CUANDO TODO ACABE

La oscuridad apenas le permitía ver la imagen de la foto, pero Andrés Abad Rodríguez la tenía grabada en su memoria: de pie, junto a la fuente de los Peces, con un vestido hasta la rodilla (que él recordaba de pequeñas flores rojas sobre fondo claro aunque la imagen lo mostraba en colores grises y oscuros), el corte bajo el pecho, que dejaba suelta la cintura que ya delineaba la delicada curva del embarazo, y un pequeño cuello de encaje, Mercedes Manrique Sánchez miraba tímida a la cámara, una mano sobre la cadera y la cabeza ladeada con una leve sonrisa, feliz y tranquila, ajena a lo que estaba a punto de estallar. Gracias a aquel artefacto con fuelle, Andrés tenía en sus manos la imagen que lo había mantenido con vida a lo largo de los dos años y medio que duraba aquel infierno. Acariciaba la foto con mucho cuidado para no estropearla, y cerraba los ojos imaginándose junto a ella. Soportaba el hambre, la sed y el agotamiento, pero su ausencia le causaba un dolor a veces insuperable, incrementado por la angustia de no saber nada, ni de ella ni del hijo del que desconocía todo: si era un varón, como él quería, o una niña, como ansiaba ella.

Hacía tres meses que les habían desplazado desde Nuevo Baztán (donde se había pasado los últimos dos años construyendo una vía de tren inconclusa, cavando zanjas que no protegían, o levantando parapetos que de poco servían) hasta un antiguo preventorio abandonado, cercano al término de Las Rozas, no muy lejos de la carretera y próximo a la línea de los sublevados. La orden inicial había sido el traslado de todo el batallón a Navacerrada, sin embargo, al llegar a la carretera de La Coruña, les hacinaron en aquel lugar inhóspito que parecía estar en medio de la nada. Se pasaban el día sin hacer nada, lo que hacía más penoso el paso del tiempo porque, mucho peor que el trabajo agotador que, al fin y al cabo, les arrojaba a un sueño inconsciente al caer la noche, era la desidia y el aburrimiento de ver transcurrir las horas sin otra ocupación que pensar. Las dificultades del ejército republicano en los distintos frentes eran más evidentes cada día, y el desánimo empezaba a cundir entre muchos milicianos. No se había confirmado oficialmente (al menos a ellos, nadie lo había hecho), pero los rumores apuntaban a que Barcelona había caído sin apenas resistencia, que los nacionales avanzaban imparables por Cataluña, y que cientos de miles de republicanos de toda clase y condición huían hacia la frontera de Francia. Y mientras se resolvía una guerra que no era suya, Andrés llevaba más de dos años realizando trabajos forzados para la causa de la República —según les decían los que les custodiaban—, pasando hambre, frío o un calor insoportable. Siempre le rondó la idea de escapar de aquel infierno, pero nunca se atrevió porque era consciente de que su huida supondría la muerte inmediata de su hermano y de un muchacho con cara de infeliz de nombre Cándido Casas. Sin embargo, en los dos meses que llevaba allí encerrado, se había ubicado y sabía que se encontraba lo suficientemente cerca de Móstoles como para arriesgarse. Si caminaba de noche y regresaba antes del amanecer, podría ver a Mercedes, aunque sólo fuera un instante, y conocer por fin a esa criatura tantas veces imaginada, llegada al mundo en las peores circunstancias. Lo había planeado todo a conciencia. Si salía después del último control del día, cuando todos durmieran, y caminaba toda la noche, podría estar de vuelta antes del primer recuento. Recreaba en su mente los caminos recorridos y bien conocidos. Había hecho el camino de Móstoles a Las Rozas decenas de veces a lomos de la Cordobesa; salía al amanecer y llegaba a mediodía, a pesar de que era lenta y torpe hasta la desesperación; por tanto, si iba a buen paso, podía tardar unas cinco horas y estaría de regreso antes del recuento; al día siguiente era domingo, y los domingos pasaban lista más tarde. La ausencia le dolía y la idea de verla era lo único que le calmaba. Se conformaba con abrazarla sólo un instante, un solo abrazo y estaría dispuesto a volver y soportar lo que fuera.

A pesar del riesgo, se creía con fuerzas suficientes para conseguirlo. Había comprobado que, en aquel lugar, la vigilancia era más laxa; los milicianos parecían más interesados por su propia suerte que por los presos que tenían a su cargo. Había ocultado a su hermano sus intenciones porque trataría de impedírselo. Clemente era tres años mayor que él, y desde el principio había asumido la labor de protegerle. Pedía paciencia cuando la angustia y el llanto desesperado se desbordaban de los ojos de Andrés ante la impotencia de no poder hacer nada, de esperar a diario la muerte, o de asumir ese extraño hado de continuar con vida un día más, una semana más, y así durante más de treinta meses.

—Cuando todo acabe, regresaremos a casa, y volverás a ver a Mercedes y conocerás a tu hijo, y yo podré reunirme con Fuencisla y les contaré cuentos a mis hijos, y les llevaré a ver los caballos de Román, y todo volverá a ser como antes...

