El fantasma del pasaje de la Cloaca Goteante
Fin se agazapó detrás de una estantería repleta de alcohol de contrabando e intentó obviar el olor a pelo de rata y zumo de brócoli que desprendían las mugrientas botellas. Hacía menos de diez minutos que el propietario de la sucia tiendecilla, un asqueroso y viejo monstruo con el cuerpo cubierto de escamas grisáceas llamado Diente de Tiburón, le había abierto la puerta para que pudiese echar un vistazo antes de la hora de cierre, y luego, rápidamente, había olvidado su existencia.
Mucha gente hacía planes para entrar furtivamente allí, pensó Fin esbozando una sonrisa socarrona. Pero muy pocos se planteaban cómo darse a la fuga con éxito.
Fin continuó escondido mientras el viejo estafador cerraba la puerta de la tienda (al fin y al cabo era olvidable, no invisible) y siguió con atención los movimientos de Diente de Tiburón hasta que lo vio entrar en la estancia contigua para irse a dormir. Luego esperó a que la oscuridad se cerniera por completo sobre las laberínticas calles del Muelle de Khaznot y a que los fuertes vientos que soplaban constantemente desde la montaña hasta la bahía alcanzaran su máximo nocturno.
Y por fin llegó el momento de entrar en acción.
Fin salió con cautela de su escondite, se frotó las piernas para desentumecerlas y caminó pegado a las estanterías llenas a rebosar de basura de segunda mano hasta que llegó al aparador situado detrás del mostrador. Su premio estaba al otro lado de un cristal manchado: un broche de oro y esmeraldas, luminoso y brillante como el sol. Se relamió con expectación.
Sirviéndose de un dedo, Fin localizó los cables ocultos detrás de las puertas de la vitrina y los siguió hasta dar con la trampa montada para proteger su apertura: un chisme para atrapar la mano y unos chorritos de ácido. Material estándar, desmantelarlo sería cosa de aficionados.
—Un poco pringoso, Diente de Tiburón —murmuró Fin para sus adentros mientras soltaba la trampa y forzaba la cerradura—. La próxima vez al menos hazme sudar un poco más.
Con una sonrisa, posó la mano en el pomo de las puertas de la vitrina. Estaría fuera de allí antes incluso de que aquel apestoso repugnante recostara la cabeza en la almohada.
Pero el pensamiento se le esfumó de la cabeza en el instante en que tiró de las puertas para abrirlas y emitieron un chirrido tan agudo que desgarró el silencio. Fin se estremeció. ¡El crimen perfecto desbaratado por una bisagra oxidada!
El viejo Diente de Tiburón salió escopeteado de la habitación.
—¿Quién anda muriéndose por aquí? —vociferó, blandiendo un bastón.
—¡Facón! —exclamó Fin.
Cogió el broche. Diente de Tiburón se abalanzó sobre él. Pero un buen ladrón se mueve por instinto, y Fin era el mejor. El bastón azotó el aire justo cuando él saltaba encima del mostrador y fue a estamparse contra la vitrina. Volaron fragmentos de vidrio por todas partes.
Durante un momento que pareció interminable, chico y bestia se miraron fijamente a los ojos, a la espera de quién daba el primer paso. Fin se agachó, extendió los brazos para mantener el equilibrio y se preparó para echar a correr. Diente de Tiburón, entretanto, lo estudió con unos ojos negros como el carbón mientras su doble hilera de aserrados dientes rechinaba sonoramente.
Con un rugido, Diente de Tiburón cargó contra Fin, que fingió un giro a la izquierda, saltó al suelo y puso pies en polvorosa hacia la puerta.
—¡Demasiado lento! —gritó mientras el viejo monstruo traqueteaba tras él, mandando al suelo las flautas orejudas y los embudos solares que llenaban las estanterías.
Fin no volvió la cabeza. Abrió la puerta y emergió a la oscuridad. La tienda de Diente de Tiburón estaba en el fondo de un corto túnel formado entre dos edificios que, por lo visto, habían decidido caer en el mismo callejón y en el mismo momento; solo había dos salidas. Fin eligió una al azar y echó a correr.
—¡Ven aquí, pillastre! —gritó Diente de Tiburón, saliendo rápidamente detrás de él.
Sus pisadas retumbaban rítmicamente por encima del gemido de fondo del viento. Fin tragó saliva. Lo habían perseguido tantas veces que sabía que era capaz de superar en velocidad a la mayoría. Pero un tipo con la mala fama de Diente de Tiburón tenía que haber cazado infinidad de presas. Era solo cuestión de tiempo que Fin pasara de cebo a comida de tiburón.
