Al buscar las palabras con las que iniciar un intento de reflexión sobre el Bicentenario, al intentar encontrar el tono para describir mis sensaciones frente a una fecha que nos abre un doble horizonte —el del ayer y el del mañana de nuestro país— me tropecé con lo escrito en otros momentos no tan lejanos en el tiempo pero signados por las vicisitudes experimentadas en cada uno de esos días argentinos. Me descubrí primero ante la crisis de finales de 2001 y la larga travesía llena de inquietudes, desconciertos y desesperanzas de 2002; luego me encontré con algo escrito durante 2003, poco antes de ese giro significativo de nuestra historia contemporánea marcado por el discurso presidencial del 25 de mayo de ese año, y finalmente recuperé un texto de comienzos de 2009, a raíz de una participación en un interesante debate entre historiadores (aunque ese no fuese mi oficio) propuesto por el Congreso de la Nación en el marco de los preparativos del Bicentenario. Tres textos distintos y atravesados por circunstancias disímiles y encontradas, como si en cada uno de ellos algo de lo que para mí es la Argentina se hubiera expresado a pesar de las diferencias históricas, políticas, económicas o sociales que separan a cada uno de esos momentos de una década que acaba de concluir. Escrituras nacidas de la urgencia de pensar el itinerario argentino entrelazándolo con aquello espectral de nosotros mismos; esa masa de recuerdos, propios y de otros, que configuran, aunque no lo sepamos, lo que hemos sido, lo que somos y, quizás, lo que lleguemos a ser. En esos derroteros está nuestra memoria y nuestra capacidad para otear las posibilidades del mañana, para intuir hasta dónde se juntan las huellas que nos regresan a los territorios del origen con aquellas otras que nos orientan hacia los territorios de un país soñado que todavía no alcanzamos a realizar. Doble mirada con la que se intenta entrelazar pasado y futuro, sueños realizados, sueños fracasados y sueños por realizar, como si un país, nuestra entrañable Argentina, no fuera otra cosa que un sueño que seguimos soñando eternamente.
Las sombras últimas del desencanto van cayendo sobre los restos de un país que se imaginó a sí mismo habitando un futuro promisorio, de un país que se lanzó a la historia sintiéndose portador de una promesa cuyo cumplimiento estaba garantizado más allá de las circunstancias y de los acontecimientos. El mismo devenir iría realizando ese destino escrito desde los orígenes, dándole forma al país soñado mucho antes siquiera de que los primeros trazos de su formulación hubieran sido diseñados en los albores de su derrotero por el tiempo. Un país vuelto futuro sin haber consolidado su pasado, desbordado de seguridad en sí mismo, aun cuando las peripecias de su desarrollo le estuvieran marcando las alertas que no estaba en condiciones de advertir, y mucho menos de pensar. Desde ese estado de gestación, allí donde en medio de una nada ejemplar se instaló la certeza de un futuro, la Argentina se vislumbró desde su etimológica riqueza fantasmagórica que, pecado del inicio, destacaba un extraordinario equívoco: la plata estaba en otro lado. Es decir, en el descubrimiento-fundación se levantó el mito de una riqueza inconmensurable a la que sólo había que recoger.
Extraña geografía cuya desolación escondía, para el ojo atento que alimenta sabiamente la imaginación, los increíbles tesoros de una Atlántida perdida y por fin encontrada. Literalmente fuimos hijos de un mito que definió desde el comienzo la orientación de nuestro derrotero, clavando, allí donde todavía todo estaba por hacerse, la puñalada de una riqueza fundacional que, con el tiempo, se convertiría en una herida envenenada. Fuimos ricos antes de serlo, imaginamos una cuna de oro que garantizaría la vida de las generaciones venideras, las que simplemente tendrían que aprovechar lo que desde siempre estuvo aquí, casi al alcance de la mano, a la espera de aquellos que sabrían recoger lo que los nativos, borrados, no supieron recolectar (en su salvajismo, eso nos enseñaron, vivían encima de un tesoro sin siquiera saberlo). Los fantasmas de la imaginación se adelantaron a los primeros viajeros-aventureros-conquistadores que llegaron a estas costas, y antes de que pusieran un pie en tierra ya habían determinado lo que encontrarían; inclusive cuando la desolación se les apareció con toda su crudeza siguieron dándole cauce a las mieles de esas fantasías desbordantes de oro y plata que les habían precedido. Los primeros sortilegios alegraron sus corazones al comprobar que existía un mar de agua dulce y que esa presencia de lo inconcebible no podía tener otra significación que la existencia, en las entrañas de esas costas inéditas, de riquezas inimaginables. La dulzura del agua presagiaba el brillo de los metales preciosos.
