—¡VICTORIA! ¡ESTAMOS EN LA ESTACIÓN VICTORIA!
Un fornido revisor con uniforme azul avanza hacia la parte trasera del tren, anunciando que por fin he llegado a Londres. El tren pierde velocidad hasta detenerse. Grandes nubes de vapor flotan ante la ventanilla, creando la impresión de que todo es un sueño.
En el asiento de enfrente, mi hermano Tom se despierta, se ajusta el chaleco negro y comprueba que está todo en orden. En los cuatro años que llevamos separados, ha crecido y se le ha ensanchado el pecho, pero sigue delgado, y un mechón de pelo rubio le cae sobre los ojos azules en un moderno peinado con el que aparenta menos de veinte años.
—No estés tan malhumorada, Gemma. Tampoco es que te envíen al matadero. Spence es una escuela excelente, con fama de educar a jovencitas encantadoras.
Una escuela excelente. Jovencitas encantadoras. Eso es, palabra por palabra, lo que dijo mi abuela tras pasar yo dos semanas en Pleasant House, su casa en la campiña inglesa. Mirándome con atención, observó mi piel pecosa, mi rebelde mata de pelo rojo y mi rostro huraño, y decidió que si quería un matrimonio aceptable, lo que necesitaba era ir a una escuela para señoritas.
—Es increíble que no te hayan enviado de vuelta a casa hace años —dijo, y chasqueó la lengua—. Todo el mundo sabe que el clima de la India no es bueno para la sangre. Seguro que esto es lo que querría tu madre.
Tuve que morderme la lengua para no preguntar cómo sabía ella qué habría querido mi madre. Mi madre quería que me quedase en la India. Yo deseaba ir a Londres, y ahora que estoy aquí, no podría sentirme más desdichada.
Tom había dormido durante tres horas mientras el tren atravesaba praderas verdes y onduladas y la lluvia azotaba lánguidamente las ventanillas. Yo, en cambio, veía sólo lo que dejaba atrás, el lugar de donde venía. Las tórridas llanuras de la India. La policía haciendo preguntas: ¿Había visto a alguien? ¿Tenía mi madre enemigos? ¿Qué hacía yo sola en la calle? ¿Y qué sabía del hombre que había hablado con ella en el mercado, un comerciante llamado Amar? ¿Lo conocía? ¿Acaso mi madre y él (y en ese momento, visiblemente incómodos, se movieron inquietos mientras buscaban la manera más discreta de expresarlo) «tenían una relación»?
¿Cómo podía contar lo que había visto? Yo misma no sabía si creerlo o no.
Al otro lado de las ventanillas del tren, Inglaterra sigue floreciendo. Pero el traqueteo del vagón de pasajeros me recuerda el viaje en barco desde la India por el mar embravecido. La costa de Inglaterra asomando como una advertencia. Mi madre enterrada bajo el suelo frío e implacable de Inglaterra. Mi padre contemplando con mirada vidriosa la lápida —Virginia Doyle, amada esposa y madre—, mirándola como si pudiera cambiar lo sucedido con la simple voluntad. Y cuando no pudo, se retiró a su estudio y al frasco de láudano, convertido en compañero constante. A veces lo encontraba dormido en el sillón con intenso aliento a jarabe, los perros a sus pies, el frasco marrón cerca de la mano. Aunque antes era corpulento, había adelgazado, el cuerpo minado por el dolor y el láudano. Y yo sólo podía observar, impotente y muda, culpable de todo. Guardiana de un secreto tan terrible que me daba miedo hablar; temía que fluyera de mí como el queroseno, quemando a todo el mundo.
—Ya estás rumiando otra vez —dice Tom, mirando hacia mí con recelo.
—Lo siento —contesto, y pienso: «Sí, lo siento. Lo siento por todo».
Tom exhala un largo y profundo suspiro, y se apresura a decir:
—No lo sientas. Simplemente no lo hagas.
—Sí, lo siento —repito sin pensar en lo que digo.
Toco el borde del amuleto de mi madre. Ahora lo llevo colgado del cuello, un recuerdo de mi madre y mi culpa, oculto bajo el vestido negro de crepé de luto que llevaré durante seis meses.
A través de la fina neblina, al otro lado de la ventana, veo a los mozos caminar junto al tren, manteniendo la misma velocidad, listos para colocar ante las puertas abiertas las escalas de madera por donde accederemos al andén. Finalmente el tren se detiene con un silbido y un suspiro de vapor.
