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Un día en Madison Avenue, 1967

 

 

 

«¿Era realmente así?»

En cuanto alguien descubre que estuve trabajando en una agencia de publicidad en la época de la serie de televisión Mad Men me acribilla a preguntas. «¿De verdad se bebía tanto?» «¿Trataban tan mal a las mujeres?» Y después se acercan y preguntan en tono confidencial: «¿De verdad había tanto sexo?».

La respuesta es sí. Y no. En Mad Men hay muchas cosas ciertas, y otras que no lo son. Por eso pensé que podía mostraros un día típico de mi vida en Madison Avenue en 1967, tres años después de empezar a trabajar como copy en Ogilvy & Mather.

 

6.30. Michael, mi marido, me trae el café a la cama. Se trata de un ritual diario, uno de los muchos cuidados que me procura. Soy consciente de que pocas mujeres reciben tantos mimos. «Eso no se lo cuentes nunca a los de mi oficina —me advierte—. Pensarán que soy un calzonazos.»

No lo es. Nuestro matrimonio es maravilloso, y muy sexy.

Michael es un antiguo oficial de Infantería de Marina, apuesto y elegante, de cabello negro que apenas comienza a encanecer. Él atribuye estas canas prematuras a su reciente ascenso en el estudio de arquitectura donde trabaja. Lo han puesto al mando de los planes de construcción de New York Telephone, el cliente más importante de su empresa. Está de pie junto a la cama, ya vestido, con un traje azul de Brooks Brothers, camisa blanca —asoman los puños— y pajarita. Normalmente, los arquitectos prefieren la pajarita a la corbata, así evitan que caiga sobre los dibujos y los emborronen.

—Estás muy guapo. ¿Tan temprano te vas a la oficina?

—Tengo que inspeccionar unos terrenos en Staten Island. ¿Quedamos para tomar algo después del trabajo?

Me enciendo el primer cigarrillo del día.

—No creo que pueda. Tenemos un casting esta tarde y puede que acabe pasadas las cinco.

—Bueno, intenta llegar para la cena. Las niñas te echan de menos cuando no te ven por aquí. —Michael se agacha y me da un beso—. Y yo también. Que tengas un buen día, Mops.

En casa me llaman Mops. Es una forma abreviada de Mopsy, uno de los conejos que aparecen en los cuentos de Beatrix Potter. Michael me rebautizó así cuando nació Kate. Su madre le leía esos cuentos de pequeño y creo que piensa, erróneamente, que Mopsy era la madre conejo. No recuerdo cómo se llamaba la madre, pero sí que era una buena madre. No creo que yo lo sea. Mis prioridades son: primero el trabajo, después mi marido y tercero las niñas. Solo así puede sobrevivir una mujer en el mundo de la publicidad. Y en el matrimonio.

Tras fumarme el segundo cigarrillo con el café, me levanto y voy a ver a las niñas. Kate, de ocho años, está en su habitación, poniéndose el uniforme del colegio Nightingale-Bamford: jersey azul, blusa blanca de manga corta y calcetines hasta las rodillas. Es una auténtica monada, rubia, de ojos azules, callada, introspectiva. En la habitación contigua, Mabel, nuestra asistenta, supervisa a Jenny, que tiene cuatro años y es justo lo contrario de Kate: castaña, de ojos marrones, ruidosa, comunicativa. Mabel me pregunta si puedo acompañar a Kate a Nightingale, mientras ella lleva a Jen a la guardería.

Me tomo la segunda taza de café y enciendo otro cigarrillo. He perdido ya la cuenta.

 

8.15. Acompaño a Kate a la escuela, a unas manzanas de casa. Vivimos en el número 4 de la calle Noventa y cinco Este y la escuela está en la calle Noventa y dos, entre Madison y la Quinta Avenida. Kate me recuerda que hoy a las dos de la tarde hay el desfile de moda del colegio:

—¿Vendrás a verme, mamá?

Sé que es una de las pocas niñas seleccionadas para mostrar los modelos en la fiesta de la escuela. Los vestidos que luzcan en la pasarela se venderán al día siguiente en Clotheshorse Booth. Para ella es el no va más, pero mi agenda está cargada hoy.

—No creo que pueda, cariño. Hoy tengo un montón de reuniones. —Kate ya está acostumbrada a esto. Se lleva una decepción, pero no protesta—. Lo intentaré.

No parece muy convencida; sigue caminando con la cabeza gacha. Ni siquiera a mí me ha sonado convincente. Y es que esta tarde hacemos el casting para el anuncio del nuevo lavavajillas de Dove. No puedo faltar.

Llegamos a Nightingale-Bamford, una de las mejores escuelas para chicas de la ciudad. Me despido de Kate con un beso y la veo subir las escaleras hasta el descansillo, donde la directora recibe a las niñas, como cada mañana. Kate hace la reverencia de costumbre, le da la mano, también como de costumbre, y entra. Yo subo al autobús de la Quinta Avenida rumbo al centro de la ciudad.

La agencia de publicidad Ogilvy & Mather, en la que trabajo como supervisora creativa, está en la calle Cuarenta y ocho con la Quinta Avenida, junto a Saks y la catedral de Saint Patrick, un emplazamiento muy práctico, sobre todo si quieres comprar o rezar. Además, a corta distancia de la estación Grand Central, lo que resulta ventajoso para los privilegiados responsables de cuentas —todos hombres— que viven en Westport y alrededores.

