EL POTENTADO

I

Considerando que dejó una fortuna tras de sí, sus últimos deseos no podían ser menos ostentosos: que no se publicaran avisos fúnebres en el diario, que no se enviaran invitaciones al entierro y que su cadáver fuera conducido al cementerio en una carroza de segunda clase. Se diría que Wilfrid Barón era un hombre austero, o quizás quería pasar desapercibido. Curioso: cuatro décadas después, a la muerte de su hijo Raúl Barón Biza, las disposiciones funerarias serían hechas en carácter de urgencia, en medio de una conmoción y sin mayores protocolos. La suya es la historia de los que empiezan con poco y terminan con todo, la de quienes abultaron las alforjas y engrandecieron su nombre en la época de las vacas gordas, una más entre las muchas sagas de éxito económico y social de la oligarquía criolla de comienzos del siglo XX. Wilfrid Barón había nacido en Caroya, provincia de Córdoba, en 1863, pero su ascendencia inmediata provenía de la región francesa de la Dordogne, cuya ciudad más notoria es Périgueaux. La familia poseía un castillo del siglo XV, en Gageac, donde nació Jean-Victor Baron en 1835. Este último fue el primero de todos, el que partió lejos, en barco, rumbo a la Argentina.

Una vez en Sudamérica, Jean-Victor Baron se casó con Delfina Vera Aguirre, de rancia familia cordobesa, aportando a la dote en común el inmigrante su fortuna y la hija de familia tradicional su apellido, y además ambos dejaron once hijos en este país. Dos de ellos andarán metidos en política: Florencio con los radicales lencinistas de Mendoza, donde participó en la revolución de 1905, y Belisario, con la Unión Cívica Radical salteña. El tercer hijo, Wilfrid, se dedicará a hacer fortuna. Comenzó con un molino en la Colonia Caroya, fundada por inmigrantes friulanos, pero entre 1895 y 1903 recorrió el país por motivos de negocios, y residió en Mendoza y en el Paraguay. Más adelante se dedicó a colonizar la pampa central. Le fue muy bien: tuvo ingenios azucareros en Salta, quebrachales en Santiago del Estero, compró tierras en la Patagonia, poseyó y loteó las tierras de la Colonia Cabildo en la provincia de Buenos Aires, en 1906 fundó y vendió las tierras de la Colonia Villa Mirasol y en 1914 hizo lo mismo con la Colonia Agrícola Barón, poblada con inmigrantes italianos, españoles y alemanes del río Volga, y sucedió lo mismo con la Colonia Lucinda en Río Negro, y compró campos y estancias, y alambró sus perímetros, e hizo que el tren llegara a esas tierras, y realizó importantes operaciones en la Bolsa de Comercio, y se dedicó a la explotación del tanino. En fin, calles y pueblos y bustos de plazas del interior del país llevan su nombre, y Wilfrid Barón fue, claro está, socio de la Sociedad Rural Argentina, de los que usaban bigote manubrio. Aparentemente, también fue prestamista. Solía viajar a Europa y en su pasaporte había declarado ser “hacendado”. Era hombre rico, con casa céntrica en Buenos Aires, de esas que tenían aspecto señorial, varios pisos, escaleras de mármol y de roble, zócalos de caoba, barandas de hierro forjado artísticamente, boisserie de cedro y un montón de habitaciones de servicio. Cuando murió, en junio de 1925, de una dolencia del corazón, dejó millones y millones y millones de dólares a su esposa y sus cinco hijos. También dejó una estancia comprada en 1903, Los Cerrillos, de unas 2.000 hectáreas de extensión, que sería heredada por Raúl, su hijo menor.

II

En su mausoleo están grabadas estas palabras: “Todo lo que tuve en el mundo lo perdí, sólo me queda ahora lo que a los pobres di”. Catalina Biza era cristiana, mucho, y filántropa. Había nacido en San Miguel de Tucumán en 1872, dentro de lo que solía considerarse, en provincias, una familia importante o distinguida o principal o antigua de la ciudad. De hecho, los Biza estaban en Tucumán desde la época de la colonia, habiendo venido desde Cádiz, donde se habían enlazado con alguna casa nobiliaria. Su padre, Gerónimo Biza, era docente y un tipo curioso. Fue tanto primer maestro del general Julio Argentino Roca —que sería presidente de la Nación— como propagador de las bondades de la medicina popular. Era herborista, alguien que practicaba el naturalismo medicinal, y que inventó un té de aloja que era conocido como “el remedio del doctor Biza”. Se trataba de una destilación del fruto del algarrobo, fermentado, y por eso era vendida como cerveza, marca “Cocuyo”. Paul Groussac, el director de la Biblioteca Nacional, dijo que la ciencia de herbolario de Gerónimo Biza no valía un poroto, y Biza le retrucó. Parecía ser un criollo simpático. Una vez, octogenario, declaró a la revista Fray Mocho: “A mí ni Boccaccio me pisaba el poncho. ¡Viera aquello! ¡Y pura pinta! Porque en esos tiempos, mi amigo, Biza era hombre pa’ todo: pa’ la política, pa’l comercio, pa’ la filosofía, pa’ la medicina, pa’ las matemáticas. ¡Y qué le diré pa’l amor! La que no era mi novia con promesa ’e matrimonio, raspando le pasaba”.