—Cuando todo acabe... —murmuraba Andrés, repitiendo las palabras de su hermano, con la vista perdida en la desesperanza—, cuando todo acabe...

—Tenemos que resistir, Andrés, mantenernos vivos..., todo volverá a ser como antes...

Clemente callaba porque sus palabras se ahogaban en la garganta. Todos sabían que aquella guerra, larga y absurda, había transformado a los que consiguieran sobrevivir a ella.

Andrés Abad, tumbado en su incómodo catre sucio y maloliente, con la foto sobre su pecho, presionándola con la palma de su mano, esperaba paciente el momento adecuado para salir. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. En apariencia, todos dormían; más de un centenar de hombres acostados; ronquidos, toses, carrasperas flemáticas o groseras ventosidades rompían el silencio nocturno. Sin embargo, su descanso no era plácido, tan sólo se abandonaban al agotamiento acumulado, al dolor del hambre y al lento transcurrir de un tiempo que les sustraía la vida. Metió la foto de Mercedes entre su ropa y se incorporó lentamente intentando evitar el chirrido de los muelles oxidados bajo su escuálido colchón. Sentado, volvió a observar aquel inmenso pabellón de paredes altas y descascarilladas, rezumantes de oscuras humedades, con enormes ventanales sin cristales, cubiertos, en el mejor de los casos, por cartones o mantas rotas por donde se colaba un aire gélido; decenas de catres de hierro se disponían en hileras, tan juntos unos de otros que apenas dejaban un estrecho pasillo para transitar. Se incorporó lentamente y se puso de pie, pero antes de que pudiera dar un paso, sintió que le agarraban del brazo.

—¿Adónde vas?

Clemente le sujetaba con fuerza, barruntando sus intenciones.

—A mear.

Apenas le veía la cara, pero sintió el gesto de reprobación de su hermano.

—Vuelvo en seguida... —murmuró, intentando desasirse, pero Clemente le agarró con más fuerza.

—Te lo advierto, Andrés, no hagas ninguna tontería de la que te puedas arrepentir...

La voz grave y firme de su hermano se le clavó en el pecho como un fino cuchillo. La fuerza de los dedos sobre el brazo se fue aflojando poco a poco hasta liberarlo. Los dos hombres mantuvieron la mirada en la penumbra espesa y cargada, en un silencio mortal, lúgubre, como una extraña despedida que alteró el corazón de Andrés.

Clemente se tendió y le dio la espalda. Sólo entonces, Andrés se alejó, buscando los espacios para meter las piernas por los huecos que quedaban entre las camas; estaban tan juntas que se arañó la piel con los hierros. Cuando alcanzó la ventana respiraba con dificultad y sudaba a pesar del frío reinante. Apoyó la espalda en la pared e intentó mantener la calma. Nadie parecía haberse percatado de su noctámbulo paseo. Algo más sereno, se asomó con cautela al exterior; miró a un lado y a otro; no había ni una sola nube en el cielo, y por fin se había disipado la espesa niebla tras días de cubrirlo todo de un halo blanquecino e impenetrable; la luz cenital de la luna aclaraba levemente el terreno que circundaba aquella cárcel improvisada. Nadie vigilaba esa zona del preventorio. Andrés saltó al exterior, pero al posar el pie algo punzante se le clavó en el talón y tuvo que morderse los labios para no emitir un grito. Tensó todo el cuerpo y, poco a poco, expelió con el aire de los pulmones el intenso dolor. Agazapado entre los matorrales y moviéndose con mucho sigilo, se palpó el pie. Tenía un corte del que ya empezaba a manar la sangre. Se arrancó un trozo de camisa y se la ató a modo de venda. Se calzó las alpargatas y emprendió el camino. A lo lejos se oía el rumor de voces de los que hacían la guardia. Cojeando, se deslizó cauteloso junto al muro, y al llegar al final se asomó para otear el puesto de guardia. Todo permanecía tranquilo. Anduvo agachado hasta que tuvo la certeza de que no podría ser visto; ya incorporado, miró al cielo y se situó. Tenía que ir hacia el sur. Conocía de sobra los caminos, pero prefirió evitarlos y avanzar por el monte guiándose por las estrellas. De niño, su padre le había enseñado a orientarse por el campo; siempre le decía que, durante la noche, antes de mirar al suelo había que mirar al cielo. Emprendió la marcha con paso ligero y constante; no quería agotarse demasiado, debía dosificar sus fuerzas para regresar. El frío era tan intenso que parecía azotar su maltrecho cuerpo. Cruzó los brazos sobre el pecho. El talón le dolía cada vez que lo plantaba porque la fina suela de esparto de las alpargatas apenas le protegían del terreno; intentaba no pensar en ello; sabía cómo controlar el dolor, era una de las cosas que había aprendido durante aquellos meses atroces en los que, a diario, había tenido que sobreponerse a esa penosa sensación.

