Cuando veis a dos personas juntas, ¿nunca os ha dado por querer saber si son novios, hermanos, amigos u otra cosa? A mí a veces me da por ahí, por la mañana, cuando voy en metro. Clavo la mirada en una pareja y me quedo observándola hasta que uno de los dos hace o dice algo inequívoco. Un beso, una frase como «Acuérdate de llamar a mamá» o «Te quiero». Pero lo habitual es que la gente no se preocupe de dar a conocer al mundo entero por qué sale acompañada a las siete y media de la mañana.
Luca y Martina están charlando delante del bar. Ella ríe y, cuando lo hace, apoya una mano en el brazo o en el hombro de él, pero ese gesto no tiene nada de íntimo, mucha gente lo hace. Él habla con un tono serio, que en realidad es su tono bromista, y disimula hábilmente el orgullo de saberse objeto de todas las miradas. Resulta extraño verlo charlar largo y tendido con Martina; es raro para todos, también para mí.
Ahora iré a despedirme de ellos. Y lamento no poder salir de mi cuerpo para disfrutar de toda la escena desde fuera. Observar sus gestos y los míos, mirar el beso en la mejilla que daré a los dos, quedarme escuchando nuestras charlas sobre el año que comienza, el tono que daremos a cada palabra.
Pero ¿para qué? Al final seguramente no sabría más que antes. Y seguramente no hace falta saberlo todo, definir claramente las relaciones y a las personas. Aunque lo cierto es que antes esa definición existía, y era clara, inequívoca.
En el fondo solo estoy buscando averiguar cómo he llegado aquí, cómo hemos llegado, qué ha pasado, qué es lo que ha cambiado nuestras vidas. Todo ha cambiado. Y lo que va a pasar en los próximos días tal vez me aclare todo. Por ahora, lo único que puedo hacer es pensar en el tiempo que ha pasado y en el día en que mi vida cambió.
Dicen que lo que uno desea demasiado nunca llega, y que cuanto más te preparas para algo más se aleja de ti. Esta teoría se aplica también en sentido inverso: si ruegas con todo tu corazón que algo no pase, puedes tener la certeza de que no tardará en pasar. Y de nada vale hacerse el listo fingiendo que se quiere algo que en realidad quieres evitar a toda costa. Lo mejor que se puede hacer es no pensar. Es una lástima que yo no lo consiga…
—¿Sabes qué tienes que hacer? —me pregunta Luca a las puertas del instituto.
—Dímelo tú.
—Imagínate todas las posibilidades y prepárate para todas.
—¡Pero yo no quiero estar preparada, quiero que las cosas salgan como yo digo!
—Eso no puedes decidirlo tú.
—Verás, hay dos posibilidades: si me ha ido bien, fenomenal, mañana estaré en un tren hacia Génova, y dentro de dos días, en Cerdeña, sin mis padres, sin mi hermano, solo con mis amigas. En cambio, si me ha ido mal, me pelearé durante un mes con mis padres, y dentro de un mes estaré en un camping en Pulla.
—Vale, pues míralo así: por mal que te vayan las cosas, te pasas el verano con tus padres y dentro de diez años tendrás una anécdota más que contar a tus amigos.
—Menuda anécdota…
—Lo digo en serio. Imagínate dentro de diez años.
—Luca, tu teoría no sirve.
—Conque no, ¿eh?
Luca es mi expendedor automático de teorías. Es como una máquina de café: unas veces se queda con tus monedas y otras se le acaba el café o las cucharillas, pero lo bueno es que siempre está encendida, las veinticuatro horas del día. Diría, sin embargo, que hoy se le han terminado las cucharillas, el azúcar, el café y los vasos. Lo único que ha hecho es escupir un poco de agua hirviendo. Puede darme todas las explicaciones que quiera, pero hay una sola cosa cierta: como repita curso, será el fin.
—¿Tú crees en el destino?
Vuelve a intentarlo.
—¿Quieres decir que mi destino es repetir curso? Gracias, bonito detalle de tu parte…
—No, eso no. Lo que quiero decir es que creo que las cosas tienen un sentido por sí mismas, mientras que nosotros solo vemos el sentido que queremos darles.
—Eso suena bien, lo reconozco.
—¿Te acuerdas de aquello sobre el Paraíso?
La teoría de Luca sobre el Paraíso es la siguiente: la felicidad eterna es un camelo. El Infierno: tiempo perdido. Lo mejor es el Purgatorio, porque no es infinito. Como la vida en la tierra. Conclusión: la vida en la tierra es el Purgatorio.
