“El mundo se sostiene sobre disparates, y sin ellos capaz que nada sucederá en el universo.”

F. DOSTOIEVSKY, Los hermanos Karamazov

Siento que mi cuerpo se pudre, se deshace carcomido por el cáncer que invade mi rostro. Mi cara es una llaga monstruosa, aterradora, una masa amorfa que sólo inspira asco y miedo. Miedo, siempre me han tenido miedo, ésa ha sido mi arma más poderosa. Me temen y por eso están atentos a mis quejas, a mis humores cambiantes; a que mi vaso siempre esté lleno del vino que me haga olvidar; a que mis deseos sean satisfechos y mi hambre saciada. Me temen a pesar de ser esta piltrafa mugrosa, porque mi sola presencia ha sido y será sinónimo de terror, aunque ahora también les respugne el olor nauseabundo que despide mi cuerpo, pero nada dicen, callan su asco, disimulan su miedo como perros apaleados... Qué más da, ya nada me preocupa más que el futuro que me espera. ¿Qué será de mí? ¿Qué habrá más allá de esa sombra imprecisa, de ese manto brumoso que se alza frente a mis ojos? Las puertas del infierno se abren ante mí. Contemplo sus horrores, siento el calor de sus hogueras, el filo de los tridentes que laceran mi carne. Estoy condenado, a pesar de los rosarios que rezan en silencio mis mujeres, a pesar de las misas compradas y del llanto rentado de las plañideras que seguirán mi féretro camino a la Iglesia Matriz. Allí, entre salmos y responsos, velarán mis restos, ante la mirada consternada de los mendocinos que no podrán creer que esté muerto. “El Fraile ha muerto, el Fraile ha muerto”, repetirán una y otra vez hasta convencerse de que lo estoy, porque ya he sido dado por muerto en tantas oportunidades que no podrán evitar vivir atentos a que el día menos pensado vuelva del más allá a saldar mis cuentas pendientes.

Cuidadosamente habrán de enterrar este cuerpo corrupto, muy cerca del altar mayor, lugar que merezco más allá de mis pecados porque he sido su gobernador, su general, su defensor, el mismo que ha sustentado por años el poder absoluto, y así habrán de despedirme, con el debido respeto a mi investidura y a los servicios que he prestado a la Patria, amortajado con el sayo dominico luciendo las condecoraciones que supe merecer. “El valor es mi divisa”, dice una de ellas. Quiero creer que nadie se atreverá a desdecirla. La luz de las velas alumbrará mi rostro deformado por el tumor. El aroma del incienso apenas cubrirá la fetidez de mi cadáver corrupto. Los veo a todos vestidos de negro, con aires de circunstancia, desfilando en procesión, con fingido dolor, frente a mi ataúd cubierto por la bandera que tantas veces defendí, tachonada con las medallas que supe ganar en las batallas y entreveros contra los enemigos de mi patria. Marcharán en silencio, guiados por el mismo miedo que hoy les inspiro, y que seguirán sintiendo aún después de que la losa cubra el sarcófago y los gusanos den cuenta de lo poco que queda de mí.

Me pudro en vida y lo seguiré haciendo después de muerto, pero entonces ya nadie tendrá que sentir este olor espantoso que todo lo impregna, este miasma nauseabundo que invade todo lo que me rodea. Las moscas me hostigan, sólo soy basura. Todo se corrompe, todo se pierde a pesar de los rosarios que se deslizan entre los dedos, a pesar del murmullo de rezos mecánicos que susurran las viejas…

