1
Moda y muerte
DIÁLOGO ENTRE LA MODA Y LA MUERTE
Moda: Señora Muerte, señora Muerte.
Muerte: Espera que sea la hora, llegaré sin que tú me llames.
Moda: Señora Muerte.
Muerte: Vete al diablo. Llegaré cuando tú no quieras.
Moda: Como si yo no fuese inmortal.
Muerte: ¿Inmortal? Los mil pasaron ya y aún más años desde que se acabó el tiempo de los inmortales.
Moda: ¿También la señora imita a Petrarca como si fuese un lírico del XVI?
Muerte: Amo las rimas del Petrarca porque en ellas hallo mi triunfo, o porque hablan de mí casi todas ellas. Pero vamos a ver si te quitas de mi alrededor.
Moda: Por el amor que tú tienes a los siete pecados capitales, párate un instante y mírame.
Muerte: Te miro.
Moda: ¿No me conoces?
Muerte: Deberías saber que tengo mala vista y que no puedo usar gafas, porque los ingleses no las fabrican tales que me sirvan, y aunque las fabricasen, yo no tendría donde colgármelas.
Moda: Yo soy la Moda, tu hermana.
Muerte: ¿Mi hermana?
Moda: Sí, ¿no recuerdas que las dos hemos nacido de la caducidad?
Muerte: Qué he de recordar yo si soy enemiga capital de la memoria.
Moda: Pero yo bien me acuerdo, y sé que tanto la una como la otra hacemos lo posible por deshacer y cambiar continuamente las cosas de acá, si bien tú vayas a conseguir este efecto por un camino y yo por otro.
Muerte: Si acaso no estás hablando con tu pensamiento o con el cuello de tu camisa, alza más la voz y pronuncia más claramente las palabras, porque si me mascullas con esa voz tan sutil, yo te entenderé mañana, porque mi oído si no lo sabes, me sirve tan mal como mi vista.
Moda: Si bien sea contrario a las buenas costumbres, y en Francia no se estile hablar para ser oídos, puesto que somos hermanas y entre nosotras podemos hablar sin cumplidos, hablaré como tú deseas. Digo pues que nuestra naturaleza y común costumbre es la de renovar continuamente el mundo, pero tú desde el principio te lanzaste contra las personas y la vida, yo me contento al máximo con las barbas, los cabellos, los trajes, los muebles, los palacios y cosas por el estilo. Claro está que no he dejado de hacer jugarretas que pueden compararse con las tuyas, como por ejemplo, agujerear cuando orejas, cuando labios y narices, y desgarrarlos con las tonterías que les cuelgo en dichos orificios; achicharrar la carne de los hombres con hierros al rojo, que yo hago se estampen en ellos por hermosura; deformar las cabezas de los niños con vendajes y otras ingeniosidades, introduciendo la costumbre de que todos los hombres del país llevan la cabeza con una misma figura, como he hecho en América y en Asia; lisiar a la gente con zapatos altos, cortarles la respiración y hacer que se les salten los ojos por la estrechez del corsé, y otras cien cosas de este tipo. Antes bien generalmente hablando, yo obligo a los hombres amables a que soporten diariamente mil fatigas y mil incomodidades, y a veces dolores y tormentos, alguno hasta llegar a morir gloriosamente por el amor que por mí siente.
Muerte: En conclusión, creo que eres mi hermana; más aún si quieres, me parece más cierto que la muerte, sin que tú me enseñes tu partida de nacimiento; pero estando así quieta, yo desvanezco; si quieres correr a mi lado, haz por no estallar, pues yo voy muy de prisa y corriendo podrás decirme lo que necesitas; si no, en consideración a nuestro parentesco, te prometo que cuando muera, te dejaré todas mis cosas y que te vaya bien.
Moda: Si nosotras tuviéramos que correr en competencia, no se cuál de las dos ganaría, porque si tú corres, yo corro más que si galopase, y quedándome en un lugar, si tú te desmayas, yo me disuelvo. Así que echemos a correr y corriendo como tú dices, hablaremos de nuestras cosas.
Muerte: Me parece muy bien, y como tú has nacido del cuerpo de mi madre, sería conveniente que me ayudases de alguna manera en mis actuaciones.
Moda: Ya lo he hecho antes, más de lo que tú crees. Ante todo yo, que anulo y revoluciono las demás costumbres, no he dejado de olvidar en lugar alguno la costumbre de la muerte, y por esto ves que dura universalmente hasta hoy, desde el principio del mundo.
Muerte: ¡Gran milagro es el que no hayas hecho lo que no has podido!
Moda: ¿Cómo que no he podido? Tú demuestras no conocer la potencia de la moda.
Muerte: Bueno, bueno, tendremos tiempo para discutir acerca de esto cuando venga la moda de no morir (Leopardi, 1944: 15-18).
LA MUERTE DESCONCERTADA
De espaldas a la muerte porque no asume su destino de vida, la sociedad actual se dedica a la producción para poder celebrar el consumo. Se fagocitan productos, información, noticias, regímenes, modas, viajes, pero, por sobre todas las cosas, se consumen imágenes. Imágenes que, articuladas, permiten armar identidades alternativas, meros artificios. Tanto el artificio como la simulación se nutren de la imitación, que es el núcleo esencial de la imagen y la moda.
Diluido y desnaturalizado el ser en el parecer, el hombre de la cultura de masas conformado por el impacto de los medios audiovisuales y la multiplicidad de canales que mantiene abiertos con el otro, resulta ser solo una imagen. Con la victoria incuestionable de la imitación y la imagen, tiene lugar el triunfo de la moda, que se encuentra, para Edgar Morin, al timón de la sociedad actual, y, para Baudrillard, como emblema de su código hasta en la ciencia y en la revolución.
Cuando la moda tenía como una de sus funciones principales mostrar al otro el lugar que se ocupaba en la escala social, las vestimentas protegían como una máscara la identidad esencial de cada uno, a la que contribuían a delinear en una realimentación continua. A medida que las personas se vieron invadidas y rodeadas por los medios audiovisuales, la imagen de cada uno, más que ser la resultante de un diálogo entre el ser interior y el medio que lo rodeaba, comenzó a ser moldeada totalmente por el afuera.
La trama de las relaciones sociales se hizo tan estrecha y apretada, tan dependiente de lo externo, que las personalidades comenzaron a brillar porque reflejaban absolutamente, como superficies pulidas e impermeables, la luz que las enceguecía. La moda, que hasta el comienzo de los años sesenta se colaba por los intersticios de esa trama, se transformó en su más importante materia prima. Sin brillo propio para irradiar desde el interior, pero con imágenes armadas con esmero para transformarlas en lucrativas, las personas se convierten en autómatas que se muestran para consumir y ser consumidas.
Si el hombre actual es su imagen conformada por los ojos de los otros, entonces el yo se transforma en una simple apariencia. Con el ser transformado en parecer, la muerte, negada y consumida como un producto más, adquiere la misma estatura que los restantes sucesos y acontecimientos.
Enfrentada al parecer, que no es su natural adversario, la muerte desconcertada no puede hacer cumplir al ser con su destino de no ser.
En un mundo paradojal y ambiguo, lo trágico se desmitifica y el símbolo pierde su sentido, tal vez porque aleja y distrae el deseo de consumo.
Para cumplir con los requisitos de su propia visión del mundo, cada etapa histórica organiza de acuerdo con sus valores dominantes el conjunto de sus instituciones, con usos y costumbres apropiados a sus fines. La modernidad, al inventar las escuelas, las fábricas, las cárceles, los cuarteles, como organizaciones que facilitan la mediación del hombre con lo social, lo alejan al mismo tiempo de su autonomía y fuerza individual.

3. Rancho para luto (1920). Colección Museo Nacional de la Historia del Traje.

4. Rancho para luto (1920). Detalle interior.
Las instituciones disciplinarias han secretado una maquinaria de control que ha funcionado como un microscopio de la conducta; las divisiones tenues y analíticas que han realizado han llegado a formar, en torno de los hombres, un aparato de observación, de registro y de encauzamiento de la conducta (Foucault, 1989: 178).