He parado en la cafetería junto a la oficina. Soy la primera de una larga cola para pagar, el último es un director de arte que trabaja para mí.

—Ve subiendo, Doug. Ya pago yo.

Me da las gracias con un gesto y se va. El cajero esboza una amplia sonrisa.

—Vaya, es usted una de esas buenas secretarias que le compran el café al jefe. Espero que sepa valorar lo que tiene.

Un día más en Madison Avenue.

 

9.15. Todos los creativos del grupo de Gene Grayson están en sus despachos, salvo Gene Grayson. Es el jefe, así que no importa que llegue tarde. Nuestro equipo está formado por tres copies, un director de arte, un productor de televisión, una secretaria y yo. Yo soy una copy, pero también superviso el trabajo del resto de redactores creativos. Los despachos están situados a lo largo de un pasillo del séptimo piso. Los de los copies y el del director de arte son pequeños y no tienen ventana. Los del productor y el mío son algo más grandes, con una ventana. La mesa de la secretaria está en medio del pasillo. El despacho de Gene, el jefe del grupo de creativos, es el mayor de todos y tiene dos ventanas. Su cargo de vicepresidente incluso le da derecho a un sofá.

No es casual que haya cuatro copies y un solo director de arte. Este director de arte representa una de las primeras tentativas de la agencia de introducir la nueva escuela creativa del «enfoque en equipo», en la que copies y directores de arte conciben la idea en conjunto. Normalmente en Ogilvy & Mather somos los copies quienes pensamos los anuncios para televisión, mecanografiamos los guiones y se los damos a los dibujantes. Somos nosotros, los redactores creativos, quienes escribimos los guiones preliminares en un papel amarillo al que llamamos «borrador de redacción». Lo del papel amarillo es una tradición antigua en publicidad. Se supone que es para recordarle al que escribe que esa copia es solo un borrador, así puede relajarse y mostrarse todo lo creativo que quiera. Sin embargo, yo siempre me he preguntado por qué ese papel es amarillo, el color de la cobardía.

Tenemos unos estupendos artistas que dibujan las ilustraciones de los anuncios para prensa y los storyboards que mostramos a nuestros clientes. Uno de ellos es tan bueno, que los interesados suelen dar su aprobación a la primera y todos lo queremos tener para nosotros. Hace poco uno de mis clientes se quejó de que el perro de su anuncio no sonreía como Wes lo había dibujado en el storyboard.

En cualquier caso, el nuevo «enfoque de equipo» de Doyle Dane Bernbach comienza a ganar popularidad entre las agencias más pequeñas y menos tradicionales. Bill Bernbach decretó que en su oficina los copies y directores de arte trabajarían juntos en todos los anuncios, aunque fueran simplemente guiones para la radio. Se dice que algunos de los directores de arte de DDB ni siquiera saben dibujar. Imaginaos.

Nuestro grupo tiene muchos talentos: la erudita y poética Marianne, que ha escrito sonetos para el aliño para ensaladas de Good Seasons y una oda a la marca de chocolatinas Milky Way; la coqueta y minifaldera Linda, que trabaja con cafés Maxim; el ingenioso Peter, que escribe pornografía en su tiempo libre. Por mi parte, aunque Gene me haya ascendido a supervisora, sigo escribiendo para todas las cuentas de nuestro grupo.

Tenemos varias redactoras porque trabajamos en la promoción, el tipo de productos que se encuentra en las estanterías del supermercado, y de ahí que a las mujeres se nos permita escribir anuncios, artículos como el jabón Dove o los limpiadores para baños Drano y Vanish. Unos pisos más abajo, un grupo de creativos trabaja para Mercedes-Benz. Todos son hombres. En el piso de arriba otro equipo lleva la tarjeta American Express. Todos hombres. Solo a ellos se los considera válidos para trabajar en cuentas de lujo como las figurillas de cristal Steuben Glass, o de licores, como el ron de Puerto Rico. Se dice que en la cuenta de Kotex, que pertenece a una agencia de la competencia, el redactor jefe es un hombre.

Además de Peter, hay otros dos hombres en nuestro grupo. Está Doug, el director de arte; es el representante de la «nueva escuela», y no es que dibuje de maravilla, pero tiene unas ideas geniales. Yo no estoy en absoluto segura de que me gusten estos nuevos tiempos; casi prefiero hacerlo todo sola. Y también tenemos a Ken, nuestro productor de televisión, un británico canoso que convierte el rodaje de un anuncio en algo maravilloso. Cree que los artistas que actúan en los espots y los creativos deben viajar en primera clase. Con Ken todo era un derroche de champán y limusinas. Me encantaba. Hasta que una noche intentó seducirme en la piscina del hotel Beverly Hills.