Tom se levanta y despereza.
—Vamos, pues. Salgamos antes de que queden ocupados todos los mozos.
La estación Victoria me deja sin aliento con su ajetreo. Una multitud se arremolina en el andén. En el extremo opuesto del tren, los pasajeros de tercera se apean en medio de un revoltijo de brazos y piernas. Los mozos se apresuran a cargar el equipaje y los paquetes de los pasajeros de primera. Los vendedores de prensa, con los periódicos del día en alto, vocean los titulares más tentadores. Las floristas deambulan con sonrisas tan duras y gastadas como las bandejas de madera que cuelgan de sus delicados cuellos. Un hombre con paraguas bajo el brazo que pasa a mi lado, por poco me derriba.
—Perdón —susurro, profundamente irritada.
El hombre ni se fija en mí. Cuando miro hacia el otro extremo del andén, veo algo muy extraño: una capa de viaje negra. Se me acelera el corazón y noto la boca seca. No es posible que él esté aquí. Y sin embargo estoy segura de que es él, que desaparece detrás de un quiosco. Intento acercarme, pero hay mucha gente.
—¿Qué haces? —pregunta Tom cuando trato de abrirme paso entre la multitud que avanza en dirección contraria.
—Sólo miro —respondo con la esperanza de que no perciba el miedo en mi voz.
Un hombre asoma por el otro lado del quiosco con un fardo de periódicos al hombro. El abrigo, fino, negro y de varias tallas más grande que la suya, cuelga de él como una capa suelta. Casi me echo a reír de alivio. «¿Lo ves, Gemma? Son imaginaciones tuyas. Olvídalo.»
—Pues si quieres mirar, busca un mozo. No sé dónde demonios se han metido tan de repente.
Un escuálido vendedor de periódicos pasa a nuestro lado y se ofrece a buscarnos un coche de caballos por dos peniques. Acarrea con dificultad el baúl que contiene mis escasas pertenencias: unos cuantos vestidos, el diario social de mi madre, un sari rojo, un elefante blanco de la India tallado y el preciado bate de críquet de mi padre, un recuerdo suyo de días más felices.
Tom me ayuda a subir al carruaje y el cochero deja atrás la amplia estación Victoria. Nos dirigimos traqueteando hacia el corazón de Londres. El humo de las farolas de gas que flanquean las calles de la ciudad impregna y oscurece el aire. Aunque son sólo las cuatro de la tarde, parece que anochece a causa de la neblina gris. En calles tan tenebrosas, cualquier cosa podría acercársele a una por la espalda furtivamente. No sé por qué lo pienso, pero lo pienso, y enseguida lo aparto de mi mente.
Los delgados chapiteles del Parlamento se elevan por encima del contorno difuminado de las chimeneas. En las calles adoquinadas, hombres empapados de sudor cavan profundas zanjas.
—¿Qué hacen?
—Tienden los cables para la luz eléctrica —contesta Tom, y tose en un pañuelo con las iniciales bordadas en una esquina en elegantes letras negras—. Pronto esa luz de gas trémula será cosa del pasado.
En las calles, los vendedores ambulantes pregonan sus mercancías desde carros, cada uno con su grito característico: «Afilo cuchillos», «Se vende pescado», «Compre manzanas, aquí manzanas». Las lecheras entregan la última leche del día. Curiosamente, el ambiente me recuerda a la India. Tentadores escaparates ofrecen todo lo imaginable: té, ropa blanca, porcelana y hermosos vestidos a imagen de la moda parisina. Un cartel colgado en la ventana de cierta segunda planta anuncia: «Se alquilan despachos, razón aquí». Las bicicletas pasan a toda velocidad junto al cabriolé. Me preparo por si la yegua que tira de nosotros se asusta al verlas, pero no muestra el menor interés. Ya lo ha visto todo, aunque para mí sea nuevo.
Un ómnibus abarrotado de pasajeros pasa a nuestro lado, tirado por magníficos caballos. En el piso superior viaja un grupo de señoras, muy erguidas en sus asientos, con las sombrillas abiertas para protegerse de los elementos; por razones de pudor, un largo panel de madera que anuncia el jabón Pears oculta ingeniosamente sus tobillos. Es una imagen extraordinaria, y me asalta el incontenible deseo de seguir paseando por las calles de Londres, respirando el polvo de la historia que sólo he visto en fotografías. Terminada la jornada, hombres en traje oscuro y bombín salen de las oficinas y se encaminan con aplomo hacia sus casas. Veo la cúpula blanca de la catedral de San Pablo por encima de los tejados tiznados de hollín. Un cartel anuncia Macbeth, protagonizada por la actriz norteamericana Lily Trimble. Está despampanante, con el pelo castaño suelto y alborotado y un vestido rojo con atrevido escote. Me pregunto si las chicas de Spence serán igual de hermosas y elegantes.
