21 DE JUNIO DE 1895
Bombay, India
—POR FAVOR, NO ME DIGAS QUE ESTA NOCHE COMEREMOS eso en la cena de mi cumpleaños.
Tengo la mirada fija en la cara sibilante de una cobra. De su boca cruel sale y entra una lengua sorprendentemente rosada mientras un indio ciego de ojos azules inclina la cabeza hacia mi madre y explica en hindi que las cobras son deliciosas.
Mi madre, enguantada, alarga un dedo blanco para acariciar el dorso de la serpiente.
—¿Qué te parece, Gemma? Ahora que vas a cumplir dieciséis años, ¿querrás cobra para cenar?
El viscoso animal me produce un escalofrío.
—Creo que no, gracias.
El indio, anciano y ciego, sonríe con la boca desdentada y acerca la cobra, obligándome a retroceder. Tropiezo con una estantería de madera llena de estatuillas de deidades hindúes y una de ellas, una mujer con muchos brazos y mueca de terror, cae al suelo. Kali, la destructora. Últimamente mi madre me acusa de haberla elegido mi patrona no oficial. Últimamente mi madre y yo no nos llevamos muy bien. Según ella, es porque tengo una edad imposible. Yo insisto a cualquiera que quiera oírme que es porque ella se niega a llevarme a Londres.
—Me han dicho que a lo que se come en Londres no hay que arrancarle primero los colmillos —comento.
Nos alejamos del hombre de la cobra en dirección a la multitud que se agolpa en el bullicioso mercado de Bombay. Sin contestar, mi madre aparta con un gesto a un organillero y su mono. Hace un calor insoportable. El sudor resbala por mi cuerpo bajo el vestido de algodón y el miriñaque. Las moscas —mis admiradoras más fervientes— revolotean alrededor de mi cara. Intento coger una de esas pequeñas bestias aladas, pero huye y casi la oigo burlarse de mí. Mi sufrimiento alcanza dimensiones astronómicas.
En el cielo, las densas y oscuras nubes señalan la estación de los monzones, cuando en cuestión de minutos puede desencadenarse una lluvia torrencial. En el polvoriento bazar, los hombres tocados con turbantes parlotean, chillan y regatean, mostrándonos sedas de vivos colores con sus manos morenas. En todas partes hay carros cargados de cestos de mimbre con los más diversos artículos y alimentos: jarrones de cobre delgado, cajas de madera con intrincados motivos florales tallados, mangos madurando con el calor.
—¿Cuánto falta para llegar a la casa nueva de la señora Talbot? ¿No podemos coger un carruaje? —pregunto con irritación, y espero que se note.
—Hace un día agradable para pasear. Y te ruego que emplees un tono civilizado.
Sin duda, mi irritación se ha notado.
Sarita, nuestra sufrida ama de llaves, nos enseña unas granadas con su mano correosa.
—Memsahib, éstas tienen muy buen aspecto. Podríamos llevárselas a su padre, ¿no?
Si yo fuera una buena hija, se las llevaría a mi padre, miraría cómo le brillaban los ojos azules mientras partía el fruto rojo y delicioso, y comía las pequeñas semillas con una cuchara de plata como un auténtico caballero británico.
—No haría más que mancharse el traje blanco —refunfuño.
Mi madre está a punto de decirme algo, lo piensa y suspira. Como siempre. Antes mi madre y yo íbamos a todas partes juntas: a visitar templos, conocer las costumbres locales, ver festividades hindúes, trasnochar para admirar las calles a la luz de las velas. Ahora ya no me lleva cuando va de visita. Es como si fuera una leprosa sin lazareto.
—Sí, se manchará el traje. Siempre se lo mancha —susurro en mi defensa, aunque nadie me hace caso salvo el organillero y su mono.
Siguen mis pasos con la esperanza de entretenerme a cambio de dinero. Tengo el cuello alto de encaje del vestido empapado de sudor. Anhelo el verdor fresco y exuberante de Inglaterra, que sólo conozco por las cartas de mi abuela. Cartas llenas de chismorreos sobre meriendas y bailes y sobre quién ha escandalizado a quién a medio mundo de distancia, mientras yo estoy aquí aislada en la polvorienta y aburrida India, viendo al mono de un organillero hacer malabarismos con dátiles, el mismo truco que repite desde hace un año.
—Mire el mono, memsahib. ¿Verdad que es adorable?
Sarita lo dice como si yo fuera aún una niña de tres años y estuviera cogida al dobladillo de la falda de su sari. Nadie parece entender que ya tengo dieciséis y quiero, no, necesito, vivir en Londres, para estar cerca de los museos, los bailes y los hombres de más de seis años y menos de sesenta.