 

9.30. Llega mi jefe, el encargado del grupo de creativos: Gene Grayson. En realidad, se llama Eugene Debs Grayson. Sus padres lo bautizaron así en honor al socialista norteamericano. Gene es un hombre barbudo, vehemente, y un publicitario excelente. Al principio, cuando me ofreció trabajo en Ogilvy hace tres años, lo rechacé porque me asustaba trabajar como copy sin siquiera saber en qué consistía el trabajo. «¡Escúchame, pelirroja miedica! —me gritó al teléfono—. Ven, trabaja para mí y aprende de qué va esto de la publicidad. Puede que algún día incluso llegues a escribir algún anuncio.» Me rendí.

En estos momentos hay varias corrientes diferentes en la publicidad. Tenemos la escuela de Doyle Dane: cuéntalo tal y como es, evita la hipérbole y juega con el concepto del producto. Son anuncios como el «Piensa en pequeño» de Volkswagen; «No hay que ser judío para disfrutar del pan de centeno de Levy», un anuncio para una panadería de Brooklyn en cuyos carteles aparecían un policía irlandés, un indio americano y un niño chino, o el de Avis: «Porque somos los segundos, nos esforzamos más».

Está la escuela de David Ogilvy: anuncios persuasivos con grandes titulares y buenas dosis de redacción cargada de datos. D. O. está muy orgulloso del primer anuncio que escribió como jefe de esta pequeña agencia emergente. Era para la cerveza Guinness, y describe con todo detalle nueve variedades de ostra que «se saborean mejor cuando las acompañas con una pinta de Guinness». También se jacta de haber usado 3.242 palabras en un anuncio de la asociación WWF para la defensa de la naturaleza.

Y luego tenemos la escuela de Ted Bates: publicidad contundente y agresiva que usa poderosos reclamos visuales y eslóganes que se repiten una y otra vez. Martillos golpeando en una cabeza dibujada para los analgésicos Anacin; jugos gástricos en llamas para el antiácido Tums. Cuando la gente habla de lo irritante que pueden llegar a ser los anuncios, suelen referirse a este tipo de trabajos.

Gene Grayson es una escuela en sí mismo. Está especializado en recursos mnemotécnicos. Normalmente consisten en un efecto visual que ayuda al consumidor a recordar la marca y su significado. Para el café instantáneo de Maxim creó el eslogan «Convierte todas las tazas de tu casa en una cafetera». Una mano echa unas cucharadas de café, sirve el agua hirviendo sobre los polvitos y la remueve. Suena la música, la taza resplandece ante tus ojos y de repente… ¡tachán!, lo que reposa sobre el platillo es una cafetera. Para el lavavajillas de Dove el lema de la campaña es: «Juraría que he visto entrar una paloma por la ventana de la señora Menganita». La paloma se posa sobre el fregadero, se oye un sonido metálico, un destello de luz, y… ¡tachán!, el pájaro se convierte en un bote de jabón líquido para lavavajillas.

Gene, apostado en la puerta de mi despacho, me pregunta si estoy preparada para la reunión. Hoy es un gran día para la agencia, y especialmente para mí. El nuevo presidente de la empresa, Jim Heekin, ha conseguido entrar en Clairol. Somos la primera agencia que ha podido rebañar algo del férreo control que Foote, Cone & Belding ejerce sobre ese negocio desde hace tropecientos años. ¿Nuestro cometido? Averiguar el posicionamiento de un tinte capilar y realizar el trabajo creativo. Heekin ha asignado esa cuenta al grupo de Gene porque le gustan los anuncios que he escrito para el lavavajillas de Dove y cuenta conmigo. ¿Estoy preparada para ello? Más que nunca.

Nos reunimos con Heekin y el encargado de cuentas que supervisará el contrato de Clairol en el vestíbulo del número 2 de la calle Cuarenta y ocho Este. En Ogilvy solo hay tres mujeres en el departamento de gestión de cuentas, y son meras ejecutivas de cuentas júnior. Todas trabajan en la cuenta de General Foods. Ninguna está en Clairol. Sencillamente, no se le ha ocurrido a nadie.

El equipo de Clairol encargado del nuevo producto nos recibe con cordialidad. No hay ninguna mujer en la gestión de la marca Clairol, una compañía cuyos artículos están dirigidos exclusivamente a las mujeres. Nos sentamos en torno a una enorme mesa de reuniones, nueve hombres y yo, encendemos nuestros cigarrillos y comenzamos la sesión. Se trata de un proyecto tan secreto que todos los miembros de la agencia hemos tenido que firmar contratos de confidencialidad.

El gestor de marca nos dice que la reunión de hoy será breve, ya que lo primero es que el equipo creativo de la agencia asista a la academia de peluquería de Clairol para aprender cómo se aplica el tinte. Su siguiente comentario va dirigido a mí directamente: «Me encanta el color de su pelo». Le doy las gracias. El salón de belleza Bergdorf me convirtió en pelirroja hace cinco años, pero eso no lo sabe nadie de la agencia. El eslogan de Clairol es: «¿Es suyo… o no es suyo?». Por aquel entonces, teñirse el pelo era un tema incluso más personal que tu propia vida sexual.

—Un color de pelo fabuloso —insiste el gerente de marca.

«Oh, Dios —pienso—. Lo sabe.»

—Gracias —vuelvo a decir sin convicción. Se produce un incómodo silencio. Está esperando mi reacción—. Es Miss Clairol —confieso. Y me pongo roja como un tomate.