—Lily Trimble es muy guapa, ¿no te parece? —comento a fin de entablar una conversación banal con Tom, tarea aparentemente imposible.
—Actriz —contesta Tom con desdén—. ¿Qué clase de vida es ésa para una mujer, sin hogar estable, sin marido ni hijos? Yendo de un lado a otro sin rendir cuentas a nadie. La sociedad nunca la aceptará como dama decente.
He ahí el resultado de una conversación banal.
Parte de mí quiere dar a Tom una patada por su arrogancia. Pero debo decir que, lamentablemente, otra parte de mí se muere por saber qué buscan los hombres en una mujer. Aunque quizá mi hermano sea presuntuoso, sabe ciertas cosas que podrían resultarme útiles.
—Entiendo —digo con despreocupación, como si en realidad sólo fuese a preguntarle qué cualidades debe reunir un jardín para considerarse bonito. Me controlo. Soy amable. Como una dama—. ¿Y cómo es una dama decente?
Con cara de necesitar una pipa contesta:
—Un hombre quiere a su lado a una mujer que le facilite la vida. Tiene que ser atractiva, arreglarse, entender de música, pintura, saber llevar la casa, pero sobre todo debe mantener el nombre de su marido libre de escándalos y no llamar nunca la atención.
Seguro que no habla en serio. En cualquier momento se echará a reír, dirá que era broma, pero conserva una petulante sonrisa en el rostro. Y yo no estoy dispuesta a aceptar semejante insulto como si tal cosa.
—Mamá se consideraba igual a papá —digo con frialdad—. Y él no esperaba que anduviera detrás de él como una pobre imbécil.
La sonrisa de Tom se desvanece.
—Exacto. Y mira a dónde nos ha llevado.
Vuelve a reinar el silencio. Tras las ventanas del coche se ve Londres y Tom se vuelve a mirarlo. Veo su dolor por primera vez, lo veo en la manera como se pasa los dedos por el pelo, repetidamente, y me doy cuenta de lo mucho que le cuesta esconderlo. Pero no sé cómo tender un puente a través de su incómodo silencio, así que seguimos avanzando, mirándolo todo, sin ver casi nada, los dos callados.
—Gemma... —Se le quiebra la voz y calla un momento. Está luchando contra lo que sea que se ha apoderado de él—. Aquel día con mamá... ¿por qué demonios te fuiste corriendo? ¿En qué pensabas?
—No lo sé —susurro, consciente de que en realidad es un consuelo muy pobre.
—La falta de lógica de las mujeres.
—Sí —contesto, no porque esté de acuerdo, sino porque quiero concederle algo, cualquier cosa. Lo digo porque quiero que me perdone. Quizás así yo pueda empezar a perdonarme a mí misma. Quizá.
—¿Conocías a ese —se le tensa la mandíbula al pronunciar la palabra— hombre al que encontraron asesinado con ella?
—No —contesto con un hilo de voz.
—Sarita dijo que cuando la policía y ella te encontraron estabas histérica. Que decías no sé qué de un muchacho indio y una visión de... de algo.
Hace una pausa, se frota las palmas de las manos en las rodillas. Sigue sin mirarme.
Me tiemblan las manos en el regazo. «Podría decírselo. Podría decirle lo que llevo muy dentro de mí», pienso. Ahora mismo, con ese mechón rizado que le cae sobre los ojos, es el hermano al que añoraba, el que me daba piedras del mar y me decía que eran joyas de un rajá. Quiero decirle que temo estar volviéndome cada día más loca y que ya nada me parece del todo real. Quiero hablarle de la visión, que me dé palmadas en la cabeza de esa manera suya tan irritante y que le reste importancia con la explicación perfectamente lógica de un médico. Quiero preguntarle si es posible que una chica nazca sin merecer que nadie la quiera o si simplemente se vuelve así. Quiero contárselo todo y que me entienda.
Tom se aclara la garganta.
—Me refiero a si te pasó algo. ¿Acaso él...? ¿Estás bien?
Mis palabras se retraen hacia un silencio oscuro y profundo.
—Quieres saber si sigo casta.
