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ALLÍ ESTÁ LA ESCUELA, SEÑORANUNCIA EL COCHERO.

Llevamos una hora circulando entre onduladas colinas salpicadas de árboles. Ya se ha puesto el sol y el cielo ha adquirido ese tono azul brumoso del crepúsculo. Cuando miro por la ventana, sólo veo una bóveda de ramas y, a través de la labor de encaje de las hojas entrelazadas, la luna, como un melón maduro. Empiezo a pensar que también el cochero está imaginando cosas, pero tras una colina surge Spence en todo su esplendor.

Esperaba una casa solariega pequeña y agradable, como las que mencionan en los periódicos populares, donde muchachas rubicundas juegan al tenis en pulcros campos verdes. Pero Spence no tiene nada de acogedor. Es un edificio enorme, el castillo olvidado de un loco, con grandes y gruesos torreones, agujas finas y afiladas. Sin duda una chica tardaría un año en visitar todas y cada una de sus habitaciones.

—¡So! —grita el cochero para refrenar a la yegua. Hay alguien en el camino.

—¿Quién va?

Una mujer se acerca a mi lado del coche y mira en el interior. Una vieja gitana. Lleva un pañuelo exquisitamente bordado alrededor de la cabeza y joyas de oro puro, pero por lo demás tiene aspecto desaliñado.

—¿Y ahora qué pasa? —dice Tom con un suspiro.

Asomo la cabeza por la ventana. Cuando la luz de la luna ilumina mi rostro, la expresión de la gitana se suaviza.

—Ah, eres tú. Has vuelto a mí.

—Lo siento, señora. Debe de confundirme con otra persona.

—Pero ¿dónde está Carolina? ¿Dónde está? ¿Te la has llevado? —empieza a gimotear.

—Vamos, señora, tenga la bondad de dejarnos pasar —grita el cochero.

Con un chasquido de las riendas, el coche se pone en marcha otra vez mientras la mujer vocifera tras nosotros.

—La Madre Elena lo ve todo. ¡Conoce tu corazón! ¡Lo sabe!

—¡Santo cielo, tienen a su propia ermitaña! —se burla Tom—. ¡Qué moderno!

Tom puede reírse todo lo que quiera, pero yo me muero por salir del coche y de la oscuridad cuanto antes.

 

 

Pasamos por debajo de un arco de piedra y atravesamos la verja que da a una hermosa finca. Apenas vislumbro el maravilloso campo verde, ideal para jugar al tenis o al cróquet, y lo que parecen exuberantes y descuidados jardines. Poco más allá se extiende un espeso bosquecillo de grandes árboles y, detrás, se divisa la capilla encaramada a una colina. Da la impresión de que ese paisaje ha permanecido así durante siglos, intacto.

El coche sube dando tumbos por la cuesta que conduce a la puerta de Spence. Me asomo por la ventana para ver el enorme edificio. Algo sobresale del tejado. No lo distingo bien en la oscuridad. La luna aparece entre un grupo de nubes y entonces lo veo con claridad. Son gárgolas. La luz de la luna baña el tejado, iluminándolas a trozos: un diente afilado, una boca lasciva, unos ojos hostiles.

«Bienvenida a la escuela de señoritas, Gemma. Aprende a bordar, a servir el té, a hacer reverencias. Ah, y por cierto, es posible que por la noche te aniquile una de las odiosas criaturas aladas del tejado.»

El coche se detiene bruscamente. El cochero deja mi baúl en la ancha escalinata de piedra delante de las grandes puertas de madera. Tom llama con una aldaba de latón, prácticamente del tamaño de mi cabeza. Mientras esperamos, no puede evitar darme un último consejo de hermano.

—Debes saber que es muy importante que mientras estés en Spence te portes como corresponde a tu condición. Está bien ser amable con las chicas de menos categoría, pero recuerda que no son tus iguales.

«Condición. Chicas de menos categoría. No son tus iguales.» Es para echarse a reír, la verdad. Al fin y al cabo, yo soy la anormal, la responsable del asesinato de mi madre, la que ve visiones. Finjo que me arreglo el sombrero en el reflejo metálico de la aldaba. Cualquier aprensión que pueda tener desaparecerá en cuanto se abra la puerta y la amable ama de llaves me acoja con un cálido abrazo y amplia sonrisa.

