Asunción del general Eduardo Lonardi, 23-9-1955.
Es difícil encontrar un período de la historia argentina al que se le hayan aplicado tantas metáforas como el iniciado en 1955 con el derrocamiento del presidente Perón. Si para sus protagonistas y las generaciones que los precedieron fue una “revolución libertadora” o “fusiladora”, según el cristal con el que se miraba, para los estudiosos que intentaron comprenderla se abrió un nuevo período histórico que fue descripto en términos de “semidemocracia” por la proscripción del peronismo, “parlamentarismo negro” por el ejercicio de la política fuera de los canales institucionales, “empate” porque cada uno de los actores tenía capacidad para bloquear los proyectos de sus adversarios pero era incapaz de realizar los suyos o “juego imposible” dadas las dificultades de ganar elecciones sin contar con el voto peronista y de conservarse en el gobierno sin el apoyo del Ejército que proscribía al peronismo.
En la primavera de 1955, la oposición civil, militar y eclesiástica al gobierno peronista no podía ser más amplia. Ni los militares golpistas, ni la Iglesia Católica, ni las organizaciones corporativas burguesas estaban solas. En contraste con los golpes militares de 1930 y 1943, la revolución de septiembre de 1955 contó con el apoyo del conjunto del arco político partidario. Tras el objetivo de poner fin a la presidencia de Perón, confluyeron radicales intransigentes y unionistas, conservadores y socialistas, demócratas cristianos y grupos nacionalistas. Fue precisamente la presencia de éstos últimos lo que confirió un rasgo distintivo al primer gobierno posperonista. El nuevo presidente, general (RE) Eduardo Lonardi —quien lideró la sublevación en Córdoba—, se había levantado en armas bajo la advocación de la Virgen de la Merced, arengado a las tropas con el lema “Por Dios y por la Patria” y elegido como contraseña secreta un sugestivo “Dios es justo”.
La construcción de la memoria
Para los cultores de la versión más virulentamente antiperonista, el carácter libertador de la revolución de septiembre de 1955 distaba de ser sólo una metáfora. Jorge Luis Borges escribía al mes siguiente para la revista Sur: “Durante los años de oprobio y de bobería, los métodos de propaganda comercial y de la littérature pour concierges fueron aplicados al gobierno de la República. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes”. El revés de esta percepción fue reflejada por Ernesto Sabato, quien recordaba haber seguido por radio desde una casa de Salta el desarrollo del levantamiento militar: mientras los dueños de la casa festejaban en el comedor, sus empleadas domésticas lagrimeaban silenciosamente en la cocina. Seguramente, esa misma impotencia y rabia contenida era la que se advertía en las barriadas obreras. Tras estas imágenes contrapuestas que parecían delinear dos Argentinas, subyacían los problemas centrales que harían de la inestabilidad el atributo más perdurable de la política nacional en los años venideros.
Fuentes: Sur, Nº 237, año 1955; Ernesto Sabato, El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo, Buenos Aires, 1956.
General Lonardi, como presidente de la Nación, 1955.
El universo simbólico que acompañó su levantamiento se reflejó en la elección de muchos de sus colaboradores, caracterizados por su nacionalismo y clericalismo. A despecho de los sectores liberales que participaron en el derrocamiento de Perón, fueron designados figuras de dudosa fe democrática como el ministro de Relaciones Exteriores, Mario Amadeo; el secretario de Prensa y Actividades Culturales, Juan Carlos Goyeneche (ambos habían sido tildados de nazis en el Libro azul sobre la Argentina, de 1946, editado por el Departamento de Estado norteamericano), y el asesor presidencial Clemente Villada Achával, identificado con lo más rancio de la derecha ultramontana cordobesa. El anverso de la moneda fueron los nombramientos de los terratenientes Alberto Mercier —presidente de Confederaciones Rurales Argentinas—, como ministro de Agricultura, y Eduardo Busso, ex directivo de la Sociedad Rural, en la titularidad del Ministerio del Interior y Justicia. Ambos eran figuras gratas a los sectores políticos y militares liberales.
Pronto, la cuestión peronista se convirtió en el hilo conductor de los enfrentamientos que separaban a los lonardistas de sus adversarios. La raíz de la discordia apareció temprano: en su primer discurso radial, el 17 de septiembre, Lonardi anticipó que defendería los derechos de los “hermanos trabajadores”. Una semana más tarde, anunció ante una muchedumbre desde el mismo balcón de Plaza de Mayo que durante una década ocupó el general Perón que no habría “ni vencedores ni vencidos”. Desde su punto de vista, cabía la posibilidad de reeditar —sin Perón— la vieja alianza que en 1943 había encontrado a militares nacionalistas y dirigentes sindicales. Pues, al fin de cuentas, esa fórmula, que en el pasado habría permitido construir un movimiento nacional ajeno a las influencias izquierdistas que marcaron la posguerra europea, podría evitar ahora su propio aislamiento y el de quienes, como él, eran reacios a otorgar vuelo a los partidos políticos tradicionales. Para ello era necesario legitimar la revolución de septiembre ante los ojos de los trabajadores, por lo cual Lonardi enarboló una terminología fraterna para con los vencidos, que repugnaba los fibrosos sentimientos antiperonistas de la Marina, liderada por el contraalmirante y vicepresidente de la Nación Isaac Rojas.
Más influyente que nunca desde su participación en los sucesos de septiembre, Rojas impulsó la formación de una Junta Consultiva Nacional de partidos políticos —el Partido Comunista fue excluido a priori de la misma— a efectos de contrapesar el poder de los lonardistas. En el interior del país, se formaron juntas consultivas provinciales que ayudaron a los interventores federales a ejercer su flamante autoridad respetando los equilibrios interpartidarios, sobre todo, en lo referido a la distribución de puestos ministeriales y en la administración pública. En su significado político más profundo, la creación de estos organismos suponía un reconocimiento al arco político tradicional y reflejaba el reencuentro entre los partidos políticos y las Fuerzas Armadas, cuyas relaciones se habían deteriorado tras los golpes militares de 1930 y 1943.
Las tensiones en el gabinete nacional tuvieron como epicentro el Ministerio de Trabajo y Previsión, en el que su titular, el abogado laboralista Luis Cerruti Costa, se convirtió en una pieza clave de las relaciones entre el gobierno y la CGT. Su renuencia a intervenir la central obrera y, sobre todo, su anuncio de elecciones sindicales que probablemente confirmarían el predominio peronista disiparon las esperanzas de quienes esperaban una pronta restauración de la disciplina laboral, en un contexto en que los incipientes ensayos de resistencia obrera, espontáneos e inorgánicos, tornaban dudoso el rápido restablecimiento de la autoridad patronal en las fábricas.
El general Lonardi y los sindicatos
“Ha de quedar una gran mayoría del pueblo en condiciones de participar en la vida cívica sin inconveniente alguno, a pesar de la adhesión, muchas veces obligada, que algunos prestaron al régimen depuesto. Otros han alzado su voz para protestar contra la lenidad de la política del gobierno en relación con las organizaciones obreras. Mi opinión es más categórica aún. En ningún caso dividir a la clase obrera, para entregarla con defensas debilitadas a las fluctuaciones de nuestra economía y nuestra política. La libertad sindical no es la anarquía de las organizaciones obreras ni la supresión o la desnaturalización de los órganos de derecho públicos indispensables para la integración profesional. No es posible disfrutar tranquilos de la existencia aun para los más acomodados si el cimiento social está constituido por una clase laboriosa en que se ha hecho carne la sensación de la injusticia.”
Fuente:La Nación, 12 de noviembre de 1955.
Otro motivo de descontento residía en la creciente influencia que ejercía Clemente Villada Achával. A fines de octubre, Lonardi lo convirtió en “secretario de asesoramiento” con rango de ministro-secretario de Estado y, por consiguiente, con facultades para presentar proyectos de decreto-ley al presidente sin pasar por los ministerios correspondientes. Pocos días después, el intento de desdoblar el Ministerio del Interior y Justicia en dos carteras fue la gota que rebasó el vaso. Implicaba ceder el Ministerio del Interior al doctor De Pablo Pardo, figura proveniente de las filas nacionalistas. Los integrantes de la Junta Consultiva Nacional renunciaron en pleno. Fue el prefacio del fin. Presionado por un grupo de oficiales del Ejército que contaban, además, con el aval de la Marina, Lonardi debió renunciar el 13 de noviembre. Culminaban, así, sesenta días en los que el escenario político se había convertido en un verdadero laboratorio de ensayo, donde distintas fórmulas trabadas en competencia dejaban al desnudo los problemas centrales que afectarían al país durante dieciocho años.
La asunción del nuevo presidente, general Pedro Eugenio Aramburu —ex agregado militar en los Estados Unidos—, fue recibida con beneplácito por el conjunto del arco político. Radicales, conservadores, socialistas y demócratas cristianos coincidieron en el diagnóstico: se habían echado por tierra los intentos nacionalistas de torcer “desde adentro” el sentido democrático de la revolución de septiembre. Asimismo, la permanencia en la vicepresidencia de Isaac Rojas era percibida como un factor positivo para la transición política que se avecinaba. Ésta, empero, tenía como prerrequisito la reeducación colectiva de las masas peronistas. En otras palabras, requería la disolución de su identidad política y su reabsorción gradual por las sedicentes fuerzas democráticas. La viabilidad de esta tarea se alimentaba de una concepción del peronismo, concebido como mero fruto de un líder demagógico dotado de un eficaz aparato de propaganda.
Por cierto, la consecución de los objetivos mencionados suponía el despliegue de un conjunto de medidas que combinaban la persuasión con la represión. Desde la didáctica ilustración de hechos de corrupción y “traición a la patria” adjudicados al “tirano prófugo” por la Comisión Nacional de Investigaciones, hasta la imposición y el ejercicio de normas de exclusión. El presidente Aramburu intervino por decreto la CGT, disolvió el partido peronista, inhabilitó a sus integrantes para obtener empleos en la administración pública y proscribió de la representación gremial a quienes habían ocupado cargos sindicales a partir de 1952.