Por suerte tenía un plan para ocasiones como aquella. Al fin y al cabo, ser olvidable presentaba ciertas ventajas para un ladrón. El recuerdo de la gente no desaparecía tan rápidamente cuando le sorprendían haciendo cosas como birlar joyas de una vitrina cerrada con llave. No obstante, si de algo estaba seguro Fin al cien por cien era de que su recuerdo desaparecía.
Se zambulló en un callejón y se fundió con el umbral de la primera puerta que encontró. Un instante después, Diente de Tiburón dobló la esquina y pasó de largo el escondite de Fin. Pero después de recorrer unos metros sin encontrar ni rastro de su presa, ralentizó el paso hasta detenerse y olisqueó el aire.
Con la actitud más desenfadada de la que era capaz, Fin se situó detrás de Diente de Tiburón y tiró de la manga del estafador.
—¿Por casualidad buscabas a la chica que acaba de pasar por aquí con un collar en la mano?
Diente de Tiburón correteó hacia él.
—¿Qué? ¿Una chica? No… —Se interrumpió. Pensativo, se rascó la escamosa barbilla con la mano. El viento seguía soplando con fuerza y la luz de la farola bailaba en sus ojos de color negro azabache—. Habría jurado que era un chico… Lo he visto bien…, pero, ahora que lo pienso, la verdad es que no recuerdo con claridad…
Fin se encogió de hombros y prosiguió con su rutina habitual.
—Lo que ha pasado por aquí era una chica. Pelirroja, algo más bajita que yo.
Diente de Tiburón ladeó la cabeza.
—Pelirroja, sí, eso me suena. Y era baja, tienes razón…
—¡Es ella! —anunció Fin—. Ha pasado corriendo por aquí como un vendaval y luego ha desaparecido por aquel callejón. —Señaló la hilera de edificios que tenía enfrente—. Calculo que se dirigía hacia la Madriguera del Puerto.
Diente de Tiburón asintió.
—Gracias, muchacho.
Fin rió con disimulo en cuanto Diente de Tiburón se alejó. Esperó unos minutos más para estar seguro de que su perseguidor lo había olvidado por completo. Y entonces sacó la mano del bolsillo. Junto al resplandeciente broche de esmeraldas apareció la bolsa de terciopelo cargada de monedas que había robado del cinturón de Diente de Tiburón hacía unos instantes.
Acarició la superficie del broche con el pulgar. Una diablura más del Maestro Ladrón del Muelle de Khaznot. Echó a andar tranquilamente y, silbando, contó las monedas de su recién conquistada bolsa. ¡Dio la casualidad de que Diente de Tiburón había tenido un buen día de negocios!
Cuando Fin llegó a los Altos Sangranariz, donde las casas de la gente humilde se aferraban a las partes más escarpadas de la montaña, siguió las empinadas cuestas hasta alcanzar un callejón encharcado conocido como el pasaje de la Cloaca Goteante. Su destino era la decimosexta casa a la derecha: un edificio estrecho y desvencijado acuclillado al borde de un barranco. Por encima de sus dos pisos habitables, una alta torre se balanceaba a merced del viento, amenazando con derrumbarse en cualquier momento y caer a la bahía.
Los pasos de Fin se ralentizaron y el silbido se interrumpió. Nadie le había dejado ni la luz encendida ni la puerta de entrada abierta. Aunque no esperaba otra cosa. Era el único hogar que había conocido desde que, cinco años atrás, abandonara la Reserva de Huérfanos, recién cumplidos los siete, y no había nadie al corriente de que estaba instalado allí. Ni siquiera el señor y la señora Parsnickle, que también vivían en el edificio.
Pero no se lo echaba en cara.
Con la facilidad que dan los años de práctica, saltó desde el porche de la entrada al canalón de las aguas pluviales y se deslizó por él hasta la ventana de la cocina. Fin siempre se aseguraba de que estuviera debidamente engrasada para abrirla sin hacer ruido. Y en la cocina encontró la vieja panera metálica donde los Parsnickle guardaban las monedas.
Levantó con cuidado la tapa y miró el interior. Esbozó un gesto de negación. Los Parsnickle eran demasiado generosos; de poder permitírselo, y aun a riesgo de pasar ellos hambre, donarían hasta su último drillet con tal de que a un desconocido nunca le faltara comida.
Fin volcó el contenido de la bolsa de monedas en la panera y dejó el broche encima. La señora Parsnickle había acudido aquella misma mañana a la tienda de Diente de Tiburón para empeñarlo y había recibido a cambio una cantidad que era un auténtico timo, incluso para los estándares de aquel estafador. Después, al salir de la tienda, había destinado el dinero a comprar zapatos para los niños menores de seis años de la Reserva de Huérfanos.