Bien. Llamemos a la puerta otra vez con determinación para demostrar que soy una chica decente y formal, de las que cualquier internado espeluznante desearía tener como alumna. Las pesadas puertas de roble se abren y aparece un ama de llaves de rostro anguloso y caderas anchas, una mole con la calidez de Gales en enero. Me lanza una mirada iracunda mientras se limpia las manos en el delantal almidonado.

—Usted debe de ser la señorita Doyle. Tenía que haber llegado hace media hora. Ha hecho esperar a la directora. Vamos, sígame.

 

 

El ama de llaves nos indica que esperemos un momento en una amplia sala mal iluminada, llena de libros polvorientos y helechos marchitos. En la chimenea, el fuego devora los leños secos con chisporroteos y silbidos. Llegan risas por las puertas abiertas y veo desfilar a lo largo del pasillo a varias chicas más jóvenes con delantal blanco. Una asoma la cabeza, me ve y sigue como si yo no fuera más que un mueble. Sin embargo, al cabo de un momento vuelve con varias más. Se derriten por Tom, que se pavonea y las saluda con una reverencia. Ellas se sonrojan y se echan a reír.

«Dios nos asista», pienso, y temo verme obligada a golpear a mi hermano con el atizador para acabar con semejante espectáculo. Por suerte, el regreso de la desabrida ama de llaves me impide sucumbir a cualquier impulso asesino. Ha llegado el momento de que Tom y yo nos despidamos, cosa que hacemos con la mirada baja, fija en la alfombra.

—Bueno, supongo que nos veremos el mes que viene, el día de las visitas.

—Sí, supongo.

—Procura que estemos orgullosos de ti, Gemma —dice para acabar.

Ni una sola palabra sentimental para reconfortarme, ningún comentario del estilo «Te quiero; ya verás como todo va bien». Vuelve a sonreír a sus admiradoras, que siguen escondidas en el pasillo, y se va. Me quedo sola.

—Por aquí, señorita, por favor —dice el ama de llaves.

La sigo hasta el amplio vestíbulo, con una escalera increíble. Los escalones se bifurcan hacia la derecha y la izquierda. Suave brisa procedente de una ventana abierta sacude los cristales de la deslumbrante araña en el techo, exquisitas lágrimas de vidrio suspendidas de rebuscadas serpientes metálicas.

—Tenga cuidado, señorita —advierte el ama de llaves—. La escalera es muy empinada.

La escalera curva se me hace interminable. Por encima de la barandilla veo abajo, en el suelo, los rombos formados por las baldosas de mármol negras y blancas. Al llegar a lo alto, nos recibe el retrato de una mujer de cabello plateado con un vestido que debió de ser el último grito hará unos veinte años.

—Ésa es la señorita Spence —informa el ama de llaves.

—¡Qué guapa!

El retrato es enorme y una se siente como si el ojo de Dios la vigilara.

Seguimos por un largo corredor hasta llegar a una maciza puerta de dos hojas. El ama de llaves llama con su puño rollizo y espera. Una voz contesta «Adelante» desde el otro lado, y entro en la habitación empapelada de color verde oscuro con dibujos de plumas de pavo real. Sentada ante un gran escritorio hay una mujer de complexión bastante robusta y pelo castaño, ya entrecano, con gafas de montura ancha en la nariz.

—Ya puede retirarse, Brigid —dice, despidiendo a la cálida y acogedora ama de llaves.

La directora vuelve a enfrascarse en su correspondencia mientras yo, de pie en la alfombra persa, contemplo con fingida fascinación la estatuilla de una doncella alemana que lleva cubos de leche a hombros. En realidad, mi mayor deseo es dar media vuelta y salir corriendo.

«Disculpe, el error ha sido mío —querría decir—. Creo que debía presentarme en otro internado, dirigido por seres humanos que quizás ofrezcan a una muchacha té o al menos una silla.» Un reloj de pared marca los segundos. El ritmo me adormece y me sume en el cansancio contra el que he estado luchando.