En junio de 1956, un grupo de militares retirados apoyados por civiles impulsó un levantamiento que fue encabezado por el general Juan José Valle. Intentaron ocupar, infructuosamente, la Escuela Superior de Mecánica de la Armada y se hicieron fuertes, por breve tiempo, en el Regimiento 7 de Infantería de La Plata. Asimismo, grupos civiles realizaron acciones aisladas como la toma de la radio LT2 de Rosario. El uso de la violencia política por los peronistas estaba en consonancia con las instrucciones emanadas de su líder desde el exilio. Su resultado, empero, fue trágico. El gobierno implantó la ley marcial y fusiló a seis de los militares sublevados, entre ellos al general Valle. Dieciocho civiles fueron ejecutados en Lanús y un grupo de obreros, al parecer no vinculados de modo directo con la sublevación, en un basurero de José León Suárez. Este último episodio —conocido como “Operación Masacre”— puso al desnudo una nueva dimensión que los argentinos creían haber abandonado en el siglo XIX: la pena de muerte por razones políticas.
El contexto descripto operó como un catalizador de las tensiones internas en la Unión Cívica Radical. En rigor, la lógica que presidía su conflicto endógeno hundía sus raíces en la década peronista. Desde 1951, sabattinistas y unionistas habían coincidido en promover —a contragusto de Frondizi— la abstención electoral como línea oficial del partido. La abstención distaba de ser concebida como un mero instrumento de resistencia pasiva, sino que formaba parte de una estrategia más amplia orientada a estimular el levantamiento armado, cívico-militar contra Perón. En 1954, ambas fracciones cuestionaron la legitimidad de la elección que permitió a Frondizi convertirse en presidente del Comité Nacional. Tras la caída de Perón, la presunta tibieza de Frondizi en la lucha antiperonista era ya una cuestión de las críticas dirigidas contra él. En octubre de 1955, Sabattini le reprochaba haber creído que las soluciones serían dadas por las urnas, por la “libreta de enrolamiento” y por “radioemisiones bajo licencia de la dictadura”, en alusión a su discurso radial autorizado por Perón en julio de ese año.
La reelección de Frondizi como presidente del Comité Nacional, en marzo de 1956, precipitó los acontecimientos. Éste propuso que la futura fórmula presidencial del radicalismo surgiera de una encuesta entre las figuras más representativas del Movimiento de Intransigencia y Renovación. Para enfrentar esta iniciativa, sendos congresos del radicalismo bonaerense y cordobés resolvieron propugnar una reforma de la carta orgánica partidaria para que los candidatos a presidente y vicepresidente de la República fuesen elegidos por el voto directo de los afiliados. De este modo, se consumaba una nueva alianza estratégica que confrontaba abiertamente con el sector frondizista.
Ciertamente, la naturaleza de cada procedimiento estaba en consonancia con los fines propuestos por cada sector para las elecciones del año siguiente. La encuesta daría ganador a Frondizi, el voto directo beneficiaría al distrito más poblado y, en consecuencia, al balbinismo bonaerense. La aprobación del método de la encuesta provocó la renuncia de Ricardo Balbín como integrante de la Junta Nacional del MIR y la consolidación de su alianza con el radicalismo sabattinista, que, sumado al aporte del unionismo metropolitano, sentó las bases materiales y políticas para la ruptura de la unidad órganica del partido.
Como era previsible, los resultados de la encuesta interna legitimaron la precandidatura de Frondizi. Cuando en noviembre se reunió en Tucumán la Convención Nacional que debía proclamar el binomio presidencial, estaba casi todo dicho. Con el apoyo de 119 delegados —el quórum era de 103— se aprobó la fórmula Frondizi-Gómez. La retirada de todas las delegaciones opositoras antes de consumarse la votación —85 convencionales— marcaba el epílogo de la unidad radical. Tras el verano, las siglas de UCRI (Unión Cívica Radical Intransigente) y UCRP (Unión Cívica Radical del Pueblo) bautizaron respectivamente a los frondizistas y sus adversarios.
El presidente Pedro Eugenio Aramburu preside la Convención Constituyente acompañado de Isaac Rojas, 2 de abril de 1957.
El primer test que permitió medir la correlación de fuerzas entre los dos partidos radicales tuvo lugar en julio de 1957, con motivo de la convocatoria a elecciones constituyentes. La iniciativa gubernamental estuvo inspirada en la necesidad de construir un diseño institucional que facilitase la erradicación del “virus” peronista, por ejemplo, a través de mecanismos electorales de representación proporcional capaces de potenciar la influencia de los partidos minoritarios y fragmentar la oferta de eventuales fuerzas filoperonistas. No en vano, en lugar de aplicarse la Ley Sáenz Peña, los comicios fueron realizados con el sistema D’Hont.
La convocatoria situó a la UCRI en una difícil disyuntiva. Si optaba por competir con la UCRP en la captación del voto radical fiel, debía ser condescendiente con los sentimientos antiperonistas de ese sector del electorado. Si se inclinaba por competir con el voto en blanco ordenado por el general Perón, debía, por el contrario, aproximarse a las expectativas de los votantes peronistas. Frondizi optó por la segunda de estas alternativas, empuñando con firmeza su rechazo a la Convención Constituyente. Acompañado por la influyente revista Qué, dirigida por Rogelio Frigerio —su tirada superaba los 150 mil ejemplares—, articuló su campaña en torno a la contraposición pueblo-oligarquía, aseguró que se pretendía imponer una Constitución con aroma a perfumería de moda y calle Santa Fe —en alusión a la coqueta avenida de la Capital Federal— y personalizó su prédica a través de discos que exaltaban su figura. Esta personalización de la campaña implicaba una apuesta que trascendía el tema constitucional para entroncar directamente con el de su candidatura presidencial.
La convención nacional partidaria de la UCRP resolvió —merced a la alianza de balbinistas y unionistas— concurrir a las elecciones e impulsar un programa de 21 puntos de reformas, entre los que se incluían los derechos sociales, la reforma agraria y la enajenabilidad del petróleo argentino.
Ambas fracciones mantenían aceitados lazos con el gobierno nacional. Cabe recordar que su ministro del Interior, Carlos Alconada Aramburu, provenía del balbinismo, y que su embajador en los Estados Unidos era Mauricio Yadarola, dirigente histórico del unionismo. Los sabattinistas, en cambio —quienes no habían ahorrado críticas a las políticas económicas oficiales, a las que calificaban de pro oligárquicas y pro imperialistas—, rechazaron la iniciativa gubernamental. Al igual que los frondizistas, consideraban que el gobierno de facto carecía de facultades legítimas para promover una reforma constitucional.
En sentido opuesto del fragmentado arco político antiperonista, el 24% de los electores votó en blanco. En virtud del sistema proporcional adoptado para los comicios, la representación de la UCRI fue ligeramente superior a la de la UCRP (77 frente a 75 convencionales), a pesar de haber obtenido un número menor de votos. Por el mismo motivo, los partidos menores —como demócratas nacionales, demócratas cristianos o socialistas— se vieron sobrerrepresentados con 53 bancas. Cuando el 30 de agosto se iniciaron las deliberaciones, la bancada de la UCRI se retiró tras escuchar un fogoso discurso de Oscar Alende. Unas semanas después, ya consensuadas la anulación de la Constitución de 1949 y la introducción de un artículo que ampliaba los derechos sociales, los convencionales sabattinistas abandonaron la convención. Finalmente, el retiro de la representación conservadora —cuando estaban por tratarse las propuestas económicas y educativas de la UCRP— privó de quórum al cuerpo. El fracaso de la Convención Constituyente de 1957 reveló tanto la incapacidad de los partidos para ponerse de acuerdo en torno a las reglas que debían imperar en el período posperonista, como su impotencia para disolver la identidad peronista reflejada en el voto en blanco.
El 4 de febrero de 1958, el general Perón anunció en una conferencia de prensa realizada en la ciudad de Santo Domingo, donde se hallaba exiliado, su respaldo a la candidatura presidencial de Frondizi. El acuerdo entre ambos dirigentes fue el punto final de una serie de conversaciones que involucraron al director de la revista Qué, Rogelio Frigerio, y al delegado personal de Perón, John W. Cooke. En virtud de este acuerdo, Frondizi se comprometía a poner en práctica una amplia amnistía, reconocer legalmente al justicialismo y eliminar las trabas a la consolidación de la CGT. ¿Las promesas de Frondizi eran suficiente garantía para Perón? Seguramente no, dado que era fácil prever que el levantamiento de la proscripción afectaría la estabilidad del gobierno electo. Por eso, es posible suponer que, independientemente del cumplimiento de las promesas, Perón perseguía otros dos objetivos. En primer lugar, después del pacto ya no cabía hablar de la desaparición del peronismo. Este acuerdo lo relegitimó como actor político independiente en la escena nacional. En segundo lugar, el pacto permitió a Perón reafirmar su posición de predominio en el interior del justicialismo. Así, echó por tierra las expectativas de quienes aspiraban a sucederlo, como el gobernador de Catamarca Vicente Leónidas Saadi, jefe del Partido Populista, o el antiguo abogado de los ferroviarios, Atilio Bramuglia, líder del partido Unión Popular. Si para los neoperonistas la decisión era vivida como su propia bancarrota, tampoco era fácil para los combativos militantes de la resistencia peronista. Empero, la decisión del “ausente” se impuso. Pronto, las calles de Buenos Aires, Córdoba, Rosario y otras ciudades aparecieron pintadas con la leyenda: “La orden es: Frondizi el 23”, en alusión a la fecha de los comicios. La mesa coordinadora nacional y los secretarios generales de las 62 Organizaciones llegaron a sostener en un llamativo documento que “negar a los trabajadores el derecho a votar positivamente es retrotraerlos a la acción directa, etapa netamente superada por la organización obrera”.