—Si quieres expresarlo tan claramente, sí.
De pronto me doy cuenta de que era absurdo por mi parte creer que él quería saber lo que pasó de verdad. Lo único que le preocupa es si de alguna manera he deshonrado a la familia.
—Sí, como tú dices, estoy bien.
Podría reírme de mi propia mentira. No estoy bien en absoluto, claro está. Pero surte efecto, como yo preveía. Vivir en su mundo es eso: una gran mentira. Una ilusión donde todos miran hacia el otro lado y fingen que no existe nada desagradable, que no existen duendes de las tinieblas, ni fantasmas del alma.
Tom endereza los hombros, aliviado.
—Bueno, me alegro. —Pasado el momento de contacto humano, Tom recupera el control—. Gemma, el asesinato de mamá es una mancha para la familia. Si se supiera la verdad, sería un escándalo. —Me mira fijamente—. Mamá murió de cólera —afirma con rotundidad, casi como si él mismo se creyera esa mentira—. Sé que no estás de acuerdo pero, como hermano tuyo que soy, te aseguro que cuanto menos se cuente, mejor. Te lo digo por tu bien.
Por completo indiferente a los sentimientos, sólo le preocupan los hechos. Eso le servirá cuando ejerza de médico. Aunque sé que lo que dice es verdad, no puedo evitar odiarlo por ello.
—¿Seguro que es mi bien lo que te preocupa?
Vuelve a tensar la mandíbula.
—Pasaré por alto ese último comentario. Si no quieres pensar en mí ni en ti, piensa en papá. No está bien de salud, Gemma. Tú misma te das cuenta. Las circunstancias de la muerte de mamá lo han destrozado. —Se toquetea los puños de la camisa—. Debes de saber también que papá adquirió muy malos hábitos en la India. Compartiendo el narguile con los indios, quizá se granjeara su aceptación como hombre de negocios, quizá llegaran a verlo como uno de ellos, pero no le ha hecho ningún bien a su salud. Siempre ha sido propenso a los placeres. A las evasiones.
A veces mi padre llegaba a casa tarde, agotado de todo el día. Me acuerdo de que mi madre y los criados lo habían ayudado más de una vez a acostarse. Aun así, me duele oírlo. Odio a Tom por decirlo.
—Entonces, ¿por qué sigues dándole láudano?
—El láudano no tiene nada de malo. Es un medicamento —contesta con desprecio.
—Tomado con moderación...
—Papá no es un adicto. No lo es —asegura como si intentase convencer a un jurado—. Se pondrá bien ahora que ha vuelto a Inglaterra. Sólo recuerda lo que te he dicho. ¿Puedes prometerme eso, al menos? Por favor.
—Sí, de acuerdo —respondo, sintiéndome muerta por dentro.
En Spence no saben lo que les espera, acogiendo a una alumna como yo, el fantasma de una chica que asentirá y sonreirá y tomará el té, pero en realidad estará ausente.
—Señor, tendremos que pasar por el East End —advierte el cochero—. Quizá prefiera correr las cortinas.
—¿Y eso por qué lo dice? —pregunto.
—Vamos a pasar por el East End. ¿No conoces Whitechapel? Por el amor de Dios, Gemma, son los barrios bajos —aclara mientras suelta las cortinas prendidas a los lados de las ventanas para no ver la pobreza y la inmundicia.
—Ya he visto barrios bajos en la India —digo, dejando mis cortinas como están.
El coche avanza dando tumbos por los adoquines de las calles estrechas y mugrientas. Docenas de niños sucios y flacos se acercan y nos observan pasar en nuestro elegante carruaje. Se me cae el alma a los pies cuando veo sus rostros huesudos y manchados de hollín. Unas cuantas mujeres cosen apiñadas bajo una farola de gas, aprovechando la luz de la ciudad para no gastar sus valiosas velas en un trabajo tan ingrato. El olor en las calles —mezcla de basura, excrementos de caballo, orina y desesperación— es realmente espantoso, y temo vomitar. De una taberna llegan voces y música estridentes, y sale tambaleándose una pareja borracha. La mujer tiene el pelo del color de una puesta de sol y el rostro maquillado y resentido. Empiezan a discutir con nuestro cochero, reteniéndonos.
—¿Y ahora qué pasa?
Tom da unos golpes a la capota para indicarle al cochero que siga. Pero la mujer le está soltando una buena reprimenda. Podríamos pasarnos toda la noche aquí. El hombre me lanza una mirada lasciva, me guiña un ojo y hace un gesto grosero con los dedos índices.