Sin embargo, las mediaciones colectivas como el entierro (simulacro y representación de la muerte) o el luto individual permitieron en un pasado lejano y cercano atenuar y conjurar el verdadero dolor.
El ritual, al consentir la repetición y la regeneración, consiente también mantener la esperanza de la seguridad. La ausencia del ritual que rodea la muerte en la cultura de masas acentúa la presencia del dolor individual. Ese fuerte dolor y sensación de soledad y desamparo se enmascara con las ficciones de éxitos y triunfos.
Esta ficción, transitoria y fugaz, necesita armar escenarios impactantes, que aparten visiones que remitan a auténticas situaciones dolientes. La sociedad industrial, en la etapa que comienza hacia los años sesenta, no resulta para nada inocente de estas acciones, ya que sus formas de producción deben ser rígidamente coordinadas con un consumo despreocupado y gozoso.
Se multiplican entonces los geriátricos, verdaderos guetos de viejos con la función de alejar la visión del deterioro, la enfermedad y la muerte como límite final. Sin pensar que se aparta también la posibilidad de asumir la condición humana en su plenitud, cumplida en las manifestaciones que acompañan los diferentes ciclos de la vida. Sin pensar que se soslaya al mismo tiempo la herencia transmitida de manera oral en los últimos años de la vida, y que remite generalmente a los orígenes del grupo familiar y lugares donde habitó.
Se banalizan también los cementerios, algunos de ellos, como el tradicional de la Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires, cercado en uno de sus límites por albergues transitorios y en el otro por restaurantes y cines. La comida, el sexo y el espectáculo permiten a una minoría jugar y rescatar el costado erótico de la muerte, y a la distraída mayoría expresar una negación con una sustitución.
Se debe reconocer, sin embargo, que en Buenos Aires esta situación no es privativa de la cultura de masas, ya que desde el año 1822 fraternizaban en ese espacio la diversión y la muerte. Ocurre que en la Argentina la tragedia es apenas melancolía.
Diversión que, por supuesto, no participa del mismo carácter que la risa ante la muerte, en la cultura mexicana. El tinte trágico de la existencia del mexicano no es el temor a la muerte sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuestos a una vida llena de peligros y esencias demoníacas. Al convidar pequeñas calaveras de mazapán y azúcar, y armar como adornos esqueletos de todos los tamaños, el mexicano
transforma pensamientos del espanto y la náusea en representaciones con las que puede vivir, representaciones de lo sublime, sometimiento artístico del entorno amenazante […], descarga artística que supera la tragedia con la estética, dejando espacio permanente para la ironía y el humor (Nietzsche, 1984: 244-245).
No es entonces que los mexicanos
consideren el morir como algo intrascendente, tampoco que la muerte los fascine y seduzca; sucede que el verdadero culto a la vida es también culto a la muerte; en un círculo de inagotable quehacer cósmico la muerte y la vida se fecundan mutuamente (Paz, 1994: 65).
MATICES HISTÓRICOS
La primera campana de alarma que anunciaba la relación inversamente proporcional entre expresión de dolor y consumo había surgido mucho antes en el tiempo. El 23 de junio de 1716 Luis XIV de Francia dicta una curiosa ordenanza que reduce los duelos, tanto reales como particulares, a la mitad, ya que, como aclara, entre muchas otras consideraciones, la extrema duración temporal y su repetición constante es una de las principales causas de la interrupción del comercio y la disminución de las actividades manufactureras. En los comercios se acumulan cantidades de telas fabricadas que no pueden ser vendidas en su totalidad y que producen una pérdida económica considerable, aun si la guardan en depósitos. Tres años más tarde se decide acortar todavía más los períodos de duelo.
El concepto de luto como reacción frente a lo trágico resultó a partir del siglo XIV el enlace natural entre la moda y la muerte. Ya en el siglo XII, con el lento despertar del amor a la vida, la muerte comenzaba a tener un sentido individual y, por lo tanto, causaba terror. Entonces, el duelo, señalado en las ropas y los enseres que rodeaban al hombre, pasaba a convertirse en espectáculo.
La idea no resultaba en absoluto novedosa, ya que las antiguas civilizaciones también distinguían el período de duelo por medio de colores especiales. Así, los egipcios habían elegido el amarillo en alusión a las hojas muertas y a la descomposición de la materia. En Roma y Esparta las mujeres llevaban el duelo en blanco, símbolo de inmortalidad y pureza; los hombres, en cambio, lo llevaban en negro. Para griegos y romanos, morir era “descender en la noche eterna”; por lo tanto el negro era su expresión más adecuada. Los etíopes usaban el gris, porque recuerda la tierra adonde se retorna, y el azul, que representa “el cielo, última morada del justo” (Meliès, 1898: 153). El violeta, aunque participa del azul, expresa al mismo tiempo el dolor y la esperanza, mientras en Oriente mostraban el blanco.
En América las culturas aborígenes representaban el dolor de diferentes maneras. Así, en el norte argentino –tanto en los valles salteños como en la quebrada de Humahuaca–, a principios del siglo XX los indios aimaras todavía llevaban alguna prenda negra o se vestían totalmente de negro en recuerdo de la muerte del inca. Entre los hebreos también el luto se expresaba, entre otras formas, con las vestimentas oscuras. “La reina Ester, presa de mortal angustia, acudió al Señor, y, despojándose de sus vestidos de corte, se vistió de angustia y duelo, y en vez de los ricos perfumes, se cubrió la cabeza de polvo y cenizas, humillándose” (Nácar y Colunga, 1960: 587).
Si bien la idea no es novedosa, hacia el siglo XVI, en pleno Renacimiento, se tiñe con una diferente significación. De la muerte socializada y compartida de los pueblos antiguos se pasa a una idea trágica, próxima e individual de la misma. Con el ensanchamiento de los límites del mundo conocido que había tenido lugar con el descubrimiento de América, la imprenta y la revolución copernicana, el hombre se enfrenta a cambios que le provocan sensaciones contradictorias. Por un lado, inseguridad y precariedad, pero también individualización y personalización impulsados por el ideal humanista.
Para el hombre centrado en sí mismo y transformado en nuevo foco de atención, la vida cotidiana adquiere un fuerte interés, que se traduce en las imágenes que logra armar y transmitir y que hablan de su identidad.
No es casual que, dinamizado en este contexto por el incipiente ideal humanista, haga su aparición la diferenciación entre las vestimentas femeninas y masculinas que ayudan, hacia 1350-1370, al surgimiento del concepto de moda como cambio e innovación.
Tampoco lo es el casi paralelo surgimiento, hacia 1335, del concepto de luto como signo de exteriorización del duelo y la aflicción. Luto que por entonces no era sinónimo de ausencia de color, aunque en el siglo XIV perdiera el significado simbólico que se le atribuía anteriormente, asociado e impuesto a cada sector social.
Los duelos por un rey de Francia se llevaban en púrpura, color que remitía al poder desde la época de los romanos. En la crónica que hace Mathieu d’Escouchy en 1483, referente a la muerte de su padre Luis XI, comenta que, al recibir la noticia en Bruselas, es vestido para el servicio con un traje de escarlata bermejo (Meliès, 1898: 155).
Para el duelo de sus ascendientes cercanos, las mujeres del Renacimiento debían permanecer, durante nueve días y sus correspondientes noches, sentadas en sus camas cubiertas de ropas blancas; cumplido ese tiempo les estaba prohibido salir de sus dormitorios por seis semanas más. La severidad de las reglas incluía también la prohibición de llevar anillos y guantes. Estar sentado era una antigua expresión del duelo en los hebreos. Cuando la desgracia atribulaba a Job, lo visitaron tres amigos y, después de haber llorado y rasgado sus vestidos, se sentaron con él en el suelo y así permanecieron siete días y siete noches, sin hablarle palabra alguna (Nácar y Colunga, 1960: 655).