El general Aramburu (en el centro) reunido, desde la izquierda, con Arturo Frondizi, Laureano Landaburu, Teodoro Hartung, general Arturo Ossorio Arana, Ricardo Balbín y Julio C. Krause.
La retórica de Frondizi era catch all —amplia e inclusiva—: destacaba el papel de los obreros y empresarios en la modernización del capitalismo argentino, suponía una tímida actitud benevolente con respecto a la Iglesia Católica y auguraba el fin de las discriminaciones ideológicas contra la izquierda. En apariencia estaba destinado, como rezaba su propaganda, a “veinte millones de argentinos”. Fue eficaz: apoyado por nacionalistas y comunistas, por ateos de izquierda y católicos fervientes, el 23 de febrero su triunfo fue arrasador. Superó por más de un millón y medio de votos a su principal competidor, Ricardo Balbín. Asimismo, su partido ganó todas las gobernaciones de provincias, obteniendo una amplia mayoría en ambas cámaras del Parlamento.
Cuando asumió la presidencia, en mayo de 1958, tenía 49 años. De aspecto profesoral, rostro enjuto y maneras delicadas, su figura fue comparada con la de un parlamentario británico. Para Arturo Jauretche, era la primera vez que un intelectual recibía el apoyo del pueblo. Para la cultura de izquierda era, al decir de David Viñas, la síntesis esperada, libros y realidad. Su acción se inspiraba en un clima de época: los dos grandes proyectos desarrollistas de América del Sur, el suyo y el del presidente brasileño Kubitschek (1956-1961), eran respuestas que se vinculaban al agotamiento de las experiencias populistas sustentadas en el Estado, el mercado interno y las economías cerradas, que la Segunda Guerra Mundial había contribuido a sostener. En el nuevo contexto internacional, marcado por el patrón dólar y la liberalización económica —en 1956 la Argentina había adherido al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial—, la “teoría histórica de la transición al desarrollo”, como orgullosamente la denominaban los frondicistas, suponía la necesidad de conciliar políticas de expansión industrial a través de una capitalización originada en recursos externos con la vigencia de prácticas electorales e instituciones típicas de la democracia representativa. Si por una parte esta fórmula implicaba reconocer la importancia de los capitales extranjeros para desarrollar el país, por la otra suponía también la necesidad de una sociedad integrada en la que el proletariado y sus sindicatos tuvieran su lugar al sol.
Rogelio Frigerio y Arturo Frondizi.
Sus primeros cuatro meses de gobierno estuvieron marcados por una fiebre de iniciativas. Hizo aprobar en el Congreso Nacional una ley de amnistía y derogación de las inhabilitaciones gremiales, anuló el decreto que prohibía el uso de símbolos peronistas y concedió un aumento salarial del 60%. Asimismo, la ley 14.455, de asociaciones profesionales, confirmó el poderío de la CGT y el predominio peronista en los sindicatos, al estipular la negociación laboral por industria y la ausencia de minorías en la representación gremial. Como en 1945, autorizaba su control de las obras sociales. Ciertamente, estas medidas estimularon la benevolencia inicial del Consejo Coordinador y Supervisor del peronismo —organismo avalado por el líder exiliado— y de numerosos dirigentes sindicales. Para la UCRP, para los políticos de la derecha liberal antiperonista y para las Fuerzas Armadas, en cambio, se completaba el círculo que se había iniciado con el pacto: Frondizi había roto el “hilo conductor” de la Revolución Libertadora.
Afiche callejero sobre el debate de la enseñanza “Laica o Libre”, 1958.
El guiño hacia el movimiento obrero peronista fue acompañado de otro dirigido a la Iglesia Católica. Frondizi y su ministro de Educación, Luis Mac Kay, remitieron al Congreso un proyecto para legitimar y reglamentar el funcionamiento de universidades privadas. Situada a contraviento de la tradición laica de la Reforma Universitaria de 1918, la iniciativa indignó a amplios sectores de la cultura y el movimiento estudiantil. Risieri Frondizi, hermano del presidente y, a la sazón, rector de la Universidad de Buenos Aires, y académicos relevantes como el historiador José Luis Romero no titubearon en ponerse a la cabeza de los multitudinarios actos públicos impulsados por la FUA (Federación Universitaria Argentina). Las consignas delataban el clima ideológico y político en que se inscribía el conflicto. Si “Los curas a los templos, la escuela con Sarmiento” reivindicaba la tradición liberal decimonónica, “A la lata, al latero, que manden a los curas a los pozos petroleros” aludía a la lucha de los obreros petroleros de Mendoza que protestaban contra los contratos proyectados por Frondizi. Los sectores católicos, también movilizados, replicaban: “Laica es Laika” en referencia a la perra que la Unión Soviética había enviado en un vuelo espacial. La aprobación parlamentaria del proyecto gubernamental tuvo para Frondizi un costo político: liquidó a las agrupaciones estudiantiles del frondizismo universitario.
La política de atracción hacia los “factores de poder” se combinaba con la necesidad de seducir a los inversores extranjeros. En este aspecto fue central la “batalla del petróleo”, pomposo nombre con el que se dio a conocer la iniciativa presidencial destinada a permitir al capital extranjero la exploración y explotación de las reservas petrolíferas. Tras el explícito objetivo de alcanzar el autoabastecimiento en materia energética —el petróleo y sus derivados constituían el 21% del total de las importaciones argentinas—, se firmaron una serie de contratos, algunos por licitación pública y otros por negociación directa, que el comité nacional de la UCRP se apresuró en desconocer. Del mismo modo, las leyes de radicación de capitales extranjeros y de promoción industrial fueron juzgadas como excesivamente favorables a los inversores: incluían tratos preferenciales en materia impositiva, repatriación de capitales y ganancias. La justificación teórica esgrimida por sus promotores distinguía el “nacionalismo de los fines” del “nacionalismo de los medios”. Desde esta óptica, el objetivo del autoabastecimiento percibido como condición para el desarrollo de una nación industrial moderna primaba sobre los métodos utilizados para alcanzarlo. Para sus adversarios, en cambio, Frondizi sumaba un ítem más a su presunta lista de traiciones: al espíritu del ’55, a la Reforma Universitaria, a la soberanía nacional...
El primer semestre de 1959 puso punto final a las expectativas de aquellos sectores que —desde el interior de la UCRI o el peronismo— se habían inclinado por fórmulas de reconciliación política e integración social. En enero, la implementación de un duro plan de estabilización económica y austeridad fue seguida de las renuncias a sus cargos de las figuras que representaban la posibilidad de contemporizar con el peronismo y el movimiento obrero: Rogelio Frigerio (asesor presidencial) y David Blejer (ministro de Trabajo). La pronta incorporación de Álvaro Alsogaray —por entonces dirigente del minúsculo Partido Cívico Independiente— al gabinete nacional, quien llegó a ejercer simultáneamente las carteras de Economía y Trabajo, no fue sino la contrapartida de la creciente dureza que el gobierno nacional comenzó a exhibir en sus relaciones con el peronismo. Con motivo de la renovación parcial de las legislaturas provinciales, el PJ fue excluido de la arena electoral, aun en aquellas provincias —como Mendoza, San Luis o Corrientes— en las que se le había reconocido personería jurídica. El 29 de mayo, el allanamiento efectuado por la Policía Federal en la sede del Consejo Coordinador partidario —en el preciso momento en que se disponía a celebrar una conferencia de prensa— fue el detonante de la ruptura final. El 11 de junio, Perón denunció que Frondizi había traicionado el pacto preelectoral.
El plan de estabilización adoptado por el gobierno nacional —reducción del gasto público, liberación de precios, limitación de los aumentos salariales— profundizó en lo inmediato la brecha recesiva. En este marco, la protesta sindical se desarrolló en condiciones desfavorables. Al temor al desempleo se sumó la militarización de los conflictos, cuya imagen más dramática fue dibujada por las tropas y tanques del Ejército que, en enero de 1959, pusieron fin a la ocupación obrera del frigorífico Lisandro de la Torre. El recrudecimiento de las huelgas y el sabotaje como instrumento de resistencia obrera tuvieron como contrapartida una participación cada vez más franca de las Fuerzas Armadas en la represión. Las huelgas fueron declaradas ilegales y el Partido Comunista fue proscripto. El plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) permitió al gobierno de Frondizi encarcelar a millares de personas, acusadas de ser izquierdistas o pertenecer a la resistencia peronista. Cabe aclarar, empero, que Frondizi no fue el inventor del plan CONINTES. Éste se instrumentó a partir de la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra (ley 13.234), que el 12 de agosto de 1948 la Cámara de Diputados de la Nación aprobó en alrededor de cinco minutos, sin despacho de comisión ni debate previo. Esta norma otorgaba facultades judiciales al Poder Ejecutivo Nacional y permitía la participación de las Fuerzas Armadas en la represión interna. Había sido aplicada por primera vez en 1951, a raíz de la huelga de los obreros ferroviarios.
Si en sus orígenes la instalación de la idea de “guerra” en las FF.AA. parecía reducirse a un eco del conflicto Este-Oeste (“Guerra Fría”), tras la caída de Perón fue marcada por la impronta específica de la coyuntura histórica argentina: la lucha contra el “tirano prófugo” y sus seguidores fue homologada a la lucha contra el comunismo. El libro que el coronel Osiris Villegas comenzó a escribir en 1959 —Guerra revolucionaria comunista, publicado luego por la Biblioteca del Círculo Militar Argentino— ilustraba este modo de concebir la realidad argentina: su lista de enemigos incluía bibliotecas barriales, cooperativas, grupos de teatro y revistas literarias.
Esta visión bélica de la política alimentó, durante el período de Frondizi, una fórmula reiterativa y sistemática de presión militar: el “planteo”. Esta modalidad de intervencionismo militar limitó la autonomía de Frondizi para elegir a sus propios funcionarios, particularmente, en el área de la Secretaría de Guerra. Es necesario aclarar que, por entonces, el gabinete nacional contaba con tres secretarios militares —uno por cada arma— que tenían rango ministerial y, por consiguiente, participaban de sus reuniones en calidad de secretarios de Estado.