—Lo recuerdo.
—Entonces, si las cosas te van mal, podrás darte otra vuelta por el Purgatorio.
—Después de todo, es el mejor de los tres.
—¡Exactamente!
—Luca, ¿crees que me harán repetir curso?
—Ali, no lo sé.
—Uf, como me hagan repetir curso vaya asco… Encima, ya no estaríamos en la misma clase…
Un grito interrumpe nuestra conversación. Todos se lanzan hacia la entrada del instituto. La doble puerta se abre despacio y los alumnos invaden el vestíbulo en masa. Las notas ya están en los tablones.
Por favor: no. Ya, es inútil rogar, es más, si lo hago me gafo. Tengo que fingir indiferencia. Me catapulto al vestíbulo, pero hay al menos un centenar de alumnos delante de los tablones. Unos pegan saltos y gritos de alegría, y otros agachan la cabeza. Alguno da un puñetazo contra la pared y maldice. Bien, ya estoy, dentro de poco yo también me pondré a gritar de alegría o a maldecir.
Me acerco con paso firme y trato de abrirme camino entre la multitud. Imposible, no consigo pasar.
Entonces me arrodillo y avanzo a gatas; me dan puntapiés y empujones, hasta que diviso las patas de hierro de los paneles. Ha llegado el momento de que me levante. Lo hago y me atizan un par de codazos en la cabeza. Delante de mí hay una chica rubia que no me deja ver. Intento ponerme delante. Pongo una mano en su espalda, y ella se vuelve para dejarme pasar. Nos quedamos encajadas, barriga contra barriga, mi rodilla entre sus piernas, su cabeza junto a la mía. No sé cómo despegarme, solo lo conseguiría poniéndole las manos sobre los hombros y empujándola. Con la mirada clavada en el suelo pienso en la manera de soltarme. Pero no sé qué hacer. La mente se me ha quedado en blanco. No pienso en nada, no veo nada, no siento nada. Soy una autómata con una sola meta: llegar hasta esos malditos tablones en el menor tiempo posible.
Sin pensar en lo que hago, con la cabeza gacha, embisto a la última fila que me separa de los tablones, pero en el intento mi frente choca contra la barbilla de la chica.
—¿Qué haces? ¡Ten cuidado!
—¡Perdona, perdona! —exclamo enseguida. Ella ni se digna mirarme.
Una mano que sale de la nada me agarra la muñeca y un segundo después me encuentro fuera del bullicio, justo debajo de los tablones.
—¡Luca! ¿Has visto las notas?
—No, estaba tratando de desprenderte de Martina.
—¿Martina?
Me doy la vuelta y esta vez veo claramente el rostro de Miss Culito de Oro, como ha sido proclamada en una pintada con letras enormes en el muro de enfrente del instituto. La observo un instante al tiempo que su expresión pasa repentinamente de la angustia a la alegría.
—¡Todos a Pulla! —grita ella alzando los brazos.
—Aprobada, supongo —digo descorazonada.
Luca me mira con aire inquisitorio.
—Siempre me he preguntado por qué los institutos organizan este ritual de asalto. ¿No sería mejor que lo hicieran como hacen todo lo demás?
—¿Qué quieres decir?
—Es como si se lanzasen cubos de pintura roja desde los tejados, al azar. Al que le cae pintura, repite curso. ¿Por qué sufrir? Al fin y al cabo, los cubos de pintura roja que llueven del cielo son los que establecen la diferencia: tú pasas, tú no. Tú eres feliz, tú no. Ahora vosotros dos os llenáis de espinillas. Aquel se enamora. Tú pierdes a un amigo. Tú ganas la lotería.
No era el momento para las tonterías de Luca.
—Oye, yo voy a mirar las notas. ¿Quieres que mire también las tuyas?
—No, no, yo me reservo la sorpresa para septiembre.
—Vale, Luca, adiós.
Tengo que dar con la hoja de mi clase, pero, por supuesto, se encuentra al menos a tres metros. Me deslizo por los tableros y hago saltar las docenas de manos que están repasando las listas de los nombres, hasta que por fin llego a la mía.
Es como en la entrada de un concierto: tú puedes pasar, tú no, y entretanto por detrás te empujan, y si después de haber hecho cola descubres que no te dejan entrar, has perdido todo ese tiempo para nada. El espectáculo tiene que empezar. «Por favor, que esté», pienso. Se encienden las luces. No estoy.