Mis tres compañeros de la agencia me miran con cara de incredulidad. Jim Heekin, siempre resuelto, es el primero en reponerse:

—Vaya, Jane, es genial que uses el producto de nuestro cliente. Y, sobre todo, que no lo supiéramos hasta ahora.

Gene Grayson me mira con cara de reproche; ya no podrá volver a llamarme pelirroja miedica. El de cuentas se ha quedado de piedra. Es el típico conservador serio, lector de la Biblia, que no fuma ni bebe. Simplemente se queda boquiabierto ante la mujer escarlata. El cliente, satisfecho, me dirige una sonrisa.

 

11.30. Volvemos a la agencia. Gene pregunta si me ocuparé de las audiciones para el anuncio de Dove. A todos los anuncios se les pone un nombre, y a este lo hemos llamado «Magdalena». Se trata de una escena cotidiana que comienza con una madre joven ofreciendo magdalenas a su prole. Entonces, ve pasar una paloma que se mete por la ventana de la vecina. La madre irrumpe en su cocina (en mis anuncios de Dove nadie llama a la puerta ni al timbre, simplemente entran) y ve cómo el dichoso pájaro se convierte en un bote de lavavajillas. La vecina asegura que Dove mantiene tus manos tersas y suaves, pero la madre no se lo acaba de creer: «Con seis niños y unas manos tan secas, lo que necesito es un milagro», contesta. Pero al final del anuncio acaba por convencerse: «Este lavavajillas Dove es un auténtico milagro. Espero que haya botes de tamaño familiar».

Los abogados de Lever Brothers tuvieron problemas con la última frase. Observaron que no había botes de Dove de tamaño familiar, así que no podíamos hacer referencia a él. Yo argumenté que la madre del anuncio no daba nada por hecho, simplemente expresaba un deseo. Los abogados tuvieron que ceder.

Se me da bien escribir escenas cotidianas porque sé cómo hablan los norteamericanos. Antes de ser redactora creativa, trabajaba como productora asociada en el concurso Name That Tune. Mi trabajo consistía en entrevistar a los concursantes y escribir los «espontáneos» diálogos que mantenían con el maestro de ceremonias. Ahí va un ejemplo:

—¿Qué les ha parecido a vuestros vecinos eso de que vengáis al programa? —preguntaba el presentador a la esposa de un granjero de Kansas.

—George, no pasaba nada tan emocionante en el pueblo desde que nuestro cerdo ganó el segundo premio en la feria del condado —respondía la esposa del granjero.

Si a día de hoy estoy en el negocio de la publicidad es gracias al escándalo de hace unos años. En aquel momento, los concursos más populares eran los de preguntas y respuestas como The $64,000 Question y Twenty One. El concursante Charles van Doren tuvo una larga racha ganadora que lo convirtió en ídolo nacional, hasta el punto de que llegó a salir en la portada de la revista Time. Entonces corrió el rumor de que los concursos de preguntas estaban amañados, y Van Doren confesó bajo juramento que le habían pasado las respuestas de antemano. El Congreso se indignó tanto, que prohibió la emisión de todos los concursos televisivos.

De la noche a la mañana Name That Tune había desaparecido y yo estaba sin trabajo. Necesitaba el sueldo para pagar a Mabel para que cuidara de las niñas y además no quería quedarme en casa, quería trabajar. Sabía que existía algo llamado publicidad porque en nuestro programa pasaban anuncios en vivo. Así que ideé unos cuantos reclamos ficticios y fui a ver a Ogilvy con mi pequeña carpeta bajo el brazo. Fue entonces cuando Gene me ofreció el trabajo.

«Magdalena» solo será un buen anuncio si las dos actrices interpretan bien su papel, así que el casting es importante. Me queda media hora para la primera audición, tiempo suficiente para una de las «rondas matinales de mamá Maas», unos minutos para revisar el trabajo con los creativos que tengo a mi cargo.

Doug está en la oficina de Marianne, trabajando con ella en la creación de un anuncio para Vanish. Siguen la moda Doyle Dane del «equipo creativo y directores de arte», y por lo que cuenta Marianne, es un estímulo para ellos. Siempre tenemos que hacer dos versiones de cada anuncio de Vanish. Durante el día, cuando se supone que solo hay mujeres en casa viendo la televisión, se nos permite llamarlo «limpiador de inodoros». Por la noche tenemos que referirnos a él como «limpiador para baños». Al parecer, la palabra «inodoro» no es adecuada para el público mixto.

Ya tenemos el posicionamiento de Vanish y su eslogan: «¿Atascada con el trabajo más sucio de la casa? Hazlo desaparecer». Se esfuman todos los estropajos, escobillas, esponjas y polvos de limpieza —¡zas!— y en las manos del ama de casa solo queda el bote de Vanish. Nuestro cometido ahora es idear el siguiente anuncio de la campaña. Marianne dice que se les ha ocurrido una especie de parodia de las situaciones cómicas en las que se ven envueltas Lucy y Ethel en la serie I Love Lucy. La idea es que dos mujeres se pongan armaduras para combatir la temida tarea. «Sería un anuncio divertido», apunta Doug con un signo de interrogación en la voz. Yo tampoco estoy muy segura de que funcione, así que les pido que me presenten otras ideas.