A un kilómetro escaso, se topó con la carretera de La Coruña. Extremó el sigilo en cada uno de sus movimientos. Sabía que los nacionales habían tomado la vía y cortado el acceso a Madrid, por lo tanto, era previsible que hubiera una mayor vigilancia. Tenía que cruzarla para continuar su camino. Oteó a un lado y a otro hasta cerciorarse de que todo estaba en calma. Encogido como un animal asustado, se deslizó sigiloso con el corazón acelerado, temiendo a cada paso escuchar el chasquido de un gatillo, una voz dándole el alto o el silbido de una bala. Cuando llegó al otro lado se echó al suelo intentando recuperar la respiración retenida por el miedo. Comprobó que el silencio seguía siendo su único compañero. Observó el camino recorrido y le pareció mentira lo ancha que podía parecer una simple carretera. A partir de ese momento, se lanzó a su destino deseado, buscando siempre la senda más fácil sin perder de vista el horizonte, oyendo el crujir de las ramas bajo sus pies y su propia respiración, sintiendo en el rostro la calidez de su aliento blanquecino y procurando evadirse de los sonidos inquietantes que guarda la noche.

Tras varias horas de avance solitario, la silueta del castillo de Villaviciosa se presentó majestuosa en la opacidad de la noche; apenas le faltaba una hora escasa. Apresuró el paso, enervado por el ansia de alcanzar su destino y la idea de volver a ver a Mercedes. Empezaba a sufrir el agotamiento, las piernas le pesaban por el esfuerzo y el frío le había entumecido el cuerpo. Pero lo peor de todo era la sed, esa sensación de tener la lengua pegada al paladar y la garganta reseca como el esparto.

Vio el edificio de la estación de Móstoles que quedaba a su izquierda. El pueblo parecía desierto, envuelto por un silencio tétrico. Se introdujo por la calle del Soto, cruzó la del Cristo y se metió por el camino del Casino hasta llegar a la plaza de la Iglesia. Se acercó hasta la puerta de la casa aminorando el paso. Por su cabeza se mezclaban sentimientos contradictorios que disparaban su ansiedad: por un lado, anhelaba el abrazo de Mercedes, oler su pelo, tocar su piel; sin embargo, sin saber por qué, le asaltó un repentino miedo de no encontrar a nadie, o de descubrir algo grave e irremediable.

La calle de la Iglesia era estrecha. Al llegar delante de la puerta intuyó que algo no encajaba. En vez de llamar, plantó su mano sobre la madera, empujó y, para su sorpresa, cedió abriéndose con un chirrido lastimero y punzante. Con el corazón encogido, dio un paso hacia el interior oscuro pero en seguida le detuvo el crujir de cristales rotos bajo su pie. Entre la vaga penumbra, comprobó que el zaguán estaba lleno de escombros. Intentó avanzar pero le fue imposible. Llamó a Mercedes con voz temblona, obteniendo por respuesta un penoso silencio. Alzó los ojos y el alma se le cayó a los pies; el techo había desaparecido y en su lugar se abría un boquete que dejaba ver las estrellas; las vigas de madera se distinguían quebradas en la sombra. Sintió pánico y, trastabillando, salió de la casa con la respiración acelerada. Confuso y asustado, miró a un lado y a otro, y pensó en su tío Manolo. Echó a correr sin cuidado de que alguien pudiera descubrirle. Se detuvo al llegar al camino de las Vacas con la aprensión de que también la casa de su tío hubiera sido pasto de las bombas. Respiró algo más tranquilo al comprobar su apariencia intacta. La puerta de la calle del Cristo estaba cerrada a cal y canto. Volvió sobre sus pasos al camino de las Vacas, y se encaramó al muro de mampuesto que cerraba el patio; de un salto, se encontró en el interior. La herida del pie le quemaba como si llevase un clavo ardiendo. Se mantuvo inmóvil un instante, atento a cualquier ruido, pero lo único que oía era el silencio de la noche en calma. Aspiró el aroma a heno; se estremeció al evocar los recuerdos de un pasado que se antojaba muy remoto. Le pareció que había transcurrido una eternidad desde la última vez que estuvo allí. Atravesó el patio hasta la puerta de la cocina. Cuando puso la mano en el pomo para girarlo, se quedó agarrotado al sentir el frío de un hierro apoyado sobre su nunca.

—¿Dónde te crees que vas?

Andrés tragó saliva al reconocer la voz de su tío Manolo.

—Soy yo... —murmuró con la voz temblorosa, sin mover ni un solo músculo por miedo a recibir un disparo—, tío, soy su sobrino..., soy Andrés...

—Dios Santo...

La presión en la nuca desapareció, y sólo entonces Andrés se giró despacio. En la penumbra pudo ver la escuálida silueta de su tío, con una escopeta en la mano.

—Dios Santo —repitió el anciano—, pensaba que estabas...

Andrés le interrumpió, nervioso.

—Estamos bien. Clemente está conmigo...

El viejo Manolo miró a su alrededor, buscando al otro sobrino.