Fin no se sentía mal por haber tenido que robar para recuperarlo, en absoluto. Por la señora Parsnickle robaría el mundo de poder hacerlo. Al fin y al cabo, ella se lo había dado todo cuando era un niño que no llegaba ni a los seis años. Con la excepción de su madre, la señora Parsnickle era la única persona que Fin conocía que había sido capaz de recordarlo y por ello siempre lo había tratado de una forma muy especial. La señora Parsnickle no tenía la culpa de haber terminado olvidándolo también. Al final, le pasaba a todo el mundo.
Y, además, Fin sabía que ella solo tenía ojos para los niños menores de siete años. Suponía que si de niño lo recordaba era porque amaba a los pequeños. Y él se había hecho mayor, eso era todo.
Pero lo de ser tan fácilmente olvidable tenía sus ventajas, se recordó Fin con una sonrisa. ¡Era la tercera vez en un mes que le robaba el broche a Diente de Tiburón! Aunque en todas las ocasiones, cuando al día siguiente la pobre señora Parsnickle abría la panera, pensaba que se había vuelto loca.
Con una sensación de calidez en el pecho, Fin devolvió la panera a su lugar, cerró la ventana y trepó por el canalón hasta la torre, esforzándose por evitar las zonas con moho y sujetándose con fuerza cuando las ráfagas de viento aumentaban. Una vez arriba, se deslizó hacia el interior a través de una ventana rota y exhaló un suspiro de alivio. Qué bien estar de nuevo en casa.
Encorvado y con pasos torpes, Fin avanzó entre el conocido caos que cubría el suelo. Montones de redes atrapanubes enredadas con pelotas vuelvesolas, viejos mapas y trastos de todo tipo que había hurtado a lo largo de los años y nunca había utilizado para nada. Era un testamento de sus habilidades como caco, aunque el testamento más importante estaba justo donde dormía.
Aun sin espectadores, Fin extrajo con un gesto teatral la bolsa de monedas de terciopelo de Diente de Tiburón, vacía en ese momento.
—¡La última! —anunció, sumándola a la montaña de bolsas de monedas de terciopelo que utilizaba a modo de cama.
Y se dejó caer de cara sobre el montón, deleitándose con el triunfo de haber completado su obra maestra.
Había necesitado tan solo tres años y cuatrocientos sesenta y dos hurtos. La pelusilla del tejido le hacía cosquillas en las manos y la sensación ascendía brazos arriba, y ni siquiera le molestó la aparición de una cucaracha entre las bolsas. Vivir en aquella buhardilla le había obligado a acostumbrarse a la presencia de bichos de todo tipo. Y, al menos, las cucarachas no mordían, a diferencia de los zampatembleques que se habían instalado en el interior de las bolsas de monedas de cuero sobre las que antes dormía.
—Ha sido un buen día —murmuró para sus adentros, poniéndose boca arriba.
Y se quedó dormido imaginando la expresión de feliz sorpresa de la señora Parsnickle cuando descubriera el broche a la mañana siguiente.
—¡EL FANTAAASMAAA LADRÓÓÓN!
Los gritos del señor Parsnickle se filtraron a través de las tablas sueltas del entarimado de la buhardilla y aporrearon los oídos de Fin. En el exterior, el viento matutino aullaba como siempre, aunque no llegaba ni de lejos a la altura de los alaridos del señor Parsnickle. Era el despertador de Fin; el viejo seguramente había descubierto la desaparición del queso que Fin había mangado la noche anterior para cenar.
Fin abandonó con cuidado su improvisada cama, descolocando varias bolsas con el movimiento. Se desplazó por la buhardilla, agachándose para evitar darse con la cabeza contra las vigas, y retiró la estatua de zafiro y ópalo que bloqueaba la trampilla que daba acceso a la casa. Con un golpe sordo, Fin se dejó caer en la parte trasera de un viejo armario que los Parsnickle nunca se habían tomado la molestia de restaurar (o, al menos, no se la habían tomado desde que había un «fantasma» escondido entre las herramientas de restauración del señor Parsnickle) y bajó silenciosamente las escaleras.
—¡Por el amor de Dios! —estaba diciendo la señora Parsnickle cuando Fin llegaba al pasillo de la cocina—. ¡No tengo tiempo para tus tonterías de fantasmas! Ya llego tarde y, si no me doy prisa, los de seis años habrán metido a los de cinco en las cestas de secado del lavadero.
Fin esbozó una mueca de asco al recordar la fetidez de aquel lavadero. De eso, al menos, se había librado para siempre.
—¡El queso, mujer, el queso! —gañía el señor Parsnickle desde el otro extremo del pasillo—. ¡Ese fantasma ladrón ha cogido el queso!
Fin se acercó un poco más. En un espejo vio el reflejo de la señora Parsnickle. Estaba recogiéndose el cabello canoso en un moño que coronaría su delgada figura; y vio también la cara colorada del señor Parsnickle, a su lado. Los mofletes le temblaban por encima de los colmillos blancos.