—Todos a Pulla —suspiro.
Repito curso.
Guapa no, pero tampoco un adefesio.
A ver, no soy guapa, porque no valdría para modelo de revistas ni estoy como un tren. Tres, o quizá cuatro, deben de ser las partes de mi cuerpo que hacen que no me parezca en nada a la típica presentadora de un concurso de televisión. No soy muy alta, tengo pocas tetas y debería perder algún kilo.
«Con el culo se podría hacer algo», me repite siempre mi hermano, aunque el hecho de que un crío de trece años tenga algo que opinar sobre el tema no contribuye a aumentar mi autoestima. Por último, está el problema de la nariz, que podría definirse como peculiar, pero que la mayoría define por sus características: una patatita apenas perfilada por los lados. En fin, en conjunto, como diría mi hermano, «se podría hacer algo». Ante todo, con la elección de la ropa: los vaqueros de cintura baja me sientan bien, siempre que no los lleve muy ceñidos, por el efecto embutido. Con los escotes no debo pasarme, ya que simplemente no tengo mucho que enseñar. Y, bien mirado, en verano no he de pensar en mucho más, pues mi uniforme habitual se compone de bañador, pareo y chanclas.
Miro la mochila con la que tendría que haber viajado. Aún no la he guardado, tan solo para martirizarme, para que me recuerde dónde debería estar en este momento si las cosas no hubieran salido como han salido. Mi programa era: en julio, una semana en Liguria con mis amigas, luego descanso en Milán, en casa, sola, y en agosto playa en Cerdeña, de nuevo con mis amigas.
Pero repito curso.
Así que el programa ha variado ligeramente.
Primer mes de vacaciones clavada en casa, estudiando.
Después, a Pulla con mis padres.
Fin.
Así que me he quedado en Milán, pero lógicamente no he abierto ni un solo libro, con la complicidad de Luca, con quien he pasado casi todo el tiempo. Al final miré sus notas. Y no, él no repite curso.
Dentro de menos de veinticuatro horas estaré en Pulla, en un camping, con mi familia, igual que todos los años, por cierto.
Mi emancipación veraniega tendrá que esperar un poco todavía.
Son casi las ocho. Bajo a cenar, preparada para todo, como siempre.
—Aquí la tenemos —dice mi madre, con tono sarcástico.
El hecho de que repita curso ha contaminado la comunicación familiar y ha añadido una nota de reproche a cada intercambio verbal.
—Al menos pon la mesa.
Ese «al menos» no significa que yo nunca haga nada. Es más un «ya que repites curso, al menos pon la mesa».
Mi padre está hundido en el sofá, en medio de montañas de maletas abiertas. Mi hermano no está.
—¿Has cogido los libros? —pregunta mi padre en cuanto repara en mi presencia, sin apartar la vista de la pantalla.
Habla dando rodeos: comienza con frases aparentemente neutras y espera que yo dé un paso en falso para recordarme que estas vacaciones las pasaré estudiando.
—Sí, los he cogido —respondo, pero tengo la impresión de que no me está escuchando—. ¿Dónde está Fede?
La tele se apaga.
—¡No intentes cambiar de tema! —Mi padre se levanta del sofá, se me acerca y expone su teoría sobre el problema. Suena más o menos así—: ¡Repites curso y no nos has dicho nada, nos lo has ocultado!
Este es el primer acto de su dramatización: mi padre está convencido de que me había propuesto repetir curso, como otras se proponen adelgazar o echarse novio.
—Querías vacaciones en Cerdeña, ¿no? Pues ya ves, ahora vas a pasarte un mes entero con tu madre, tu hermano y conmigo.
Este es el segundo acto: le gusta remachar que las vacaciones familiares las sufriré como un castigo. Lo que se corresponde exactamente con mi idea del asunto.
Entretanto, la cena está lista y yo sigo sin saber dónde cuernos está mi hermano. Mi padre parece que se ha calmado momentáneamente y, mientras mi madre sirve la pasta con salsa de tomate, él le comenta algo sobre el camping. Yo solo pillo palabras sueltas como «parcela», «los vecinos de la otra vez», «la rueda de repuesto», «Salvatore», «Emma», «cuando Federico». Me prometo juntarlas todas lo antes posible y empiezo a comer.
Mi madre es una auténtica negada con los fogones. La pasta está pasada, y el tomate lo ha vertido directamente del bote. De pronto deja el tenedor, pone los codos sobre la mesa y me mira, así, inmóvil.