Cuando finalmente las mujeres del Renacimiento se reincorporaban a la vida mundana, su vestimenta consistía en
una cinta para ceñir la cabeza a base de una tela blanca, supervivencia de la caperuza medieval, y una falda de frisa negra. El luto por los allegados se mostraba por el hecho de llevar esa caperuza, que era una especie de manto largo y estrecho, llamado hábito de viudez, coronado por un capuchón blando y angosto (Boucher, 1967: 286).
Este manto, negro o gris para las mujeres nobles y burguesas, era blanco para las reinas. De allí el nombre repetido de reinas blancas.
Sin embargo, a pesar de los duelos en blanco de las reinas, Ana de Bretaña, doble viuda de Carlos VIII y de Luis XII, fue la primera reina que llevó negro el luto. También Catalina de Médicis, la italiana reina de Francia, adoptó el negro a partir de su viudez y hasta su muerte.
Era natural que, en ese siglo atravesado por grandes contradicciones, se asistiera a la apoteosis de la moda y la muerte. La moda aportaba, en sus formas novedosas, pesadas y lujosas texturas, complicadas ornamentaciones, gruesos bordados en hilos de oro y plata, suntuosas alhajas, finísimos encajes, el medio adecuado y necesario para celebrar las recientes identidades. Sin embargo, no podían ocultarse las contradicciones entre las recién estrenadas distancias sociales, y la aparición de severos controles en la letra de las leyes suntuarias que, en agitada sucesión, señalaban las prohibiciones a los escotes profundos, a los suntuosos bordados en oro y plata y a la utilización de piedras preciosas, entre muchas otras.
La muerte, asociada a la tradición religiosa del predominio español, aportaba el triunfo del negro, que se imponía en modas italianas y francesas. La ausencia de color en el traje masculino y en el femenino se subraya cuando la inefable Lucrecia Borgia adopta la atractiva combinación de negro y oro, y cuando Carlos V lo usa para deambular hasta el final de sus días por el monasterio de Yuste.
Al comenzar a utilizar los nobles y burgueses el negro para sus vestimentas cotidianas, los reyes de Francia sustituyen, para el duelo, el púrpura por el violeta. Aunque el violeta era tan solo usado en la corte para las ceremonias, ya que, al morir algún familiar directo, los reyes también adoptaban el gran luto que era negro, pues este color, como privación de la luz, simboliza el dolor por la privación de la vida. El predominio del negro se debe también asociar a la austeridad protestante, cuyo ideal reformador se extiende hasta las vestimentas. Desplazada la atención de la omnipotencia de Dios hacia el hombre, este se anima con la reforma de Lutero y Calvino a severos cuestionamientos del orden establecido.
La vida, como un sistema ordenado, pautado y previsible que se enfrenta a partir de entonces a lo desconocido, provoca un inquietante malestar reflejado con fidelidad en los personajes del teatro isabelino (los cuestionamientos de Hamlet y las profundas contradicciones de Otelo). Con respecto al negro, Shakespeare dice, refiriéndose a Inglaterra por supuesto: “en los funerales de un rey, como en los de un ciudadano, los trajes de los que hacen el duelo deben significar siempre la oscuridad destinada al último reposo” (1947: 127). No pensaba de la misma manera, en el siglo anterior, el original Enrique VIII, ya que en su corte se había adoptado para representar el luto el raso amarillo, tiempo más tarde reemplazado por el escarlata. La pretendida manipulación de lo desconocido se realiza, tanto entonces como en la actualidad, por la aparición de rígidos controles que permiten mantener la ficción de un orden contenido. Controles que se hacen más rigurosos para regular los rituales de la muerte, esa máxima desconocida. Un ejemplo es la severidad de la codificación para las costumbres con respecto a los duelos, desarrollada a partir del siglo XVI.
El hombre, en la búsqueda de la seguridad perdida, se repliega en sí mismo para meditar. El ensimismamiento y la ensoñación melancólica, utilizados como herramientas para entender un mundo cada vez más complejo y competitivo, estimularon la aparición de las neurosis como uno de los males característicos de la época moderna.
En absoluto ajena a esta contingencia fue la influencia de la Reforma y la Contrarreforma, en el ordenamiento de la vida cotidiana.
Mientras que durante las décadas de la Restauración, efectuada por la Contrarreforma, el catolicismo impregnaba la vida profana con toda la fuerza de su disciplina, el luteranismo había mantenido desde el principio una posición antinómica frente a la vida cotidiana. La moralidad rigurosa de la conducta cívica por él prescripta contrastaba con su rechazo de las buenas obras. Al negarles a tales obras cualquier tipo de especial efecto milagroso en el orden espiritual, al abandonar el alma a la gracia de la fe, y al convertir la esfera secular y política en el terreno de pruebas de un modo de vida solo indirectamente moldeado por la religión (ya que en el fondo estaba destinado a la demostración de virtudes cívicas), el luteranismo consiguió, sin duda, inculcar en el pueblo un estricto sentido de la obediencia, pero al mismo tiempo infundió la melancolía en sus grandes hombres” (Benjamin, 1990: 130).
Al negar a las acciones humanas el propio valor por el rechazo de las buenas obras, como también de sus consecuencias, el ser humano se enfrenta a la creencia de un destino que lo domina con fuertes ataduras. Encadenado al destino, la idea de la muerte lo aterra y paraliza. Entonces aparece en todo su esplendor la simbolización del luto, para ayudarlo a la descompresión de sus sentimientos.
Lejos de desaparecer con el Renacimiento las imágenes de la muerte, como señalara Bousquet en La peinture manieriste, no hacen más que enriquecerse a través de todo el siglo XVI y principios del siglo XVII.
Nunca hubo época más consciente, más aficionada, podríamos decir, a la muerte […]. Dos temas nuevos se hacen particularmente frecuentes: el triunfo de la Muerte como una adaptación de la danza macabra de gusto antiguo, y sobre todo la representación de la Muerte Galante (Bousquet, 1964: 60).
En coincidencia con el predominio español, se subraya la importancia de la toca como elemento que ayuda a configurar una estética para llorar la muerte. Las vestimentas femeninas, entonces más sobrias que las masculinas, se coronan con unos “velos de tejido ligero, las caracolas que se montaban sobre un amplio armazón de metal, desde donde se levantaban por detrás de la cabeza y en ocasiones hasta envolvían la espalda” (Boucher, 1967: 286). Estas tocas reemplazaban a las tradicionales caperuzas.
Con el comienzo del siglo XVII despunta una nueva estética como consecuencia de una diferente visión de la vida y la muerte. Tal vez secuela de la Reforma, se atenúa la influencia española hasta desaparecer eclipsada por una Francia que comenzaba a celebrar, en sus manifestaciones artísticas, el absolutismo del Estado y por supuesto la vida en contraposición a la muerte.
En sus juegos perpetuos, una vez más el eros francés pretendía ahuyentar al tánatos español. Y, para demostrarlo, nada mejor que las famosas casacas de privilegio impuestas por Luis XIV a sus familiares directos. Ellos tenían el permiso de vestir, en la corte, una casaca semejante a la usada por el rey, de muaré azul forrada de rojo, y una chaqueta roja con bordados de hilos de plata y oro que seguían un diseño especial para esa prenda. Los cuarenta elegidos llevaban un documento que les daba derecho a usarla incluso en períodos de luto, aunque se hacía la salvedad de no vestirla en los lutos rigurosos (Boucher, 1967: 258).

5. Traje medio luto de varón, en terciopelo de seda (1903). Colección Museo Nacional de la Historia del Traje.
Los lutos rigurosos, normados por un severo ceremonial (consecuencia de la codificación de las costumbres llevada a cabo en el reinado de Luis XIV), se desplegaban en todo su esplendor durante las ceremonias fúnebres de la corte.