En el despacho siguiente, Peter trabaja en la campaña de polvos medicinales Ammens para el metro de Nueva York. Ha pensado en una serie de carteles con ilustraciones divertidas que muestren el efecto balsámico del producto. Me enseña un dibujo tosco de un anticuado corsé con la leyenda: «En este tren hay una mujer a la que está matando el corsé». Es llamativo, pero no me parece que haya muchas mujeres que sigan usando corsé. Peter mira al techo: «Es una hipérbole, por el amor de Dios. Claro que podríamos poner una faja, pero quedaría fatal. Incluso la palabra “corsé” suena graciosa». Supongo que Peter tiene razón. De todos los redactores del grupo es el que tiene la mejor vis cómica: «Mañana se lo enseñaremos a Gene», le digo.

Llego al despacho de Linda al mismo tiempo que ella:

—Emil acaba de cortarme el pelo —me dice. Emil es el peluquero de la casa. David Ogilvy lo contrató al montar la agencia—. Y cuando estaba ya sentada, entra David Ogilvy. Emil no recordaba que le había dado hora y me la dio a mí. El pobre estaba tan alterado que hasta se le han caído las tijeras. Pero el señor Ogilvy le ha dicho que continuara cortándome el pelo, se ha sentado y se ha puesto a charlar conmigo. Estaba encantador.

D. O. era famoso por su poca paciencia.

—Por Dios, Linda. ¿Cuánto tiempo le has hecho esperar?

—No, si ni siquiera ha llegado a cortarse el pelo. Justo cuando Emil ha terminado conmigo, el señor Ogilvy ha recordado que tenía una reunión. Hemos salido juntos y por el camino me ha dicho que la semana pasada me vio en su presentación de la linterna mágica y me ha preguntado si me gustó.

—¿Y qué le has dicho?

—Le he dicho que las linternas mágicas son bastantes aburridas, pero que él estuvo divino. Es un hombre muy sexy, ¿verdad?

—¡Por Dios!

La linterna mágica es la herramienta que D. O. inventó para mostrar a los creativos qué cosas funcionan, cuáles no, y por qué, en distintos tipos de anuncios. Se trata de presentaciones con diapositivas que proponen ciertas «reglas». La primera se llamó «Cómo crear publicidad que venda». Poco a poco, se hicieron más concretas. «Cómo publicitar viajes» nos anima a no mostrar a los turistas, sino a los nativos, y a no tener miedo a redactar. «Cómo crear anuncios de comida que vendan» explica cómo hay que dirigirse a las mujeres. Es obvio que David, a pesar de haber trabajado de cocinero, piensa que las mujeres son las únicas implicadas en la preparación de los alimentos. Las pautas de la citada linterna incluían: «Explícales (a ellas) cómo y cuándo usar el producto» y «No olvides decirles que está muy rico».

Las linternas son una herramienta empresarial poderosa e innovadora. David las transforma en anuncios y las coloca en el New York Times. Los reclamos, además de promocionar los logros conseguidos para nuestros clientes, acaban asegurando que las directrices no son más que un pequeño ejemplo de los conocimientos de la agencia sobre las ventas de ese tipo de productos. El resto es confidencial y estrictamente reservado para los clientes de Ogilvy & Mather. Siempre que pone uno de esos anuncios, aparecen nuevos clientes en potencia.

—Linda, me alegro de que las linternas mágicas te parezcan aburridas. David Ogilvy acaba de proponernos a Gene y a mí para que preparemos la próxima: «Todo lo que O&M sabe sobre la venta de productos envasados». Y para que sea entretenido, hemos decidido ofrecerte a ti la escritura del primer borrador.

 

12.00. El departamento de casting de Ogilvy se encuentra en la duodécima planta. El vestíbulo está atestado de jóvenes atractivas que han venido a leer el papel para el anuncio de Dove. En Ogilvy, los directores de casting se esfuerzan mucho por descubrir nuevos talentos. Van a todos los espectáculos que se hacen en Broadway, en el Off-Broadway, e incluso en el Off-Off-Broadway. El resto de las agencias normalmente repasa «la lista de sospechosos habituales», por eso vemos las mismas caras anuncio tras anuncio. Nosotros siempre les preguntamos a los actores si salen en algún anuncio que esté en campaña, o si alguna vez han promocionado un producto de la competencia. Responder sí a una de las dos preguntas los descarta.

Cada audición dura unos diez minutos. Es importante ser educado con las actrices. Una don nadie de hoy puede convertirse en superestrella mañana, y queremos que nuestra agencia tenga una reputación acorde con la de su fundador. Pero yo distingo a quienes no sirven para el papel antes de que abran la boca. Por ejemplo, no voy a elegir a una rubia que aparenta dieciocho años para que haga de madre de seis hijos. Intercambiamos cumplidos con las actrices y les pedimos que lean el guión. Tras las primeras lecturas, mis propias palabras comienzan a sonar inexpresivas y aburridas.