El precio de la politización militar —hubo 32 “planteos” entre 1958 y 1962— fue su propio fraccionamiento. Por una parte, se comenzó a percibir que las carreras profesionales de los militares dependían crecientemente de los vaivenes políticos que involucraban a sus cúpulas. Por otra parte, se hizo evidente la contraposición entre dos grandes líneas de opinión internas. Una, conocida pronto como “legalista”, consideraba que las presiones militares eran legítimas pero debían tener un límite, a saber, el del mantenimiento de la legalidad constitucional y el gobierno electo. La otra, acentuadamente antiintegracionista, era proclive a socavar la estabilidad del gobierno y para ello no renunciaba a las confluencias con los sectores civiles que se distinguían por su furioso antiperonismo.
El ejército contra la “antipatria”
“El 16 de junio de 1959 —unos días después de las declaraciones de Perón que denunciaban la traición de Frondizi y en coincidencia con el cuarto aniversario del bombardeo a Plaza de Mayo— la Guarnición Militar Córdoba exigió a través de un radiograma enviado al Estado Mayor del Ejército la investigación del pacto preelectoral Perón-Frondizi y la remoción del subsecretario de Guerra, coronel Reimúndez, sospechado por sus presuntos contactos con dirigentes sindicales peronistas. El general Arturo Ossorio Arana, figura mítica de la revolución de septiembre, sostuvo en la proclama que estaba en marcha una conspiración promovida por peronistas y comunistas, ‘dos facciones de infames traidores a la patria’. Asimismo, acusaba al presidente de la Nación por ‘el entronizamiento de la mentira como instrumento de gobierno, los pactos inconfesables (...) los reiterados intentos por desorganizar a las Fuerzas Armadas, el agio y la corrupción generalizados’. Exigía también el alejamiento de todos los funcionarios de inclinación ‘marxista, comunista o peronista’.”
Fuente: Diario Córdoba, 23 de junio de 1959.
El significado político de los planteos militares suponía también una seria advertencia para los gobiernos provinciales que continuaban empeñados en políticas integracionistas, especialmente, los de Oscar Alende en Buenos Aires, Celestino Gelsi en Tucumán y Arturo Zanichelli en Córdoba. En febrero de 1960 un brutal atentado terrorista que provocó 9 muertos y más de 20 heridos —se volaron los depósitos de nafta que Shell-Mex tenía en Córdoba— sirvió como detonante. Basándose en un documento de sus servicios de inteligencia conocido como Informe CONINTES, el Ejército acusó a Zanichelli de organizar y armar a las bandas terroristas. Como corolario, la provincia fue intervenida en sus tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
El episodio no sólo reafirmaba la injerencia militar en áreas de competencia civil. También ponía al desnudo las características de la UCRI. Una parte sustancial de sus cuadros directivos estaba integrada a la gestión gubernamental. En la Convención Nacional de Chascomús, celebrada en diciembre de 1960, el 60% de sus 208 delegados cumplía funciones electivas en los niveles provinciales y municipales. La débil autonomía del partido con respecto al gobierno tendió a convertirlo en un partido de funcionarios. Carente de un sólido aparato burocrático y colonizado en su interior por integrantes del gobierno, su acción tuvo un sesgo instrumental: era el partido del presidente de la República.
En 1961, la aparente consolidación del legalismo militar —expresado en la figura del general Rosendo Fraga como secretario de Guerra— y el buen desempeño de la UCRI en comicios legislativos o municipales realizados en Santa Fe, Catamarca, Misiones y San Luis se conjugaron para alimentar las expectativas de Frondizi acerca de la continuidad de su gestión en un escenario menos turbulento. En ese contexto favorable, Frondizi se animó a exhibir gestos de independencia. Se entrevistó con Ernesto “Che” Guevara, quien había arribado a Montevideo para representar a Cuba en una conferencia convocada por la OEA, y poco después decidió la abstención de la Argentina en la reunión de cancilleres que en Punta del Este resolvió excluir a Cuba de ese organismo. La reacción de la derecha civil y militar fue virulenta. Aún estaba fresca su amargura por la reciente victoria de Alfredo Palacios en los comicios para senador en Capital Federal, quien representaba a una coalición del Partido Socialista Argentino y el Partido Comunista, cuya campaña había estado marcada por las consignas a favor de la Cuba socialista. Finalmente, Frondizi fue obligado a romper relaciones con Cuba.
Tía Vicenta, 1º de septiembre de 1961.
La prueba de fuego tuvo lugar en marzo de 1962. Con motivo de los comicios para elegir gobernadores y renovar parcialmente las legislaturas, el peronismo fue autorizado por el gobierno a participar en las elecciones. Reunido el Consejo Coordinador y Supervisor del peronismo, presidido por el ingeniero Iturbe, con los dirigentes de Unión Popular, el Partido Laborista, el Partido Populista y otros grupos neoperonistas, se acordó la creación del Frente Justicialista, con listas comunes y únicas. El sindicalismo —y particularmente la Unión Obrera Metalúrgica capitaneada por Augusto Timoteo Vandor— desempeñó un papel central en la campaña electoral. Los resultados electorales evidenciaron su eficacia. Con las excepciones de Córdoba, donde resultó elegido gobernador Arturo Illia; Mendoza, donde venció el Partido Demócrata, y Capital Federal, donde ganó la UCRI, el peronismo impuso su predominio en la mayor parte del país, incluso en la estratégica provincia de Buenos Aires, donde su candidato a gobernador era el dirigente textil Andrés Framini. Presionado por los militares, Frondizi fue obligado a disponer la intervención federal a las provincias en las que ganó el peronismo. El 29 de marzo fue arrestado y recluido en la isla Martín García. UN
La asunción del presidente del Senado, José María Guido, como presidente de la Nación otorgó un marco legalmente decoroso a la caída de Frondizi. Enrolado en la UCRI, su margen de autonomía fue extremadamente reducido. Complaciente con los promotores del levantamiento militar, anuló las elecciones de marzo y dispuso el envío de interventores federales a las provincias. Una segunda nota distintiva de su interregno fue la renovada influencia de la Argentina tradicional, en términos genéricos, liberal en lo económico, conservadora en lo político y reaccionaria en lo cultural. Pese a la inestabilidad que acosó a sus ministros y secretarios, éste fue un rasgo de continuidad. Así, en la Secretaría de Agricultura se sucedieron ganaderos y terratenientes como César Urien y José Alfredo Martínez de Hoz. En el Ministerio de Economía las medidas adoptadas por Álvaro Alsogaray golpearon con dureza al sector industrial. En la administración estatal, parte de los sueldos comenzó a ser percibida en bonos, al igual que las jubilaciones. Como broche de oro, casi al final de su mandato Guido nombró a Martínez de Hoz como ministro de Economía.
La lógica que inspiraba los nombramientos en el área económica también se manifestó en otros espacios de poder como el Ministerio de Educación, en manos del ultraderechista José Mariano Astigueta; el Ministerio del Interior, donde brillaron durante su corta pero febril actividad Rodolfo Martínez y su asesor Mariano Grondona, ambos vinculados a la derecha católica, o las intervenciones federales a las provincias, donde se designaron a miembros de familias tradicionales como Carlos Ramos Mejía en Río Negro y Enrique Nores Martínez en Córdoba.
En el invierno de 1962, varios hechos se conjugaron para acentuar la incertidumbre. Un nuevo estatuto de los partidos políticos declaraba a éstos en estado de asamblea y les prohibía cualquier alusión a la “lucha de clases”. Se prohibió toda propaganda peronista y la represión cobró una nueva víctima: el joven de 22 años Felipe Vallese, delegado de la Unión Obrera Metalúrgica, torturado y asesinado por la policía de la provincia de Buenos Aires. Asimismo, el Ministerio de Trabajo anunciaba que la CGT carecía de existencia legal en virtud de no haber renovado sus autoridades de acuerdo con los estatutos.
En otros ámbitos también cundía la desazón. La impunidad fue el común denominador de los múltiples atentados contra la comunidad judía, provocados por grupos de extrema derecha como Tacuara y la Guardia Restauradora Nacionalista. Su expresión más impactante en la opinión pública fue el rapto de la estudiante Graciela Sirota, a quien le tatuaron una esvástica en uno de los senos. El jefe de la Policía Federal, capitán de navío (RE) Horacio Green, negó primero la veracidad del hecho y luego condenó las protestas de las instituciones judías por provocar alteraciones del orden público.
En este clima enrarecido, el general Federico Toranzo Montero, comandante del IV Cuerpo de Ejército (Salta), rechazó la designación del general Eduardo Señorans como secretario de Guerra. Su planteo se sustentaba en un argumento que daba cuenta de la creciente autonomía militar: la necesidad de realizar una reunión de generales para que de ella surgiera el nombre del secretario de Guerra. Guido ahora, como Frondizi antes, se inclinó por este requerimiento. Señorans presentó su renuncia y su sucesor, general Cornejo Saravia, fue un mes más tarde la figura central de los festejos que celebraban un nuevo aniversario de la Revolución Libertadora.
Era sólo el prólogo. El 19 de septiembre, el general Onganía exigió desde la Escuela de Logística de Campo de Mayo la destitución de los militares antiintegracionistas Lorio (comandante en jefe del Ejército) y Labayru (jefe de Estado Mayor). Su actitud era respaldada por el comandante de la guarnición de Campo de Mayo, general Julio Alsogaray. Las primeras declaraciones de los rebeldes señalaban su intención de evitar una dictadura militar y manifestaban su compromiso con la realización de elecciones democráticas. Largo eco en el tiempo tuvo el comunicado Nº 150, redactado por el periodista Mariano Grondona y el coronel Aguirre, en el que se afirmaba que las Fuerzas Armadas no debían gobernar sino, por el contrario, estar sometidas al poder civil.