—Mamá, me estás asustando… —digo, y levanto una barrera improvisada con la botella de agua.
Sus ojos se llenan entonces de lágrimas.
—Cariño, ¿por qué tienes que repetir? ¿Qué es lo que te pasa?
Conozco la siguiente pregunta, que es, con diferencia, la mejor de todas.
Una pregunta de manual:
—¿En qué nos hemos equivocado?
Me siento un poco como en una de esas películas en que los padres van a ver a su hijo a la cárcel para convencerlo de que confiese su delito. Pero mi delito no tiene nada de secreto, aunque he comprendido que cuando repites curso todo el mundo cree que detrás hay algo sospechoso. Las opciones que se barajan suelen ser tres. La droga es la que más triunfa, y como la mayoría de los padres no distingue un porro de una papelina de coca, la preocupación puede alcanzar extremos inimaginables. En segundo lugar está el desengaño amoroso. En tercer lugar, para los padres más orgullosos, está «cierto problema neurológico».
Nadie piensa en la posibilidad de que no hayas mirado un libro durante todo el curso, así de sencillo.
Por suerte, en ese instante me suena el móvil.
Me alejo de la mesa y respondo.
—He pensado que preferiría que no te marcharas, siempre que tus padres estén de acuerdo.
—Se lo puedo decir, a lo mejor hasta les pido unos cientos de euros para marcharme sola a algún sitio.
—Estupendo, pensaba en algo así. Aunque con unos cientos de euros podríamos irnos de acampada a un pueblo de por aquí.
—Luca, ya sabes que mañana por la mañana me tengo que ir.
«Tengo que irme», «Ya sabes»… ¿Qué palabras son esas? En el fondo es solo una clave, ¿no? Basta decidir que «me tengo que ir» significa «me marcho contigo a Jamaica», y asunto resuelto.
—Me tengo que ir —digo riendo.
—Vale, pues entonces nos vemos en el aeropuerto dentro de una hora.
—Aunque me hayas salvado la vida este mes, ahora no tengo más remedio que irme. De todos modos, quedamos esta noche.
Vuelvo a la mesa, termino rápidamente de comer y me levanto.
—Tengo que salir.
—¿Ahora? —pregunta mi madre, pero su tono lleva implícito un sí. Hasta mi padre lo sabe y, en efecto, empiezan a discutir.
—Tenemos la casa patas arriba, mañana nos marchamos y ella va a salir.
Cuando uno de tus padres empieza a hablar de ti en tercera persona, quiere decir que la has hecho buena. Me temo que hará falta mucho tiempo para reconquistar la querida y vieja segunda persona del singular.
—Venga —se limita a decir mi madre, y las quejas de mi padre no pasan de un sordo refunfuño.
—¡Alice! ¡Eres una cabrona! ¡Me has embelesado!
En mi vida solo hay dos personas que recurren a los insultos para hacer cumplidos o para expresar su afecto. Uno de ellos es mi tío. Cada vez que ve a mi hermano le dice: «Cuanto más tiempo pasa, más capullo te vuelves», y luego lo abraza. El otro es mi profesor de italiano.
—Nueve.
—¿Nueve?
—¡Nueve!
—Tiene que haber un error. ¿Y qué quiere decir «embelesado»?
—Búscalo en el diccionario.
Hacia finales del segundo cuatrimestre, el profesor Partis nos había encargado un tema titulado «Ítaca: define y habla de Ítaca a partir del poema de Konstantino Kavafis».
Se trata de ese tipo de trabajo que los profesores de buen corazón encargan a finales de curso para ayudar a los «cuatro y medio con buena voluntad», dicho de otro modo, para que estos saquen un digno cinco de nota media.
Cuando termina la clase el profesor me detiene.
—Alice, espera.
Me acerco a su mesa, mientras los otros salen del aula para el recreo. El profesor me mira unos instantes a los ojos y luego empieza a recitar:
—«Ten siempre a Ítaca en la memoria. Llegar allí es tu meta. Mas no apresures el viaje. Mejor que se extienda largos años; y en tu vejez arribes a la isla con cuanto hayas ganado en el camino, sin esperar que Ítaca te enriquezca. Ítaca te regaló un hermoso viaje. Sin ella el camino no hubieras emprendido. Mas ninguna otra cosa puede darte».*
Esa noche, en casa, busco en el diccionario la palabra «embelesar». A continuación releo la redacción en busca de los detalles que pueden haber embelesado a mi profesor de italiano. Trato de comprender por qué el relato de mi Ítaca lo ha emocionado, aunque este no es exactamente el significado del término usado por él. ¿Qué es lo que ha movido sus sentimientos? No lo sé y, a decir verdad, tampoco sé dónde se encuentra mi Ítaca, que es más o menos lo que escribí en el trabajo.