—No, no está aquí —apuntó Andrés.

—¿Dónde está?

—Hemos estado en la zona de Baztán, haciendo la vía del ferrocarril a Valencia. Hace dos meses nos llevaron a un lugar cercano a Las Rozas, y allí nos tienen, sin hacer nada, en un antiguo preventorio en medio del monte. Está con nosotros Fermín Sánchez.

—¿Fermín está vivo?

El viejo Manolo esbozó una sonrisa. Fermín Sánchez era amigo suyo. Le habían apresado hacía siete meses, cuando intentó entrar en Madrid portando un saco de harina para su esposa y su hijo que se habían instalado en la casa de una cuñada, cerca del puente de la Princesa.

—Dios Santo, qué buena noticia..., al no regresar, me temí lo peor... pensé que estaba muerto.

Andrés bajó la mirada al suelo y esbozó una sonrisa estúpida.

—Sí..., bueno, por ahora, todos sobrevivimos, más o menos.

—Y tú, ¿te has escapado?

—Sí, pero tengo que regresar antes del recuento de la mañana.

Los dos hombres hablaban en susurros hasta que el ladrido de un perro les sobresaltó. El tío Manolo cogió a su sobrino por el brazo y abrió la puerta de la cocina.

—Vamos dentro. Me imagino que estarás hambriento.

Andrés entró despacio, emocionado de sentirse, después de tanto tiempo, en un lugar familiar. Inspiró profundamente para percibir el aroma conocido. La cocina estaba envuelta en una tenue penumbra, sólo iluminada por el reflejo de la luna que se colaba por la ventana. En seguida atisbó la disposición de muebles y enseres, una imagen que se mantenía intacta en su recuerdo: a la derecha, pegada a la pared y bajo la ventana, la mesa de madera pintada de verde rodeada de tres sillas de enea; de frente, la chimenea con su enorme campana enjalbegada, bajo la cual ardía siempre una buena lumbre, ahora apagada como un agujero negro y profundo. En el revellín, el vasar de yeso en el que seguían todas las cacerolas colocadas por tamaños, media docena de platos de loza descascarillados, algunos vasos y dos sartenes, una muy grande y otra pequeña, colgadas por el mango en ganchos de hierro.

—Voy por algo de leña para encender un fuego que te caliente —dijo el viejo, moviéndose en la oscuridad con enorme facilidad—, la tengo escondida como oro en paño, porque hasta eso escasea.

—No se preocupe, tío. No tengo demasiado tiempo, he de irme en seguida. Deme algo de beber, se lo ruego, me muero de sed.

El viejo se detuvo un instante y miró en la penumbra al sobrino. Prendió una vela que había en una palmatoria sobre la mesa, y de inmediato, cerró las contraventanas para evitar que nadie pudiera verles desde la calle. En ese instante, iluminados por la llama rutilante que desprendía la candela, los ojos de los dos hombres se encontraron, dejando al descubierto los sufrimientos grabados por meses de hambre y miseria.

—Siéntate.

—Tengo mucha sed —insistió Andrés.

El anciano puso sobre la mesa una botella de cristal con un cuarto de vino.

—Bebe un poco de esto, te vendrá bien. Voy al pozo a sacar agua.

Andrés cogió la botella, quitó el tapón de corcho y bebió un trago. Sintió un fuerte escozor por el contacto del líquido con las heridas que tenía en la boca. Tragó con dificultad, y resopló para calmar la quemazón.

—¿Qué pasa?, ¿es que ya no te gusta el vino?

—Me escuece mucho la boca.

El viejo salió al patio y al poco rato regresó con la jarra llena de agua. Andrés la cogió y bebió con ansia. Cuando terminó, tenía sobre la mesa un plato colmado de garbanzos con patatas. Se lo quedó mirando un rato, con cara de estúpido, como si no se lo terminase de creer.

—Vamos, come —le instó el viejo Manolo—, no está caliente, pero no creo que te importe demasiado.

Andrés engulló dos platos de garbanzos, untó tocino en un trozo de pan blanco y, además, comió queso y membrillo. Ninguno de los dos habló nada mientras Andrés devoraba la comida; no había espacio para nada más que para calmar el hambre que arrastraba. El viejo Manolo le observaba satisfecho.

Hubo un momento en el que Andrés sintió que el estómago le iba a estallar. Se echó hacia atrás con gesto dolorido.

—¿Ya? —preguntó el viejo, enarcando las cejas, con una sonrisa lacónica.

—Dios, no puedo más. Creo que voy a estallar.

—Habéis debido de pasar mucho.

—No se puede usted ni imaginar...

—Aquí ya no tienes que temer nada. Te puedes quedar en la cueva...

—Ya le he dicho que tengo que regresar.

—¿Cómo te vas a ir otra vez? ¿Estás loco? Te escapas de tu encierro y pretendes volver.

—Si no lo hago, mañana matarán a mi hermano Clemente y a un chaval de dieciséis años. No puedo quedarme.