—Sarita, ese mono es un ladrón amaestrado que en cualquier momento te pedirá tu sueldo —digo con un suspiro. Como si le hubiese hecho una señal, el golfillo peludo trepa y se sienta en mi hombro, donde extiende la palma de la mano—. ¿Te gustaría acabar en un estofado de cumpleaños? —mascullo.
El mono silba. Mi madre hace una mueca de disgusto por mis malos modales y echa una moneda en el platillo del dueño. El mono sonríe triunfalmente, salta por encima de mi cabeza y se va corriendo.
Un vendedor ambulante nos muestra una máscara tallada con feroces dientes y orejas de elefante. Sin mediar palabra, mi madre se la lleva a la cara.
—Encuéntrame si puedes —dice.
Es un juego al que ha jugado conmigo desde que sé caminar; una especie de juego del escondite que se supone tiene que hacerme sonreír. Un juego de niños.
—Sólo veo a mi madre —digo, aburrida—. Los mismos dientes. Las mismas orejas.
Mi madre devuelve la máscara al vendedor. La he herido en su vanidad, he tocado su punto débil.
—Y yo veo que a mi hija no le sienta bien cumplir dieciséis años —dice ella.
—Sí, tengo dieciséis años. Dieciséis. A esa edad a la mayoría de las chicas decentes las han enviado a una escuela de Londres.
Pronuncio la palabra «decente» poniendo especial énfasis, con la intención de apelar a cierto sentido maternal de la vergüenza y el decoro.
—Me temo que éste está un poco verde.
Mira un mango atentamente. Examina la fruta con minuciosidad.
—Nadie intentó retener a Tom en Bombay como si fuera una cárcel —digo, invocando el nombre de mi hermano como último recurso—. ¡Hace ya cuatro años que está allí! Y ahora va a empezar la universidad.
—El caso de los hombres es distinto.
—No es justo. Nunca conoceré una temporada de bailes. Acabaré convertida en una solterona con cientos de gatos, que beberán leche en cuencos de porcelana.
Estoy gimiendo. No queda muy bien, pero no puedo evitarlo.
—Ya veo —dice por fin mi madre—. ¿Quieres que te paseen por los salones de baile de la alta sociedad londinense como a un caballo premiado, que está siendo juzgado por sus aptitudes para ser entrenado? ¿Seguiría gustándote tanto Londres si fueras blanco de cotilleos crueles por la menor infracción? Londres no es un lugar tan idílico como lo presentan las cartas de tu abuela.
—No sabría decirte. No lo conozco.
—Gemma... —dice en tono de advertencia sin dejar de sonreír a los indios. No podemos permitir que piensen que las damas inglesas somos tan pazguatas como para ponernos a discutir en plena calle. Sólo hablamos del tiempo, y cuando hace mal tiempo, fingimos que no nos damos cuenta.
Sarita ríe nerviosa.
—¿Cómo es posible que memsahib ya sea toda una señorita? Parece que fue ayer cuando estabas en el cuarto de los niños. ¡Ah, mira, dátiles! ¡Tu fruta preferida!
Esboza una sonrisa con su boca desdentada que da vida a cada una de sus profundas arrugas. Hace calor y de pronto me entran ganas de gritar, de huir de todo y de todos.
—Esos dátiles deben de estar podridos por dentro. Igual que la India.
—Gemma, ya basta.
Mi madre me mira fijamente con sus ojos de color verde cristal. Penetrantes y sabios, dice la gente. Yo tengo los mismos ojos verdes, grandes y con las comisuras hacia arriba. Los indios dicen que son inquietantes, perturbadores. Les hace sentir estar siendo observados por un fantasma. Sarita sonríe mirándose los pies mientras se arregla el sari marrón para mantener las manos ocupadas. Siento un atisbo de culpabilidad por haber dicho semejante maldad de su tierra. De nuestra tierra, aunque últimamente no me siento a gusto en ningún sitio.
—Memsahib, tú no quieres ir a Londres. Es un lugar gris y frío y no hay ghee, mantequilla de búfalo, para untar el pan. No te gustaría.
Un tren silba camino del depósito, cerca de la resplandeciente bahía. Bombay. Significa «buena bahía», aunque ahora mismo no se me ocurre qué puede tener de bueno. Una oscura columna de humo se alza desde el tren y se funde con los nubarrones. Mi madre la observa.
—Sí, es frío y gris.
Se lleva una mano a la garganta y se toquetea el collar, un pequeño medallón de plata con un ojo abierto encima de una media luna. Regalo de un aldeano, según mi madre. Su amuleto. Nunca la he visto sin él.
