Una tarde de primavera de 1986 caminaba por la avenida Córdoba y al doblar por Talcahuano me detuvo una mujer. Tenía unos cuarenta años y era hermosa; llevaba un traje y un bolso muy elegantes, que le daban un aire de ejecutiva. Le sonreí por compromiso, sin reconocerla. Me abrazó en silencio y en el contacto con su cuerpo supe quién era: me atravesó de una punta a otra el recuerdo de una historia demasiado dolorosa. Le devolví el abrazo, también sin palabras, y pasaron unos momentos hasta que pudimos empezar a hablar y evocar al ausente que nos unía, mi amigo queridísimo y su primer marido, el Gordo Isaac, desaparecido en 1977.
En mis tiempos de dirigente universitario, Isaac se había acercado a unos grupos de estudio que los humanistas teníamos en un local de la Democracia Cristiana. Él estudiaba Ciencias Económicas, yo Ciencia Política. Compartimos comidas, películas, libros, discusiones, ilusiones, y nos fuimos haciendo amigos. Juntos vivimos historias hilarantes, como la del sindicalista telefónico Julio Guillán, quien insultó a un policía que se llevaba a dos compañeros y cuando el tipo los soltó para detenerlo a él se esfumó en un segundo: era corredor de carreras de velocidad. O la del Pluma Sergio Sánchez Bahamonde, que le imprimió a nuestra amiga Marta Costa un libro sobre tejido al crochet y le metió un prólogo contra Ernesto Sabato porque no tenía otro lugar donde rebatir los argumentos antiperonistas del escritor.
En tiempos del onganiato, el Gordo Isaac discutió conmigo largas noches sobre la necesidad de la violencia. Se acercaba a Montoneros y estaba convencido: “No hay otra salida. El régimen es violencia. No se va a ir por las buenas”. Cuando comenzó a militar en la clandestinidad se quedó sin trabajo y lo llevé conmigo al Mercado de Abasto, donde en pocas horas se hacía buen dinero si uno era rápido sacando las cuentas del precio de las medias reses que los carniceros cargaban apurados por salir a cortar y vender.
A diferencia de otros amigos, como Oscar de Gregorio, el Gordo mantuvo su amistad conmigo cuando se sumó a la guerrilla. Fue de los pocos que no se sentía superior por tener un arma y que no me despreciaba por haberme quedado en la política. Era un personaje lúcido y transparente, que se animaba a confrontar ideas sin que el desacuerdo marcara una frontera de intolerancia. Se animaba a pensar, algo que no gustaba en las organizaciones armadas, donde era mejor visto obedecer.
Fue así, pensando, que Isaac comenzó a tener dudas sobre el sentido de la guerrilla una vez recuperada la democracia, más aún en una organización que se decía peronista. Y el 20 de junio de 1973, cuando el enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del movimiento produjo la llamada Masacre de Ezeiza, advirtió que sus dudas eran más sólidas que sus posibilidades de cambiar. Isaac había ido a esperar el regreso definitivo de Juan Domingo Perón a la Argentina. Se encontró, en cambio, con la muerte de Horacio Simona, a quien quería como a un hermano, y otros militantes, más un tendal de heridos —como José Luis Nell, que luego se suicidó como consecuencia de su estado—, en una pelea por la proximidad al palco desde el que, finalmente, Perón nunca habló.
Esa noche nos juntamos en una pizzería del centro a evaluar lo que había pasado:
—No hay otra salida que la violencia —me dijo—, pero la violencia ya no es la salida.
—¿Y entonces?
—Entonces nada.
—¿Vas a pagar con tu vida ser fiel a una causa en la que dejaste de creer?
—Ya no hay vuelta atrás —me dijo, abatido.