La voz de Andrés fue tan contundente que el anciano enmudeció. Tras un silencio estremecido, continuó lánguido.

—Se aseguran bien de que ninguno de nosotros escape. Si pasan lista y falta alguno, matan al que va por delante de él en la lista y al que va por detrás.

—Entonces, ¿a qué has venido? ¿Para qué arriesgarte...?

—He estado en casa de la Nicolasa.

El anciano se envaró.

—No habrás podido entrar. Una bomba... —calló, incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. Primero fueron unos para echar a los otros, luego los otros para echar a los unos, y entre unos y otros han destrozado parte del pueblo.

—¿Dónde está la Mercedes, qué le ha pasado a mi mujer?

Manolo ensombreció su gesto y bajó la vista al negro hueco de la chimenea.

—La Nicolasa y ella se marcharon a Madrid a los pocos días de llevaros a vosotros. Aquí no estaban a salvo.

—¿A Madrid? ¿Adónde?

—Don Honorio consiguió que las acogiera en su casa un médico conocido suyo.

—Pero ¿están bien?

El viejo encogió los hombros con desidia.

—No tengo noticias desde hace meses, Andrés, no puedo decirte si está viva o muerta.

—¿Y mi hijo..., o mi hija? —preguntó con ansiedad—. Debe de tener más de dos años...

Le interrumpió secamente.

—El hijo venía muerto.

Un silencio intenso y doloroso embargó el pensamiento de Andrés. El viejo continuó con una penosa parsimonia.

—Tu suegra, la señora Nicolasa, murió al poco tiempo de llegar a Madrid. Recibió un disparo cuando esperaba en una cola para conseguir comida.

La frialdad abúlica del viejo envolvía sus palabras en una sombra taciturna de melancolía.

—Pobre Mercedes... —murmuró Andrés, desesperado. Hundió su cabeza entre sus manos, ocultando el rostro—, si al menos pudiera estar a su lado.

—Andrés..., tu madre...

El tío Manolo calló un instante, indeciso. Andrés se alarmó al ver la tragedia reflejada en sus ojos. Andrés había decidido no ir a verla; le hubiera resultado muy costoso convencerla de que tenía que volver al presidio; sería suficiente con el recado de que su hermano y él estaban bien, y que pronto regresarían al pueblo, sanos y salvos.

—¿Qué pasa con ella? —inquirió, balbuciente—. ¿Dónde está?

—Murió..., hace casi un año.

Andrés notó que le subía por la boca un agrio resentimiento. Tragó saliva e intentó retener en sus ojos las lágrimas rabiosas que forzaban su salida. Se quedó quieto, mirando la piel ajada de aquel hombre, seca y arrugada, igual que la que recordaba de su madre. Reconoció la camisa y la chaqueta que habían pertenecido a su padre; cuando murió, su madre le había cedido la ropa que se encontraba en mejor estado para que la aprovechase; las camisas le holgaban alrededor del cuello porque era más flaco y menudo que el difunto; para ajustarlos, su madre pasó días cosiendo mangas y bajos de pantalones. Habían pasado diez años, pero Andrés recordaba con nitidez la tarde en que oyó repicar varias veces la aldaba sobre el portalón de la casa; obedeciendo la orden materna, abrió la puerta. Dos hombres clavaron sus ojos sobre él con gesto circunspecto; tras ellos se removió la Cordobesa, y entonces vio el cuerpo de su padre atado a la albarda de la mula: la cabeza colgando inerte, los brazos caídos hacia la tierra, las piernas yertas. Dijeron que había caído fulminado en el campo. La viuda lloró su luto durante mucho tiempo. Empezó a sonreír de nuevo con la boda de Clemente y Fuencisla; la llegada de los primeros nietos la llenó de energía, aumentada con el matrimonio de Andrés y de Mercedes. La alegría recuperada se la arrancaron de cuajo el día que se llevaron a sus dos únicos hijos en una camioneta con destino desconocido.

—¿Cómo fue?

El viejo Manolo encogió los hombros.

—Cuando se enteró de que os habían llevado a ti y a Clemente, cayó enferma. Apenas comía nada, perdió mucho peso en poco tiempo, parecía un esqueleto, y lloraba —enarcó las cejas y movió la cabeza de un lado a otro—, lloraba mucho. Se le secaron los ojos y se secó por dentro. Cuando evacuaron a todas las mujeres del pueblo en octubre del 36, ella no quiso marcharse. Estuvimos tres días escondidos en la cueva, hasta que entraron los nacionales y pudimos salir. Le dije que se viniera a vivir aquí conmigo, hasta que todo acabase, pero no quiso, ya sabes lo cabezota que era. Decía que quería estar en casa, por si regresabais. Se pasaba el día sentada en el quicio de la puerta, daba lo mismo que hiciera un frío de perros que un calor de infierno. Casi no dormía, temía no oíros si llamabais.

El tío Manolo hizo una larga pausa sin dejar de mirar al vacío, hasta que levantó el rostro para fijar sus ojos en Andrés

—Un día me la encontré muerta. Está enterrada junto a tu padre, como ella quería.