Los príncipes figuraban con vestidos negros cubiertos por un dominó y, encima, un gran manto de luto con cola, así como un crespón largo que colgaba del sombrero. Las visitas de condolencia se efectuaban llevando un gran manto negro con cola, y las princesas las hacían ataviadas con grandes crespones negros, denominados mantos, todos de una pieza, que se sujetaban en el tocado, en los brazos, en el cinturón, y se arrastraban a lo ancho. En España Felipe II había dispuesto una pragmática, en 1565, en la que indicaba quiénes podían llevar luto, y la clase de vestidos y distintivos con que debía exteriorizarse. Pautaba en seis meses la duración del luto, excepto por las personas reales o por marido y mujer. El cumplimiento de esta pragmática, que fue una de tantas leyes suntuarias, fue actualizada por el mismo Felipe en 1593, por Felipe III en 1610, y por Felipe V en 1723. En esta última fecha se determinaron los vestidos que podían usarse por muerte de las personas reales, y ordenando que ni aun la primera nobleza pudiera usar coches especiales de luto (Boucher, 1967: 286).
En cuanto al crespón como tela especial para los lutos y similar a una gasa negra, se comenzó a generalizar hacia el 1700 para que los deudos pudieran ser distinguidos. El origen de su nombre se remonta a santa Matilde, reina de Francia que vivió en el siglo VII y que había tejido un fino crêpe de oro y plata con el que hizo envolver el cuerpo de san Eloy. Del nombre francés de este tejido transparente a través del cual podía verse el cuerpo, derivó la palabra española crespón.
Fuera de las ceremonias, se mostraba en Francia el luto mediante un vestido negro con grandes puños de tela blanca lisa, denominados plañideras o lloronas, cuyas dimensiones se reducían en los duelos pequeños.
Estas bandas de tela blanca, que se colocaban encima de las mangas, continuaron llevándose durante todo el siglo XVIII. Las medias blancas o de color, los encajes, las pelucas con lazos o empolvadas, estaban prohibidos en la corte para los lutos y las visitas de luto (Boucher, 1967: 286).
Ese siglo XVIII tan racionalmente francés, que comienza con la consolidación del Estado absolutista y finaliza con la gran Revolución, es la argamasa donde se van a contener, pero no confundir, las tendencias de vida y de muerte. Tal vez haya sido el placer, tanto en su experimentación como en su representación, la línea que permitía configurar la ecuación.
En un extremo, el placer en el boudoir, chispeante, divertido, sensual, intrascendente. Eros asomado en la atractiva ropa interior, que permitía enfatizar los juegos despreocupados de amantes sucesivos y conversaciones artificiales cuya única función era soslayar el mundo real. Aunque sabemos que, para Walter Benjamin, “lo cómico (mejor dicho, la pura broma) es la necesaria cara oculta del luto que, de vez en cuando, igual que el forro de un vestido, se hace notar” (1990: 116).
En el otro extremo, el placer como legitimación de la crueldad, o sea el dolor imaginado como parte integrante de la voluptuosidad. El surgimiento de un cierto erotismo, que nacía del deseo y la voluntad de provocar dolor y humillación. El libertino, esa figura tan bien delineada por el marqués de Sade, que, en la búsqueda de lo absoluto y de la muerte, favorecía el triunfo de la razón.
SÍMBOLOS Y ALEGORÍAS ROMÁNTICAS
De ese campo abonado brota, con el Romanticismo, una nueva forma de interrogar a la muerte. Entonces aparece el erotismo en todo su apogeo, como elemento unificador de las grandes obsesiones románticas: el amor y la muerte. El Romanticismo finalmente va a permitir que sus dos obsesiones se fundan y se confundan en una nueva configuración.
Eros y el mundo sensible del Romanticismo buscan su unión con el tánatos del mundo racional, sustentado por una burguesía triunfante en la Revolución Francesa. Sin embargo, el antagonismo de esos dos mundos va a atravesar, con sus enfrentamientos y con su mutua negación, toda la modernidad. Dos interpretaciones del mundo, dos realidades construidas que no pudieron complementarse en una sociedad industrial que, obsesionada por la producción y por el consumo, debía desdeñar y aniquilar el placer, revelador de la unidad. Desde esta perspectiva se entiende la búsqueda de la racionalidad en el diseño, que, al separarse de la esfera artística, solo resulta un mero administrador de requerimientos ajenos. Es siempre menos comprometido y más sencillo ordenar variables, por múltiples que sean, que resolver fórmulas.
La modernidad creyó poder superar con habilidad estas diferentes realidades, al orientar la violencia y la crueldad a la vida pública (guerras, explotaciones legitimadas por diferentes ideologías, genocidios), y arrinconar el impulso de vida y placer únicamente en la vida privada.
La muerte, mientras tanto revalorizada y cortejada, había adoptado nuevos ropajes. Impactada por ellos, la sociedad romántica se entregaba a su culto histérico ayudada por un mundo de símbolos y alegorías, que enfatizaban como variaciones recurrentes sus temas obsesivos y centrales.
Como el mundo racional también necesitaba ritualizar la muerte para domesticarla, se valía de un severo ceremonial pautado hasta en sus mínimos detalles. Se legislaba sobre acciones y gestos de todos los miembros de la familia, y también sobre la duración en que se debían llevar los lutos. La exageración alcanzaba a no poder escribir si se carecía de tinta negra y mucho menos escuchar música. Para los casos en que la práctica del piano era imprescindible, se utilizaban los mudos, por lo menos durante el primer mes. A partir de ese momento y hasta llegar al medio luto, cuya duración dependía del parentesco con la persona muerta, no se podían tocar piezas.
Las fiestas, recibos, banquetes y abonos teatrales quedaban de hecho suspendidos, como también el uso de alhajas. Cadenas, aros y prendedores de azabache negro reemplazaban al oro y a las piedras preciosas; grandes horquillas, peinetas y alfileres opacos ocupaban el puesto del carey, y un tono sombrío, uniforme y abrumador se imponía.
El severo ceremonial también regía para las vestimentas enlutadas de la Semana Santa.
A principios del siglo XX la crónica de una revista femenina porteña daba las pautas siguientes:
Viudas: por la muerte del marido se debía llevar un luto de dos años. Medio luto, de un año. El primer año tenían que usar gorra, toca o sombrero según la edad, de crespón con largo velo drapeado. Traje de cachemir o merino con adornos de crespón inglés y guantes de piel de Suecia, o sea de gamuza. En el segundo año, gorra, toca o sombrero de granadina o gasa chiffon con un velo de la misma gasa y con velito de tul a la cara. Llegado el medio luto del tercer año, el crespón se reemplazaba por tejidos menos severos, en invierno de seda o terciopelo y en verano de seda o paja con flores o fruta. Los guantes podían ser de seda o cabritilla. En cuanto a los trajes, se usaba la seda brillante y podían emplearse ya telas y puntillas blancas. También se agregaban colores como el gris, el pensamiento y el lila en gradaciones convenientes. Al terminar el período ya se podían usar perlas y amatistas.
La corrección indicaba que los trajes debían tener formas simples, aunque la elegancia podía mostrarse en las texturas. Para las mañanas paño negro, sargas, gabardinas o lanas; por la tarde crespones, crêpe y muselinas de seda. El luto para los viudos, en cambio, se llevaba en trajes de casimir negro mate, crespón negro en el sombrero, cinta cuyo ancho determinaba el luto riguroso o el aliviado. Las camisas blancas debían tener botones negros de madera, cordón negro en los relojes y medias al tono. Los guantes de seda o de piel de Suecia, negros también.
Por los padres el luto debía ser de un año, y el medio luto por otro tanto. Por hijos y hermanos el luto de un año, y medio luto de seis meses. Por abuelos y suegros se repite la norma anterior. Por cuñados y nietos un luto de nueve meses, y medio luto de tres meses. Por primos, en cambio, un luto liviano de tres meses.