Cuando lo secuestraron, su mujer quedó sola con tres chicos, el más grande de cinco años. Ella también militaba y fue a pedir apoyo a la organización. Me contó la historia esa tarde de primavera de 1986, de pie en una esquina, ajenos a los transeúntes y al tránsito:
“Después de que el Gordo desaparece me encontré con mi responsable en el parque Lezica y le dije que, por mi situación personal, tenía que dejar la lucha. Me respondió que si de verdad me preocupaba el futuro de mis hijos tenía que seguir peleando. Le dije que no, que había tomado la decisión de no dejarlos huérfanos. Me advirtió que la orga no me lo iba a permitir y me dio otra cita, a la que no fui. Me escapé a una playa, en la costa atlántica, y supe que tanto los milicos como mis compañeros vigilaban a mi madre por si yo hacía contacto con ella. Me quedé sin su ayuda económica, para no ponerla en riesgo. Los dos primeros años se me fueron en desesperación; pasé hambre y los chicos tampoco estuvieron bien. Después pude comenzar a remontar la cuesta, me ayudó un familiar y logré establecerme. Los militares me dejaron vivir porque sabían de sobra que me había ido de Montoneros, y para la organización me convertí en una traidora. Hace unos años me casé de nuevo, con un tipo macanudo. No lo vas a creer: un empresario. Tuve otro hijo con él y todos estamos realmente bien. Sobreviví. Perdoname por tirarte encima toda esta angustia. Hacía años que no tenía a quién contarle mi historia.”
Le di un beso por toda respuesta. Recordamos un rato más a Isaac y comenzamos a despedirnos. A ninguno se le ocurrió intercambiar teléfonos; todo lo que necesitábamos del otro había sucedido en esa esquina. La tristeza me empujó a decirle:
—Me alegra mucho ver que, a pesar de todo, pudiste seguir con tu vida.
—Sí, pude —me respondió, mientras me apretaba la mano como saludo—, pero ahora tomo Valium.
Sonrió y se fue.
Me dejó una imagen cruda del proceso interno que muchos atravesaron desde la desmesurada pasión que les pusieron a aquellos sueños de un mundo mejor a este presunto aburguesamiento que denostaban y al que finalmente se habían sometido. ¿Cómo fue que pasaron de contar anécdotas risueñas como las del Pluma a contar historias terribles de muertes y a dormir cada noche de la vida sin poder establecer un puente entre unas y otras?
“Ahora tomo Valium”: así. En esa frase esta mujer puso todo su ser y expresó, por eso mismo, qué pasa con los sobrevivientes de una generación que no pudo revisar los errores que cometió y que llevaron a la muerte a buena parte de ella.
Para reintegrarse a la vida con otros sueños y otras ilusiones hace falta una autocrítica que la guerrilla no hizo. O una dosis regular de ansiolíticos.
El temor a caer en la Teoría de los Dos Demonios —que separó, equiparando, el terrorismo de Estado de los hechos armados en nombre de la revolución— no puede obliterar la necesidad de hacer una autocrítica de la violencia en los 70. La condena de la represión más sangrienta que sufrió el pueblo argentino no implica como consecuencia directa la celebración de los crímenes de las organizaciones armadas, mucho menos la aprobación a libro cerrado de las evaluaciones que las llevaron por ese camino en el que moriría lo mejor de una generación política.
Como nunca existió una autocrítica de la guerrilla, tenemos una idea de la monstruosidad que sólo se une al crimen de Estado. Es obvia la diferencia, desde el punto de vista jurídico, entre las Fuerzas Armadas a las que los ciudadanos pagamos, y que desatan una cacería contra los argentinos, y aquellos que asumieron la violencia desde una concepción política. Pero desde un punto de vista humanista conviene remarcar que cuando una sociedad se fractura el ejecutor puede ser estatal o privado, de izquierda o de derecha, pero la gravedad de matar es la misma. La violencia, encarnada como un sueño revolucionario o un delirio represor, posee infinitas similitudes al margen de nuestra voluntad de cargar uno de esos términos de elementos positivos. En realidad, al contrario: para alumbrar una sociedad mejor, un revolucionario debe ser capaz de conocer sus propios límites, errores y oscuridades, único camino para enfrentarlos.
