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HUYO ENTRE LA MULTITUD DE VENDEDORES AMBULANTES, niños mendigos y camellos apestosos, esquivando apenas a dos hombres que llevan saris colgados de una cuerda, cuyos extremos están sujetos a dos palos. Corro como una flecha por una estrecha calle y sigo los callejones tortuosos hasta que tengo que detenerme para recobrar el aliento. Me resbalan lágrimas calientes por las mejillas. Me permito llorar ahora que nadie me ve.

«Líbreme Dios de las lágrimas de una mujer, pues carezco de la fortaleza necesaria para hacerles frente», diría mi padre si ahora estuviera aquí. Mi padre, con sus ojos brillantes y su poblado bigote, su risa estruendosa cuando lo complazco y su mirada distante —como si yo no existiera— cuando no actúo como una dama. Supongo que no se pondrá muy contento cuando se entere de cómo me he portado. Si una chica quiere que la envíen a Londres, difícilmente lo conseguirá diciendo cosas desagradables y escapándose a todo correr. Me duele el estómago sólo de recordarlo. ¿En qué estaría pensando?

No me queda más remedio que tragarme el orgullo, volver y pedir disculpas. Eso si sé encontrar el camino de regreso. Ya nada me resulta familiar. Dos viejos sentados en el suelo con las piernas cruzadas fuman unos cigarrillos pequeños y marrones. Me miran al pasar. Me doy cuenta de que estoy sola en la ciudad por primera vez. Sin acompañante. Sin un séquito. Una dama sola. Es una conducta escandalosa por mi parte. Se me acelera el corazón y aprieto el paso.

El aire está estancado. Se avecina tormenta. Oigo febril actividad a lo lejos, en el mercado, los tratos de última hora antes de que cierre todo en previsión del aguacero de la tarde. Sigo el ruido y acabo en el mismo lugar donde estaba. Soy una chica inglesa, perdida y sola, en las calles de Bombay. Los viejos me sonríen. Podría preguntarles cómo volver al mercado, pero no hablo el hindi ni la mitad de bien que mi padre y a lo mejor, en lugar de preguntar «¿Dónde está el mercado?», digo: «Deseo la hermosa vaca de su vecino». Aun así, vale la pena intentarlo, y me dirijo al más anciano, el de la barba blanca:

—Perdone. Me parece que me he perdido. ¿Podría indicarme cómo llegar al mercado?

La sonrisa del hombre se desvanece y da paso a una mirada de miedo. Habla con el otro hombre en ráfagas entrecortadas, usando un dialecto que no entiendo. Varios rostros asoman por ventanas y puertas para ver cuál es el problema. El anciano se levanta, me señala a mí, el collar. ¿No le gusta? Hay algo en mí que lo ha alarmado. Me ahuyenta con un ademán, entra en la casa y me cierra la puerta en las narices. Resulta alentador comprobar que mi madre y Sarita no son las únicas que me consideran insoportable.

Las caras siguen en las ventanas, mirándome. Cae la primera gota de lluvia. Me moja el vestido y se forma una mancha. El cielo podría desgajarse en cualquier momento. Debo volver. A saber qué hará mi madre si se empapa por mi culpa. ¿Por qué me he portado como una niña malcriada? Ahora ya nunca me llevará a Londres. Pasaré el resto de mis días en un convento austriaco rodeada de mujeres con bigote, con la vista cansada de coser intrincados encajes para los ajuares de otras chicas. Podría maldecir mi mal genio, pero eso no me ayudará a volver. «Elige una dirección, Gemma, cualquier dirección: simplemente muévete.» Voy a la derecha. La calle desconocida me lleva a otra, luego a otra y, justo al doblar un recodo, lo veo acercarse: es el chico del mercado.

«No te asustes, Gemma. Sólo tienes que alejarte antes de que te vea.»

Retrocedo dos pasos rápidamente. Tropiezo con una piedra suelta, resbalo y caigo al suelo. Cuando me levanto, el chico me observa con una expresión que no puedo descifrar. Por un instante los dos nos quedamos inmóviles, tanto como el aire a nuestro alrededor, que promete lluvia o amenaza tormenta.