Lo que Solís no imaginó era que en una de las márgenes de ese río-mar edénico lo estaría esperando el ritual primitivo de una muerte canibalesca. Paradoja del comienzo: el dulzor del agua se convertiría en el amargor de una pesadilla antropofágica. El primer portador de un sueño que llegó a estas tierras lejanas terminaría alimentando a los habitantes de un tiempo mítico, cuyo primitivismo adquiría la forma salvaje del canibalismo. Solís y algunos de los suyos serían el último acto de resistencia de una cultura a la que le esperaba, en un futuro muy próximo, la muerte inexorable. Encuentro fallido de un discurso desbordado de fantasías, que encontraba lo que previamente había decidido que hallaría, y el resto de un mundo en retirada que, como gesto de despedida y de anticipación, devoraría al sujeto de la ilusión. En la margen oriental del río-mar fueron aniquiladas las primeras esperanzas que se posaron sobre estas tierras despojadas, en verdad, de cualquier atisbo de riqueza. Quizás los que vinieron después no comprendieron que la comida ritual en la que los indios charrúas se manducaron a Solís y los suyos fue un mensaje con un premonitorio significado: nada de lo que parece es como es y —enseñanza principal— las fantasías adelantadas serían continuamente devoradas por una realidad despiadada, paridora de una violencia mítica, de una violencia más allá de toda violencia, suerte de maldición de aquella cultura que sería implacablemente erradicada de estas tierras sureñas. El sino antropofágico de Solís puede ser leído como un adelanto de los hechos posteriores: los habitantes de estas geografías seguirían devorándose los unos a los otros sin misericordia, pero declarándose portadores de valores altruistas.
Tal vez algo de esa violencia originaria, de ese feroz más allá que culmina en banquete sanguinario en el que el muerto pasa al vivo y éste, aunque no lo sepa, terminará por devolverle a su víctima el impulso hacia una destrucción innombrable, haya marcado el destino argentino, esa permanencia de lo siniestro y ese ir con satisfacción nunca desmentida hacia el ejercicio de la guerra y de la muerte. Los primeros en llegar creyeron que estaban posando sus pies en la tierra de la plata y se encontraron con una realidad terrorífica que, sin embargo, apenas si alcanzó a convertirse en leyenda para ser nuevamente reemplazada por la ficción de riquezas inconmensurables esperando a su descubridor. Sobre ese equívoco se levantó la fragilidad de un país que desde siempre creyó ser dueño de aquello que, en verdad, pertenecía al orden de lo imaginario, pero que sin embargo permitió definir el horizonte de una supuesta grandeza nacional, cuyo punto de partida se guardaría para siempre en la extrañeza de su nombre fabuloso: Argentina; el país de la plata bañado por un inmenso río de agua dulce asociado, él también, a la mineralogía platífera. Sin saberlo, fuimos habitantes de un relato que impregnó los derroteros de la patria, que le dio forma a diversas utopías sin eludir la persistencia, entre nosotros, de la violencia descargada por todos aquellos que buscaron apropiarse de lo nombrado en ese mito de origen. Esfumado el oro, desvanecida la plata, lo que queda, lo que nos queda, es la imperiosa necesidad de construir un país capaz de eludir la tentación de darles a unos pocos el disfrute de esa renta fabulosa que utopizaron los conquistadores (y que en realidad se materializó en la riqueza de nuestros suelos y de nuestras industrias, a pesar de la imposibilidad, y pese a las luchas populares, de construir un país más justo). Esa otra riqueza, la de la tierra y la del trabajo, la de los muchos que buscan su lugar y su reconocimiento, es la que sigue disputándose desde el comienzo en estas geografías sureñas. Ya no se trata de seguir las huellas de un paraíso inalcanzable que nos lleva hacia esa violencia mítica que se devoró a Solís y a los suyos; de esa violencia que siguió contaminando la historia argentina. De lo que se trata, en este giro hacia el Bicentenario, de este tiempo que se quiere democrático, es de construir una sociedad de iguales en derechos y en oportunidades, donde la riqueza materialmente producida por infinidad de manos encuentre el camino de una distribución más equitativa. Salir de ese relato áureo, de esa mitología de un origen fabuloso que nos sigue esperando desde la noche de nuestro extraño y laberíntico derrotero, es, tal vez, el modo de caminar hacia un mañana más venturoso, menos alucinado por sueños de riquezas inconmensurables y más generoso con los incontables de nuestra historia.