Jamás justificaré el terrorismo de Estado. La guerrilla suicida regaló supuestas justificaciones a las Fuerzas Armadas e infundió miedo en algunos sectores, pero la dictadura mató más allá: militantes revolucionarios, compañeros peronistas y de otras fuerzas políticas, trabajadores, sindicalistas, estudiantes, periodistas, curas y monjas y cualquiera que cuestionara las raíces del sistema. Nadie jamás imaginó tantas muertes ni tanto silencio en torno a ellas. Pero ni siquiera la falta de justicia que todavía reclaman los que sobrevivieron a los centros clandestinos de detención, los familiares de los desaparecidos o las abuelas que buscan a sus nietos nacidos en cautiverio impide la revisión de los propios errores pasados, como sucedió en Uruguay con los Tupamaros. José Mujica carga la dignidad y la honra de haber sido tupamaro, haber jugado su vida, haber acertado y errado y haber hecho autocrítica para volver a encontrar un lugar en la política.
Quien lea a los dos personajes más rescatables que tiene la ex violencia, que son Horacio Verbitsky y Juan Gelman, encontrará que hablan del dolor del pasado sin esbozar una autocrítica. Los reivindico porque ambos son coherentes con sus historias, pero no han separado —y es posible hacerlo— la actitud de los que murieron dignamente de la mediocridad nefasta de quienes jugaron con el heroísmo ajeno. Porque el problema central de la violencia guerrillera es ese: hubo más heroísmo en los cuadros militantes que ideas en los dirigentes. Y esa ecuación sólo puede arrojar por resultado la muerte de los mejores.
Si los grupos se hubieran desarmado, realmente, al asumir el gobierno peronista de 1973, el golpe de tres años más tarde habría sido muy difícil de justificar. Toda pelea se habría dado en el seno de la política, con un pueblo movilizado por defender su democracia. Y luego de la muerte de Perón, en lugar de levantar un dedo acusador hacia Isabel y José López Rega, esos dirigentes y esos jóvenes comprometidos podrían haber constituido la opción política interna. En el proceso de su retorno del exilio, Perón ya no contaba a la vieja generación: quiso que la nueva asumiera su herencia. Pero los jóvenes que eligió estaban signados por el golpe de Juan Carlos Onganía, lo que equivale a decir que estaban signados por la locura de una sociedad en la cual la violencia se había instalado como un virus.
Cada uno de nosotros, los sobrevivientes de esos años, lleva una carga de irresponsabilidad —tanto en 1973 como en 1976, y en 1983— y una carga de responsabilidad por 30.000 muertos. Porque los asesinaron los militares pero la incomprensión histórica es nuestra: es culpa nuestra, pesa sobre nuestras espaldas. En cada desaparecido hay un error de concepción de alguno de nosotros, inclusive la frivolidad o la incapacidad de no haber sido alternativa cuando debimos.
Si no hacemos una dura crítica a esa violencia suicida y todo lo que la hizo posible, les estaremos dejando a nuestros hijos una apreciación absurda de cómo fue la historia y, sobre todo, de cómo es posible vivir en bienestar. Porque el compromiso no se corresponde con la gratuidad de la vida: al contrario, incluye la madurez de buscar lo mejor entre lo posible de la vida, no en un coraje de pancarta y muerte. Violencia rimaría, en un mal poema, con demencia. No por nada. Los que teníamos una formación política mínima, como era mi caso, porque me desempeñé como dirigente estudiantil desde 1963, no entramos a la violencia.