Los comunicados rebeldes identificaban, como en los juegos de guerra, a las fuerzas propias como azules y a las enemigas como coloradas. A partir de entonces, los militares “legalistas” fueron identificados con el primer color y los que priorizaban la lucha antiperonista al mantenimiento de la legalidad constitucional con el segundo. Los azules contaban con el firme apoyo de los oficiales de Caballería, los tanques de Magdalena, la 4ª División de Curuzú Cuatiá y la base aérea de Morón. La mayor parte de la Infantería, en cambio, estaba con los colorados. Los integrantes de la Escuela de Tropas Aerotrans-portadas —única unidad de paracaidistas que tenían las Fuerzas Armadas— intentaron infructuosamente saltar sobre Campo de Mayo y lograr la rendición del general Onganía. Favorecidos por la no intervención resuelta por la Marina, tras cuatro días de pequeños combates y hostigamientos mutuos, los azules lograron imponerse. Con el beneplácito de Guido, el general Onganía fue nombrado comandante en jefe del Ejército.
El fracaso de los militares más virulentamente antiperonistas dio lugar a una reorganización ministerial que permitió el retorno de Rodolfo Martínez a la titularidad del Ministerio del Interior. Éste puso en marcha un esquema de integración subordinada del peronismo en un frente con participación de frondizistas, demócratas cristianos, nacionalistas, conservadores e, incluso, radicales del pueblo. Desde su óptica, se trataba de una operación a dos puntas: reconocer al peronismo como parte de la realidad política nacional y ofrecer garantías de que éste no tendría en sus manos el control del gobierno siguiente. Creía también que, a partir de ese entendimiento, el general Onganía podía ser el candidato “ideal” a presidente de la República. Martínez se entrevistó con los dirigentes peronistas Iturbe y Vandor, acordando con ellos la posibilidad de canalizar los votos peronistas al frente a través de la estructura de la Unión Popular (UP), el partido originariamente fundado por Atilio Bramuglia. En marzo de 1963, pese a las reticencias de la Marina, la legalización de la UP pareció hacer viable la opción Martínez.
El radicalismo no permaneció impasible. Su comité nacional se solidarizó implícitamente con los militares derrotados y exigió que no hubiera represión en el ámbito castrense. Asimismo, las comisiones “Arturo Illia presidente — Por la Civilidad y la Democracia Argentina” comenzaron a multiplicarse, al igual que las comisiones de estudio sobre distintos temas como educación, salud, asuntos agrarios, etc. En rigor, su campaña comenzó temprano. El punto de partida fue un monumental homenaje —realizado en junio de 1962 en Cruz del Eje— al que asistieron cinco mil comensales. El lema del cartel central era por demás elocuente: “Illia, el pueblo te proclama”. Había motivos para ello, en los frustrados comicios de marzo Illia había sido elegido gobernador de Córdoba, en rigor el único lugar del país donde la UCRP ganó las elecciones.
Soldados rebeldes apostados en la calle Humberto I mientras los tanques avanzan hacia la Plaza Constitución durante los sucesos de Azules y Colorados, septiembre de 1962.
En el verano de 1963, empero, los preparativos golpistas estaban en plena marcha. El ex vicepresidente Isaac Rojas llamó a iniciar un movimiento de recuperación de la República y comparó el intento de involucrar a peronistas “decentes” al proceso político con el antiguo pacto Perón-Frondizi. Numerosos dirigentes radicales, conservadores y socialistas se sumaron a la campaña desestabilizadora del gobierno nacional, aunque no siempre contando con el respaldo orgánico de sus comités nacionales. En marzo, cuando Zavala Ortiz denunció —a través de una carta publicada en el diario La Nación— que el ministro del Interior, Martínez, le propuso la candidatura de vicepresidente acompañando al general Onganía, los aprestos golpistas se aceleraron. Cinco oficiales retirados —entre ellos el anciano general Menéndez y el almirante Rial— firmaron un acta que acordaba la creación de una junta militar de gobierno, la ley marcial, la persecución de los grupos totalitarios, la intervención de las universidades y la declaración de estado de asamblea en todos los partidos políticos. En concordancia con sus propósitos, el 2 de abril se levantaron en armas la Escuela Superior de Mecánica de la Armada y las bases navales de Mar del Plata, Río Santiago y Puerto Belgrano. En el Ejército, los rebeldes se hicieron fuertes en numerosas unidades del interior del país, desde la Artillería de Montaña en Jujuy hasta el Batallón de Ingeniería Motorizada de Río Gallegos. En Córdoba, la iniciativa de la Escuela de Tropas Aerotransportadas fue acompañada por la acción de comandos civiles, que ocuparon todas las radios de la ciudad, el correo, la municipalidad y la estación terminal de ómnibus. Sin embargo, los oficiales azules de Campo de Mayo lograron imponerse nuevamente con un saldo de 24 muertos y casi 100 heridos.
El general Osiris Villegas inaugura el Museo de la Casa de Gobierno, 11-10-1963.
Como tantas otras veces en la historia, el fracaso militar no operó en desmedro de la eficacia política del levantamiento. El 10 de abril, un nuevo decreto —Nº 2.713— amplió la proscripción del peronismo, extendiéndola a quienes lo elogiasen o accedieran a entrevistas con él. El general Enrique Rauch y su sucesor en el Ministerio del Interior, Osiris Villegas, profundizaron una campaña de acoso a intelectuales y artistas progresistas: la detención de Ernesto Sabato es ilustrativa al respecto.
Finalmente, los decretos-ley 4.046 y 4.784 excluyeron a la Unión Popular y sus eventuales aliados en coaliciones electorales del acceso a cargos ejecutivos tanto a nivel nacional como provincial; se les permitía, en cambio, presentarse a las candidaturas legislativas. Estas medidas pusieron punto final a las posibilidades del binomio presidencial que tenía el visto bueno de Perón, integrado por el conservador popular Vicente Solano Lima y el frondizista de Santa Fe, Carlos Sylvestre Begnis.
En las circunstancias descriptas, el Partido Demócrata Cristiano, que el 1º de mayo había proclamado como candidatos al Ejecutivo nacional a Horacio Sueldo y Francisco Cerro, trocó su fórmula por la de Matera presidente, Sueldo vicepresidente. Inmediatamente, el nuevo binomio fue vetado por el gobierno. Estas resoluciones proscriptivas ordenadas por un gobierno controlado por los militares “azules” eran la negación de sus comunicados Nº 150 y 200 de septiembre de 1962, que habían prometido restaurar la legalidad democrática. Sus promesas de primavera se desvanecieron antes de comenzar el invierno. El Partido Justicialista y el sindicalismo peronista respondieron, una vez más, con el voto en blanco.
En 1963 se empleó por primera vez en la historia electoral argentina el sistema de representación proporcional en los comicios presidenciales. Arturo Illia obtuvo cerca del 25% de los sufragios, Oscar Alende (UCRI) superó el 16%, el ex presidente Aramburu —impulsado por UDELPA (Unión del Pueblo Argentino), un partido derechista de reciente creación— alcanzó el 7% de los votos. Se registró, asimismo, un 19% de votos en blanco. Si bien eran algunos puntos menos con respecto a las constituyentes de 1957 (24%) y a las legislativas de 1960 (25%), representaban un porcentaje lo suficientemente relevante como para recordar el carácter irresoluto de la cuestión peronista. En este marco, dado que la elección del binomio presidencial era indirecta, la UCRP debió lograr el respaldo de la democracia cristiana, el Partido Socialista Democrático y la Federación de Partidos de Centro para consagrar su fórmula en el Colegio Electoral.
El nuevo presidente, de 63 años, originario del tronco sabattinista del partido, pertenecía a la generación de antiguos militantes radicales que se había fogueado en las luchas contra el conservadurismo en la década del 30 y el peronismo después. Habiéndose iniciado como médico de los obreros ferroviarios en Cruz del Eje, recorrió gradualmente todos los escalones de la carrera partidaria. Fue senador provincial, vicegobernador de Córdoba (1940-1943), diputado nacional en la época peronista y gobernador electo en marzo de 1962.
Consecuente con la tradición yrigoyenista reacia a las políticas de alianzas, la presencia de extrapartidarios en su gobierno se redujo a puestos secundarios o cargos diplomáticos. Como contrapartida, su primer gabinete no fue sino el retrato del compromiso interno partidario. Si se incluye al presidente, se puede hablar de una división tripartita: tres ministros balbinistas, otros tres unionistas y dos sabattinistas. La misma lógica de compromiso y equilibrio partidario que inspiró los nombramientos en el gabinete se extendió a todos los niveles. Estos datos, lejos de ser anecdóticos, reflejaban un modo de hacer política donde la matriz partidaria, en contraste con el gobierno de Frondizi, era central. En un doble sentido: gobierno de partido y no de técnicos, y gobierno de un solo partido. Pero ¿hasta dónde podía ser eficaz la vieja renuencia yrigoyenista a establecer alianzas en un momento que la representación proporcional había hecho posible la presencia de una docena de partidos en el Parlamento? En este punto cabe recordar que la UCRP no contaba con mayoría ni quórum propio en la Cámara de Diputados y que muchas de las gobernaciones provinciales estaban en manos de sus adversarios.
De acuerdo con lo postulado en su plataforma electoral, el gobierno anuló por decreto los contratos petroleros firmados por el gobierno de Frondizi con empresas extranjeras. Pese a las presiones ejercidas por el embajador norteamericano, Mc Linton, y el delegado del presidente Kennedy, Averel Harriman, el presidente se mantuvo firme en su postura. Tampoco persuadieron a Illia los argumentos frondizistas que destacaban los grandes avances realizados desde el punto de vista del autoabastecimiento petrolero (cercano a un 95%). Su negativa a ceder se fundaba en motivos ideológicos —defensa de la soberanía nacional—, político-partidarios —cumplir lo prometido en la campaña electoral— y de orden pragmático —al darse por supuesta la viabilidad de un relanzamiento de YPF en colaboración con el ENI (Ente Nazionale Idrocarburi) de Italia—.