La sensación de orfandad le agarrotó el pecho. De repente se había enterado de que nunca conocería al hijo que durante todos aquellos meses tanto anheló; «puede que presintiera que el mundo al que llegaba era un lugar terrible para vivirlo», se dijo. No era padre, tampoco era hijo, se había convertido en un huérfano. Pensó en la fortaleza de su madre antes de la guerra, sin problema alguno de salud. Aquella locura continuaba separando familias y provocando la muerte por las bombas, el hambre, o, simplemente, por la pena insoportable de la ausencia.

Después de un rato de silencio, Andrés volvió a insistir sobre el paradero de Mercedes.

—¿Dónde puedo encontrar a Mercedes?

El tío Manolo le miró con cierta reticencia.

—Lo único que sé es el nombre de la calle, General Martínez Campos, pero cualquiera sabe si sigue allí. Han pasado demasiado tiempo y demasiadas cosas. Todo puede haber cambiado. Cuando todo acabe podrás...

El anciano enmudeció cuando Andrés dio un fuerte golpe sobre la mesa, haciendo tintinar los cacharros que estaban sobre ella. Enarcó las cejas, sin apenas inmutarse por la rabia de su sobrino.

—Siempre lo mismo... cuando todo acabe..., cuando todo acabe... —murmuraba entre dientes con aspaviento desesperado—; esto no tiene fin, no acaba nunca..., nunca...

Andrés sintió una punzada en el estómago. El dolor fue tan intenso que le obligó a retorcerse emitiendo un lastimero gemido.

—¿Qué te ocurre?

—Me duele...

No pudo terminar, se tapó la boca y se levantó, pero apenas anduvo dos pasos cuando enarcó el cuerpo y vomitó. El viejo le sujetó por la cintura para que no cayera de bruces contra el suelo. En cada arcada, su cuerpo tenso se encorvaba hasta que expulsaba el vómito por la boca acompañado de un desgarrado bramido.

Cuando por fin parecía haber echado todo lo que había en su estómago, se desmoronó en brazos del anciano.

—No puedes regresar así.

Le llevó hasta la silla, y lo sentó.

—Tengo que marcharme... —murmuró Andrés, intentando recuperar el aliento perdido—. No puedo dejarles..., no podría vivir con eso en mi conciencia... no podría vivir...

El llanto le desbordó, y de su garganta salió un afligido gemido, porque en ese momento se dio cuenta de que, tal vez, no llegase a tiempo para evitar la muerte de su hermano y de aquel pobre chico. Su viaje había sido además de inútil, grotesco. Había ido buscando una esperanza para sobrevivir y se había encontrado con la terrible realidad de la muerte, y el desaliento de no saber cómo estaba Mercedes, peor aún, sabía que estaba en Madrid, sin el hijo que nunca conocería, sin su madre, sola en una ciudad sitiada y bombardeada, de la que sabía que se estaba pasando hambre y muchas penurias.

Manolo repitió, con pesadumbre.

—En estas condiciones no llegarás a ninguna parte.

—¡Tengo que ir!

Sus ojos enrojecidos se clavaron en el rostro del anciano. Él le miró taciturno y murmuró:

—Ha sido una locura que vinieras hasta aquí...

Andrés, con gesto abatido, se enjuagó la boca con un poco de agua y se puso en pie, pero al plantar el talón se quejó.

—¿Qué te pasa? Estás sangrando.

—No es nada, sólo un corte.

—Deja que te lo vea.

Le obligó a sentarse y le quitó la alpargata completamente empapada de sangre. Cogió la vela y la colocó en el suelo. Le retiró el trozo de tela sucio y ensangrentado.

—Esto no tiene buena pinta, Andrés.

—Curará, no se preocupe, he salido de otras peores.

—Espera. Voy a intentar desinfectarlo un poco, y te lo vendaré...

Andrés lo interrumpió retirando el pie.

—Déjelo, tío, no hay tiempo, tengo que marcharme.

El viejo le miró con una mueca en la boca.

—Ya sabes lo que dicen los buenos toreros: «Vísteme despacio que tengo prisa»; si de verdad quieres llegar a tu destino, deja que te cure esa herida.

Se levantó y salió de la cocina; en seguida volvió con una venda y una botella.

—Es orujo; te dolerá, pero ayudará a cicatrizar la herida.

Abrió el tapón, le sujetó fuerte por el tobillo y vertió el líquido por el pie. El escozor fue tan brutal que Andrés se sintió desvanecer.

—Aguanta un poco, pronto dejarás de tener sensibilidad en esa zona, y se pasará el dolor.

Colocó con destreza la venda, le dio unos calcetines de lana y unas esparteñas mejores y más nuevas.

Después de la cura, Andrés se levantó y, con cuidado, plantó el pie en el suelo bajo la atenta mirada de su tío.

—¿Mejor?

Andrés asintió. El anciano se sentía afligido por la impotencia de no poder hacer más por su sobrino.