Los eclesiásticos llevaban el luto en el sombrero y los militares en su brazo; en cuanto a la duración, era la misma.
Es indudable que los rígidos controles que pautaban las relaciones sociales cumplían en principio una triple función. No solamente multiplicaban la ocasión de consumo de indumentarias en una época signada por la necesidad industrial de dar salida a los grandes stocks acumulados; también permitía organizar con el complicado ritual un escenario adecuado para mostrar el lugar que se ocupaba en la escala social. En tercer lugar, al permitir la apoteosis del simulacro y la representación social del rito colectivo que era el luto y el entierro, permitían el exorcismo de los demonios interiores. Virtualidad del dolor y de la ausencia.
Una carta escrita y fechada en el Buenos Aires de 1863 da un gracioso ejemplo del luto como obligación social:
Querida amiga: Por fin he dejado el luto que llevaba por la muerte de mi esposo. Debo confesar que, si he llevado dicho luto el tiempo de costumbre, ha sido para obedecer la ley social pues tú sabes, mejor que nadie, cuántos motivos de queja tenía contra el infeliz que, después de haberme abandonado tan cobardemente, tuvo la desvergüenza de quitarse la vida del modo más escandaloso, provocando así la aparición de mi nombre en los periódicos, aunque felizmente todos los cronistas lo han hecho rindiendo homenaje a mi honor y buena conducta. Firmada por Clara (Bris à Brac, 1897a).
En una nota de la revista semanal Bric à Brac titulada “Una lúgubre comida” se puede tener una idea del alcance de algunas representaciones alegóricas a fines del siglo XIX:
Una señora de un modo de pensar original, aunque lúgubre, da cada año lo que ella llama una comida conmemorativa en el aniversario de la muerte de su marido. La habitación donde se sirve la comida está tapizada para la ocasión con colgaduras negras y violetas, no habiendo otro color visible. El mantel es de seda violeta, así como las servilletas, y las únicas decoraciones florales. Las invitadas deben ir vestidas de negro o violeta. Los mozos de servicio visten pantalón corto de felpa negra, medias de seda violetas y fracs negros. Cuando pasan al comedor la dueña de casa toma la cabecera, pero a cada lado, sobre dos bancos, están sentados los dos perritos negros preferidos de su difunto esposo, con la lana cuidadosamente cortada a la última moda y ostentando moños violetas en la cabeza. El menú es extraño también por la ausencia de todo color entre las viandas, solo violeta, blanco y negro. Así la sopa es blanca como también el pescado y las entradas. Los postres son blancos o violetas y al fin de la comida se sirve un café de luto, es decir bien negro (Bris à Brac, 1897b).
Así como la racionalista burguesía domesticaba la muerte con estos ritos individuales y colectivos, el Romanticismo se entregaba con pasión a contemplar sus propias representaciones simbólicas. De allí el interés que desarrollaban por la noche como marco adecuado o, mejor aún, la medianoche, que es el momento de los espíritus. Es entonces cuando “el tiempo se queda suspendido como el fiel de una balanza” (Benjamin, 1990: 126). Aunque el mundo romántico se rendía a la poética explicación dada por Shakespeare en Hamlet: “¡He aquí la hora de los hechizos nocturnos, cuando bostezan las tumbas y el mismo infierno exhala un soplo pestilente sobre el mundo!” (1944: 97).
Si bien la noche era la escenografía adecuada para las románticas imágenes, el cadáver constituía el elemento emblemático por excelencia. Por supuesto no consistía en una originalidad de la época, ya que existían sepulturas en las religiones preneolíticas desde 70 mil a 50 mil años antes de Cristo y “era corriente el uso del ocre rojo, sustitutivo del ritual de la sangre (y por ello mismo símbolo de la vida), para embadurnar ambivalentemente los cadáveres” (Pániker, 1982: 40).
El cadáver, que en la actualidad está totalmente negado y oculto a los ojos, y que había sido un elemento importante de apoyatura escénica en el teatral siglo XVI, se transforma en un ícono de la sensibilidad romántica. Era necesario, para representar en el marco de una estética doliente, el ritual ambivalente que recuerda y al mismo tiempo alivia el dolor de la muerte. Los románticos comprendían muy bien que “la alegorización del físico no puede llevarse a cabo con la suficiente energía más que gracias al cadáver” (Benjamin, 1990: 177).
Recién en ese cuerpo muerto, ya separado del espíritu, este asume la integridad de sus derechos: de allí la trascendencia de la ceremonia ritual del ropaje final, la mortaja.
Conscientes de la importancia que para el ser tenía el tránsito al no ser como cumplimiento del destino de la condición humana, hacia fines del siglo XIX era costumbre fijar el momento con fotografías últimas del cuerpo para poder recordarlo en su muerte. La fotografía del cadáver era la natural sucesora de las mascarillas mortuorias, que buscaban fijar en la máscara de cera la imagen que, a partir de ese momento, sería fugitiva. Aunque algunas de ellas, como la de Mozart, resultaran insoportables al ser un recordatorio del genio humano. Tal es el destino de su mascarilla como culminación de una serie de inciertos actos que rodearon su muerte, según una nota de la revista francesa Histoire, que cuenta sus últimos días:
Ya enfermo, el 5 de diciembre de 1791 Mozart se levanta de la cama para terminar el Réquiem y reúne a sus cuatro amigos para que lo canten […]. “Acérquense. Yo deseo que me acompañen en el momento de mi muerte. Se ha acabado todo para mí. Ya paladeo en mi lengua su gusto” (Histoire, 1937).
Al día siguiente, a la salida de la iglesia el cortejo encabezado por su mujer Constance y sus amigos se enfrenta a una gran tempestad de nieve, por lo que permiten que el carro fúnebre parta solitario al cementerio, seguido solamente por su perro blanco. El enterrador mit le corps n’importe où en la fosa común. Días más tarde, al querer ir a rezar la mujer a la tumba de su marido, nadie puede indicarle el lugar exacto. Solo le resta de él, entonces, la máscara mortuoria, que rompe un día sin querer al hacer la limpieza de su casa para prepararla para un nuevo casamiento. En lugar de guardar los pedazos los tira a la basura…
El enigmático hombre vestido de gris que encarga al músico genial su propio Réquiem no difería demasiado de aquel que envió a María Guadalupe Cuenca, la mujer del prócer argentino Mariano Moreno, un abanico de luto, un velo y un par de guantes negros como anuncio de su próxima viudez.
El mejor ejemplo de la teoría romántica de que el medio preferible para expresar las pasiones es comenzar a experimentarlas en la vida cotidiana es la siguiente anécdota de Berlioz. El compositor tropieza en Florencia con el cortejo fúnebre de una joven mujer muerta al dar a luz a su primer hijo. Se sabe qué efecto siniestro producen hoy los funerales florentinos que se efectúan de noche a la luz humeante de las antorchas, entre filas de los encapuchados Hermanos de la Misericordia. Es fácil imaginar qué impresión debían provocar en un romántico con la cabeza llena de las lúgubres fantasías de las novelas negras. Berlioz, al ver el cortejo présent des sensations, logra hacer abrir el féretro y permanecer junto al cadáver para abandonarse al delicioso curso de lóbregas meditaciones. Se inclina sobre la muerta, le toma la mano y Si j’avais été seul, je l’aurais embrassé (Praz, 1969: cap. 3).
La configuración de la estética de lo trágico en los hechos de la vida cotidiana afirmaba que era mucho más interesante poder sentir y expresar las pasiones, en lugar de sublimarlas en el arte. De allí la generalización, en el siglo XIX, de grandes y funestos amores y suicidios trágicos.
Gustave Flaubert anunció que la gran síntesis de la sensibilidad romántica se encuentra en la teoría del placer inseparable del dolor y de la belleza atormentada y contaminada. “La belleza medusea, belleza de los románticos entretejida de dolor, corrupción y muerte”. Belleza claramente evidente en la sonrisa de la Gioconda (Praz, 1969: cap. 1).