Al desagrado generado por la iniciativa gubernamental en los inversionistas extranjeros, se sumó pronto el de los empresarios nucleados en la Unión Industrial Argentina, quienes criticaron el “intervencionismo estatal”, empeñado en poner límites al aumento del precio de los productos de la canasta familiar. En rigor, en la política económica y social del gobierno se combinaban criterios keynesianos de intervencionismo estatal, la influencia de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), favorable a una nueva inserción de la periferia en la división internacional del trabajo, y los viejos postulados reformistas —centrados en la distribución y el mercado interno— que los radicales intransigentes habían hecho suyos desde la década del 40. En el verano de 1964, el gobierno dio una nueva señal en esa dirección. Envió al Parlamento un proyecto de ley que congelaba el precio de los medicamentos, a los que describía como “bienes sociales”. La ira de los grandes laboratorios no tardó en hacerse sentir, y al inicial desagrado norteamericano por el tema petrolero se sumó el enojo de Suiza, que al año siguiente puso obstáculos al refinanciamiento de la deuda externa argentina desde el Club de París.
En el ámbito militar, el gobierno obró con prudencia. Mantuvo al general Onganía como comandante en jefe del Ejército. Los integrantes de la Corte Suprema de Justicia permanecieron en sus cargos. Del mismo modo, la Iglesia Católica pudo respirar tranquila. Un dato es ilustrativo: pese a la indignación de los socialistas y de sectores de la prensa liberal, se eximió a los obispos y arzobispos del juramento de acatamiento a la Constitución Nacional al asumir el gobierno de las diócesis y arquidiócesis, obligación que databa del año 1879.
A principios de 1964, la detección de un incipiente grupo guerrillero en Salta puso a prueba el apego de Illia al esquema republicano de gobierno. Los integrantes del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) fueron reprimidos sin apelar al Ejército y juzgados de acuerdo con las normas del Código Penal. En rigor, no era esa minúscula juvenilia armada —que años más tarde José Aricó comparó con ironía a la cinematográfica “Armada Brancaleone”— sino la cuestión sindical el eslabón débil de la política gubernamental. La aprobación del “salario mínimo, vital y móvil” y de una Ley de Abastecimiento —de dudosa efectividad— distó de contentar a la CGT. Es que el gobierno quería modificar la Ley de Asociaciones Profesionales para romper el monolitismo peronista en los sindicatos.
La respuesta de éstos fue un duro plan de lucha que incluyó ocupaciones de fábricas y, en muchos casos, retención de sus directivos. Millones de trabajadores participaron en las protestas y se ocuparon más de once mil establecimientos industriales. Mientras algunos políticos como Oscar Alende y dirigentes demócratas cristianos expresaban su respaldo al plan de lucha, los sectores empresarios exigían que se respetaran el derecho de propiedad y la libertad de trabajo. Para ellos, la renuencia del gobierno a declarar el estado de sitio era una muestra de su pasividad. Por razones inversas, esta misma crítica era esgrimida por los dirigentes sindicales, quienes en el llamado “Operativo Tortugas” abandonaron cien quelonios frente a la Casa Rosada. La condena a la lentitud gubernamental, en la que todos parecían coincidir, tenía un significado más profundo. Era sinónimo de ineficacia para modernizar la Argentina. La eficacia —escribía Mariano Grondona en la revista Primera Plana— es el nuevo dios de la política contemporánea, y en aras de ella podría justificarse el desplazamiento de “los órganos normales de poder”.
La riada de conflictos se intensificó en los meses siguientes. En octubre, la visita del presidente francés Charles de Gaulle encrespó los ánimos. La movilización sindical acompañó cada uno de los pasos del visitante. El 17 de octubre, Vandor dio un paso más adelante. Desde la plaza Miserere de la Capital Federal anunció, en nombre de la Comisión Nacional Pro Retorno, el regreso de Perón y convocó a los peronistas a prepararse para ofrecer “una recepción apoteótica”.
Arturo Illia según una caricatura de Landrú publicada en el Anuario de Atlántida de 1965.
Como era previsible, la “operación retorno” alentada por Vandor puso entre las cuerdas al gobierno radical, obligándolo a pedir a las autoridades militares brasileñas que impidieran la prosecución del vuelo de Iberia que contaba a Perón entre sus pasajeros, dado que había hecho escala en Río de Janeiro. Su retorno frustrado, al desnudar las limitaciones objetivas de Perón, amplió las expectativas de quienes —como el propio Vandor— alentaban la posibilidad de un peronismo autonomizado de su líder.
En marzo de 1965, la UCRP perdió su mayoría en la Cámara de Diputados de la Nación. La oposición peronista pasó de 17 bancas —ocupadas por neoperonistas— a 52. La diferencia no era sólo cuantitativa. La composición de los diputados electos reflejaba el peso del sindicalismo vandorista. El dirigente gremial Paulino Niembro fue designado presidente del bloque peronista. A partir de entonces, los conflictos internos en el peronismo adquirieron particular virulencia. Perón intentó diluir el poder de Vandor a través de diversas iniciativas, como la creación de una Junta Coordinadora Nacional, y finalmente envió al país a su esposa, María Estela Martínez, con la finalidad de reorganizar el movimiento. Con su beneplácito, José Alonso rompió con Vandor y creó las 62 Organizaciones de Pie Junto a Perón. Pero el duelo más significativo tuvo lugar en la arena electoral. En las elecciones para elegir gobernador en Mendoza compitieron el candidato de Vandor, Alberto Serú García, y el respaldado por Perón y su mujer —popularmente conocida como “Isabelita”—, Ernesto Corvalán Nanclares. Si bien los comicios consagraron al candidato del conservador Partido Demócrata, la ventaja del postulante que respondía al líder exiliado permitió reafirmar su autoridad y mostró la vulnerabilidad electoral del vandorismo. En el marco que se ha descripto, los auspiciosos indicadores que aportaban los datos de la macroeconomía —crecimiento del PBI de un 8% en 1964-1965, aumento de las exportaciones, reducción del desempleo— ocupaban un muy discreto segundo plano en la percepción de la sociedad argentina. Asimismo, desde influyentes revistas —como Primera Plana y Confirmado— se insinuaba cada vez con mayor vigor que los partidos eran estructuras caducas e ineficientes y sus políticos fáciles presas de la demagogia en una época signada por el dinamismo, el marketing, los ejecutivos jóvenes y exitosos. Desde su óptica, la modernización exigía “superar” al Parlamento, empantanado por la retórica antigua y el dañino populismo. Esta campaña golpista no era ajena a la transición que se experimentaba en las Fuerzas Armadas. Ya no se trataba de reemplazar al peronismo por un sistema de partidos trunco como en 1955, sino de sustituir la política por la administración. Por consiguiente, el antiperonismo trocaba en un antipartidismo generalizado.
Tapa de Panorama, octubre de 1965.
El triunfo peronista en las elecciones de marzo y, poco después, la renuencia del presidente Illia a enviar tropas a la República Dominicana aceleraron los aprestos golpistas alentados por los generales Onganía y Julio Alsogaray. El primero ya había formulado en la V Conferencia de Ejércitos Americanos realizada en West Point, Nueva York, su opinión respecto de la legitimación de los golpes militares. Éstos serían legítimos en el caso de que los gobiernos electos usaran su prerrogativas constitucionales para desvirtuar los valores occidentales y cristianos. La teoría de las fronteras ideológicas y su corolario —la noción de “guerra interna”— se afianzaban cada vez más entre los militares argentinos. A la inicial influencia francesa, fruto de su experiencia en Argelia, sucedió la proyectada desde los Estados Unidos. Al respecto cabe recordar que el diputado socialista Juan Carlos Coral presentó, en marzo de 1964, un proyecto por el cual solicitó que se diera a conocer la nómina completa de los militares argentinos que se encontraban en Panamá cursando estudios de “guerra revolucionaria” bajo la dirección del Pentágono. El argumento que fundamentaba su pedido era premonitorio: “No queremos erigir nuestro continente en un vasto escenario de guerra ideológica”. En nombre de ella, empero, ese mismo año era derrocado el presidente Goulart en Brasil.
En noviembre de 1965, Onganía optó por el pase a retiro, disconforme con la designación del secretario de Guerra, general Castro Sánchez. El 29 de mayo, con motivo de la celebración del Día del Ejército, el general Pistarini fustigó la ineficacia gubernamental. La hora de la espada había sonado una vez más en la Argentina. La dilatada campaña golpista culminó el 28 de junio de 1966 con el derrocamiento de Illia por los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.
El acta fundacional de la Revolución Argentina, eufemismo con el que los militares bautizaron su dictadura, no dejaba lugar a dudas. De acuerdo con ella, los comandantes en jefe de las tres Fuerzas Armadas destituyeron al presidente, al Parlamento, a la Corte Suprema de Justicia y disolvieron todos los partidos políticos. Al asumir la presidencia, el teniente general (RE) Juan Carlos Onganía juró “observar fielmente los fines revolucionarios, el Estatuto de la Revolución y la Constitución de la Nación Argentina”. La novedosa fórmula de juramento suponía, en los hechos, reemplazar la Constitución por el propio estatuto elaborado por los golpistas, cuyo artículo 1º legitimaba la designación del presidente por los militares. Entre los “fines revolucionarios” a los que aludía Onganía se destacaba en primer lugar la necesidad de “consolidar los valores espirituales y morales” que eran “patrimonio de la civilización occidental y cristiana”. Este objetivo iba acompañado de otro, caro a los deseos de los empresarios que se habían visto afectados por las luchas obreras del período precedente, cual era el de “alcanzar adecuadas relaciones laborales”.
Onganía y los partidos políticos
“Los partidos políticos algún día tendrán que ser reemplazados por otras organizaciones, igualmente políticas, basadas en el ideal antes que en el prejuicio, con lealtad primaria y viva a la Nación antes que al grupo y que miren más a la Argentina que hemos de construir que la Argentina que hemos dejado atrás.