En 1983, con la vuelta a la democracia, algunos protagonistas de aquellos errores de diez años antes consideraron que se encontraban en condiciones de hacer un aporte a la política, pero nunca lograron un lugar en la comprensión de la sociedad. Perdida la confrontación con la dictadura, esperaban un espacio que la democracia les negó. Así fue como su presencia se diluyó y los 70 se cristalizaron en una epopeya que defendía a sus caídos y a los deudos, pero no comprendía a sus sobrevivientes. Así fue como las Madres de Plaza de Mayo tuvieron un desempeño mucho más trascendente que los jefes montoneros: Hebe de Bonafini ocupa hace tiempo el lugar de dirigencia política que dejó vacío Mario Firmenich.
Para las madres, el heroísmo de sus hijos merece todas las honras y no necesita explicación. Además, la conducta que ellas mantuvieron frente a la violencia militar fue tan digna y tan consecuente que desnudó buena parte del resto de las conductas. Pero, por su propia naturaleza, el movimiento de las madres no intenta ni logra darle a la muerte de sus hijos un sentido político que el presente pueda recuperar. La revisión de los hechos armados y sus conclusiones no puede partir de Bonafini o de Estela Carlotto, con independencia de los estilos diferentes de cada una: ellas son deudos, no actores. La revisión de los hechos armados y sus conclusiones sólo pueden partir de los actores. Inclusive de aquellos que, como yo, acompañamos su nacimiento destacando nuestra oposición a la violencia.
Si durante el gobierno de Raúl Alfonsín los militares y sus patrones económicos intentaron atemorizar a la sociedad, la llegada de Carlos Menem al poder obligó a un cambio de estrategia: dejó fuera del juego a las Fuerzas Armadas y se asoció con la oligarquía para vender el patrimonio de generaciones. Luego de la crisis del 2001 a la que se llegó por la inercia del neoliberalismo durante el gobierno de Fernando de la Rúa, Néstor Kirchner se impuso como programa recuperar el poder para el conjunto de los argentinos, con la virulencia que ello implicó para quienes se habían acostumbrado a utilizar al Estado como un títere a su servicio, virulencia que se advierte en la gestión continuadora de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner. Pero sólo graves errores de la democracia podrían devolverles un lugar a los Domingo Cavallo de este mundo.
Parte de ese programa kirchnerista fue la liturgia de los 70. Desde el 2003 algunos de los referentes de esa época se sumaron para utilizar aquella vieja mística en la lucha contra los liberales y demás restos nefastos del menemismo. Pero los Kirchner les otorgan demasiada importancia a los 70. Inclusive, diría, les otorgan una importancia errada.
Es un acierto reclamar para la política el espacio del romanticismo y la entrega, recuperar la noción de esforzarnos por los demás luego de que Menem impusiera una cultura donde todos los valores se dirimían en el mercado, incluidas las acciones de la función pública. Nunca olvidaré el ahogo que me produjo la respuesta de una importante figura de la década menemista cuando le comenté, admirado, la belleza de una mujer que pasaba por la vereda, frente a la mesa de café donde él y yo charlábamos: “Vale 300 dólares”. Cree el ladrón que todos son de su condición, pensé. Barrer esa idea pragmática y vil de la vida, que el menemismo entronizó en el gobierno, oponiéndole la vocación de servicio y los sueños que en los 70 poníamos en la política, fue un gesto positivo de Kirchner. Sin embargo, arrojar hacia fuera la culpa de la devastación, aunque afuera esté el terrorismo de Estado, es bastante limitante. Quita a los sectores que nos oponíamos a la violencia un protagonismo digno de ser recuperado. Y quita densidad al pensamiento, equivocado pero pasible de autocrítica, de los que la eligieron.
Reconozco que la tarea no resulta fácil. Caminando con Jack Fucks, un sobreviviente del campo de concentración nazi de Auschwitz, le pregunté por qué no podíamos asumir y revisar nuestra historia reciente. Me respondió que él había tardado cincuenta años en escribir sobre su experiencia; se detuvo y con su calma sabiduría me explicó: “La gente cree que el dolor incita a pensar, y no es cierto. Al contrario, el dolor inmoviliza”.