De pronto un miedo frío se apodera de mí, se extiende por todo mi cuerpo en un instante, fomentado por las conversaciones que oí en el estudio de mi padre, donde sus amigos y él, con una copa de coñac y un puro, hablaban de la suerte que puede correr una mujer sola que, sometida por hombres malvados, ve su vida arruinada para siempre. Pero eso sólo son retazos de conversaciones. Éste es un hombre de verdad que se acerca a mí, reduciendo la distancia entre los dos con pasos largos.

Pretende atraparme, pero no se lo permitiré. El corazón me late con fuerza y me recojo la falda dispuesta a correr. Intento dar un paso pero me tiemblan las piernas como a una ternera. El suelo brilla y se mueve bajo mis pies.

«¿Qué ocurre?»

Debo moverme, aunque no puedo. Siento un cosquilleo extraño en los dedos, me recorre los brazos hasta el pecho. Me tiembla todo el cuerpo. Una presión terrible me corta la respiración, un enorme peso bajo el que me flaquean las rodillas. El pánico me brota de la boca como hierbajos. Quiero gritar, pero no me salen las palabras ni sonido alguno. Él tiende los brazos hacia mí, mientras caigo al suelo. Quiero decirle que me ayude. Miro fijamente su cara, sus gruesos labios, perfectos como un lazo. Los rizos espesos y oscuros que casi le tapan los ojos, esos ojos castaños y profundos de largas pestañas. Unos ojos asustados.

«Ayúdame.»

Las palabras quedan atrapadas dentro de mí. Ya no me da miedo perder la virtud; sé que estoy muriendo. Intento mover los labios para decírselo, pero de mi garganta sale únicamente un borboteo ahogado. Percibo intenso olor a rosas y especias mientras se desvanece el horizonte. Se me cierran los párpados y hago todo lo posible por permanecer despierta. Son sus labios los que se abren, se mueven, hablan.

Su voz dice:

—Está ocurriendo.

La presión aumenta hasta que me siento a punto de estallar y de pronto me encuentro en un túnel giratorio de intensos colores y luz cegadora que me arrastra como la resaca del mar. La caída no acaba nunca. Ante mí se suceden una imagen tras otra. Me veo a mí misma jugar con Julia a los diez años; veo la muñeca de trapo que perdí en una comida campestre un año después. Me veo a los seis años, cuando dejo que Sarita me lave la cara para comer. El tiempo retrocede y tengo tres años, dos, soy un bebé, y luego una criatura pálida y extraña, no mayor que un renacuajo e igual de frágil. La poderosa marea vuelve a arrastrarme con fuerza, a través de un velo oscuro, hasta que de nuevo veo la tortuosa calle india. Soy una visitante que pasea por un sueño en estado de vigilia, donde no se oye nada salvo los latidos de mi corazón, mi aliento, el rumor de la sangre que corre por mis venas. En los tejados, por encima de mí, el mono del organillero corretea velozmente mostrando los dientes. Intento hablar pero no puedo. El mono salta a otro tejado. En una tienda cuelgan hierbas secas del alero y en la puerta pende un pequeño símbolo con la luna y el ojo, como el del collar de mi madre. Una mujer se acerca presurosa por la calle en pendiente. Una mujer pelirroja, con vestido azul y guantes blancos. Mi madre. ¿Qué hace aquí mi madre? Tendría que estar en casa de la señora Talbot, tomando el té y hablando de telas.

Mi nombre flota desde sus labios. «Gemma. Gemma.» Me busca. El indio del turbante la sigue. Ella no lo oye. La llamo, pero mi boca no emite el menor sonido. Con una mano abre la puerta de la tienda de un empujón y entra. Yo la sigo, con el corazón cada vez más acelerado y los latidos más sonoros. Tiene que saber que el hombre está detrás de ella. Tiene que oír su respiración. Pero mantiene la mirada al frente.

El hombre saca un puñal de debajo de la capa, y aun así ella no se vuelve. Siento que voy a vomitar. Quiero detenerla, apartarla. Cada paso hacia delante es como avanzar con el viento en contra y, al levantar las piernas, me atormenta la lentitud de mis movimientos. El hombre se detiene y escucha. Abre los ojos. Tiene miedo.