”(...)La desaparición de los partidos políticos, del Congreso Nacional, etc., significa que el país no tolera formas vacías de contenido y que ha sacrificado las apariencias formales para recuperar la verdad íntima con sujeción a la cual aspira a vivir. Por ello ha sido la primera preocupación del gobierno de la Revolución echar las bases de una sana comunidad. La comunidad tiene su célula, en lo que al régimen político atañe, en la municipalidad, que debió constituir siempre la piedra angular de la democracia argentina, no de la democracia hueca, sino de la que nosotros queremos, rica en contenido, construida de abajo hacia arriba.”
Fuente: La Nación, 3 de diciembre de 1966.
Caricatura de Juan Carlos Onganía publicada en Tía Vicenta.
Las organizaciones burguesas como la Unión Industrial, las asociaciones de bancos, la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, la Sociedad Rural o las Confederaciones de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa —y en general todas las instituciones agrupadas en la ACIEL (Asociación Coordinadora de Instituciones Empresarias Libres)— respaldaron de inmediato al nuevo presidente. Lo mismo hizo gran parte de la prensa, empeñada en justificar la ruptura del orden institucional en virtud del “vacío de poder”. Si los partidos políticos —con la excepción de la UCRP y los partidos de izquierda— omitieron esbozar crítica alguna a las nuevas autoridades, el sindicalismo las observó con crecientes expectativas. La imagen de un Vandor de saco y corbata, sentado en la segunda fila del Salón Blanco de la Casa Rosada en el acto de asunción de Onganía, autorizaba todas las conjeturas. Pero no estaba solo. También asistieron a la ceremonia, mezclados entre los oficiales que abarrotaban el salón, Juan José Taccone (Luz y Fuerza), José Alonso (Vestido) y el propio secretario general de la CGT, Francisco Prado.
El movimiento militar que condujo a Onganía al poder no era homogéneo. Mientras el presidente ponía de manifiesto una visión paternalista y corporativista de la política que lo emparentaba con el universo ideológico de Francisco Franco, otros, como el general Julio Alsogaray (hermano de Álvaro, flamante embajador en los Estados Unidos), se identificaban con una postura presuntamente liberal pero carente de fe en las instituciones republicanas y en las libertades individuales. Empero, tanto unos como otros tenía un común denominador: su fascinación por la técnica y la eficacia, elementos clave para la modernización autoritaria del país. Por consiguiente, los “técnicos” fueron percibidos como la encarnación misma de la racionalidad económica y operaron como “punto de imbricación” entre el Estado, la gran burguesía y el capital trasnacional. Formados muchos de ellos en el ámbito selecto de las universidades privadas y en la colaboración con grandes empresas, no se caracterizaban por “sentimentalismos” a la hora de imponer disciplina salarial o eliminar protección a industrias ineficientes.
Durante sus primeros meses, el nuevo gobierno se apresuró a adoptar medidas que ilustraban la racionalidad de la que se enorgullecían sus adalides. Se redujo el personal en la administración pública, en los ferrocarriles y en otras empresas estatales. Se impusieron cupos a la producción de azúcar y se intervinieron, cerrando o vendiendo, numerosos ingenios azucareros en Tucumán. Sería erróneo suponer, empero, que el Estado abandonaba su sesgo intervencionista. En rigor, el Estado aportó al sostenimiento selectivo de la empresa privada a través de diversas disposiciones —como la Ley de Rehabilitación de Empresas— que dejaban un amplio margen a la discrecionalidad.
En el plano cultural y educativo, el gobierno procedió con un enfoque quirúrgico. Intervino las universidades nacionales —catalogadas de focos de infiltración marxista— y las puso en la órbita del Ministerio del Interior. La incipiente resistencia estudiantil tuvo un saldo dramático. La policía ocupó las facultades de la UBA, reprimió con brutalidad a estudiantes y docentes —particularmente en la Facultad de Ciencias Exactas, en la conocida como “noche de los bastones largos”— y poco después cobró su primera víctima con el asesinato de Santiago Pampillón en Córdoba. La represión fue acompañada de un clima persecutorio que se reflejaba en la vida cotidiana. Las minifaldas, el pelo largo, el uso de pantalones en las mujeres o el besarse en una plaza fueron censurados como síntomas de la desintegración espiritual de la nación. La asfixia cultural favoreció la emigración de científicos y académicos al exterior, fenómeno que fue conocido como “fuga de cerebros”. Su lugar fue ocupado por sectores clericales y conservadores.
A contraviento de las expectativas iniciales, en el plano sindical el gobierno obró con dureza. En marzo de 1967, la Unión Obrera Metalúrgica, la Unión Ferroviaria y otros importantes sindicatos perdieron su personería jurídica. La disolución del escenario sobre el cual Vandor construyó su poderío —gobiernos débiles y adversarios políticos divididos— operó en detrimento de su capacidad para ejercitar su modalidad de acción predilecta: golpear y negociar.
Ese año, la puesta en práctica del plan del ministro de Economía Krieger Vasena —quien había sido, a la sazón, miembro del directorio de grandes empresas nacionales y trasnacionales— permitió congelar los salarios y suspender las negociaciones colectivas hasta fines de 1968. Devaluó el peso en un 40%, pero compensó los efectos mediante retenciones a los exportadores. Durante su gestión los ingresos de capital privado extranjero fueron notables, pero no como inversiones directas sino en carácter de préstamos a corto plazo. En este contexto, el Estado pudo emprender obras de infraestructura de envergadura como la represa hidroeléctrica de El Chocón. Desde esta óptica, erosionar el Estado benefactor no suponía necesariamente limitar el Estado intervencionista.
Los indicadores macroeconómicos eran el retrato de una gestión exitosa —crecimiento del producto bruto nacional, descenso de la inflación, reducción del déficit fiscal y limitación del desempleo—, pero la solidez de esta imagen era socavada por una larga lista de heridos: sectores industriales pequeños y medios, pequeños comerciantes (afectados por la ley que liberaba los alquileres), trabajadores y empresarios de las economías regionales, cooperativas agrarias y de crédito y, por cierto, los obreros industriales cuyas conquistas sociales habían sido anuladas. No contribuían a despejar su desazón las directivas emanadas del ministro del Interior, Guillermo Borda, cuyo alejamiento del ideario democrático era manifiesto. Junto a él, Onganía dividió su revolución en tres tiempos, el económico, el social y el político, pero éste ni siquiera alcanzaba a ser una luz al final del túnel.
En 1968, el nacimiento de la CGT de los Argentinos, liderada por el combativo dirigente gráfico Raimundo Ongaro, evidenció la predisposición de un sector importante del sindicalismo para enfrentar globalmente a la dictadura. Su posición antidictatorial estaba en sintonía con el descontento de las clases medias, cuyos sectores juveniles se izquierdizaban al son de la mítica muerte del Che Guevara en Bolivia, la Conferencia Episcopal de Medellín, el Tlatelolco mexicano y el mayo francés. Tanto el crecimiento de la izquierda —las sucesivas rupturas de sus partidos tradicionales permitían hablar de una “crisis de crecimiento”, por ejemplo, del Partido Comunista surgiría el PCR y de un núcleo de éste las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL)— como el acercamiento entre el peronismo combativo y los sacerdotes del Tercer Mundo prenunciaban un ciclo de protestas tan amplio como radicalizado.
El 29 de mayo de 1969 en Córdoba la movilización de los trabajadores industriales, acompañados no sólo por estudiantes sino por los más amplios sectores medios, derrotó a la policía, ocupó la ciudad y forzó la intervención del Ejército. Para las organizaciones populares, el Cordobazo marcaba un camino: oponer a la violencia reaccionaria de los explotadores y de la dictadura la violencia revolucionaria y libertadora de los explotados (véase el capítulo VIII). El nacimiento, al año siguiente, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) —a partir de la división del PRT en dos, El Combatiente y La Verdad— , así como el rápido desarrollo de las organizaciones armadas peronistas, entroncaban con este proceso y demostraban de modo elocuente que la dictadura había agravado los peligros que deseaba conjurar. Convertido en mito político, el Cordobazo fue un punto de inflexión en las luchas sociales. A partir de entonces, el ingenio popular dividió los paros en dos clases, el “paro activo”, cuyo ejemplo cumbre fue el Cordobazo, y el “paro matero”, en el que, en lugar de luchar —decían—, los huelguistas se quedan en casa y toman mate. La suerte de Onganía estaba echada. Su principal capital político, el orden y la eficiencia, se había incinerado en las barricadas cordobesas, pronto imitadas en otras partes del país. El asesinato de Aramburu en mayo de 1970, quien al parecer estaba negociando la búsqueda de una salida política, fue la antesala de su derrocamiento.
En junio de 1970, el general Roberto Marcelo Levingston, representante argentino en la Junta Interamericana de Defensa en Washington, fue el hombre elegido por la reconstituida junta de comandantes para ejercer la primera magistratura del país. A diferencia de su antecesor, obstinado en despolitizar hasta los más recónditos lugares de la sociedad, abrigó la ilusión de configurar una fuerza política que fuera herencia y continuidad del régimen. En función de este interés, su acción operó en dos planos. En el económico-social, promovió medidas de sesgo nacionalista como el “compre argentino”, que obligaba a los organismos estatales a comprar productos generados en el país. El objetivo de atenuar el proceso de desnacionalización de la economía se asociaba a la intención de tutelar políticamente al empresariado nacional y apoyarse en él. Para ello se respaldó en Aldo Ferrer —técnico desarrollista—, quien instrumentó disposiciones proteccionistas como la elevación de los aranceles a la importación y medidas de promoción industrial a través de créditos orientados a las empresas nacionales.