El descubrimiento del horror como fuente de deleite y de belleza terminó por actuar sobre el mismo concepto de belleza, y lo horrendo pasó a ser, en lugar de una categoría de lo bello, uno de los elementos propios de la belleza. De lo bellamente horrendo se pasó a lo horrendamente bello.
Mientras el eximio compositor francés se extasiaba en Florencia ante lo horrendamente bello de la vista del cadáver de la joven muerta (no en vano su obra maestra es la Gran misa de los muertos, de 1837), en la Argentina la herencia de la profunda religiosidad española se dejaba entrever, pero sufría un proceso de frívola adaptación y un alejamiento de la estética trágica: más bien era una ocasión de fiesta y jolgorio.
ANTIGUAS COSTUMBRES CRIOLLAS
Solía colocarse el féretro, rodeado de cirios o de velas según las posibilidades de los deudos, en la sala o habitación que daba a la calle para que, con las ventanas entreabiertas, se pudiese ver desde la acera. En la puerta, para anunciar el velorio, se colocaba un moño de crespón negro y se envolvía con otro el llamador.
La familia del difunto convidaba a los asistentes con una cena y no era raro que después de ella se jugase al truco o al monte, no faltando casos en que diferencias de juego terminasen en riña. Se concurría al velorio como a una diversión (Cánepa, 1936: 85).
La comida y el juego eran los verdaderos alicientes para ir a los velorios; de allí que José Antonio Wilde escriba:
Nada de extraño tiene que un individuo encuentre a otro en la calle y lo invite a ir a un velorio, aun cuando ninguno de los dos haya visto la cara de los dueños de casa. Entre la plebe y en la campaña, eso es entendido, se sale ex profeso a convidar (Wilde, 1960: 86).
La verdadera fiesta, la que tal vez demostraba, con la alegría de la vuelta a la Casa del Padre, la profunda fe heredada de España, era el llamado velorio de los angelitos, o sea, de los niños. Cuenta una crónica de Mariquita Sánchez de Thompson:
Lo principal era pensar que era un ángel que se iba al cielo. Estos entierros eran anunciados con repiques y cuetes, y los niños se vestían del modo más original. No se podría creer las locuras que se hacían, ya parados, ya sentados, los vestidos de raso más ricos, llenos de alhajas. Era en estos casos que se lucían las alhajas. Iban las personas encargadas a la iglesia, lo desnudaban al pobre niño de todas las cosas por demás que le habían puesto ¡Cómo diré hasta dónde iban las extravagancias! Ya eran pastores, ya ángeles; en fin, hubo la más divina ocurrencia en una casa en donde murió […] un niño y un negrito: vistieron al niño de san Miguel y al negrito como diablo. La madre lloró y suplicó, pero, como era esclava, tuvo que callar. Pero alguna buena alma fue a dar parte del hecho, y vino una orden de la autoridad para sacar al pobre negrito y enterrarlo como cristiano (Sánchez de Thompson, 1890).
En cuanto a la curiosa forma de trasladar a los niños hasta su entierro, el 5 de diciembre de 1822 el jefe de policía de Buenos Aires elevó una nota al ministro Rivadavia en que reclamaba la construcción de un carro fúnebre para niños, ya que la muerte de un inocente debía recibirse con alegres exteriorizaciones y, por lo tanto, era impropio trasladar sus restos en los carros fúnebres para mayores. Cuatro días más tarde Rivadavia informó al jefe de policía que había dado curso a su pedido al disponer la construcción de dos carros fúnebres para niños de diferentes categorías. Este carro fúnebre, al que el pueblo bautizó rápidamente con el nombre de carro de los angelitos, era realmente extraño. Una descripción de la época informa sobre su aspecto:
Una armazón liviana y abierta, rodeada de barandillas sobre ruedas pintadas de blanco, con cortinas de seda celestes, tirado al galope por las mulas blancas y manejado por un muchachito vestido de colorado, con un enorme penacho blanco en el sombrero […]. En sus memorias, un capitán inglés confiesa haber tomado al carro de los angelitos por una carreta de saltimbanquis (Núñez, 1970: 40).
Sigue contando en su crónica Mariquita Sánchez de Thompson:
Tanto los niños como los grandes se enterraban en las iglesias, y las sepulturas más caras eran las más cercanas al altar mayor. Al cuerpo lo ponían directamente en la tierra y lo pisaban con un pisón; se puede considerar el olor que había en estos templos y la indecencia de poner frente al altar estas miserias. Se ofrecía entonces una gran resistencia para hacer un cementerio. No me quiero olvidar de contar que todo el mundo se enterraba con mortaja. Es decir se le compraba a un religioso su hábito viejo en 30, 40 ó 50 pesos. Después de vestir al muerto, hombre o mujer, se le colocaba el hábito del convento que tenían en más devoción, el de San Francisco o de La Merced, con el convencimiento [de] que le otorgaría una cantidad de indulgencias (Sánchez de Thompson, 1890).
En cambio, quienes no podían pagar se exponían, según cuenta Manuel Bilbao, a lo siguiente:
Hubo una época, hacia principios del siglo XIX, en que los cadáveres de los pobres tenían que sufrir una odisea cuando no tenían cómo abonar los derechos; dejaban entonces que se los comieran las aves de rapiña. La autoridad ordenó a los curas su entierro gratuito (Bilbao, 1902).
Cuando la muerte ocurría de manera repentina en la calle por peleas o accidentes casuales, se exhibía el cadáver bajo los portales del Cabildo para ser reconocido y reclamado por sus deudos. Junto a él se colocaba algunas veces un platillo destinado a recolectar limosnas para colaborar con el costo del entierro, compra de velas o misas.
Mientras las inhumaciones se hacían dentro de la ciudad, en las iglesias los féretros se llevaban a pulso, algunas veces empleándose “unas simples parihuelas para facilitar el transporte” (Núñez, 1970: 48). La apertura del Cementerio del Norte obligó en 1822 a la utilización del carro fúnebre, que hasta ese entonces no se conocía en Buenos Aires. Por supuesto, con el uso de los carros fúnebres se pusieron de moda los cortejos o acompañamientos, que, al alcanzar fastuosas proporciones, obligaron en 1829 al gobernador Viamonte a pautar por decreto dos coches de cortejo para todo entierro, ya que el afán de emulación había llevado a la ruina a no pocas familias.
Sin embargo, hacia fines del siglo el desarrollo económico, que había desarticulado los últimos vestigios de la Gran Aldea, imponía nuevamente la competencia social.
Muchos eran los negocios llamados cocherías, que competían con anuncios de publicidad para influir en las elecciones de los diferentes carros fúnebres. Desde luego, las escalas del lujo dependían de la situación socioeconómica del muerto. Diferentes estilos, hasta aquella llamada Gran Fúnebre, que era una enorme carroza totalmente barroca tirada por cuatro lustrosos caballos negros, especialmente criados para ese menester. El cortejo que acompañaba la carroza principal estaba integrado por una o varias carrozas de coronas, y las de los familiares y amigos. Hasta bien entrado el siglo XX persistía la costumbre de la carroza principal y la de las coronas.
Lacayos y cocheros podían mostrar diferentes estilos en sus uniformes, tales como Luis XV, imperio o moderno europeo, según los diferentes gustos. Pero la competencia social se mostraba en todo su esplendor en las ropas de luto.