El recuerdo regresa con claridad, como si no hubiesen pasado casi cuatro décadas; es un mediodía lluvioso y frío de junio; por el salón de actos escolar surca un murmullo tenso que se expande hacia todos los rincones mientras los niños aprovechamos el clima que se vive, la distracción de nuestras maestras, para jugar en las filas mientras se vuelven formas zigzagueantes. En los rostros adultos no hay tristeza, apenas cierta confusión que en algunos se entremezcla con una sonrisa rutinaria. La palabra va creciendo de a poco, pero ya se ha instalado entre nosotros; se va ubicando, sin que tengamos conciencia de ello, en nuestra cotidianeidad, se vuelve parte de nuestras biografías. Revolución. Es extraño que una palabra que años después alcanzará para algunos una connotación fabulosa, santo y seña de nuestras utopías, haya recorrido, ese mediodía de 1966, el salón de la escuela para dejar testimonio de un golpe de Estado, de una nueva intervención de las Fuerzas Armadas en el escenario nacional. La directora nos dirige un breve discurso del que sólo me quedan retazos, palabras dispersas que juguetean dentro de mí y que no estoy muy seguro de si las escuché allí o en la panadería, o tal vez en mi casa o la de algún amigo. Entre ellas no recuerdo la palabra “democracia”, nadie parece haberla pronunciado con cierta amargura o señalando su pérdida. Tal vez —eso lo pienso ahora— “democracia” era una palabra ausente, poco importante en el vocabulario de los argentinos, apenas un término mudable que podía utilizarse de tantas maneras distintas que simplemente se esfumaba del vocabulario, no porque hubiera metabolizado en nuestro organismo sino porque sonaba ahuecada, carente, insulsa, como ese viejo presidente que sin pena ni gloria, según veíamos en la televisión blanco y negro, abandonaba la Casa Rosada. Nadie lloró ese día, nadie se desgarró las vestiduras, no hubo manifestaciones espontáneas de repudio, no se vertió sangre democrática, apenas si las amas de casa se apresuraron a llenar las despensas, por cualquier cosa.
Esa imagen de la infancia me dice mucho de nuestra historia y de nuestro presente. Pero no lo hace sólo desde el reconocimiento cómplice de una mayoría abrumadora con el golpe de Juan Carlos Onganía, tal vez no muy diferente de aquella otra mayoría que aplaudió la llegada de Videla y los suyos diez años después. Hay algo más que no puedo achacarlo simplemente a la niñez, a esos dorados tiempos abiertos a las indagaciones de la vida y a la libertad de un ludismo sin fronteras. Tiene que ver con mi argentinidad, con lo que para mí ha significado y continúa significando ser argentino, haber nacido en estas costas que dejaron su tremenda impronta en mi ánimo. Trato de explicarme. Percibo un cierta continuidad, un hilo fino, que une aquella jornada de junio con algunos gestos y acciones que han ido acompañando mi vida argentina y que también se manifestaron en ciertas resonancias que recorrieron las calles porteñas desde el 19 y 20 de diciembre de 2001. Un déjà vu, algo conocido pero distinto, familiar pero lejano.
En ese gesto del ama de casa preocupada por completar su despensa ante las eventualidades que pudieran surgir de la “revolución” percibo un rasgo de carácter, un modo de ser de las clases medias, o al menos de una porción importante y significativa de ellas (también hay que señalar que de esos mismos estratos saldrían, desde los albores de nuestra vida nacional, muchos de aquellos que darían sus vidas por un país más justo). Hay en él toda una visión del mundo; se cuela entre sus pliegues una tendencia constante hacia una prescindencia de lo político cuando la instancia democrática señala su propia decadencia, su supuesta incapacidad para garantizarle que la normalidad de sus días no se verán alterados. A lo largo del siglo XX ha sido una constante de los sectores medios columpiarse entre las alternativas democráticas y las clausuras militares, como si ese juego fuese parte inescindible de su existencia histórica. Sus reacciones antidemocráticas han tenido diversas razones; no fue la misma la que enfrentó a la decrepitud yrigoyenista que la que vitoreó fervorosamente la llegada de la Revolución libertadora-fusiladora, del mismo modo que no es homologable su prescindencia ante la caída de Arturo Frondizi, o su negligencia ante la de Arturo Illia, que su franco apoyo al golpe de Jorge Rafael Videla. Lo común es su renegación de la democracia, actitud que la muestra en ciclos que, cuando se cierran, hacen regresar profundas tendencias autoritarias, su necesidad imperiosa de orden y seguridad.