La directora deja por fin la pluma y señala una silla al otro lado del escritorio.

—Siéntese.

No dice «por favor». Ni «si eres tan amable». En conjunto, me siento tan bien recibida como una dosis de aceite de hígado de bacalao. La muy arpía intenta adoptar una expresión beatífica que podría confundirse con una cortante ráfaga de viento.

—Soy la señora Nightwing, directora de la Academia Spence. ¿Ha tenido un viaje agradable, señorita Doyle?

—Ah, sí, gracias.

Tictac, tictac, tictac.

—¿Brigid la ha recibido bien?

—Sí, gracias.

Tictac, tictac, tictac.

—No suelo aceptar a chicas tan mayores. Creo que les cuesta más acostumbrarse al estilo de vida de Spence —dice.

«Ya tengo un punto en contra», pienso.

Pero, dadas sus circunstancias, creo que es nuestra obligación cristiana hacer una excepción. Lamento mucho su pérdida.

Guardo silencio y fijo la mirada en la ridícula estatuilla de la lechera alemana. Tiene el rostro risueño y rubicundo; debe de estar volviendo a un pequeño pueblo donde la espera su madre y no acechan oscuras sombras.

Como no contesto, la señora Nightwing sigue.

—Tengo entendido que la costumbre es guardar luto al menos durante un año. Pero creo que esos recordatorios tan insistentes no son saludables. Nos obligan a centrarnos más en los muertos que en los vivos. Admito que es poco convencional. —Me dirige una larga mirada por encima de las gafas para ver si protesto, pero no digo nada—. Es importante que se lleve bien con las demás chicas y que estén todas en un plano de igualdad. Al fin y al cabo, algunas llevan con nosotros muchos años, más tiempo del que han pasado con sus propias familias. Spence es casi como una familia, una familia con afecto y honor, reglas y consecuencias. —Hace hincapié en la última palabra—. Por lo tanto, usted llevará el mismo uniforme que las demás. ¿Le parece bien?

—Sí —contesto.

Y aunque me siento un poco culpable por abandonar el luto tan pronto, en realidad me alegro de vestir igual que las demás. Me ayudará a pasar inadvertida, espero.

—Estupendo. Bien, irá a primero con otras seis señoritas de su edad. El desayuno se sirve puntualmente a las nueve. Estudiará francés con mademoiselle LeFarge, dibujo con la señorita Moore y música con el señor Grunewald. Las clases de buenos modales corren a mi cargo. Rezamos en la capilla todas las tardes a las seis. —Echa una mirada al reloj de pared—. De hecho, es hora de ir a la capilla. La cena es a las siete. Después disponen de tiempo libre en la gran sala y, a las diez, todas las chicas deben estar en la cama.

Intenta esbozar una sonrisa devota, como las que suelen verse en los almibarados retratos de Florence Nightingale. Según mi experiencia, semejantes sonrisas significan que el verdadero mensaje —oculto tras la pose cordial y los buenos modales— tendrá que ser interpretado.

—Creo que será muy feliz aquí, señorita Doyle.

«Interpretación: esto es una orden.»

—Spence ha dado muchas jóvenes maravillosas que se han casado muy bien.

«No esperamos mucho más de ti. Por favor, no nos avergüences.»

—Incluso es posible que algún día se siente aquí y ocupe mi lugar.

«Eso si resulta que es imposible casarte y acabas en un convento austriaco cosiendo camisones de encaje.»

La sonrisa de la señora Nightwing vacila un poco. Sé que espera que yo diga algo agradable, algo que la convenza de que no ha cometido un error al aceptar a una muchacha acongojada que no parece en absoluto digna de recibir la formación de Spence. «Vamos, Gemma, dale un hueso —pienso—. Dile lo feliz y orgullosa que estás de formar parte de la familia de Spence.» Me limito a asentir. La sonrisa se desvanece.

—Mientras esté aquí, puedo ser una buena aliada si sigue las reglas. De lo contrario, seré la espada que la tallará hasta darle forma. ¿Entendido?

—Sí, señora Nightwing.