—Toma, llévate esta ropa y algo de comida. Procura que Clemente se lo coma más despacio para evitar este desperdicio.

Los dos miraron las baldosas del suelo cubierto de vómito.

—Siento lo de la comida...

—Más lo siento yo —añadió el viejo, conforme—, ni te sirvió a ti ni me sirvió a mí.

—Tengo que marcharme —la voz se le quebró—. Tío, si todo esto no acaba bien..., si me pasara algo, ¿me promete que cuidará de ella?

El anciano le miró con una mueca de solemnidad.

—Procura que no te maten. Has aguantado hasta ahora, sólo tienes que hacerlo un poco más. Esto no puede durar mucho.

Abrió la puerta, y Andrés susurró un gracias apenas perceptible.

—Quedan seis horas para que amanezca —le dijo el anciano, mirando al cielo estrellado—. Vete ya, corre, y salva la vida de tu hermano y de ese muchacho. Vamos.

Andrés se lanzó al campo, con la única idea de llegar a tiempo. Le dolía el estómago, la cabeza le estallaba, la herida le quemaba como si tuviera fuego y, sobre todo, seguía teniendo una sed terrible por efecto del vómito.

Estaba al límite de sus fuerzas cuando atisbó a lo lejos el edificio del preventorio que servía de prisión provisional. Había amanecido hacía media hora, y el frío de la madrugada le había dejado insensible la nariz y las orejas. Los sabañones estaban asegurados; en cuanto la piel se desentumeciera, aparecerían los picores y la quemazón. Pero lo que le preocupaba era llegar antes del recuento. «Hoy es domingo», se repetía una y otra vez a medida que el sol liviano de invierno iba ganando espacio en el horizonte, «y hasta los milicianos duermen más en domingo». Cuando estaba a punto de llegar al límite de la arboleda que le amparaba de ser descubierto por la guardia, un disparo lejano le sobresaltó. Se detuvo, paralizado por el miedo. Se mantuvo atento al silencio. Al oír otros dos disparos comprendió que no estaban dirigidos a él, y echó a correr. Atravesó la explanada que había frente al pabellón del dormitorio; jadeante, con un dolor intenso en el pie, se asomó a la ventana por la que había saltado la noche anterior. Los catres estaban vacíos. Oyó un revuelo de gente y comprendió que todos estaban en el patio. Antes de que pudiera reaccionar, se oyeron más detonaciones, sonido secos y huecos que dejaban tras de sí un estremecedor silencio. Saltó al interior y atravesó el pabellón brincando de cama en cama, hasta que llegó a la puerta del pasillo donde se encontró con un centenar de hombres apoyados contra las paredes, sentados por el suelo, con la mirada perdida, abatidos por la desidia. Por los grandes ventanales, oteó al resto de los presos, amontonados de manera desordenada en el gran patio central, cerrado por los cuatro pabellones que conformaban el preventorio.

Andrés se extrañó.

—¿Han hecho el recuento?

Un hombre de unos treinta años, que permanecía sentado en el suelo con un cigarrillo de hebras colgado en los labios, le contestó con voz seca.

—Hoy no hay recuento.

—He oído tiros. ¿Qué está pasando?

—¿Dónde coño estabas? —le preguntó otro, con tono de reproche.

Pero Andrés apenas le dedicó una fugaz mirada. Dirigió sus ojos al primer hombre que le había hablado.

—¿Qué está pasando?

El preso levantó la cara, cogió el cigarro y expulsó el humo de su boca. Sin expresión en su rostro, habló con voz cansina.

—Hoy ha habido sacas. Estos cabrones están en las últimas, y pretenden morir matando.

—¿Sacas?

Andrés estaba desconcertado. Sabía el significado de las «sacas», se lo habían contado algunos de los que habían pasado por las cárceles de Madrid antes de ser destinados a aquel extraño batallón. Normalmente se hacían en plena noche: a los elegidos se los llevaban y nunca se les volvía a ver. Durante los meses que había estado en la sierra de Tajuña no había vivido una situación similar. Se decía que la razón de la ausencia de ese paseo mortal sin retorno era que todos los presos de aquel batallón se hacían necesarios para trabajar.

—¿Qué sentido tiene ahora esto?

Nadie le contestó. Se acercó a la puerta de salida al patio, pero la presencia de decenas de hombres, apretujados, hacía difícil el paso y le impedían la visión de lo que ocurría. Andrés se volvió hacia el primer preso que le había hablado, como si los demás fueran incapaces de contestarle.

—¿Sabes a quién... sabes a quién le ha tocado?

El hombre con el rostro macilento encogió los hombros y negó con la cabeza.

—Poco importa eso, lo que cuenta es que, al menos hoy, no nos ha tocado a nosotros.