En la puerta del instituto no hay casi nadie. Hace un calor infernal y la ciudad está medio vacía. Todos están ya en la playa. Ato la bici a un poste y miro alrededor. Debe de andar en algún sitio, cuando me llamó ya estaba aquí. Me siento sobre un poyete de cemento frente a la entrada y espero. Tres o cuatro chicos charlan apoyados en el capó de un coche. No puedo verles la cara, pero parecen mayores que yo. Una chica de pelo largo rebusca en su bolso y un instante después la llama de un encendedor le ilumina el rostro.
Es ella, de nuevo, la de los tableros, Martina. La chica más guapa del instituto, la que gusta a todos, también a los profesores. El sueño erótico de cada alumno de primero y la fuente de envidia de todas las chicas. Universalmente considerada «una creída», lo que no impide que sea «una gilipollas forrada de pasta que sabe poner ojitos» y que esté «un poco chiflada».
Mis contactos con ella se limitan a un par de episodios, en ninguno de los cuales se ha mostrado especialmente simpática, aunque tampoco chiflada ni mucho menos tan gilipollas. En cambio, no hay duda de que es una creída. Pero yo también lo sería si fuese ella.
Ambos episodios se remontan a la okupación. Como es natural, Martina formaba parte del Colectivo que la había organizado y tenía además un grupo de estudio. Yo me había apuntado a la okupación y mi madre no había podido objetar nada, salvo: «Eso sí, irás todos los días y te quedarás hasta que anochezca», y «Olvídate de quedarte a dormir allí, en el instituto se quedarán a dormir los mayores».
Era el segundo día de okupación. Aquel en que se ve si quienes la han apoyado han ido o no.
Entro en el gimnasio. Martina está de pie, bajo una canasta, hojeando un libro.
A su lado, un tipo pelirrojo, melenudo, habla gesticulando animadamente. Hay unas cuarenta personas sentadas en el suelo. Entre ellas veo enseguida a Luca y me siento con él.
—¿De qué hablan? —le pregunto en voz baja.
—El amigo está hablando del neoimperialismo de las multinacionales, dice que ya no son los Estados los que controlan a los países más pobres, sino las multinacionales, porque los Estados ya no deciden nada y la democracia se basa en lo que consumimos, votamos y gastamos.
—Caray, parece interesante.
—Lo es, lo es —dice Luca con un gesto de lo más serio.
Comienzo a escuchar con atención, pero, como tendría que haberme esperado, conociendo a Luca, el menda pelirrojo está diciendo algo muy distinto. Me vuelvo hacia Luca con gesto interrogante, pero permanece impasible. Rompo a reír.
Y aquí entra en liza Martina.
—Oye, nadie os obliga a estar aquí, ahora no estamos en el instituto; si habéis venido es porque creéis en la okupación, si no, podéis marcharos a esquiar como todos los que solo la han apoyado para tener la semana blanca.
Dos semanas después me la cruzo de nuevo.
Me encuentro en el vestuario del gimnasio junto a dos chicos que están pintando un abeto rojo en la pared. Los dos están de pie sobre el banco y se ha derramado un poco de pintura en el suelo.
Ella entra en el vestuario con un trapo y una botella de alcohol. Nos saluda y acto seguido se pone a limpiar la pintura que ha caído al suelo. Los tres nos quedamos quietos mirándola, sin saber qué decir. Luego se sienta y enciende un porro. Los dos chicos continúan con lo que estaban haciendo. Ella me ve de brazos cruzados y me lo pasa.
—No fumo —digo.
—Buena chica.
Aquí termina mi profundo conocimiento de Martina. Todo lo demás que sé de ella procede de los chismes de pasillo y de las pintadas que hay en las paredes del servicio. Por los primeros sé que sus padres están divorciados y que ella vive con su madre. Por las segundas, entre otras cosas, que es una «gilipollas que se da demasiados humos», pero para mí que es pura envidia.
—¡Ali, estoy aquí! —grita una voz familiar desde la acera de enfrente.