De repente hay un chispazo. Entra Mary Jo Catlett, una actriz rellenita, pero de buen ver, que probablemente ronde los treinta, y nos dice que está haciendo el papel de doncella en la reposición del musical de Broadway Hello, Dolly!, con Carol Channing. No cabe duda de que da el perfil, pero ¿sabrá actuar? Resulta que lo hace de maravilla. Es perfecta: melancólica, fatigada, divertida, creíble. Y además, maravilla de las maravillas, nunca ha salido en un anuncio. Sé que tendremos que llamarla otra vez para que haga una segunda prueba para Gene Grayson y el cliente, pero estoy segura de que he encontrado a la mamá de «Magdalena».

Miro el reloj. Es la una y veinte. Si cojo un taxi llegaré a Nightingale a tiempo para el desfile de moda. No veremos a ninguna actriz mejor que Mary Jo. El productor y el director de casting pueden relevarme durante la siguiente hora. Nadie me echará en falta. Y, sin embargo, una vez en el taxi, me siento culpable por no estar presente en las audiciones.

 

13.55 Las primeras filas del auditorio están reservadas para las madres de las niñas que participan en el espectáculo. La mayoría de los asientos están ocupados. Solo hay madres; ni un solo padre presente. Me siento en la primera fila justo cuando empieza el espectáculo. Primer curso. Segundo Curso. Y ahí sale Kate, con un vestido de fiesta de color azul y un lazo a juego en el pelo, como si fuera Alicia en el país de las maravillas. La audiencia deja escapar un quedo «¡Oooh!». Kate me ve y me dirige una enorme sonrisa de sorpresa y alegría. El resto de la actuación me lo dedica a mí exclusivamente. Da un lento giro para que se vea completamente la falda, como le han enseñado que haga, se inclina ante el público, vuelve a sonreírme y se retira con un aplauso. Llego hasta el cuarto curso. Cuando aparecen las niñas de quinto, vestidas con traje de noche, el profesor al piano toca varios compases de «Hello, Dolly!» y pienso en las audiciones que me estoy perdiendo. Me escabullo, sintiéndome culpable esta vez por no ir a abrazar a Kate entre bambalinas, pero más culpable aún si me quedo.

—Dese prisa —digo al taxista—. Tengo una sesión de casting.

 

15.10. El casting ha terminado. Han seleccionado a otra finalista para el papel de madre y a dos actrices más para el de la vecina. Estoy de vuelta en mi despacho, ante la máquina de escribir, cuando aparece en mi puerta el presidente de la junta de la agencia, John Elliott Jr., más conocido como Jock: «He pasado hace una hora, seguramente has ido a comer tarde». Avergonzada, admito que he ido a ver la actuación de mi hija en la escuela. Jock me da su aprobación con una sonrisa: «Tendríamos que animar a todas las madres de Ogilvy para que dieran prioridad especial a sus hijos. Pensándolo bien, tendríamos que animar también a los padres. Pero he venido a verte en representación oficial de la agencia. Me complace decirte que te han nombrado vicepresidenta en la reunión de la junta directiva de hoy. Como sabes, solo hay otra mujer con ese título. ¡Enhorabuena!». Nos damos la mano de manera solemne, tras lo cual, Jock hace su inclinación de cabeza característica y se marcha.

Hay muchos vicepresidentes hombres en Ogilvy. No hace mucho, uno de nuestro equipo de cuentas se quejó a Jim Heekin de que todavía no le habían otorgado el título.

—Pero, John, todo el mundo es vicepresidente —argumentaba él.

—Cierto —contestó John.

No tardaron en elegirlo. Se trata de un título que no comporta aumento de sueldo, ni un ascenso en el escalafón. Es simplemente una muestra de que la empresa te valora. Te conviertes en ejecutivo de la compañía. Como Jock dijo, solo hay otra vicepresidenta: Reva Korda, segunda de a bordo del director creativo de la agencia.

Ogilvy & Mather es coto masculino, como la mayoría de las agencias, pero hay algunos hombres que defienden la promoción de mujeres. Jock es uno de ellos. Una madre sufragista le enseñó cuando era pequeño que las mujeres podían hacer cualquier cosa que se les metiera en la cabeza. Admiro a la mujer de Jock, Elly, que es miembro de la junta directiva de Barnard —la universidad donde estudió— y de la del hospital de Nueva York. En Ogilvy, Jock es el mayor apoyo que tenemos las mujeres.

David Ogilvy dice que cree en la contratación de «damas y caballeros» con cerebro, pero no parece que tome en consideración la carrera profesional de las mujeres. En Confesiones de un publicitario, el libro sobre publicidad más vendido hasta la fecha, D. O. describe su regla contra el nepotismo. David estipuló que si dos empleados de Ogilvy se casaban, uno de ellos debía marchar, preferiblemente la mujer, «para que se quede en casa y cuide de los niños». Por lo que sé, somos la única agencia con esa norma. Los socios de D. O. intentan persuadirlo para que se muestre más flexible, pero aún hoy, en plenos años sesenta, sigue aplicándose.

Justo cuando estoy a punto llamar a Michael para comunicarle la noticia, empieza a sonar otra vez el teléfono. Reva Korda llama para felicitarme. «Si no me cayeras tan bien, seguramente estaría molesta contigo ahora mismo», dice con franqueza. Reva lleva unos años siendo la única mujer en lo más alto. Debe de ser duro para ella compartir el foco de atención. Sé que también quería llevar la cuenta de Clairol, así que el palo es doble. Una vez colgado el teléfono, me quedo pensando en sus palabras.