Tenía que encontrar a Clemente. A empellones, se hizo hueco entre la gente, buscando con angustia la cara de su hermano entre todo aquel enjambre de rostros demacrados y sucios que el paso del tiempo había igualado. Se oyeron otros tres disparos y, en ese momento, como en un acto reflejo, todas las miradas se dirigieron hacia el lugar de donde procedían los tiros, inquietos, inmóviles, con gesto circunspecto. A lo lejos se oían voces, gritos arrancados del miedo, del terror atenazante del que sabe con certeza que se encuentra cara a cara con la muerte. Mientras, aquellos hombres, hacinados como ganado en un patio cerrado y gris, se mostraban insensibles al escalofrío de la realidad. En su terco intento de avanzar, recibió empujones y codazos, y sólo se detuvo cuando se vio ante una barrera infranqueable de milicianos que, con su fusil, apuntaban amenazantes hacia los presos, cerrando el acceso a un pasaje que desembocaba en otro patio más pequeño. Andrés comprendió que las ejecuciones se estaban produciendo en ese patio. Intentó atisbar algo por encima de las cabezas de los milicianos, pero uno de ellos le empujó hacia atrás con malas formas. Este gesto le cogió desprevenido y Andrés reaccionó encarándose con él. Los dos hombres acercaron sus rostros hasta casi rozarse.

—¿Qué? —le espetó el miliciano, apuntándole con el fusil en la cara—, ¿quieres pasar tú también?

Andrés se mantuvo enfrentado durante un instante, sintiendo el aliento de aquel hombre, algo más alto que él, con los ojos claros y un odio irracional grabado en sus facciones. Pensó que todos, los que estaban presos y los que les retenían, tenían ese gesto, un odio, frío e inhumano, derivado del rencor y del resentimiento sembrado a lo largo de semanas y meses.

Sintió una mano que le agarraba por el hombro y le apartaba de su desafío. Andrés se dejó llevar, y el miliciano se mantuvo altivo, con su mano firme en el gatillo, dispuesto a disparar.

—Andrés, déjalo.

Se volvió para encontrarse con Fermín Sánchez.

—¿Y mi hermano? —preguntó, impaciente—, ¿dónde está mi hermano?

Fermín Sánchez era un hombre de unos cincuenta años, alto y delgado, con manos muy grandes; siempre había tenido una complexión fuerte, pero los efectos del hambre le habían convertido en un ser esquelético de aspecto lamido. Sus ojos eran oscuros, igual que sus cejas, pobladas y espesas; sin embargo, en pocos meses, su pelo se había vuelto ralo, débil y completamente blanco.

—¿Dónde estabas? No te he visto hasta ahora.

—Eso no importa, ¿has visto a mi hermano? No lo encuentro.

Fermín dirigió su mirada por encima del hombro de Andrés hacia el lugar de donde procedían los tiros y los gritos.

Andrés, desolado, se volvió para mirar al mismo sitio que Fermín. Después, se dirigió de nuevo hacia él.

—Me han dicho que han hecho una saca.

Fermín asintió sin dejar de mirar por encima de las cabezas de los milicianos.

—Entraron cuando dormíamos. Han nombrado a unos cincuenta nombres...

Andrés tenía un nudo en la garganta.

—Fermín..., mi hermano...

Fermín bajó la mirada.

—Clemente fue uno de ellos...

—¡No!

Fue una reacción tan repentina que apenas le pudieron sujetar. Se lanzó hacia la barrera de milicianos. En seguida se formó un pequeño revuelo. Los soldados empujaban de malas maneras y cargaban sus fusiles, mientras que Fermín y otros dos presos más intentaban alejar a Andrés de la guardia.

—¡Clemente! —gritó, poniendo toda la fuerza en su voz, estirando el cuello sin dejar de forcejear con los que le sujetaban—, ¡Clemente, estoy aquí! ¡Clemente!

Su alarido resonó como un eco en aquel lúgubre patio, envuelto en un mutismo tétrico, como si aquel millar de hombres impasibles quisieran conceder, con su silencio, la oportunidad de una despedida a los hermanos.

—¡Andrés! —la voz de su hermano al otro lado del pasadizo le paralizó. No lo veía, pero oyó su llamada perfectamente—. ¡Andrés! Me van a matar...

—¡Clemente! ¡Estoy aquí!

—¡Andrés! Cuida de Fuencisla, dile que la quiero, y protege a mis...

En ese momento, se oyó un disparo al que siguió el silencio más terrible. Andrés se mantuvo atento un instante ansioso por volver a oír la voz de su hermano.

—¡Clemente! —gritó desesperado—. ¡Clemente!

No vio venir el culatazo que le propinó en la cara uno de los milicianos, tan sólo sintió un dolor intenso en la nariz y en el pómulo, y cayó de rodillas al suelo llevándose las manos al rostro.

—Como no te calles te vas para dentro y así lo acompañas.

Andrés no veía al que le gritaba. Se palpó la nariz, y notó que empezaba a sangrar profusamente. Sintió que se encendía por dentro en una mezcla de impotencia, dolor físico, sufrimiento y ansiedad. Cogió fuerza y se abalanzó contra el miliciano que tenía delante.

Se oyó un solo disparo, y, entonces, todo quedó oscuro, en silencio, vacío.