Hacia 1887 Emilio E. Gerding funda en Buenos Aires la gran tienda Los Lutos en Carlos Pellegrini 443, y aclara, al registrar la firma, la importancia de que la especialización que se estaba dando en las profesiones llegara también a los comercios de ropas. Desde sus vidrieras, sus catálogos y publicidades reproducían la moda que se llevaba en Europa, y digitaban las formas de vestir el luto. El sistema de rápida entrega y elección se debía a la prohibición social de que los deudos salieran de la habitación sin llevar lutos inmediatamente después de producirse la muerte de un familiar. Las grandes casas de modas acostumbraban a partir de entonces, tanto en Europa como en la Argentina, tener ya confeccionados como mínimo cinco modelos exclusivos de luto en cada colección, para poder cubrir estos llamados intempestivos y urgentes. Los pedidos se multiplicaban al llegar el 2 de noviembre, Día de los Muertos, ya que era de rigor vestir de negro, con vestidos y trajes propios o de alquiler. Quedaban prohibidos por veinticuatro horas las fiestas y todo esparcimiento del espíritu. El vecindario en masa estaba de luto y la ciudad entera parecía participar de la pena general. Dice un Caras y Caretas del año 1900:
[Hoy] no se va a los cementerios a orar en este día, sino simplemente a hacer una visita de cortesía en el lujoso carruaje de paseo, y ostentando damas y caballeros sus más lujosas toilettes. Son muy pocas las personas que pueden sustraerse a la influencia de las ceremonias sui géneris del día de difuntos, que no son ni religiosas ni mundanas, pero participan de los caracteres de ambas (Pellicer, 1900).
Un año más tarde el mismo comentarista satiriza a los argentinos y sus supuestas penas sentidas como medios para conseguir diferentes fines:
Hoy es el día dedicado a los difuntos y hay que permitir a la gente el suspiro hondo y el gesto compungido. Quien más quien menos, todos tienen algún muerto por quien llorar, ora se llame pariente, ora amigo, ora proyecto de unificación. Se impone la ropa negra, propia o de alquiler, y es obligatorio el uso de las lágrimas para quien no quiera que se le tilde de tener un corazón de asfalto. El dolor que no se exterioriza en esa forma no es dolor ni es nada, como está igualmente demostrado que la piedad y el cariño por los que fueron es tanto más grande cuanto mayor es el costo de las coronas que se les dedica, bien que sea un sirviente quien haya de colocarlas en la tumba (Pellicer, 1901a).
Ajenas a las sátiras, las mujeres rivalizaban en la elegancia de sus tapados de etamina forrados en pongé de seda, y con importantes adornos en crespón. Otras cubrían sus negros vestidos con capas de la misma textura, pero todas usaban en sus cabezas sombreros, tocas y galeritas en crespón, georgette y granadina. Las importantes tocas eran de crespón chiffon, velo granadina y gasa crêpe a la cara.
Así vestidas, iban a La Recoleta y a Chacarita, pero no diferían demasiado de aquellas otras mujeres que se dirigían a los cementerios que estaban más alejados o en los campos. Para celebrar el jubileo de los muertos, se organizaban numerosas cabalgatas que recorrían los polvorosos caminos. Hileras de jinetes y amazonas eran engrosados en las proximidades de los pueblos, con los peregrinos que iban a pie o en carruajes. Llegados al cementerio, comienzan con el adorno de los sepulcros y luego se “desembolsan las provisiones, se prenden fogones, y el mate, las tortas y algún asadito vigorizan a las parentelas cansadas de galopar” (Pellicer, 1901b). La vana emulación y la competencia de la época para demostrar por medio de objetos el lugar que se ocupaba en la pirámide social no eran privativas de la Argentina. En 1885, antes de morir, Victor Hugo, la figura más representativa del romanticismo francés, había manifestado su deseo de ser trasladado en el coche fúnebre de los pobres. Si bien se cumplió su deseo, por detrás seguían las más luctuosas carrozas fúnebres atestadas de coronas, y, en el cortejo interminable, los niños de los colegios, la Guardia Republicana y todo el París artístico, literario y político.
Era natural que Victor Hugo se despidiera rodeado de una enorme muchedumbre, ya que había incorporado el tema de la masa a la literatura con la novela Los miserables. Su lucidez y su sensibilidad romántica le habían permitido intuir que, finalizado el proceso de Revolución Industrial, lo masivo se convertiría en el sujeto de la recién estrenada modernidad.
LA MUERTE EN LA MODERNIDAD
Necesaria contraparte que va a permitir llevar a cabo, durante toda la sociedad industrial, la obsesión de la producción, porque sitúa en el lugar de honor al consumidor, llamado tan certeramente por Benjamin, el innominado. Sin nombre, sin identidad, sin espíritu propio, el hombre moderno le entrega a la “multitud inabarcable en la que nadie está del todo claro para el otro, y nadie es para otro enteramente impenetrable” (Benjamin, 1994: 64) lo más importante que tenía hasta ese momento: su existencia individual.
Comienza entonces el lento proceso de abandono del ser a favor del parecer. Ese ser que, refugiado puertas adentro, lloraba la muerte de sus seres queridos y se vestía de luto riguroso. Ese ser, que sabía ser uno en la multiplicidad, se confunde seducido por la profusa iluminación a gas de las calles, que lo incitan a fundirse en el todo nivelador.
El ruido infernal de la multitud comenzó a desplazar lentamente el murmullo sutil de cada vida espiritual. Más aún, la multitud se convirtió en el albergue del espíritu de la modernidad. Sin embargo, el desplazamiento no va a ocurrir en su totalidad hasta el comienzo de los años sesenta, cuando se da el punto de arranque de la sociedad postindustrial. La configuración de una sociedad de producción y de consumo masivo, liderada por los medios audiovisuales, no podía menos que depender de seres que, al olvidarse totalmente de su intimidad, debían mostrarse en la multitud comportándose como los otros. Comportamiento que, en lugar de reafirmar la existencia, se refugia en la apariencia. El cuidado de la máscara escondedora-develadora del ser verdadero se transforma en una nueva estrategia de la cultura de masas. Lo efímero de las situaciones encuentra en la homogeneización, en la simplificación, en la misma vulgarización, los medios para llevar a cabo sus obsesiones. Puesta a punto la siniestra maquinaria del consumo, se necesitaba la ficción de la felicidad como una búsqueda o razón legitimadora. A partir de ese momento los movimientos contraculturales se agitaban al señalar que la felicidad no residía en el consumo, y daban alguna pista alternativa con una sociedad basada en la paz y en el amor.
Hábilmente la sociedad fagocita las oposiciones y, comercializándolas en su beneficio, refuerza aún más la producción y el consumo acelerados. Utiliza para ello las herramientas más eficaces y tentadoras: la seducción de la juventud y una estética de la perfección en la apariencia. Con el triunfo total de la apariencia, el ser y el no ser, la vida y la muerte, quedan en otro lado.
El hombre posmoderno había completado la hazaña de transformarse en pura imagen, engañosa ventaja, ya que como imagen no sufre, no come, no se relaciona, no es… En ese contexto de presencias virtuales, la muerte debe ser banalizada y, para ello, nada mejor que presentarla como una mercancía más en el marco de la industrialización cultural. Un artículo aparecido en la pragmática sociedad norteamericana, titulado: “Qué están usando los cadáveres”, puede tal vez servir de comprobación. En la nota se señala, como motivación para elegir el estilo de amortajar a los muertos, la carencia de su identidad; así lo explican:
Cuando una persona está muerta, uno advierte más sus ropas porque su personalidad se ha ido. [...] La industria de la moda de funerales propone, para las mujeres, vestidos que se asemejen a los de promoción escolar, y, para los hombres, indescriptibles trajes de vendedores de biblias. Los vestidos son de talla única y se abrochan por detrás, largo mediano (pues siempre ha sido así), volados en las mangas para que las manos viejas se vean femeninas, y el argumento más irrefutable para una sociedad mercantilista: lo bueno de estas cosas es que no se venden si no son compradas.
Existen dos modelos: uno más arreglado, tipo doncella de casamiento, y otro de dos piezas, bata y combinación. La tela es un crêpe romaine suave y femenino, los cuellos altos para un look delicado. Los trajes de los hombres son grises o azules oscuros, de talla única, solapas medianas, corbatas conservadoras. También se contemplan las distintas religiones: túnicas blancas cosidas a mano para los mormones y mortajas negras para los judíos ortodoxos (Berman, 1971).