Al fondo de la tienda hay algo agazapado en la penumbra, a la espera. Es como si la oscuridad hubiera empezado a moverse. ¿Cómo es posible? Pero sí, se mueve, con un sonido frío, escurridizo, que me eriza el vello. Una forma oscura se extiende desde su escondrijo. Crece hasta invadirlo todo alrededor. La oscuridad en el centro de la cosa se arremolina y de su interior surge un sonido, los gritos y gemidos más espeluznantes.

El hombre corre hacia delante, y la cosa se abalanza sobre él. Lo devora. Ahora se cierne sobre mi madre y le habla con un insinuante silbido.

—Ven con nosotros, guapa. Te estábamos esperando...

Un grito estalla dentro de mí. Mi madre se vuelve, ve el puñal en el suelo y lo coge. La cosa lanza un alarido furioso. Mi madre va a defenderse. No le pasará nada. Una única lágrima resbala por su mejilla mientras cierra los ojos desesperada, pronuncia mi nombre en un susurro, como si rezase: «Gemma». Con un rápido movimiento, levanta el puñal y lo hunde en su propio cuerpo.

«¡No!»

Una poderosa marea me arrastra fuera de la tienda. Vuelvo a estar en las calles de Bombay, como si nunca me hubiera ido, y grito como loca mientras el joven indio me sujeta los brazos a los costados.

—¿Qué has visto? ¡Dímelo!

A puntapiés y puñetazos, forcejeo para zafarme de él. ¿Acaso no hay nadie cerca que pueda ayudarme? ¿Qué ocurre? ¡Madre! Mi mente intenta recobrar el control, encontrar una lógica, razonar, y lo consigue. Mi madre está tomando el té en casa de la señora Talbot. Iré allí y lo demostraré. Se enfadará y me enviará a casa con Sarita y luego no habrá champán, ni habrá Londres, pero me dará igual. Ella estará viva, bien y enfadada, y yo me alegraré de que me castigue.

Él sigue gritándome.

—¿Has visto a mi hermano?

—¡Suéltame!

Una vez recuperada la fuerza en las piernas, le asesto una patada acertándole en la parte más sensible. El muchacho cae al suelo y yo, impulsada por el miedo, echo a correr por la calle y doblo la primera esquina. Una pequeña multitud se agolpa frente a una tienda. Una tienda donde cuelgan hierbas secas del alero.

No. Todo esto es una pesadilla espantosa. Despertaré en mi cama y oiré la voz potente y áspera de mi padre mientras cuenta uno de sus chistes interminables y, a continuación, la suave risa de mi madre.

Se me tensan y acalambran las piernas; me tiemblan cuando me acerco a la multitud y me abro paso. El pequeño mono del organillero salta al suelo y observa el cuerpo con curiosidad, inclinando la cabeza primero a un lado y luego al otro. Las pocas personas que hay delante de mí se apartan. Mi mente lo asimila todo paulatinamente. Un zapato boca abajo, el tacón roto. Una mano extendida, los dedos que empiezan a estar rígidos. El contenido de un bolso desparramado por el suelo sucio. Un cuello desnudo que asoma por encima del corpiño de un vestido azul. Los memorables ojos verdes abiertos, sin ver ya nada. La boca de mi madre ligeramente abierta, como si hubiese intentado hablar en el instante de la muerte.

«Gemma.»

Un charco rojo de sangre se extiende bajo su cuerpo sin vida. Se filtra entre las polvorientas grietas del suelo de tierra, recordándome las imágenes que he visto de Kali, la diosa oscura, que derrama sangre y aplasta huesos. Kali la destructora. Mi patrona. Cierro los ojos, deseando que todo desaparezca.

«Esto no está sucediendo. Esto no está sucediendo. Esto no está sucediendo.»

Pero cuando los abro, ella sigue allí, mirándome, acusándome. «Me da igual si vuelves o no a casa.» Eso fue lo último que le dije. Antes de irme corriendo. Antes de que ella fuera a buscarme. Antes de verla morir en una visión. Un intenso hormigueo me recorre los brazos y las piernas. Me desplomo y la sangre de mi madre alcanza el dobladillo de mi mejor vestido, manchándolo para siempre. Y de pronto el grito que he estado conteniendo sale veloz e impetuoso como un tren nocturno, justo cuando se abre el cielo y empieza a caer una lluvia torrencial, ahogando todos los sonidos.