Me doy la vuelta.
Es Luca.
Le hago una seña con la mano y espero que ate la scooter.
Luca es mi ex novio. Con él hice el amor por primera vez. Nuestra historia duró solo unos meses, pero no hemos dejado de vernos nunca. Al principio solo en el instituto, ya que estamos en la misma clase. Mejor dicho, no «estamos», «estábamos», y me temo que no es sino uno de los muchos verbos que tendré que acostumbrarme a conjugar en pasado. Después hemos vuelto a vernos también fuera del instituto. Él dice que soy su droga, o más bien su metadona, que es lo que dan a los toxicómanos para desintoxicarse, aunque termina creando una nueva dependencia.
—Toma —me dice, y me alarga una botella de cerveza.
—Llevas de todo.
—Debajo del asiento tengo hasta un avión. Tú y yo partiremos esta noche para Jamaica.
—Claro, estupendo, ¿se lo dices tú a mi padre?
—No hay tiempo. Le mandarás un telegrama desde Kingston.
—¿Y eso qué es?
—¿Kingston? ¡La capital de Jamaica!
—¿Qué vas a hacer este verano?
—Uf, aún no lo sé. Por ahora me quedo en Milán. Mi madre todavía no sabe cuándo puede coger vacaciones y alguien debe cuidar de mi hermana.
—Vaya, pero cogerá vacaciones en algún momento, ¿no?
—Confío en que sí, pero no puedo hacer planes.
—¿Por qué no vienes a verme? Aunque sea al final. No hace falta que avises. A mi madre le caes bien.
—Ojalá pueda —dice sin convicción.
—¿Y cómo abro esto? —pregunto, señalándole la cerveza.
De un bolsillo saca un mechero, lo apoya contra el cuello de la botella y hace saltar la chapa con un sonoro «pop». En ese preciso instante Martina y sus amigos pasan a nuestro lado. Un chico nos mira, imita un brindis y exclama «Chinchín», Martina sonríe y, una fracción de segundo después, ríe.
Como no podía ser menos, llega la hora de las preguntas de rigor, las serias.
—Bueno, ¿cómo estás?
—No estoy mal… A ver, me ha molestado un poco, pero no es que esté deprimida ni nada parecido… En fin, qué más da, repito curso y punto. La que está deprimida es mi madre. Está emo.
—¿Qué le pasa en la sangre?
Luca es uno de los pocos chicos que conozco que no entiende casi ninguna de esas que en los informativos llaman «expresiones juveniles»: «emo», «estar chato», «brígido», cosas así. No es que yo las considere fundamentales, pero todos las usamos. Todos, menos Luca.
—Está emo porque no encuentra una explicación, y encima le toca discutir con mi padre, pues está enfadado y según él la culpa es de mi madre, que me da demasiada libertad, motivo por el cual no estudio y tengo que repetir curso.
—Vale, bueno… ¿Cuándo te marchas? —pregunta, y durante un instante se pone terriblemente serio.
—Mañana por la mañana, ya te lo he dicho.
—No te marches.
—No me queda elección, ven tú a verme.
—No iré nunca, lo sabes.
De regreso a casa en la bici intento aminorar la velocidad, miro alrededor, demoro la vista en los edificios, en los portales, los escaparates de las tiendas cerradas. Me pregunto qué excusa podría esgrimir para no irme. Pienso en Luca. Luca es el típico chaval que se lo toma todo a broma. No es que no sea capaz de escuchar si le cuentas algo serio (que repites curso, por poner un ejemplo cercano), pero con él acabas siempre mirando el lado cómico de las cosas.
Mi padre sigue en el sofá, delante del televisor encendido, aunque ahora las maletas están cerradas y al lado de la puerta. Entro en mi cuarto y enciendo el ordenador. Abro el Messenger y veo si alguien está conectado. Nadie. Quito mi foto y pongo la de los Simpson en traje de baño. Nos vamos.
El coche va hasta los topes. El maletero está lleno a rebosar y en el techo mi padre ha puesto una especie de ataúd para guardar las cosas que no cabían. El viaje hasta Pulla es largo. Dejamos atrás la ciudad y nos incorporamos a la autopista de Bolonia. Deberíamos llegar a la hora de cenar. Federico se ha trasladado de la cama al asiento trasero sin darse cuenta siquiera. Él no necesita pensar en nada, todavía no tiene preocupaciones. No repite curso.