Vuelve a sonar el teléfono. Es Nick Evans, director ejecutivo de Drackett Company, la firma que fabrica Vanish y Drano. Acaba de ver mi anuncio del «Fontanero llorón». La premisa es que el nuevo Drano líquido «limpia tan bien tus tuberías que no necesitarás nunca más a un fontanero», y el actor que hace de fontanero se pasa llorando los treinta segundos del anuncio. «Me encanta —dice Nick—. Espero que te den muchos premios.»

Nueva llamada. Jim Heekin. Parece que hoy es mi día. Pienso: «Dos presidentes en solo dos minutos».

—Malas noticias —dice Jim—. En cuanto en Lever se han enterado de que hemos conseguido el contrato con Clairol han llamado para decirme que estamos ante un conflicto de intereses de los grandes. Si no rescindimos el contrato con Clairol se llevarán todas las cuentas. —No necesitaba que me dijera que Lever Brothers era nuestro cliente más importante—. Me ha encantado trabajar contigo en Clairol… durante unos veinte minutos. —Hace una pausa—. Por cierto, hay algo que quería preguntarte desde esta mañana. ¿De qué color tienes el pelo en la vida real?

—Rojo —respondo con seriedad, y nos echamos a reír.

Apenas he colgado el teléfono cuando vuelve a sonar. Es Heekin de nuevo:

—He olvidado darte la enhorabuena por la vicepresidencia.

Gene entra en mi despacho y me da un abrazo.

—Esta noche todo el equipo te llevaremos a tomar una copa. No quiero que te excuses diciendo que tienes que entretener a un cliente de Michael o que debes quedarte en casa con las niñas. Esto significa mucho para los que están a tu cargo.

Accedo, sintiéndome culpable. No paso suficiente tiempo con los creativos fuera de las horas de trabajo.

Finalmente, consigo comunicarle la noticia a Michael, que muestra su contento de forma comedida:

—¿Qué te parece si me llevas a cenar esta noche? —dice a modo de provocación.

Le recuerdo que es viernes y que a Mabel le gusta marcharse a las seis para pasar el fin de semana en Brooklyn con su familia.

—Además, los chicos quieren invitarme a una copa para celebrarlo. ¿Puedes llegar pronto hoy?

—Claro, sé que debes hacerlo. Diviértete. Pero no te quedes hasta muy tarde.

Cuelgo el teléfono sintiéndome más culpable que nunca. No paso suficiente tiempo con mi familia. Soy afortunada de tener a Michael, un hombre por el que suspiran las mujeres, y el tipo de matrimonio que otras parejas envidian. Hasta el momento, después de diez años casados, solo hemos estado en desacuerdo en dos cosas: los perros y el golf.

No hacía más que pedirle a Michael que tuviéramos un perro:

—Tú te criaste en casa con un perro, y yo también —me quejaba.

—No en un apartamento de Nueva York —decía siempre él con firmeza.

Cuando nació Kate, redoblé mis súplicas, pero Michael se mostró más firme que nunca:

—Nada de perros en un apartamento de Nueva York.

Después, tras el nacimiento de Jenny, pensé que había llegado el momento de buscar un hijo varón:

—¿Qué te parecería tener un tercer hijo? —le pregunté.

—¿Te gustaría que tuviéramos un caniche? —fue su respuesta.

Lo del golf era diferente. Como a Michael le encantaba jugar, aprovechaba cada oportunidad que tenía de hacerlo, y siempre quería que jugara con él, «así tendremos algo que hacer cuando nos jubilemos». Yo hacía los dieciocho hoyos en ciento cincuenta o ciento sesenta golpes, jugando a través del céped sin cortar el recorrido entero. Para mí aquello más que un deporte eran técnicas de guerrilla en plena selva. Una noche, después de unos cinco años pegándome esta paliza, me senté a hablar con Michael y le solté la mala noticia:

—No jugaré al golf nunca más.

—Me alegro mucho, Mops —dijo Michael—. Juegas tan mal que no sé por qué seguías haciéndolo.

 

16.15. Estoy sentada a mi mesa escribiendo el anuncio de café Maxim, pero no consigo concentrarme. Estoy demasiado emocionada por mi nombramiento. Una sombra se posa sobre la máquina de escribir, me doy la vuelta y veo a David Ogilvy allí plantado en mi despacho. En Confesiones de un publicitario escribió que nunca llamaba a nadie a su despacho, porque le parecía que eso aterrorizaba a los empleados. Obviamente, no tiene ni idea de lo impresionante que es encontrártelo de repente detrás de ti.

—Hola, señor Ogilvy —consigo decir.

—Jovencita, acabo de proyectar el anuncio del fontanero. Me parece abominable en todos los aspectos. Un actor con sobrepeso llorando como una magdalena. —Se me encoge el estómago—. Pero quiero darte la enhorabuena por tu insólito casting. Excelente.

—Gracias, señor Ogilvy.

—Una cosa más. A partir de hoy eres la única vicepresidenta de esta agencia que me llama «señor». Así que tienes que dejar de hacerlo de inmediato. Felicidades. —Me estrecha la mano calurosamente.