NEGACIÓN Y RECUPERACIÓN DE LA MUERTE
En la actual sociedad virtual, habitada por imágenes, se presenta la curiosa paradoja de individuos narcisistas y enamorados de sí mismos, que, desligados de la problemática social, no apuestan a la originalidad, sino, por el contrario, se funden en la homogeneidad de sus gestos y vestimenta. Diseñados únicamente para contemplarse y ser contemplados, carecen de existencia real. Como diría Merleau-Ponty, ellos tienen, “como los fantasmas, una existencia solo visual” (1964: 29).
En este contexto, la muerte llega desconcertada a una época en que el hombre se desentiende de cumplir con su destino de no ser. Convencido tal vez de que su cumplimiento se opone a las libertades personales. Como señaló Philippe Ariès, la muerte es negada porque pretende, con su presencia,
enturbiar el diseño de banal felicidad basado en el consumo y en la permisividad. Permisividad que alcanza al sexo pero que reprime severamente la muerte. Antaño los niños apenas sabían nada de lo sexual, pero estaban presentes en la alcoba del abuelo cuando este se moría. Hoy se les explica la fisiología y la función del sexo, pero se les oculta el misterio de la muerte. La muerte reemplaza al sexo, como tabú fundamental del siglo XX (Pániker, 1982: 88).
De espaldas a la muerte y sin abrazar la vida, surgen los sentimientos de angustia y soledad en una sociedad de individuos fragmentados, que, no comprometidos, deciden apostar a la efímera fugacidad. De frente al consumo, que ofrece felicidad, “rechaza los delirios sexuales y pasionales, las derrotas y las tragedias, y los incluye en la periferia de los sucesos en la cual cada hombre se siente no concernido directamente, sino oscuramente liberado” (Morin, 1966: 157).
Desteñido su ser individual por estar entregado a la virtualidad del parecer y alejado de lo social, el hombre actual decide entregar su espíritu a lo masivo que le presta una entidad. De allí surge la enorme contradicción de una sociedad integrada por seres narcisistas que, solo preocupados por lo que los atañe personalmente, se uniforman homogeneizándose.
Atravesados por los cánones de la sociedad de masas, actualizan los tradicionales ritos colectivos de pérdida. De cara al fin del milenio, enmascaran el dolor individual en un luto general llevado sobre todo por los jóvenes, y cumplen con el ancestral ayuno en su extrema delgadez. El negro en las vestimentas (incluso en las ropas de los niños) y el ayuno presente en las enfermedades de la bulimia y la anorexia son tal vez la mejor demostración de un luto masivo por un sistema que se siente, más que amenazado, en estado terminal. Sin embargo ya desde los comienzos de la sociedad industrial, la racionalista burguesía, al adoptar y generalizar el uso de colores oscuros para la vestimenta masculina, subrayaba el triunfo de su ideología. Obsesión por la producción, contracción al trabajo y al ahorro, moralidad como valor dominante eran representadas por levitas y chaquetas negras, que demostraban la tajante separación que la modernidad hacía entre trabajo y alegría, entre deber y placer.
Los oscuros trajes masculinos en negro y gris habían comenzado a aparecer en Francia desde el reinado de Luis Felipe en 1830. Desde su sensibilidad poética y crítico de las condiciones sociales de la industrialización, Baudelaire los registra, y también la importancia creciente de los suicidios: “única reacción heroica que les quedaba, en los tiempos de la reacción, a las enfermizas multitudes de las ciudades” (Benjamin, 1994: 94). Sea por representar la ideología burguesa, por oponer la intelectualidad a la belleza o por simbolizar las condiciones de vida de las masas de trabajadores en las grandes ciudades, las negras vestimentas acompañaron al hombre durante todo el proyecto de la modernidad. Sin embargo, cuando se aproxima el fin de esta forma cultural, surge la repetida presencia del gris, cuya estabilidad nace como una síntesis de la oposición del negro y del blanco. Por lo tanto, una de sus importantes funciones es anticipar la llegada del blanco que significa nacimiento y regeneración.
El blanco, que contiene todos los colores del arco iris, se va a imponer con previsible potencia, mientras el negro tendría que asistir al alejamiento de su protagonismo. Su lugar será ocupado por la cantidad de falsos negros y nuevos materiales que, con sus reflejos metalizados, no hacen otra cosa que anunciar el nacimiento de la cercana sociedad cibernética.
En la actualidad, saturados de no poder ser y enfermos de solamente parecer, es incuestionable que una visión del mundo y de la vida ha llegado a su fin. Con la culminación de la estética de la perfección se recorre el último tramo de un sueño colectivo de progreso, aunque, como diría Octavio Paz:
El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir acaso descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces” (1994: 231).
Si toda muerte lleva en sí la regeneración, la nueva forma cultural que se está gestando permitirá la transformación de esa negación colectiva, en afirmación de la vida y por ende de la muerte. Pero no una muerte entendida según las épocas, como ostentación, erotismo, humillación, tragedia, negación, sino una recuperación de la ceremonia íntima e individual de la muerte.
La complejidad de la vida en la sociedad cibernética va a necesitar la simplicidad de la muerte individual. La recuperación del ritual personal de la muerte será el complemento y la coronación de una plena vida individual. Se aceptará la muerte porque, más allá de permitirle cumplir al ser con su destino de no ser, tal vez el hombre actual, liberado de algunas trampas, comience a intuir que el no ser no es otra cosa que una dimensión diferente del ser.
¿Y la moda? El parecer subsiste en lo masivo donde el ser se pierde, se difumina, se diluye. Es allí donde la moda sienta su poder Ese hombre, que empezó a perder su rastro individual hacia el comienzo de la modernidad, y que con esfuerzo cree recuperarlo en la compulsiva posesión de objetos y de información, ese hombre, que abraza la moda en la ficción de una individualización que por cierto no es tal, se abandona como sujeto y se convierte en un objeto más. ¿Autonomía de conciencia? Tal vez, para decir, como Lipovetsky, que la moda se presenta ante todo como el agente por excelencia de la espiral individualista y de la consolidación de las sociedades liberales, sea necesario aclarar, que al cumplirse esta hipótesis ella se desnaturalizaría (1990: 13).
La moda es cambio, pero no todo cambio es moda. Para que el sistema de la moda subsista, es necesario el espaldarazo de la difusión masiva. Solo comienza su existencia y se consolida, cuando de la creación se avanza hacia la producción masiva. Si es individual es solo ficción y simulacro de moda.
La moda invadió con sus códigos la totalidad de la sociedad industrial, precisamente porque su naturaleza es masiva, compartida, necesita del grupo, del otro, del espejo.
Saturado de información, manipulado por los medios audiovisuales, el hombre actual necesita recuperar lo único, lo individual, lo diferente. Gastado el sistema liberal burgués, una nueva forma de pensar la sociedad se impone. En esa nueva forma los adelantos acelerados de la tecnología, que dan un paso enorme hacia el futuro, estarán acompañados con un retroceso y una recuperación del sentido espiritual y esencial del hombre. La recuperación espiritual permitirá soportar y contener el proceso demoledor, que avanza derribando límites y fronteras. En ese contexto se funden las dualidades: el ser con el parecer, el cuerpo con el espíritu, la muerte que regenera la vida.
¿Y la moda? Aliada de la muerte, su hermana según Giacomo Leopardi, recuperará en la sociedad digital su origen, al recuperar el hombre individual el espíritu que se había depositado en la muchedumbre, en la masa.
Desarticulado su sistema, la moda (desnaturalizada, tal vez no podrá seguir utilizando en el futuro su mítico nombre) volverá a regenerarse como fenómeno y será sinónimo de al modo de, pero, en este caso, al modo de vestir, de vivir y de morir de cada hombre y mujer en particular.