cerca de casa. Es preciosa, con un bordado de lentejuelas negras y blancas. La vendedora me dice que me sienta de maravillas, que me hace parecer súper delgada. ¿Qué otra cosa me va a decir? Decido llevarla. Es lo mejor que vi hasta ahora.

Hoy es el día. A media mañana, me probé la túnica y me atreví a desfilar delante de Arturo. Antes me miré en el espejo y pensé: “La verdad es que me queda bastante bien. No seré una diosa pero tan mal no estoy”. Él me dijo: “Está buena, es muy elegante”. “¿Pero me queda bien, Arturo? ¿Me hace gorda?” Bueno –respondió– no te hace más gorda si eso es lo que te preocupa”.

“¡No, Arturo!”, pienso, pero no le digo. Me preocupa estar gorda y que se me note. Las palabras mágicas son: “Te hace más flaca” pero ya es tarde. Me queda claro, estoy obesa y se me nota. No hay nada que pueda hacer. Me repito como un mantra: “Tengo que aceptar mi realidad, tengo que aceptarme como soy, valgo por otras cosas más importantes que mi cuerpo”, pero, ¿cuáles son esas otras cosas?

Ya es la hora de ir a la iglesia y, como es usual, estamos retrasados. Casi en el momento de salir me doy cuenta de que olvidé buscar el sobre negro de lentejuelas. Está guardado en el estante de arriba del armario. Corro a buscar la escalerita de la cocina para poder acceder a la caja y, al bajar, apoyo mal el pie, la escalera se tambalea y caigo de espaldas al piso.

Arturo viene corriendo al oír el estruendo. No me puedo levantar. Con su ayuda, me incorporo en un grito de dolor. Mi columna lumbar parece haberse salido de lugar. Además, cuando quiero apoyar el pie derecho, no puedo. Seguramente, un esguince.

–Tráeme hielo, Arturo, y no te preocupes. Debes partir ya mismo para la iglesia. Rápido, que vas a llegar tarde. Me quedo haciendo reposo y mañana vamos a una guardia médica. Cualquier cosa que necesite, llamo a la vecina. Eso sí, por favor, te ruego que no dejes de explicarle a Lourdes lo que me pasó. Dile que ansiaba estar ahí, con ella, que la acompaño a la distancia con todo mi amor pero así es la vida, ¿no? Uno propone y Dios dispone.