Sarita apoya la mano en el brazo de mi madre.
—Ya es hora de irnos, memsahib.
Mi madre aparta la mirada del tren y suelta el collar.
—Sí, vamos. Lo pasaremos muy bien en casa de la señora Talbot. Seguro que tendrá unos pasteles deliciosos para tu cumpleaños...
Un hombre con turbante blanco y gruesa capa de viaje tropieza con ella por detrás, embistiéndola.
—Mil perdones, honorable señora.
Sonríe y hace una profunda reverencia para disculparse por su torpeza. Al inclinarse, asoma por detrás un joven con una capa igual de extraña. Nuestras miradas se cruzan por un instante. No es mucho mayor que yo, a lo sumo tendrá diecisiete años. Es de piel morena y boca grande, con las pestañas más largas que he visto. Sé que no debo considerar atractivos a los hombres indios, pero no suelo ver a muchos jóvenes y me doy cuenta de que me sonrojo a mi pesar. Él desvía la vista y estira el cuello para mirar por encima de la multitud.
—Deberías tener más cuidado —espeta Sarita al hombre mayor, amenazándolo con un golpe en el brazo—. Más te vale no ser un ladrón porque serás castigado.
—No, no, memsahib, es sólo que soy muy torpe. —De pronto deja de sonreír y de hacerse el bobalicón. Susurra a mi madre con un perfecto acento inglés—: Circe anda cerca.
Para mí, sus palabras no tienen el menor sentido, no son más que divagaciones de un ladrón astuto que pretende distraernos. Me dispongo a decírselo a mi madre, pero me abstengo al ver expresión de pánico en su rostro. Con ojos de loca, mira a diestra y siniestra las calles abarrotadas como si buscara a un niño perdido.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
De pronto los dos hombres se han esfumado. Han desaparecido entre la multitud en movimiento, dejando sólo pisadas en el polvo.
—¿Qué te ha dicho ese hombre?
La voz de mi madre es dura como el acero.
—Nada. Obviamente era un perturbado. De un tiempo a esta parte las calles se han vuelto muy peligrosas —dice. Nunca había visto a mi madre así. Tan severa. Tan asustada—. Gemma, creo que será mejor que vaya yo sola a casa de la señora Talbot.
Pero... ¿y los pasteles?
Es ridículo decirlo, pero es mi cumpleaños y, aunque no quiero pasarlo en el salón de la señora Talbot, tampoco tengo gana de quedarme todo el día sola en casa, únicamente porque un loco con capa negra y su compinche han asustado a mi madre.
Mi madre se arrebuja en el chal.
—Luego comeremos pastel...
—Pero me has prometido...
—Sí, pero eso fue antes... Calla.
—¿Antes de qué?
—¡Antes de que me irritaras! Te aseguro, Gemma, que hoy no estás de humor para ir de visita. Sarita te acompañará a casa.
—Estoy de muy buen humor —protesto en un tono que suena a todo lo contrario.
—¡No es verdad! —Mi madre me mira fijamente con sus ojos verdes. Hay algo en ellos que nunca había visto, una ira intensa y terrorífica que me corta la respiración. Desaparece tan pronto como ha venido y vuelve a ser mi madre—. Estás agotada y necesitas descansar. Esta noche lo celebraremos y te dejaré beber champán.
«Te dejaré beber champán.» No es una promesa; es una excusa para librarse de mí. Antes lo hacíamos todo juntas, y ahora no podemos ni caminar por un bazar sin meternos la una con la otra. Soy una vergüenza y una decepción. Una hija a quien no quiere llevar a ninguna parte, ni a Londres ni a la casa de una vieja que prepara un té insulso.
Vuelve a sonar el silbato del tren y se sobresalta.
—Toma, te dejo mi collar, ¿eh? Vamos, póntelo. Sé que siempre lo has mirado deslumbrada.
Permanezco inmóvil, callada, dejándola ponerme un collar que siempre he deseado, pero ahora ese objeto brillante y odioso me pesa. Un soborno. Mi madre vuelve a echar una rápida mirada hacia el mercado polvoriento, antes de posar sus ojos verdes en los míos.
—Muy bien. Pareces... mayor. —Acerca la mano enguantada a mi mejilla y la deja allí un momento como si la memorizara con los dedos—. Nos veremos en casa.
Como no quiero que nadie vea las lágrimas que asoman a mis ojos, busco alguna maldad que decir, y ya la tengo en los labios antes de salir disparada del mercado.
—Me da igual si vuelves o no a casa.