Asqueada, me vuelvo y miro hacia el callejón vacío. Tom se asoma por la ventana. Condescendiente e impaciente, intenta razonar con la pareja en la calle. Pero algo va mal. Su voz suena cada vez más ahogada, como el ruido que se oye al acercar el oído a una caracola. Y de pronto sólo oigo mi sangre que se acelera y late con fuerza en mis venas. Me invade una enorme presión y me falta el aire en los pulmones.
Está ocurriendo otra vez.
Quiero gritarle a Tom, pero no puedo, y en ese momento me precipito de nuevo por un túnel de luz y color, al mismo tiempo que el callejón se curva y palpita. Y a igual velocidad salgo flotando del coche y camino en estado de ingravidez por el callejón oscuro de contornos relucientes. Veo a una niña de unos ocho años sentada en el suelo inmundo cubierto de paja. Juega con una muñeca hecha jirones y tiene la cara sucia, pero por lo demás parece totalmente fuera de lugar, con su lazo rosado en el pelo y un delantal almidonado blanco que le queda grande. Canta una canción, algo que reconozco vagamente como cierta antigua tonada popular inglesa. Cuando me acerco, alza la vista.
—¿Verdad que mi muñeca es preciosa?
—¿Me lo preguntas a mí?
Asiente y peina a la muñeca con sus dedos mugrientos.
—Ella la está buscando.
—¿Quién?
—Mary.
—¿Mary? ¿Qué Mary?
—Me ha enviado a buscarla. Pero debemos tener cuidado. Eso también la está buscando.
El aire se mueve, trayendo consigo un frío húmedo. Me sobreviene un temblor descontrolado.
—¿Quién eres?
Tras la niña, percibo un movimiento en la turbia oscuridad. Parpadeo para ver con mayor claridad, pero no es una ilusión: las sombras se mueven. Con la ductilidad de la plata líquida, la oscuridad se eleva y adquiere su odiosa forma: el brillo óseo de su rostro esquelético, las cuencas negras y huecas de los ojos, el pelo una maraña de serpientes. La boca se abre y emite un gemido áspero. «Ven con nosotros, guapa, guapa...»
—Corre.
La palabra no es más que un susurro ahogado en mis labios.
La cosa crece y se desliza hacia mí. Al oír sus aullidos y gemidos, se me hiela hasta la última célula del cuerpo. Un alarido surge de mi garganta. Si empiezo a gritar, no pararé nunca.
Con el corazón acelerado, repito, esta vez más fuerte:
—¡Corre!
La cosa vacila, retrocede. Olisquea el aire, como si siguiera un rastro. La niña me mira con sus ojos castaños.
—Demasiado tarde —dice justo cuando la criatura vuelve las cuencas vacías de los ojos hacia mí.
Los labios putrefactos se abren mostrando unos dientes como agujas.
Dios mío, la cosa me está sonriendo. Abre desmesuradamente esa boca horrible y suelta un chillido tan espeluznante que por fin se me desata la lengua.
—¡No! —En un instante vuelvo al coche y, asomándome por la ventana, grito a la pareja—: ¡Maldita sea, apartaos de nuestro camino ahora mismo!
Azoto la grupa del caballo con mi chal. La yegua relincha y da una sacudida, obligando a la pareja a refugiarse en la taberna.
El cochero tranquiliza al caballo mientras Tom me obliga a sentarme.
—¡Gemma! ¿Qué demonios te ha pasado?
—Es que...
Busco la cosa en el callejón y no la veo. Sólo es un callejón, tenuemente iluminado, donde varios niños sucios intentan robar un sombrero a otro más pequeño, mientras sus risas reverberan en las caballerizas y las casuchas ruinosas. La escena queda atrás en la oscuridad de la noche.
—Vaya, Gemma, ¿estás bien? —Tom está realmente preocupado.
«Me estoy volviendo loca, Tom. Ayúdame», pienso.
—Sólo tenía prisa. —El sonido que sale de mi garganta es una mezcla de risa y aullido, igual al de una demente.
Tom me observa como si yo fuera una enfermedad rara que no sabe tratar.
—Por el amor de Dios, contrólate. Y te ruego que vigiles tu vocabulario en Spence. No quiero tener que ir a buscarte pocas horas después de dejarte allí.
—Sí, Tom —contesto mientras el coche empieza a rodar otra vez por los adoquines y se aleja de Londres y de las sombras.