En el orden político, logró atraer al ex gobernador de Buenos Aires Oscar Alende y al antiguo caudillo de la intransigencia radical tucumana —también gobernador de esa provincia durante la presidencia de Frondizi— Celestino Gelsi. Empero, sus actitudes descalificadoras para con los partidos tradicionales lo privaron de conseguir respaldos políticos amplios y perdurables. Obtuvo, en cambio, la enemistad de la UIA, entidad que no tardó en criticar el “estatismo” del elenco gobernante y las presuntas concesiones dadas al movimiento obrero (normalización de la CGT). En noviembre de 1970, radicales y peronistas constituyeron el frente antidictatorial La Hora del Pueblo. Su génesis marcaba un dique de contención al ensayo continuista que presumía de “superar” a los partidos tradicionales. Pero su significado trascendía su sentido coyuntural. El compromiso asumido por sus gestores, Perón y Balbín, implicaba un punto de partida para superar la escisión que había fracturado la política argentina en peronistas y antiperonistas. Suponía comenzar a dejar atrás las prácticas de exclusión recíproca que habían facilitado y propiciado el golpismo crónico.
Paralelamente, el Encuentro Nacional de los Argentinos (ENA), inspirado por el Partido Comunista, agrupó a sectores de izquierda renuentes a la lucha armada, dirigentes sindicales independientes como Agustín Tosco e incluso a algunas figuras del radicalismo. Pese al resurgir de los partidos, Levingston permaneció impertérrito en sus intenciones. Cuando al mes siguiente dio a conocer sus “Bases para el Plan Político”, documento erizado de críticas a la “vieja política”, el repudio fue unánime. En marzo de 1971, un nuevo levantamiento obrero y popular en Córdoba —conocido como el Viborazo por el empeño de su gobernador, José Uriburu, en identificar al marxismo con una serpiente— echó por tierra con el segundo gobierno de la Revolución Argentina. Pero su efectividad no se asociaba sólo a la movilización popular. Era también el resultado de la creciente virulencia de las contradicciones internas en el seno de las FF.AA. Si conducir a la salida política era un imperativo de orden perentorio, los militares liberales creían que había llegado su hora.
El nuevo presidente impuesto por los militares, el general Alejandro Agustín Lanusse, tenía —en contraste con sus predecesores— aceitados lazos familiares y amistosos con el distinguido mundo de los negocios de la gran burguesía. Carente de veleidades nacionalistas, se propuso avanzar efectivamente hacia una transición política que tuviese como sustento un compromiso previo entre las FF.AA. y las diversas fuerzas políticas y sociales. Este proyecto, conocido con el nombre de Gran Acuerdo Nacional, implicaba el repudio a la subversión, el reconocimiento de la inserción de las Fuerzas Armadas en el futuro esquema institucional y, sobre todo, el acuerdo en torno a la candidatura presidencial. El primer punto implicaba la legitimación de la doctrina de la seguridad nacional en virtud del reconocimiento de la noción de “enemigo interno”, así como el alejamiento de Perón de cualquier coqueteo con los grupos guerrilleros. El segundo punto reflejaba el deseo de que los comandantes en jefe del próximo gobierno tuvieran rango de ministros de gabinete. El tercero suponía la necesidad de una renuncia del líder exiliado a su postulación presidencial. En su apuesta de máxima suponía, en cambio, la posibilidad de la propia candidatura de Lanusse.
A efectos de viabilizar el GAN, Lanusse desarrolló una política de apertura hacia la UCR a través del ministro del Interior, el radical Arturo Mor Roig. Sin embargo, la creciente presencia del alfonsinismo, apoyado en sectores juveniles, condicionaba su margen de maniobra. Alfonsín llegó a obtener el 42% de los votos en las elecciones internas, que se realizaron en 1972. La apertura hacia el peronismo fue implementada a través de enviados a Madrid, como el coronel Cornicelli, y de contactos con Paladino, el delegado de Perón. Empero, nada más lejos de los deseos de Perón que admitir la candidatura de aquel viejo golpista que se había rebelado contra su gobierno en 1951. La Juventud Peronista y los Montoneros, por su parte, exigían comicios “con Perón en la Patria y como candidato”.
El general Lanusse y la apertura política
“Será necesario modernizar la actual estructura política, para adecuarla al objetivo perseguido: garantizar el ejercicio de los derechos y libertades individuales y mantener el pluralismo político, respaldado por una activa participación de la población y su representación legítima y auténtica en el Congreso, a través de los partidos políticos.”
Fuente:La Nación, 8 de abril de 1970.
En el bienio 1971-1972, Perón desarrolló una táctica pendular. Alentó a las organizaciones armadas peronistas, a las que llamó “formaciones especiales”, y creó con agrupaciones políticas moderadas —entre las que se contaban el Movimiento de Integración y Desarrollo que respondía a Frondizi, la democracia cristiana, los conservadores populares y los intransigentes de Alende— el FRECILINA (Frente Cívico de Liberación Nacional). Creado en febrero de 1972, fue el prefacio de la constitución, en noviembre de ese mismo año, del FREJULI (Frente Justicialista de Liberación Nacional), que a diferencia del anterior no contaba con la adhesión ni de Oscar Alende ni de los demócratas cristianos que respondían a Horacio Sueldo. Contó, en cambio, con la adhesión de la totalidad de los políticos neoperonistas de las provincias.
El 22 de agosto la credibilidad del gobierno nacional terminó de desmoronarse. La ejecución de 16 presos políticos en Trelew —en represalia por la cinematográfica fuga del penal de Rawson de un grupo de sus compañeros, entre los que se contaban Mario Roberto Santucho y Fernando Vaca Narvaja— pareció llevar la situación a sus límites. A la noche, las explicaciones dadas por televisión a todo el país, con el uso de un pizarrón, por el militar Hermes Quijada no convencieron a nadie y enervaron por su cinismo a las organizaciones de la juventud, izquierdistas y peronistas. La consigna que comenzó a recorrer las manifestaciones populares, “Ya van a ver, ya van a ver, cuando venguemos a los muertosdeTrelew”, era síntoma elocuente de un clima político poco propicio para las concesiones a los militares.
Regreso de Juan D. Perón a la Argentina, a su lado José Ignacio Rucci, 17-11-1972.
Favorecido por la continuidad de las luchas populares y por el accionar de las organizaciones armadas contra el gobierno militar, Perón fue renuente a establecer compromisos. En noviembre, respondió al desafío lanzado por Lanusse —poco antes éste había sostenido que Perón no volvía “porque no le da el cuero para venir”— y retornó al país. El 17, día de su arribo, el gobierno decretó feriado nacional. ¿Podía haber reconocimiento mayor a su posición de alfa y omega de la política argentina? A ese reconocimiento no escapaban los sectores representativos del capitalismo argentino, azorados por la oleada izquierdista —peronista o marxista en sus más diversas variantes— que no cesaba desde 1969. Dos días después, su encuentro con Ricardo Balbín pareció abrir un nuevo ciclo en la política nacional que estaría marcado por el respeto recíproco tanto en la transición hacia los comicios como en las futuras relaciones entre gobierno y oposición.
Alejandro Agustín Lanusse y el ministro del Interior, Arturo Mor Roig, revisan los cómputos electorales de las elecciones de 1973.
Finalmente, Perón retornó a España y designó como candidato presidencial a su delegado personal, Héctor Cámpora, con el apoyo entusiasta de los sectores juveniles, aspecto clave en un país donde más del 50% de la población no alcanzaba los 30 años. La UCR proclamó, una vez más, la candidatura de Ricardo Balbín, esta vez acompañado del cordobés Eduardo Gamond. La centroizquierdista Alianza Popular Revolucionaria (APR) postuló —con el apoyo del PC— la fórmula Alende-Sueldo, los federalistas a Francisco Manrique, quien había ganado popularidad entre los jubilados en su condición de ministro de Bienestar Social del gobierno militar. También presentaron candidatos partidos menores como Nueva Fuerza, inspirado por Álvaro Alsogaray; el Frente de Izquierda Popular, que respondía a Abelardo Ramos; las dos fracciones del socialismo —Ghioldi y Coral—, y la derecha republicana del brigadier Ezequiel Martínez. La izquierda revolucionaria, por su parte, diluyó su peso entre el voto en blanco, el voto “programático” (que se anulaba dado que consistía en introducir un “programa” en la urna) y el voto “crítico” al FREJULI.
La ingeniería electoral diseñada para los comicios estaba destinada a facilitar la formación de coaliciones antiperonistas. La combinación de la fórmula de doble turno electoral y sistema de representación proporcional podría fraccionar a los peronistas en el primer turno y facilitaría la unión de los antiperonistas en la segunda vuelta. Empero, los resultados electorales superaron las previsiones de las autoridades militares. El FREJULI obtuvo el 49,5% de los votos y, a gran distancia, la UCR sumó el 21% de las adhesiones. La contundencia del triunfo peronista, en un clima de franca movilización popular, tornó aconsejable no realizar la segunda vuelta. Las consignas de “Perón-Evita/La Patria Socialista”, “Cámpora al gobierno/Perón al poder”, retumbaban en las calles. El 25 de mayo la asunción de Cámpora, que contó con la presencia de los presidentes de Cuba, Osvaldo Dorticós, y de Chile, Salvador Allende, parecía coronar el fin de la pesadilla dictatorial. Esa noche, la multitud liberó a los presos políticos recluidos en Villa Devoto. Mientras el protagonismo popular se hacía dueño de las ciudades, las clases dominantes, la jerarquía eclesiástica y los propios militares percibían en el otrora “tirano prófugo” el último dique de contención a la oleada de radicalización política.
La reeducación cívica de los cultores del ’55 y las diversas fórmulas integracionistas ensayadas durante los gobiernos de Frondizi, Guido e Illia quedaban relegadas al rincón de los recuerdos. Para los viejos militantes peronistas, culminaban dieciocho años de exilio y proscripciones; para los Montoneros, se cumplía una etapa de un camino inexorable que los habría de conducir “con los votos al gobierno, con las armas al poder”; y para los jóvenes militantes de la izquierda revolucionaria era la confirmación de un designio que parecía latir junto al Che, “El presente es lucha, el futuro es nuestro”.
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