Y sin embargo, la experiencia argentina no puede ser reducida a la reiteración de los golpes militares y a esa suerte de complicidad de algunos actores sociales y políticos que no han dudado en dirigir sus pasos hacia los cuarteles cuando la fragilidad democrática así lo planteó. Hubo, y hay, otras Argentinas dentro de esta geografía en la que la búsqueda de la equidad, la ampliación de la participación política, la proliferación de proyectos de integración social junto a una democratización de la educación y la salud, constituyeron parte, imprescindible e inolvidable, de nuestra historia. Esas zonas en las que el discurso de la política no pudo desprenderse de la memoria de la equidad representan una herencia extraordinariamente rica en un presente donde la desigualdad se expande y los discursos neoliberales copan la totalidad del escenario. A lo largo de nuestra historia se dieron otras voces, otros registros y otras experiencias que no deben caer en el agujero negro del olvido o, peor aún, en esta expansión retrospectiva y tiránica de un presente desasosegante que contamina la totalidad del pasado. Si intentamos imaginar otros horizontes, no hegemonizados por la resignación o la inexorabilidad, es imperioso reencontrar las sendas hacia lo que fuimos, sabiendo que en ese viaje hacia las regiones del ayer encontraremos lo entrañable y lo repudiable, los fantasmas de lo que ya no somos y la perduración de lo que aún seguimos siendo. Me niego a reducir la travesía argentina a este presente cargado de incertezas y abrumadoramente surcado por el escepticismo. Hay en mí, y creo que también en la sociedad, las marcas de otras vivencias, la presencia de otros derroteros existenciales, de otras apuestas políticas y culturales que deben ser rescatadas de la brutal homogenización heredada de los años noventa y que hoy, por suerte, comienza a resquebrajarse.
La extrañeza argentina, esa cuota de originalidad que parece determinar su marcha histórica, no puede ser reducida sólo a una ontología del pesimismo como único núcleo identitario. Así como quedan restos de esa memoria de la equidad también es posible salir al rescate de otros ámbitos de la vida que pocas veces entran en los análisis políticos o en los intentos de pensar el destino de una sociedad. Que ciertas formas del mal absoluto habitaron la historia nacional es algo demasiado evidente como para eludirlo; que una tendencia a la ruindad y la complicidad de amplios sectores hicieron posible nuestras circunstancias más oscuras también es algo insoslayable. Que ciertos sectores de nuestra clase media acompañaron pasivamente esos experimentos del horror dictatorial y que una parte de la clase política se convirtió en una corporación atenta con exclusividad a garantizar sus propios intereses también es cierto. Pero, y a eso apunta mi reflexión, hubo y hay otras realidades dentro de esa realidad, otras conductas más allá o en los pliegues de esas bajezas morales. Argentina no pudo, a lo largo de esa equívoca travesía, olvidarse de sí misma arrojando al tacho de los desperdicios aquellos momentos salvadores, aquellos gestos a través de los cuales se intentó construir otra realidad. Argentina es sus fracasos, pero no debemos olvidar que si hablamos de fracasos es porque existieron proyectos para intentar diseñar otro país, que jugaron sus cartas y perdieron, pero que se atrevieron a jugar las cartas. Y seguimos siendo la memoria de esas derrotas y de esas prácticas que dejaron huellas indelebles en el alma argentina, que siguen estando allí para denunciar las ruindades y los olvidos del presente. Esas otras argentinas reclaman, en nosotros, otra mirada de la actualidad, sin dejarse abrumar por el discurso único y homogéneo que haciendo pie en un economicismo brutal y en una ideología del fin de la historia contamina cualquier reflexión que intentemos realizar en relación con lo sucedido. Debemos saltar por encima de ese asfixiante determinismo sin perder de vista la dialéctica, muy argentina, entre catástrofe y esperanza, entre sueño utópico y realismo destructivo. En nuestra experiencia de los extremos, como diría Walter Benjamin, se encuentra el secreto de nuestra “verdad”, la iluminación de las oscuridades de un itinerario histórico extraordinariamente complejo y laberíntico. Leer los extremos, comprender esos permanentes deslizamientos hacia los contrarios, significa penetrar en los rasgos de esas tremendas oscilaciones definitorias del ánimo argentino. Tal vez allí radique nuestra imposibilidad de permanecer impasibles ante el escándalo de la pobreza; quizás ése sea uno de los motivos de lo específico de una historia atípica en la que el pasado sigue reclamándole al presente, imposibilitando que la lógica del olvido contribuya al definitivo despliegue de políticas dispuestas a inventar otra sociedad, sustentada en el borramiento de lo mejor de nosotros mismos. Como si el recuerdo, persistente, de otro tiempo argentino —interrumpido violentamente por los poderosos de siempre— en el que la equidad y la distribución de la riqueza constituyeron experiencias materiales del pueblo, siguiera haciendo lo suyo y alimentando el caudaloso río de las demandas de igualdad y justicia social que no han dejado de habitar nuestra contemporaneidad. Ese hilo —a veces grueso y otras delgado y débil— de la memoria sigue recorriendo la trama de una sociedad aún sin realizar sus mejores ideales, esos que iniciaron su itinerario histórico en los albores del primer mayo.