Duerme usando el peluche como almohada, contra la ventanilla del coche. El sol habrá salido hará una hora y ya siento el calor que se filtra por el cristal. Un rayo de sol da justo en la cara de Fede, y él, dormido, trata de protegerse los ojos, mascullando palabras incomprensibles. La pelea con el rayo de sol sigue unos minutos, hasta que Fede, desesperado, se gira de golpe: ahora su cabeza se balancea y tiene la boca abierta.
El espectáculo es horripilante.
Hasta hace un par de años, todo lo que hacía Federico resultaba siempre gracioso y divertido. Pero un buen día perdió los rasgos infantiles y entró en la «fase hobbit»: voz de chico, desarrollo muscular y vello, pero cabeza de niño. No me resisto, y sin despertarlo lo guío hasta que se tumba sobre mis piernas, resguardado del sol. Su alivio es evidente: se lleva las manos a la cara, se frota los ojos, luego deja caer del asiento la mano derecha y pone en mi barriga la izquierda.
Tiene los dedos manchados de pintura seca, son como manchas indelebles con las que lleva días.
A la altura de Bolonia, mi padre decide que ha llegado el momento de hacer una parada. Fede se ha pasado todo el rato durmiendo, mientras yo me repetía mentalmente las siguientes frases:
«Eres una tonta, ¿acaso no podías esforzarte un poco más?».
«Ahora tienes que encontrar la manera de pasar este mes.»
«¿Y si en el camping sigue el animador con el que te enrollaste el año pasado?»
Tras la última pregunta, mi padre ha propuesto la parada para el café, ahorrándome la tentación de revivir aquel penoso ligue de verano.
Bajamos del coche.
—Fede, ¿dónde estabas anoche? —pregunto, mientras él pugna por apartarse el pelo de delante de los ojos.
—Anoche… bah.
No es fácil obtener respuesta de mi hermano cuando se acaba de despertar, pero tengo ganas de charlar, para distraerme del viaje y del recuerdo de mi pseudoligue veraniego del año pasado. Así que persevero.
—¿Y por qué tienes los dedos manchados de pintura?
—Ah, sí, estuve en la casa de los abuelos. El abuelo me está enseñando a pintar.
No consigo salir de mi asombro y reacciono con un largo y sonoro «¿Túúúúúú?», que ofendería a cualquiera que acabara de emprender la carrera de pintor sin estar dotado para ella, pero, evidentemente, no a mi hermano.
Entretanto, hemos entrado en el autoservicio, nosotros y otras dos o trescientas mil personas que han tenido la misma idea brillante.
Mi padre se pone en la cola para pagar.
—¿Qué queréis?
—Un café —respondo.
—Una coca —dice mi hermano.
—¿No es demasiado temprano para una coca? —pregunta mi madre.
—Deja que tomen lo que les apetezca —interviene mi padre—. ¿Tú qué quieres?
Quiere un café. Venga, que salimos de esta…
Mi madre y yo empezamos a abrirnos paso entre el gentío que hay delante de la barra.
—¿Por qué el abuelo da clases de pintura a Federico?
—Tu hermano se lo pidió, le preguntó si podía enseñarle las bases, y tu abuelo, pues, imagínate, se puso tan contento como unas castañuelas.
Aquí dejo las pesquisas, porque no tengo más remedio que preguntarme cómo de contentas podrán ponerse unas castañuelas.
—Ay, tía, sigo borracho desde ayer. Como me hagan la prueba de alcoholemia me quitan el coche con vosotros incluidos.
—Conduzco yo, conduzco yo. Tú duerme, que esta noche cerramos la discoteca.
—Primero un café, tía, nos damos una vuelta por todo el autoservicio entre los palurdos de la zona y nos largamos pitando.
En la puerta del autoservicio hay un Coche de Jóvenes Milaneses que Acaban de Salir de Vacaciones.
Es inconfundible. Ha aparcado y enseguida se han apeado dos chicas con gafas de sol enormes y chanclas. Están alegres, ríen con fuerza y una de ellas enciende incluso un cigarrillo, lo cual para mí en ese momento equivale a una especie de declaración de independencia. Sin embargo, es evidente que lo que yo siento no es más que una envidia brutal, por la presencia de sus dos novios/amigos: uno está francamente bueno, y el otro es de la especie intelectual. Ya me lo imagino en la playa leyendo, sin quitarse la camisa.