Catalina Biza se enlazó en matrimonio con Wilfrid Barón en 1890, a los diecisiete años, la misma edad en que lo hará su futura nuera Clotilde, aunque sin escándalo. La joven tucumana siguió el camino ascendente de su esposo y vivió en varios lugares de la República, particularmente en Mendoza. Allí, su hija Emma se casaría con un hombre de apellido Guevara. En el año 1903 la familia se instaló en una mansión porteña, en Viamonte y Paraná. De los siete hijos de Catalina Biza dos no sobrevivieron, y de los cinco restantes uno se hará famoso. Parece haber dedicado su vida a la caridad, obligación cristiana entendida a la manera de las clases altas. Esta creyente y auxiliadora de los salesianos fue, además, vicepresidenta de la Sociedad de Madres Argentinas, tesorera de la Conferencia Nacional de Beneficencia, miembro de la Liga de Protección a las Jóvenes y del Círculo de Damas Tucumanas, fue dama protectora de los leprosos del Hospital Muñiz, al cual donó el altar mayor de su capilla, y colaboradora del leprocomio de Corrientes y del de Asunción del Paraguay, y también donante de imágenes de la Inmaculada Concepción a las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús y colaboradora del colegio de las Hermanas Adoratrices Regina Virginum y de un montón de instituciones católicas más. No sólo eso: fue nombrada por el Vaticano comendadora del Santo Sepulcro y de la Orden Franciscana y comendadora Mayor de la Orden Mercedaria, y fue merecedora de la Cruz Pontificia y receptora de la Cruz Lateranense, ambas del papado. Fue incluso recibida en audiencia por Pío XI, y tanto más sacrílega debió resonar entonces la carta que su hijo Raúl dirigió contra ese Papa ante quien ella se había prosternado y que prologa el libro El derecho de matar. Pero eso sucedería después de la muerte de Catalina Biza, ocurrida en marzo de 1929, a los cincuenta y seis años.

III

La construcción del colegio, y de su templo anexo, fue pensada a modo de homenaje al esposo muerto y costó una fortuna. Eran seis mil metros cuadrados de superficie donados a los Padres Salesianos, más los gastos de edificación, en la localidad de Ramos Mejía. En suma, la obra se llevó un millón de pesos de la época y la piedra fundamental fue colocada en 1925 en presencia del presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear. Recién en junio de 1930 se inaugurará el establecimiento, bajo el nombre de Colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, un instituto vocacional modelo para chicos de ocho a doce años. Es decir, alumnos pupilos. Entre tantos, allí estudiaron los escritores David Viñas y Abelardo Castillo. La donación había sido una obra pía, pero la voluntad de blasfemia del hijo, una vez fallecida la madre, ya no se contuvo. Raúl, el quinto hijo de Wilfrid Barón y Catalina Biza, le recordó al papa Pío XI que “dos millones de francos” fueron donados en respeto “a la memoria de un ser para mí sagrado”, pero que en esa institución se cometían “crímenes de desviación espiritual”. El joven Barón Biza se había iniciado en un oficio tenebroso. Sin embargo, el Vaticano habría devuelto el libro enviado especificando que su biblioteca no aceptaba recibir volúmenes en rústica. A la entrada del colegio se encuentran los bustos de los benefactores, y en la cripta de la basílica descansan para siempre Wilfrid Barón y Catalina Biza, a quienes he evocado en estas páginas.

IV

La herencia era tan cuantiosa que hasta fue anunciada en los diarios. Los periodistas especulaban con varias decenas de millones de pesos a ser repartidas entre la esposa y los hijos. Una vez que la sucesión de bienes llegó al juez, surgieron del testamento, como de una cornucopia, títulos de renta en las provincias de Córdoba, Tucumán, Mendoza y Santa Fe; varias fincas en la ciudad de Berlín; al menos diez propiedades en la Capital Federal; grandes extensiones de campos en la provincia de Buenos Aires; tierras loteadas de Colonia Barón y Colonia Mirasol en el entonces Territorio Nacional de La Pampa; tierras con viñedos en el Territorio Nacional de Río Negro; establecimientos agrícola-ganaderos en Rivadavia, Pergamino, San Martín y Esteban Echeverría, en la Provincia de Buenos Aires; terrenos en Bahía Blanca; un campo en Entre Ríos; más campos en Cruz del Eje y Santa María, en Córdoba; y más aun en Santiago del Estero y en Jujuy; y créditos a ser cobrados y una quinta en Monte Grande y la propiedad de un salón cinematográfico y seguros de vida y una bóveda en el cementerio de la Recoleta. Los diarios informaron que el total de la herencia alcanzaba los veinticinco millones de pesos argentinos. Wilfrid Barón había sido un potentado. Verdaderamente.