—Gracias —vuelvo a decir, y me paro en seco. No soy capaz de pronunciar la palabra «David».

 

17.15. Nos encontramos todos en el Ratazzi’s, el local situado justo frente a la oficina al que solemos ir los de Ogilvy. Es temprano, de modo que conseguimos hacernos con una mesa grande en la parte trasera, de iluminación más tenue. Cada uno elige una bebida diferente. Es como un test de personalidad. Gene pide un whisky doble con hielo. La sofisticada Linda un martini, muy seco; la literaria Marianne opta por el jerez; el extravagante Peter por una bebida llamada Negroni de la que nunca he oído hablar. Ken, nuestro británico, pide un Pimm’s Cup, pero no tienen. No alcanzo a oír lo que farfulla a cambio. Doug y yo somos los únicos que bebemos vino. Chianti para él, Soave para mí. Abro el segundo paquete de cigarrillos.

 

17.50. La fiesta está en pleno apogeo. Me encantaría tomar una segunda copa de vino, pero sería injusto para Michael y las niñas. Intento marcharme sin que nadie se dé cuenta y resulta más fácil de lo esperado: la mayoría casi ha acabado la segunda ronda. Gene, el único que me ve salir, me acompaña a la puerta. Le doy un beso en la mejilla:

—Gracias por hacerlo posible. —Esboza una mueca.

—Has sido tú quien lo ha hecho posible.

Camino en dirección a Madison Avenue y cojo un autobús hacia la zona residencial de Manhattan. Dos taxis en un día ya es suficiente.

 

18.35. Al llegar a nuestro apartamento encuentro un cartel improvisado —cuatro cuartillas pegadas con celo— en la puerta que dice: ENHORABUENA, VP MOPPS.

Michael, Kate y Jenny ya están cenando. Abrazos, besos, aplausos.

El pastel de carne de Mabel está caliente, esperándome dentro del horno. Michael me sirve una copa de vino, esa segunda copa que esperaba. Estoy muy contenta de llegar a casa. Ha sido una semana muy larga, y hoy ha sido un día muy largo. Suena el teléfono y Kate corre para cogerlo: «El señor Grayson», anuncia.

Es un nombre que suena mucho en nuestra casa. Michael levanta las cejas, como diciendo: «¿De verdad tienes que contestar a esa llamada?». Me encojo de hombros a modo de disculpa. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Perdona que te moleste —dice Gene—, pero acabo de volver al despacho para deshacerme de unos papeles… —la culpa me abruma. Gene haciendo horas extras, y yo en casa— y había un mensaje de los de Drackett. El proyecto Drano Fuerza-Industrial sigue adelante y necesitan un creativo en la visita que harán el lunes al laboratorio. Acabo de llamar a Peter y puede volar hacia allí el domingo.

—Pero es Marianne quien ha hecho todo el trabajo de Drackett. En realidad es su…

— Drano Fuerza-Industrial —me interrumpe Gene—. No me parece una cuenta para una chica. Y además, Peter ya lo tiene todo preparado. Dice que tenía que redactar el anuncio de Dove este fin de semana, pero como el domingo sale de viaje no me ha parecido justo que trabaje también el sábado. Le dije que lo escribirías tú. —Pausa—. Y que si no, lo haría yo.

No lo dudo ni un momento.

—No, ya lo escribo yo. El lunes a primera hora te lo entrego.

Cuando vuelvo a la mesa mis dos hijas me miran con resignación.

—Mami, ¿tienes que trabajar este fin de semana? —pregunta Kate.

—Solo tengo que trabajar uno de los dos días. ¿Sabéis qué haremos? Mañana vamos de picnic a Central Park y luego puede que papi nos lleve a remar. —Michael me mira con cara de circunstancias—. ¿Qué ocurre? —le pregunto.

—Prometí que mañana iría a jugar al golf.

Disimulo mi decepción ante Kate y Jenny, y murmuro algo así como que papi trabaja mucho y necesita tiempo para él. Le pregunto si irá a Pine Valley. Se trata de un club de golf célebre por ser un lugar de encuentro para hombres en el que un golfista con resaca puede pedir el desayuno especial de la casa: ponche de leche aderezado con bourbon. Nada de eso, me dice Michael. Pine Valley solo es para salidas nocturnas. De hecho, iré a Pine Valley el fin de semana que viene. Hago una mueca. Michael se da cuenta de que acaba de darme una noticia que no tenía intención de revelar todavía y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Siempre acaba saliéndose con la suya.

 

22.15. Michael y yo estamos en la cama. Hemos acordado un plan para el fin de semana con el que todo el mundo parece contento. Mañana Michael jugará al golf, yo me llevaré a las niñas al parque por la mañana y redactaré el anuncio por la tarde. El domingo lo dedicaremos a la familia.

—¿Cuándo podré ir contigo al club de golf de Pine Valley? —le pregunto medio dormida.

Hay una pausa.

—En realidad, no creo que quieras ir a Pine Valley.

—Pues claro que quiero. Siempre hablas de ese club como si fuera el no va más. ¿Por qué no habría de querer yo también pasar el fin de semana allí?

—No tienen baño de señoras.