—¡Eres un orco imposible! —dijo riendo la señora Parsnickle.
Y luego llegaron los besos. Fin sintió náuseas. Los adultos eran repugnantes.
Asomó la cabeza por la puerta. El señor Parsnickle merodeaba por la despensa, a escasos metros de distancia de donde se encontraba él, hasta que emergió finalmente con una barra de pan y un poco de mantequilla de sapo, la comida que más aborrecía Fin. La señora Parsnickle cortó una rebanada, esquivó con destreza la cucharada de babaza gris que el señor Parsnickle intentaba untarle y corrió hacia la puerta.
Fin estaba a punto de entrar para hacerse con un currusco cuando de pronto la señora Parsnickle se detuvo en el umbral, dubitativa.
—¿Arler?
Se agachó y cogió alguna cosa que había sobre la madera mohosa del suelo de la entrada. Cuando se incorporó, sujetaba entre sus enclenques dedos un trocito de papel blanco perfectamente doblado.
—¿Quez ezo? —preguntó el señor Parsnickle, untando otro pedazo de pan con aquella porquería pegajosa.
Se metió la mitad en la boca y miró por encima del hombro de su esposa.
—Parece una carta —declaró la señora Parsnickle.
Fin se adentró en la cocina más de lo que habría hecho en circunstancias normales. La gente del Muelle, como los Parsnickle, no solía recibir cartas. De vez en cuando, la reserva enviaba alguna nota sirviéndose de una rana habladora, o también podía llegar un chico loro portando un mensaje de los parientes del señor Parsnickle, que vivían en la Costa que Nunca Visitarás. Pero nunca una carta de verdad.
—Déjame ver —dijo la señora Parsnickle. Arrugó la frente y empezó a leer—. Parece que va dirigida a un tal «M Ladrón».
—¡Maestro Ladrón! —espetó Fin sin poder evitarlo.
¡Ese era él!
El señor Parsnickle dio un salto tan exagerado que se golpeó con el techo y provocó una lluvia de fragmentos de madera podrida y cal. La señora Parsnickle presionó la carta contra su pecho, los ojos abiertos y grandes como la luna en pleno verano.
Por un momento nadie dijo nada. Fin intentó que la palabra volviera a su boca. Pensó en el aspecto que debía de tener allí, apoyado en la puerta, el cabello negro y despeinado ocultando casi por completo una tez olivácea, la ropa sucia después de días sin poco más que algún que otro chapoteo en una fuente.
—¡Un indigente! —gritó el señor Parsnickle, solucionando el misterio.
Cogió un escobón y lo levantó sobre la cabeza de Fin como si de una porra se tratara.
Fin tragó saliva e intentó la única cosa que sabía a ciencia cierta que no funcionaría.
—¿Señora Parsnickle? —musitó—. Soy yo, Fin.
La señora Parsnickle lo miró con la cabeza ladeada y entrecerró levemente los ojos. Fin le examinó el rostro en busca de algún indicio que le diera a entender que lo reconocía. Cuando la señora Parsnickle abrió la boca, solo un poquito, el corazón de Fin se iluminó con un rayo de esperanza.
—Lo si-siento, joven —tartamudeó—. ¿Te conozco?
Fin suspiró al ver sus esperanzas evaporadas. Por supuesto que no. El señor Parsnickle apuntó de nuevo la escoba hacia él y realizó un lento movimiento de barrido indicándole la puerta.
Hora de irse. Otra vez.
Decaído, se dispuso a abandonar la cocina. Esa mañana no habría desayuno. Aunque había algo que necesitaba mucho más que una rebanada de pan untada de mantequilla de sapo. Cuando alcanzó el umbral, se giró hacia la señora Parsnickle. Ella continuaba mirándolo con aquella expresión vacía y tintada con una pizca de miedo.
—Lo siento —susurró Fin.
La señora Parsnickle entornó los ojos y frunció el entrecejo.
—Entrar en casa ajena es de mala educación —lo sermoneó.
El señor Parsnickle resopló detrás de ella, escoba en mano. Fin se encogió de hombros.
—Oh, no lo digo por eso —declaró—. ¡Sino por esto!
Con un veloz movimiento, saltó y le arrancó la nota de las manos.
El señor Parsnickle rugió y le arrojó la escoba. Se estampó contra el suelo, a escasos centímetros de Fin.
—¡Facón! —exclamó Fin, que se había puesto ya en movimiento.
Sus piernas adquirieron velocidad y salió corriendo a la callejuela; los adoquines le machacaban los pies mientras se alejaba. Había escapado por los pelos.
Pero Fin sabía que los Parsnickle lo olvidarían enseguida y que no existía cerradura capaz de impedirle el paso. Y, lo más importante de todo, tenía la carta en su poder. Su carta.