Ser joven en los 70 era un regalo de Dios: ingresar en el espacio de los adultos con toda la energía cuando el mundo había decidido demoler lo viejo para construir lo nuevo. O al menos eso parecía. Cruzarse con la revolución justo en la etapa personal de la rebeldía es una casualidad tan remota que bien puede considerarse un lujo.
Aunque nuestra juventud nada tuvo de apacible, la vida parecía igualmente eterna y el mundo un bien tan apetecible como dominable. Jugarse enteros no significaba acercarse a la muerte. Fueron años de imposibles en la edad adecuada. El riesgo de perder la vida se desplazaba al orden de lo secundario comparado con la amenaza mayor de no participar de la epopeya.
Las utopías dieron contenido a nuestro deseo de aventura y a nuestra inmensa capacidad de pasión. Tal fue su fuerza que con ellas los convencidos arrastraban a los que dudaban y muchos de estos —los perejiles, como se los nombró con desprecio indebido— entregaron sus vidas sin estar seguros de lo que hacían. Las utopías eran una corriente tan irresistible que arrastraron a miles. A tantos que hoy, cuando desde el poder se recupera la memoria del militante, no faltan unos cuantos vivos que se inventan un pasado de sueños para ser parte del oficialismo.
En aquellos tiempos los violentos se sentían seres superiores. Nadie puede cuestionar que eran distintos porque comprometían sus vidas, y acaso necesitaban sentirse por encima de los demás para poder dejar a un costado las dudas y las contradicciones. Cuando involucra la muerte, el compromiso no soporta esas cargas. Aquel militante fue una figura sectaria y excluyente por naturaleza: por necesidad.
Sin embargo y contra lo que se ha convertido en el discurso dominante, los que no participábamos de la violencia también existíamos. En términos de incertidumbres políticas y existenciales nada teníamos que envidiarles a los que se habían decidido por las armas. Pero a lo largo de la etapa que dio origen a la guerrilla siempre sostuve que la violencia no era el camino hacia nuestro objetivo de un país mejor; por el contrario, creí que nos conducía a una derrota segura.
Me duele recordar mi convivencia con las armas porque en muchas de estas historias trágicas las únicas explicaciones posibles son la locura o el absurdo. Y ante la muerte de otro ser humano uno necesita una explicación con alguna clase de sentido: ese vacío de significado resulta intolerable.
Estamos obsesionados por la comprensión de los 70. Pero comprenderlos quizá implique devaluarlos, y eso duele: revela el enorme sinsentido que dio lugar a que muchos de nosotros terminaran desaparecidos.
Nadie se atreve todavía a decir que el heroísmo de la entrega fue inversamente proporcional a la pobreza de las propuestas y a la carencia de talento de la dirigencia guerrillera. El romántico deseo de futuro de una generación, combinado con la ambición de poder de quienes se pusieron a su frente tirando contra la democracia, arrojó como resultado una experiencia amarga.
La guerrilla tuvo un sentido cuando intentó cortar el ciclo de dominio militar de la oligarquía sobre los humildes, luchar contra la proscripción del peronismo y forzar la restitución de la soberanía popular. Pero cuando enfrentó a Perón terminó enfrentada con el pueblo. Perón no era una casualidad sino el símbolo más profundo del pueblo. La guerrilla se expulsó del corazón de los argentinos, por eso se la pudo aislar: sin apoyo popular sólo le queda el peso militar y las Fuerzas Armadas eran un enemigo imposible de vencer.
Si la dignidad de la primera pelea fue maravillosa, la segunda nos deja una marca muy negativa: después de tanta entrega generosa hubo demasiado pragmatismo. Y la falta de autocrítica lo perpetuó: aquellos que eligieron la violencia en los 70, y sobrevivieron, resultaron deglutidos por el poder en los 90 cuando la figura del militante fue reemplazada por la del operador político. La política, aquella opción de voluntad colectiva a la que se habían entregado, mutó en la corrupción y la prebenda.