Así como el olvido constituye una característica relevante de la práctica nacional, un ejercicio de desmemoria que ha profundizado la vivencia de un presente inmodificable y eterno, las políticas construidas sistemáticamente para traernos nuestro pasado han influido notablemente en la cristalización de estructuras mitologizantes que han obturado una relación diferente con la historia. Todos, peronistas y radicales, liberales y socialistas, militares y sacerdotes, han coadyuvado a las múltiples ficciones alrededor de las cuales ha girado el relato de nuestro pasado. Sus contribuciones, diversas y coloridas, se corresponden perfectamente, y más allá de sus diferencias, con ese velamiento de una historia que se ha ido vaciando de sentido a medida que la eternización retrospectiva del presente la fue devorando. Al reducir la memoria histórica a pieza de museo o a ritual carente de significación, junto al dominio de la inexorabilidad de lo actual como intransformable, se terminó por generar la pérdida del futuro, la aniquilación de toda esperanza. Deconstruir esas políticas de la memoria, penetrar en sus núcleos discursivos para ejercer sobre ellos la sospecha crítica, constituye una ineludible necesidad si queremos, todavía, pensar otro país.
La crítica de la política no es realizable si al mismo tiempo no penetramos en los dispositivos que han producido el colapso en el cual nos encontramos inmersos. Del mismo modo que para indagar nuestra actualidad desconcertante se vuelve esencial recuperar esas otras lecturas de lo argentino que se remontan a la tradición del ensayismo en sus diversas versiones. En mi caso, me siento próximo a una alquimia entre Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges, dos sensibilidades que nos permiten pensar mejor la trama argentina, aunque agregándoles algo de John William Cooke, Carlos Astrada y Rodolfo Walsh, nombres todos de una extraordinaria diversidad nacional que, de cara al Bicentenario, nos permiten entrar en la trama compleja y laberíntica de una historia algo rocambolesca. Pero también creo indispensable recurrir a mis recuerdos, a mis propias vivencias, a esa combinación de lecturas y experiencias que articularon mi visión del país. Pienso, sobre todo, en mi primera aproximación a lo entrañable pampeano de la mano de Guillermo Enrique Hudson y su memorable Allá lejos y hace tiempo, lectura que marcó de una vez y para siempre mi sensibilidad ante la desmesura del paisaje, de un paisaje que amé a través de la pluma de Hudson y que con el tiempo se convirtió en parte inescindible de mi ser. Se acercan muchas otras voces literarias: algunos capítulos de Juvenilia, los cuentos de Horacio Quiroga, ciertos pasajes de Sobre héroes y tumbas, Juan José Saer, el Facundo de Sarmiento, El eternauta; ellas contribuyeron a eso que llamo mi argentinidad, mi especial arraigo a estas geografías sureñas.
La Argentina fue y es para mí mucho más que un relato oficial. Constituye la amalgama de esa patria construida en la niñez, esos sueños adolescentes que confluyeron en los apasionados setenta como utopía revolucionaria; las interminables caminatas por las calles de Buenos Aires donde se fueron tejiendo las redes de la amistad y el amor; los naranjos de La Lucila; la añoranza dolorosa del exilio; el recuerdo de los muertos; la felicidad inconmensurable de la democracia recuperada; un gol de River; La muerte y la brújula de Borges; algunas páginas de Cortázar; tardes de invierno y nieve leyendo solitario, en la biblioteca de la universidad de Temple, La evolución de las ideas políticas argentinas de José Ingenieros; mis años universitarios; las polémicas político-filosóficas; mi casa de Coghlan; las sierras cordobesas; los crepúsculos de verano desde una terraza; los viajes en tren; las vacaciones misioneras; el 25 de mayo de 1973; la noche del 30 de marzo de 1976 en la que abandoné el país; mi regreso; leer La montaña mágica mientras iba en tren hacia el mundo obrero de José León Suárez; la entrañable e intransferible felicidad del arraigo. Todo esto, y muchas otras cosas, son mi argentinidad. Desde ellas también debo intentar pensar nuestra decadencia, los insondables vericuetos de una actualidad compuesta de desolación y esperanza que amenaza con pasarle a mis recuerdos la aplanadora de un olvido construido bajo las condiciones eternizadas del presente.