—Muy bien. Ahora voy a enseñarle la escuela y después podrá ir a cambiarse para las oraciones.

 

 

—Aquí está su habitación.

Estamos en la tercera planta, donde recorremos un largo pasillo con muchas puertas. Fotografías de las distintas promociones de Spence cuelgan de las paredes: rostros granulosos que cuesta distinguir todavía más a la tenue luz de las escasas lámparas de gas. Por fin llegamos a una habitación en el extremo del pasillo, a la izquierda. La señora Nightwing abre la puerta de par en par y muestra un dormitorio pequeño que huele a moho y que un optimista calificaría de triste y un realista de gris. Hay un escritorio con manchas de humedad, una silla, una lámpara y dos camas de hierro contra las paredes derecha e izquierda. Una cama parece ocupada, con el edredón cuidadosamente remetido; la otra, la mía, está en un rincón bajo una viga con la que podría partirme el cráneo si me levanto precipitadamente. Es la habitación de una buhardilla, que sobresale por un lado del edificio como si la hubiesen añadido a último momento: perfecta para una chica como yo, incluida en la lista a último momento.

La señora Nightwing pasa un dedo por el escritorio y frunce el entrecejo al ver polvo.

—Como es lógico, damos preferencia a las chicas que ya llevan años con nosotros —dice a modo de disculpa por mi nuevo hogar—. Pero creo que su habitación le resultará alegre y práctica. Tiene una vista maravillosa desde la ventana.

Es verdad. De pie ante ella, veo a la luz de la luna el césped, los jardines, la capilla enclavada en la colina y una larga hilera de árboles.

—Es una vista magnífica —digo, procurando mostrarme animada y bien dispuesta.

Mis palabras tranquilizan a la señora Nightwing, que sonríe.

—Compartirá la habitación con Ann Bradshaw. Ann es muy servicial. Es una de nuestras becarias.

Es una manera agradable de decir «una de nuestras obras de caridad», una pobre chica enviada a la escuela por un pariente lejano o que ha recibido la beca de un benefactor de Spence. El edredón de Ann, bien metido por debajo del colchón, queda terso y liso como un cristal, y me pregunto cuál será su situación, o si nos llevaremos lo bastante bien para que ella me la cuente.

La puerta del armario está entreabierta y cuelga un uniforme: falda blanca evasé; blusa blanca con encaje en la pechera y mangas abombadas que se estrechan en los puños; botas blancas con lazos y corchetes, capa de terciopelo azul oscuro con capucha.

—Puedes cambiarte antes de las oraciones. Te daré un momento.

Cierra la puerta y me pongo el uniforme, abrochando los numerosos botones. La falda me queda corta pero, por lo demás, me siento cómoda.

La señora Nightwing se fija en el largo de la falda y frunce el entrecejo.

—Eres bastante alta. —Justo lo que una chica quiere que le recuerden—. Le pediremos a Brigid que cosa un volante al dobladillo.

Se vuelve y yo la sigo.

—¿Adónde dan esas puertas? —pregunto, señalando el ala oscura en el otro extremo del rellano, donde vigilan como centinelas dos pesadas puertas provistas de enorme cerradura, la clase de cerradura concebida para que no pase nadie. O para que no salga nadie.

La señora Nightwing arruga la frente y aprieta los labios.

—Es el ala este. Quedó destruida en un incendio hace años. Como ya no la usamos, la tenemos cerrada. Así ahorramos en calefacción. Vamos.

Pasa junto a mí contoneándose. La sigo, pero echo un vistazo atrás y mi mirada se posa al pie de las puertas cerradas, donde hay un resquicio de luz. Puede que se deba a la hora del día y el largo viaje, o al hecho de que empiezo a acostumbrarme a ver cosas extrañas, pero juraría que una sombra se desliza por el suelo tras las puertas cerradas.

«No. ¡Fuera!»

Me niego a aceptar que el pasado me encuentre aquí. Tengo que sobreponerme. Así pues, cierro los ojos sólo un instante y me hago una promesa.

«Allí no hay nada. Estoy cansada. Abriré los ojos y sólo veré una puerta.»

Cuando miro, no hay nada.