Ya no quedaron personajes como Avelino Fernández, quien fue secretario de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) y cuando Lorenzo Miguel le ganó volvió a la pieza del conventillo. Muchos militantes que en los 70 lucharon por una distribución justa de la riqueza en los 90 me explicaron, mientras pedían una botella de vino de 200 dólares, que eso no era posible. Se contentaron con recibir su parte.
La violencia no es la síntesis del debate político de los 70 sino la manera en que se lo clausuró al servicio de los pragmáticos que impondrían una ideología incuestionable, y la obediencia sirve a una causa tan bien como a la opuesta. La lucha armada cortó un proceso de discusión que sin duda estaba llevando la política a su momento más importante, adelantó el final a un ciclo cuya riqueza de pensamiento y debate hubiera permitido una sociedad más justa. Fue el quiebre de la discusión y el camino hacia su frustración. Al poco tiempo ya no se podía debatir sin ser considerado traidor a la causa que, en nombre de una supuesta nobleza, generó el mayor número de vidas sacrificadas sin llegar a constituirse en opción de poder. Porque la guerrilla en la Argentina nunca fue una amenaza real para el poder. La entrega de los militantes no puede cubrir la magnitud del error.
Los panegíricos que se han escrito sobre esos tiempos son el resultado de una exégesis desmedida. Se estudia un fenómeno que la tragedia obligó a sobredimensionar pero que el pueblo nunca asumió como propio. Los golpes de Estado en los países del Cono Sur utilizaron la guerrilla como una excusa para eliminar la democracia, no porque estuviera cerca de asaltar el poder. Los dirigentes como Firmenich jamás entendieron dónde se encontraba el poder. Perón se lo mostró y ni quisiera así logró verlo. Como consecuencia, demasiadas vidas —y, por cierto, no la suya ni la de sus amigos en la Conducción Nacional de Montoneros— se apagaron al servicio de una causa carente de sentido.
En abril de 1977 Firmenich dio una muestra de su sensibilidad al respecto. En una entrevista que le realizó Gabriel García Márquez, quien todavía no era premio Nobel de Literatura, declaró: “A fin de octubre de 1975, cuando todavía estaba en el gobierno Isabel Perón, ya sabíamos que se daría el golpe dentro del año. No hicimos nada para impedirlo porque, en definitiva, también el golpe formaba parte de la lucha interna en el movimiento peronista. Hicimos en cambio nuestros cálculos de guerra, y nos preparamos a soportar, en el primer año, un número de pérdidas humanas no inferior a 1500 bajas. Nuestra previsión era esta: si logramos no superar este nivel de pérdidas, podíamos tener la seguridad de que tarde o temprano venceríamos”.
García Márquez, al tanto de la barbarie cotidiana de las Fuerzas Armadas en el poder, le preguntó qué sucedió, acaso en busca de una señal de contacto entre su entrevistado y la realidad. “Sucedió que nuestras pérdidas han sido inferiores a lo previsto. En cambio, en el mismo período, la dictadura se ha desinflado, no tiene más vía de salida, mientras que nosotros gozamos de gran prestigio entre las masas y somos en la Argentina la opción política más segura para el futuro inmediato”, le respondió Firmenich.
Toda generación tiene una presencia equilibrada de poetas y de contadores, de sentimentales y de almaceneros. La desgracia de los 70 quizá consista en que la parte mayoritaria de lo mejor de nuestra generación ingresó en una guerra que terminó en masacre y a los mediocres que sobrevivieron se les hizo el campo orégano para dominar la sociedad. No quedaba nadie más.