En el comienzo de este ensayo escrito en los meses iniciales y turbulentos de 2003 me preguntaba si un país puede desaparecer, si la tendencia autodestructiva que subyace a nuestra historia acabará por imponer su lógica, si esa violencia que nos ha constituido desde un comienzo terminará por ganar la partida hasta derramarse sobre la totalidad de nuestra memoria y de nuestro presente. Es tal la desolación y la pérdida de expectativas después de la caída estrepitosa de la década neoliberal que su metabolización en el cuerpo social amenaza con despojarnos de lo que fuimos, de nuestros recuerdos, de aquellas otras apuestas que intentaron salirse del rumbo dominante. No se trata de inventarnos falsas esperanzas articuladas en la negación de esa lógica destructiva; por el contrario, sin pensar hasta el fondo sus causas, su impregnación en nuestra historia, su permanencia a través del tiempo, ya no seremos capaces no sólo de intentar torcer el rumbo sino, tal vez más importante, perderemos nuestras biografías, dejaremos que se las lleve la marea aniquiladora. Sin falsos optimismos nos queda el recurso, fundamental, de la memoria y de la espera que no se resigna a la linealidad inconmovible del devenir histórico, que hace la crítica de todo fatalismo. Y en ese proceso de resistencia se vuelve imprescindible rescatar esos otros itinerarios, esas experiencias que nos señalan derroteros diferentes. Un país, la trama más profunda de su vida, no puede ser reducido al dispositivo de la dominación, ni debe ser confundido exclusivamente con las violencias del poder.
En tiempos de desasosiego busco refugio en esas otras experiencias, trato de contemplar la actualidad sin olvidar lo que guarda entre sus pliegues, sabiendo que la densidad de la crisis suele ocultar lo esencial. La Argentina, para mí, es más que sus monstruos; las escrituras de su historia no se han cerrado ni todas confluyen en un presente aciago. Me sostengo en la tensión, quiero permanecer en ella pese a las dificultades que eso entraña, sabiendo que es más fácil deslizarme hacia uno de los lados. Se trata de la petición benjaminiana de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo, es decir, de leer sus claroscuros, de rescatar sus olvidos, de pensar sus diversidades, de correrse del relato hegemónico, dejando que las otras voces sean escuchadas. Voces de mi infancia, voces derrotadas, voces soñadoras, voces del pasado, voces imaginarias, voces de la infamia, voces de la tierra, voces de la resistencia, voces del mañana.
El nuestro ha sido, desde su fundación, un país de permanentes controversias entramadas, la mayoría de ellas con la política. Como si cada segmento de la vida pública y privada viniera a expresar una manera de posicionarse ante los distintos modos de pensar y construir la nación. Ya en el amanecer de Mayo se pusieron en juego no sólo alternativas políticas enfrentadas entre sí, sino que se abrió una clara confrontación cultural que irradió sobre las decisiones económico-políticas hasta definir los proyectos de país desplegados a lo largo de nuestra historia. Herencias, tradiciones, debates, libros, estuvieron desde el comienzo en el centro de la política, allí donde las identidades nacientes requerían de apropiaciones simbólico-culturales legitimadoras. Pocos gestos más elocuentes y fantásticos como aquel de Mariano Moreno traduciendo el Contrato social de Rousseau y convirtiéndolo en el núcleo de su visión política, en el sueño de transformar a esa aldea arrojada en los confines del mundo en una sociedad jacobino-republicana; como si allí, en la aurora de nuestra historia, se hubieran cruzado los caminos de la invención cultural con los de la utopía política. Anticipar narrativamente a la Nación sería una constante de nuestro extraño derrotero a lo largo de estos casi dos siglos de vida independiente.
Pero en esos relatos construidos con diversos retazos se buscó, desde el inicio, la solidificación de identidades políticas fuertemente sostenidas sobre pilares legítimos, culturalmente sobresalientes y capaces de inventar identidades arraigadas en venerables tradiciones, allí donde poco tiempo antes no había nada, apenas el esfuerzo de sobrevivir en estas geografías lejanas e inhóspitas. Por eso, si bien no exclusivamente, la política en la Argentina se desplegó no sólo como construcción de instituciones o como forma de gestión gubernamental sino, también y de modo decisivo, como espacio de identidades culturales capaces de dar el salto por sobre la racionalidad del relato de origen para arraigar en sentimientos míticos.
En esa narración fundacional y extraordinaria que emerge del Facundo lo que viene a poner en evidencia la pluma de Sarmiento es la convicción de que el combate político sería, fundamentalmente, un combate por los símbolos. Es decir que los lenguajes culturales, su capacidad de generar mitos e identidades colectivas, constituirían el centro controversial del país, el punto de inflexión para elegir, desde la mirada sarmientina, el camino de la civilización o el de la barbarie. Desde aquellos días fundacionales la política se entrecruzó con lo identitario cultural, generando las condiciones de un arraigo que, con matices, continúa hasta el presente: unitarios y federales, alsinistas y mitristas, liberales y radicales, peronistas y antiperonistas, han sido algunas de esas cristalizaciones que vuelven muy difícil separar el discurso de la política de ese otro que se entrama con las oscuras amalgamas que definen las identidades y sus mutaciones a lo largo del tiempo.