Me levanto para caminar por mi habitación y los ojos de los presentes siguen mis pasos vacilantes. No soporto más la cama, quiero caminar, alejarme de todo, pero apenas tengo fuerza. El doctor Rivera me acompaña sosteniendo mi brazo. Estoy muy débil, tanto que casi no puedo mantenerme en pie. Trastabillo una y otra vez, pero él me sostiene, me impide caer. ¿Qué sería de mí sin su asistencia? ¿Cómo podré pagarle lo que ha hecho por mí? Quizá sea el único que me sigue sin miedo, el único que me dice la verdad, el único que no tiene la necesidad de mentirme, ni la obligación de temerme. Sólo lo empuja su deber, la promesa de asistirme que le ha hecho a su cuñado. Hombre de pocas palabras, parece que todo lo dice con sus ojos, con esa misma mirada que me condenó desde el momento en que me vio por primera vez; si con sólo verme adivinó mi destino… La operación a la que me sometió el godo Garviso de poco ha servido, sólo ralentó la agonía. ¡Vaya ironía de la vida! Justo yo he confiado en un godo, que, como no podía ser de otra manera, resultó charlatán y embustero. Justo yo que a tantos godos mandé al infierno en mis años mozos vengo a confiar en uno de ellos. ¡Mil pesos le pagué a este truhán! ¡Cómo pude creerle a ese ignorante! Después de la cirugía, la enfermedad se exacerbó e invadió mi piel hasta los huesos. Ahora avanza inexorable horadando mi cuerpo. A diferencia de Garviso, el doctor Rivera no se fue con rodeos y dijo lo que tenía que decirme sin alentar falsas esperanzas. El doctor Santamaría lo asistía y sólo callaba, apenas movía la cabeza. Todos saben que tengo cuentas pendientes con el Señor, y el doctor Rivera me dio a entender que era momento de arreglar mis asuntos. Así me lo dijo, hablándome de igual a igual, no como un animal sumiso que espera una caricia o un golpe de su amo. Él no me teme como los demás. Buen hombre el doctor Rivera. Rosas, su cuñado, me lo ha enviado para que cuide de mí como un bien preciado. El doctor no ha podido salvar mi cuerpo, demasiado avanzada estaba la enfermedad, pero al menos ha intentado salvar mi alma, asistiéndome a bien morir. ¿Ya sabrá Rosas lo poco que me queda de vida? Seguramente. Rosas sabe todo lo que pasa en cada rincón del país. Ésa es la base de su poder, conocer las debilidades de amigos y enemigos… y hoy me toca a mí. ¡Qué joder! Morirme justo ahora, cuando por fin dominaba mi provincia después de años de guerra, enfrentamientos y desvelos, cuando al cabo de tantos esfuerzos la veía progresar en paz y armonía. Esta prolongada tortura es, sin duda, parte del castigo que me espera. ¿Cuánto más habré de sufrir? El buen doctor me conduce una vez más hasta mi cama sobre la que, seguramente, habrán de velar mi cuerpo. Sobre ella he nacido, sobre esta cama he amado a las mujeres que han parido a mis hijos, la misma cama que ha conocido mi sueño intranquilo, la misma sobre la que irán a amortajar mis restos para conducirlos a su reposo final. Me acuesto, cierro los ojos y veo mi cadáver sobre esta cama que me cobija. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Nadie habla, reina el silencio a mi alrededor; sólo se adivina el monótono murmullo de los rosarios que las viejas rezan por mí en una habitación vecina. Por pocas monedas quiero comprar el cielo. ¿Alguno de los presentes creerá sinceramente que estas oraciones podrán salvar mi alma? Se engañan. No hay pecado que no haya cometido, ni mandamiento que haya respetado. ¿Podrán estos rezos exonerar mis faltas? Eso afirman los preceptos de la madre Iglesia, pero siempre me he preguntado si puede Dios perdonar lo imperdonable. ¿Podrán unas oraciones borrar tanta sangre derramada, tanta violencia sin cauce, tanto odio desbordado? No lo sé, de hecho no lo creo, porque yo no supe perdonar. ¿Por qué habrá Dios de dispensar lo que yo no quise redimir? ¿Qué razones lo empujan a perdonarme? No lo sé, pero ésa es mi única esperanza…

No quiero estar solo. La gente del pueblo, mis amigos, mis soldados, deambulan despacio por los vastos cuartos de mi casa, siempre abierta para todos. Recorren sus zaguanes, descansan en sus patios, beben de mis fuentes, escuchan mis quejidos… No quiero estar solo, no quiero que me abandonen. A veces el dolor me enajena y pierdo la poca cordura que me resta. Bebo hasta perder la conciencia, bebo para olvidar, para huir de mi cuerpo, pero ni aun así puedo escapar de esta tortura, del dolor que me persigue como un perro rabioso. Grito, insulto, amenazo. Así soy yo, el general Aldao, el cura apóstata, el fraile que degüella y descarna, que hiere y que mata, el gobernador de Mendoza, amo indiscutido de esta provincia que me vio nacer y sufrió mis odios, mis angustias y mis venganzas, y que ahora me contempla, sin decir palabra, cuando sólo soy una sombra de lo que fui.