En eso se nota que el genocidio dejó marcas en los sobrevivientes: de alguna manera somos sólo eso, sobrevivientes, y nos queda cierto regusto a frustración, y una idea de que la ideología llevó a tanta muerte. De ahí que muchos participantes de esa epopeya hayan vuelto a la burguesía de la que quizá nunca debieron haber salido y terminaron votando, e inclusive convirtiéndose a sus políticas, al menemismo o la Alianza. En esos espacios —y en otros que se prolongan hoy, inclusive dentro del mismo peronismo— no había peligro alguno porque no había ideología.
Los sobrevivientes cargan con ese pasado de distintas formas.
Algunos, con un mecanismo lógico desde el punto de vista de la psiquis, no hablan del asunto. Trataron de olvidar los 70, de no asumirse como ex combatientes. Intentaron, de diversas maneras, integrarse a una sociedad sin jinetas, a un anonimato intrascendente y balsámico. Recuerdo a un compañero que pasó encarcelado ocho años y su único comentario al respecto era: “Ya pasó, está todo bien”. Pero así como él no podía ponerle palabras a su experiencia, otros no pueden hablar de otra cosa. Sus vidas quedaron marcadas por esos tiempos: sienten que esa experiencia fue la única importante de su vida, como viudas melancólicas que no pueden siquiera imaginar que transitar otros caminos no equivale a sustituir los pasados. Un amigo escribe horas y horas por día sobre ese recuerdo, convencido de que alguien en algún momento va a investigar y a encontrar valioso su testimonio.
En ambos casos las actitudes comparten la misma imposibilidad de pensar que acaso hicieron algo mal. La derrota —si acaso consienten la palabra— y los muertos fueron una casualidad desafortunada. Para los desaparecidos queda el dolor, que se impone sobre las heridas de los sobrevivientes.
Entre ellas, ese núcleo complejo de los genocidios: la culpa de quienes vivieron para contarla. Una cierta mirada de sospecha persigue a los que no cayeron en la lucha: la pregunta por los motivos de su supervivencia, un “algo habrán hecho” del lado de la revolución. En una larga charla, un ex detenido en el centro clandestino de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) me decía que no sabía por qué había sobrevivido y que probablemente no había ninguna lógica en el hecho, pero que percibía que los deudos y hasta la sociedad toda lo acusaban.
Ninguna de estas actitudes —la negación, la melancolía, la vergüenza— puede producir política. Y no produjo. Y así nos va.
Porque aun los pocos que lograron ubicar a los 70 en sus vidas y supieron hacer el duelo de la derrota y trataron de separar la paja del trigo para rescatar aquellos ideales descubrieron que ni siquiera habían logrado construir un sistema de solidaridad que en algo evocara a ese hombre nuevo por el que pelearon. Eran demasiado pocos y sus líderes probaban que los triunfos tienen miles de padres y las derrotas son huérfanas. Se quedaron como el viejo del tango El jubilado de Luis Alposta, al que le puso música Edmundo Rivero: “Ya no tiene ilusiones que ponerse”.
Retornan a mí las palabras que San Agustín escribió en sus Confesiones (Libro XI): “Evidentemente medimos el tiempo que pasa cuando lo medimos sintiéndolo. Pero el tiempo pasado que ya no existe o el futuro que todavía no existe, ¿quién podrá medirlos? A no ser que uno se atreva a decir que puede medirse lo que no existe. El tiempo parece sentirse y medirse cuando está pasando. Cuando ya ha pasado, no puede hacerse, porque no existe.”
Quizá no poder medir el paso de aquel tiempo sea la oportunidad adecuada para examinarlo libres, para dividirlo en etapas que nos permitan entender ese pasado y darle un mejor lugar en la historia de nuestro porvenir. Los recuerdos, como lazarillos, nos ayudan a hilvanar los cabos sueltos, los hechos que parecieron acontecimientos menores y luego tuvieron largas consecuencias, para descifrar los motivos en apariencia incomprensibles por los que llegamos a esta meseta política. Ahora que el pasado no se puede medir, ahora que ha pasado, podemos emplear esos recuerdos para intentar un balance.