Claro que esas divergencias político-culturales no se dirimieron, por lo general, en ámbitos académicos o en espacios democráticos; más bien abrieron el camino para distintas formas de guerra civil que atravesaron parte de nuestra historia y siempre volvieron difícil, por no decir casi imposible, la construcción de una democracia capaz de amparar la diversidad. La violencia y los sueños de otro país dentro de un país carenciado de justicia y de igualdad han recorrido como un hilo rojo el laberinto argentino para definir la compleja urdimbre de las identidades políticas y de los lenguajes culturales sostenedores de esas identidades. Tal vez una de las más significativas, y que todavía sigue actuando en los imaginarios sociales, es la antinomia peronismoantiperonismo, la cual ha sufrido mutaciones significativas a lo largo de más de medio siglo y hoy vuelve a emerger en la escena política, aunque metamorfoseada por la forma kirchnerista del actual peronismo. En gran medida, esos antagonismos han impedido la construcción de una genuina práctica democrática, transformando por lo general a la política en un campo de batalla del que sólo se podía salir venciendo al enemigo (o aniquilándolo, como hiciera la dictadura videlista que, cómo olvidarlo, reclamó para sí toda la suma del poder político-militar para “devolverle” al país la democracia contaminada por la corrupción y las ideas subversivas y extranjerizantes).
El saldo de cuentas, al menos desde el ’30 en adelante, no ha sido auspicioso a la hora de generar las condiciones para una genuina solidificación de las instituciones democráticas. En especial allí donde algunos de los gobiernos que intentaron beneficiar no a los poderes del establishment sino a los sectores populares fueron desbancados, no sólo por el accionar golpista de los militares y de los grupos concentrados del poder económico, sino por el deseo, claramente manifestado, de sectores medios que han sospechado (y lo siguen haciendo) de la política y del Estado como máquinas de recaudación y de saqueo. Una poderosa tradición antipolítica recorre los subsuelos de la historia argentina; tradición que desde los lejanos años treinta hasta alcanzar nuestra contemporaneidad ha venido, con movimientos espasmódicos, a confluir con aquellos imaginarios políticoculturales inclinados, de distintos modos, hacia lo destituyente de esa misma democracia, sólo desplegable donde se afirme la presencia de lo político como forma persistente del litigio y del conflicto, en especial el que gira alrededor de la cuestión, siempre insatisfecha, de la igualdad. En todo caso, cuando en algunos de los mojones de nuestra historia ése ha sido el núcleo del conflicto —la visibilidad del litigio por la igualdad, la exigencia de los incontables por ser contados en la distribución tanto de los bienes materiales como de los simbólicos—, lo que inmediatamente fue atacado por algunos de los portadores de la “genuina” gramática republicana fue, precisamente, la imperiosa necesidad, convertida en derecho y en afirmación identitaria, de esos incontables por dirimir los lenguajes con los que se iría a nombrar esa misma República. No resulta menor, de cara al Bicentenario, seguir indagando en esos modos del decir, en esas tramas del lenguaje que han guardado, ayer y hoy, acá, entre nosotros, las claves de una historia atravesada de lado a lado por la querella de los significados.
La dictadura iniciada en marzo del ’76 profundizó la proliferación del sesgo antipolítico, algo sordamente arraigado en el sentido común de amplios mundos sociales, en especial de las clases medias, que venía a apuntalar la sospecha, nunca disipada, hacia la política y hacia los políticos en beneficio de diversos experimentos autoritarios y relacionados con prácticas que, viniendo de otros lugares (los cuarteles, las empresas, la Iglesia), pudieran escapar de la “maldición” política. La frustración alfonsinista, golpeada ella también por las acciones destituyentes que recorrieron y recorren el hilo de la democracia argentina desde Uriburu en adelante y con diferentes modalidades, dejó abierta nuevamente la compuerta para que esas aguas antipolíticas inundaran las conciencias ciudadanas dispuestas, una vez más, a elegir una opción que les permitiera sumergirse en las aguas puras de una renovación virginal que acabaría, como las otras, arrasando con derechos y patrimonios del conjunto de los argentinos en nombre del progreso y de la regeneración de la vida republicana, eufemismos que esconden el deseo de los pocos de seguir usufructuando las riquezas creadas por los incontables. Extraña paradoja la nuestra: que los mismos que siempre hablaron, y lo siguen haciendo impunemente, de “calidad institucional” y de “recreación de la República” sean los que, cuando tuvieron la oportunidad, se hayan dedicado a rapiñar a esa misma República que tanto reclaman y admiran.