Anoche un grupo de soldados de mi escolta se quedó hasta tarde jugando malilla. Sus gritos de parranda me despertaron. Sentí que el mundo era injusto. ¿Por qué ellos podían seguir gozando lo que a mí se me negaba? ¡Qué no daría por el tiempo que a ellos les sobra! Me levanté y tomé mis pistolas. Al verme aparecer callaron inmediatamente. En sus rostros se dibujó ese rictus de terror que tan bien conozco. Les grité, los insulté, amenacé con matarlos y destriparlos y desparramar sus entrañas por los cerros… salieron corriendo como guanacos asustados, mientras disparaba mis armas al aire… ¡Déjenme en paz que me estoy muriendo, carajo!

Después dejé caer las pistolas y, como un niño, me senté a llorar.

Yo era el mayor de los siete hijos que tuvo mi padre, Francisco Esquivel y Aldao, con su segunda esposa, María del Carmen Anzorena. De su primer matrimonio sólo conocí a una hija llamada María Antonia, que poco tiempo vivió con nosotros. Su recuerdo se diluye en las brumas de mi infancia. Dicen que mi padre ha tenido descendencia con otras mujeres, y de seguro que ha sido así. Tengo entendido que muchos no llevaron su apellido porque no fueron reconocidos, aunque supe de un mozo llamado Ezequiel Aldao que, según cuentan, era hijo de mi padre con una india del cuartel. Peleó a mi lado por varios años hasta que murió de fiebre. Lástima, era un buen hombre.

Nací el 11 de octubre de 1785, en San Carlos. Me siguió Francisco en 1787 y José, que llegó a este mundo cuando yo aún no había cumplido los cuatro años. Le siguieron Juan Tomás, Tránsito, Felipe y Concepción.

Fui bautizado con el nombre de Félix, pero todos me conocen como José Félix, nombre que escogí cuando fui ordenado. Me contó mi madre que de niño anduve muy enfermo, y que todos pensaban que habría de morir, pero sus rezos y promesas salvaron mi vida y, a su vez, condenaron mi existencia…

Mis hermanos y yo fuimos bautizados con el apellido de mi abuela materna, Rosa Aldao, de ilustre prosapia. El Esquivel quedó relegado a un obstinado olvido. Mi padre jamás lo usaba, y yo recién me enteré de este apellido cuando ingresé al convento. Para entonces mis padres habían muerto y jamás pude saber el porqué de este ocultamiento. Quizás sólo fue una forma de esconder alguna falta de juventud. Lo cierto es que siempre fuimos y seremos Aldao, a secas.

Crecí en el inmenso solar de la familia en un universo de juegos y de aventuras inventadas, allá en el fuerte San Carlos, donde mi padre servía como jefe de frontera. Pasé una infancia feliz, a pesar de la dura vida de fortín. Mi padre debía ausentarse por largos períodos; su misión era evitar que la indiada se atreviera en zonas de cristianos.

La vida en San Carlos era rústica y sufrida, y de esa forma nos acostumbramos a vivir con lo justo entre paisanos e indios mansos, compañeros de soledades y privaciones. A veces pasaban meses hasta que llegaran refuerzos o vituallas, pero todos aguantábamos a pie firme, siguiendo el ejemplo de mi padre. Tanto respeto le tenían, que su sola mención imponía el orden entre las tribus salvajes. Él era el último confín de la civilización. Con sus tropas sometió a los huiliches, indios ladrones que hostigaban a los cristianos robando estancias y llevándose cautivos a mujeres y niños. Cansado de sus correrías, un día mi padre les cayó por sorpresa y en brava lucha acuchilló a sus guerreros, quemó sus tolderías y capturó a la chusma, distribuida luego entre las casas de las familias decentes de Mendoza. Recuerdo haberlo visto llegar al frente de sus tropas harapientas, apenas vestidas con recuerdos de lo que alguna vez fue un uniforme. Era una miseria que inspiraba respeto y admiración. Así ganó fama de invencible e impuso su ley en la frontera. Fue inexorable con quienes trasgredían la ley. Aprendí de él que no se debe tener misericordia con los vencidos, porque aquellos que hoy huyen serán los enemigos de mañana. Bien lo sabía mi padre, que año tras año salía a escarmentar a los salvajes que renacían de su odio, y año tras año volvía con los trofeos que avalaban sus victorias: cautivas avergonzadas, indias sometidas, yeguarizos variopintos, quillangos y ganado. No tomaba prisioneros. El vuelo de los chimangos y los caranchos daba cuenta de la suerte de los vencidos. Ésa era la suerte de los que pierden.

Con sus pehuenches amigos, mi padre recorrió lugares que nunca habían sido pisados por el hombre blanco. A la vuelta de sus viajes nos contaba de esas tierras de praderas generosas, de ríos abundantes y cerros de soberbia belleza. Nosotros lo escuchábamos ansiando compartir sus aventuras. Entonces no podía imaginarme que sería yo quien habría de llevar el orden de la Federación a esas tierras.

Mientras los otros niños jugaban a la guerra remedando enfrentamientos entre caballeros cristianos y moros, como lo hicieran sus padres y los padres de sus padres, nosotros blandíamos nuestras espadas de caña para sablear a indiadas imaginarias. Ésa era nuestra fantasía, ésa era nuestra ilusión: ser guerreros en esta tierra, como lo era nuestro padre y como lo fue nuestro abuelo. Corría por nuestras venas sangre marcial, éramos hijos de soldados, nietos de soldados y nuestro futuro era continuar esa tradición.

Crecimos entre estas batallas quiméricas donde, invariablemente, para consternación de nuestra madre, alguno siempre salía lastimado. Con estos juegos, con este andar sin rumbo por el vecindario en busca de aventuras, nació entre los hermanos la secreta alianza que nos mantuvo unidos más allá de toda adversidad. Nos entendíamos sin palabras; con sólo vernos sabíamos qué pensaba el otro. A pesar de las amenazas de madre y la vara justiciera de padre, ninguno de los tres delataba al autor de la travesura sancionable. No importaban los surcos que el rebenque de padre dejara sobre nuestro lomo, no importaba el dolor de cada lonjazo, ni las promesas de penas eternas, porque el código entre hermanos era más fuerte que el miedo, y no podía romperse bajo ninguna circunstancia. El dolor y las persecuciones crean alianzas de hierro. Desde entonces supe que a los perseguidos es bueno matarlos antes de que crezcan, arrancarlos de cuajo sin miramientos, como maleza invasora, porque ante cualquier duda o atisbo de piedad se reproducen y te invaden, como este tumor que hoy corroe mi cuerpo.

Los médicos no acaban de ponerse de acuerdo en el diagnóstico. Down, un facultativo inglés que me revisó después de la cirugía, sostiene que es un cáncer de hueso. Rivera piensa que puede ser un dermoide de cola de ceja y el godo Garviso, mal rayo lo parta, opina que es un tumor de piel. Lo cierto es que la lesión que extirpó este maldito ha vuelto a crecer con renovados bríos. Mucho ha discutido el español con el doctor Rivera, que no oculta su fastidio por el trabajo mal hecho de Garviso. La idea de una nueva intervención me aterra. Sólo recordar esas noches de insomnio invadido por el dolor lacerante de la carne abierta me angustia más allá de la cordura. No, de ninguna manera aceptaré otra cirugía.

Me emborracho para olvidar esta desgracia que me persigue. Quiero perder el sentido, abotagar mi intelecto, embargar mi discernimiento. No quiero estar solo, no quiero pensar, sólo deseo que me rodeen mis hijos, mis mujeres, mis amigos y el fiel Rodríguez, mi querido Huaso. Quiero que me visiten mis paisanos, mis gauchos, los desheredados por los que tanto he hecho. Que esté Maza, que venga Roig, que me acompañen Hoyos y Correas, que pasen las tardes y las noches jugando conmigo a las cartas, hasta aturdirme con esas charlas estériles, con esas bromas que he escuchado mil veces, contando anécdotas de mis días de guerra, historias de mis aventuras que solía exagerar hasta crear un héroe sin tachas, un prócer sin disputa. La forzada repetición de mis glorias pasadas es lo único que va quedando de mi vida que se extingue como un largo y tormentoso atardecer. Ya nada es igual, me estoy quedando solo, tan solo como cuando a la muerte de madre debí asumir su postrera voluntad: uno de sus hijos debía ser sacerdote, y ése fui yo, porque sus rezos y promesas al Señor habían salvado mi vida cuando niño.