En nuestra historia ha habido una distancia, a veces infranqueable, entre las palabras y las cosas; distancia multiplicada allí donde la retórica pareció desplegarse con independencia de los acontecimientos, generando las condiciones fantasmagóricas de una realidad en absoluta oposición a esa misma trama discursiva que venía supuestamente a legitimarla. Ya no se trató de escrituras (como las de Moreno o Sarmiento, por citar a dos paradigmas que atraviesan nuestra memoria histórica) que anticipaban lo aún por acontecer o portadoras de una potencia que lograba capturar, desde una determinada perspectiva que acabaría por volverse hegemónica, las corrientes profundas de un país en vías de construcción. Ni tampoco de aquellas otras (como las de José Ingenieros, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Arturo Jauretche, Scalabrini Ortiz, Nicolás Casullo, entre otros) que desde el ensayo literario buscaban auscultar los latidos de una sociedad indescifrable o definitivamente perdida. Se trató, y se trata, de ciertos relatos que proyectan sobre los otros el daño que ellos mismos han contribuido a inflingirle a la nación; relatos que se escudan en la pureza de un republicanismo supuestamente virginal e incontaminado que suele esgrimirse contra experiencias políticas populares, arraigadas en las napas más profundas de la memoria colectiva, y que, atravesando de diversos modos la historia nacional, tendieron a hacer visibles a los invisibles de esa misma historia. Por eso se trata, en estos tiempos de debates impostergables, de hincarle el diente no sólo al sentido de las palabras, a los modos del nombrar, sino también a los entrelazamientos efectivos entre esas mismas palabras y las intervenciones materiales en los destinos del país.
La experiencia de la década del noventa (hegemonizada por el llamado “menemismo”) ha sido, más cercana a nosotros, eje de un nuevo giro antipolítico de amplios sectores sociales; una época caracterizada por el dominio abrumador de la ideología de mercado entramada, ahora, con la retórica de un movimiento de raíz popular que vino a deshacer, a través de algunos de sus principales referentes, lo mismo que décadas atrás contribuyó a construir. El menemismo (la forma que entre nosotros asumió la ideología neoliberal) sobre todas las cosas vació la relación entre política y bien común, devastó la trama entre política e identidades culturales, transformándola en una retórica hueca y cínica. Agusanó hasta pudrirla la relación entre democracia, espacio público y Estado, multiplicando el mito, tan argentino, de lo que el sociólogo Horacio González ha llamado la ideología de la “emboscadura”, aquella que cuestiona y sospecha de todo a partir no ya de una diferenciación ideológica y política, sino del amarillismo mediático que siempre “desnuda” lo que hay detrás, la certeza, tan enquistada en la cultura nacional y con fuerte presencia en las clases medias, de que todo se hace en función de un cierto negocio. Ya no se trata de discutir ideas, de entender la relación compleja entre política, cultura y economía; se busca reducir esa dimensión a una cuestión de “caja”, llevando la política hacia ese eterno lugar de sospecha que, entre nosotros, constituye todo un gesto cultural.
Se trata, si intentamos colocarnos en la estela del Bicentenario, de regresar sobre las antiguas querellas, no para cristalizar lo que nos remite a otro país, sino para reafirmar la convicción tallada intensamente en el cuerpo de nuestra joven democracia de que no hay posibilidad alguna de recrear la Nación, de refundar la República, “olvidando” los caminos recorridos, dejando atrás sin desatarlos los nudos de nuestros litigios. Los relatos del pasado continúan siendo un campo de genuina disputa cultural-simbólica, no sólo porque responden a las necesidades del gremio de los historiadores, sino fundamentalmente porque no hay, no puede haber, un proyecto de país más justo y equitativo sin redimir la memoria de los que contribuyeron a hacer visibles a los invisibles, a afirmar que el litigio por la igualdad sigue representando el eje de nuestras controversias. Buscar la confluencia de idearios que se remontan a los días de mayo sabiendo que cada época enfrenta sus propios espectros y sus propias deudas; pero saber, a su vez, que se vuelve indispensable hacer cruzar las gramáticas de la República con los lenguajes de la justicia y la equidad social. En ese cruce, frustrado una y otra vez por quienes han buscado impedirlo en nuestra historia, con diversas suertes y de modos brutales y homicidas, apelando a la violencia y al cercenamiento de los derechos, se juega el destino del país; un destino, insisto, en el que seamos capaces de pagar algunas de las deudas que desde hace 200 años no hemos dejado de contraer con la parte de los incontables de nuestra sociedad.