Así fue condenada mi existencia con este estigma imborrable que marcó mis días. Fui y seré siempre el Fraile; más allá de mis méritos o mis pecados, he sido y habré de ser para siempre el fraile Aldao.

Casi de la noche a la mañana quedamos huérfanos. Mi padre falleció camino a Buenos Aires, dicen que se había vuelto loco, que apenas pudieron contenerlo, que murió echando espuma por la boca. Mi madre murió de pena al enterarse. Sin más opciones me vi obligado a cumplir su deseo e ingresé al convento de la orden dominicana de predicadores, cuando aún no había cumplido los diecisiete años. Siguiendo las disposiciones de la orden debí testar a favor de mis hermanos. Ya nada me quedaba en este mundo. Una extraña mezcla de resignación, alegría y miedo me invadió cuando el grueso portón de madera se cerró tras de mí. Detrás de esa puerta quedaba la vida que tanto había amado, esa infancia que siempre recordé con cariño y que ahora extraño más que a nada en este mundo que se me acaba. Recuerdo que por largo rato me quedé mirando el patio del convento convertido en vergel silencioso. El agua mansa de la fuente era un murmullo lejano que invadía todos los rincones de esa casa de Dios. Ingresaba a un mundo que me era ajeno, mas no extraño. Quizá sólo fuera cuestión de darle tiempo al tiempo, me dije como consuelo. De todas maneras, eso era lo único que me sobraba en aquel entonces. Me esforcé por ser uno más de la grey, por adaptarme a esa vida de encierro y meditación, pero ni el tiempo ni los castigos pudieron con mi espíritu, porque hay cosas que los años no vencen. En mi joven corazón latía esa fuerza indomable, esa violencia contenida, esa furia inmensurable que creía que los años podrían refrenar. Pero no… no pudieron. La violencia quedó encerrada en mí, oculta bajo la sotana de fraile que cubría mis vergüenzas, como el puma que acecha la majada desde el monte. Sólo debía esperar el momento oportuno para abalanzarse, y en mi caso lo hizo cuando ya era demasiado tarde.

Ahora, si hay algo que me falta, es tiempo. Lo sé, el doctor Rivera me lo ha dicho con sus palabras y sus ojos. Han elegido a Torres para que me haga entrar en razones. Debo organizar mis asuntos mundanos antes de partir, pero más urgen los temas que no son de este mundo. He pecado y mi alma está en peligro por mi condición de apóstata amancebado. Mi condena es segura, pero hay tiempo de pedir perdón. Torres habló largo y tendido, sin rumbo en su oratoria ni razón en su discernimiento, cosa que sólo me irritó más y más. Este hombre carecía del tacto del doctor Rivera, hecho a transmitir infortunios. Sentía que este mal parido de Torres ya me había condenado y enterrado, entregando mi alma a los demonios. Irritado por sus faltas, comencé a gritar y lo eché de mi habitación. Se fue como un perro vapuleado. El doctor Rivera apareció, y para tranquilizarme me dijo que sería mejor que nos fuéramos de la capital para tomar los aires del cerro, que el clima del Luján de Cuyo sería más vivificante para mi salud y podía obrar milagros sobre mi enfermedad. Cansado y aturdido por el discurso de Torres, me dejé llevar por las palabras del doctor. Sólo callé y asentí. Me até a esa esperanza, y partimos hacia Luján el 5 de noviembre. El doctor quería que pusiera distancia con la ciudad y sus problemas; deseaba que nada perturbase mi frágil tranquilidad. Marchamos hacia el solar de la familia Corvalán, quienes habían cedido su casa para que nos hospedáramos en busca de un alivio para mis males.

A pesar de los cuidados, las almohadas y mantas que dispusieron para amortiguar el traqueteo del carro, el largo viaje fue una tortura. Los dolores se agudizaron y me asolaron a lo largo de todo el trayecto no obstante las generosas dosis de láudano que el doctor Rivera tuvo a bien administrarme. Las penas me hicieron recordar esos días recoletos de mi adolescencia, cuando torturaba mi carne para acallar los reclamos del cuerpo. Recoleto… quizás sea una forma muy generosa de describir los conflictos entre el cuerpo y el alma que asolaron mi existencia.