El tío bueno coge por la cintura a una de las chicas y la empuja hacia las escaleras del autoservicio, donde observo atónita la escena, pensando en la diferencia de contenido de mi coche. La otra chica habla por el móvil y aquel que en mi imaginación es el intelectual del grupo me clava la mirada. Eso también es típico. Si hay dos chicos y uno es «el guapo», por regla general en mí se fija el otro. Me olvido por un momento de mi familia y me imagino sola, de vacaciones, libre de hacer lo que se me antoje. Me imagino que sostengo la mirada de interés del intelectual, que dejo que se me acerque y cruzo dos palabras con él, y que luego descubro que vamos de vacaciones al mismo sitio y le doy mi teléfono con un «A lo mejor nos vemos» lleno de sobreentendidos. Y cuando he terminado de imaginar y el intelectual está efectivamente a dos pasos de mí, mi hermano pronuncia las siguientes palabras:
—Ali, papá ha dicho que hagamos pipí ahora, que después no piensa parar.
El sol se está poniendo en el mar cuando el coche cruza la verja del aparcamiento. A través de las copas de los pinos se entrevé el cielo anaranjado. Mi padre baja e intercambia unas palabras con un viejo sentado en un banco. La barra roja y blanca que franquea el paso a la zona de las caravanas se levanta lentamente.
Lamento que los abuelos no estén este año. Si todo hubiese salido como esperaba, es decir, si hubiese aprobado el curso y mi abuelo no se hubiese puesto enfermo, sería él quien estuviese en este momento en el camping y no yo, para alegría de mi hermano, que lo adora. Todos los veranos, después de cenar, se pasaban horas jugando en el porche de la caravana.
—Tengo hambre —dice Fede.
—Ali, ve con tu hermano al bar y pide que os preparen algo.
—¿Y vosotros?
—Yo tengo que hacer las camas ya mismo, de lo demás nos ocuparemos mañana con calma.
—Lo «demás» son las faenas del principio de las vacaciones: limpiar la caravana, preparar el porche con mesa y sillas, barrer las agujas de pino y mil pequeñeces más que hay que hacer para que la parcela del camping se parezca todo lo posible a nuestra casa de la ciudad.
—¿Os traigo algo?
No recibo respuesta, así que me voy con Fede.
En el bar pedimos dos tostadas y dos cocas. El chico que nos atiende nos saluda como si nos conociera, pero no me acuerdo de él. Fede, en cambio, le choca los cinco.
—¿Lo conoces? —pregunto en cuanto nos alejamos.
—Tú también lo conoces, es Giovanni, ¿no te acuerdas? El año pasado ya trabajaba aquí.
Rebusco en mi mente algún recuerdo de este misterioso camarero, pero no encuentro nada. No hay ningún Giovanni en mis veranos. Ningún Giovanni en el bar de mi camping. El hecho en realidad no me alarma. No ha sido el mejor año de mi vida, y cabe que se hayan dañado algunos ficheros poco importantes al tratar de hacer un poco de limpieza de mi pasado.
Pasado el primer día, dedicado a la Gran Limpieza y a Las Faenas, empiezan las vacaciones propiamente dichas.
No he visto al Animador, pero es posible que aún no haya llegado. De todos los que conocí el año pasado y con los que he intercambiado mails, número de móvil y señas (nunca se sabe), prácticamente no he sabido nada de ninguno y no sé si estarán este año. Sé con seguridad que no va a venir la única chica a la que me habría gustado ver: se ha ido a Cerdeña con sus amigas.
Nuestra jornada de vacaciones habitual sigue más o menos el siguiente esquema:
1. Nos despertamos como muy tarde a las ocho y media (aunque mi padre ya está operativo desde las siete).
2. Salimos en coche, pues «nosotros no vamos a la playa del camping, sino que buscamos las playas».
3. Nos situamos en un lugar solitario, la sombrilla más cercana debe distar al menos cincuenta metros.
4. Comemos rigurosamente en la playa los bocadillos que ha preparado mi madre por la mañana (el bar, las raras veces en que hemos caído en una playa en la que había uno, es considerado lugar de perdición y de gasto inconcebible).
5. Por la tarde: siesta bajo la sombrilla y, a continuación, actividades recreativas: sudoku, sopa de letras, lectura del Corriere della Sera y de revistas del corazón.
6. A las cinco y media desmontamos lo que se había convertido en un segundo camping y regresamos al hogar, con el fin de no tener que hacer cola en las duchas.
El primer día consigo evitar milagrosamente todo tipo de discusión familiar. No respondo a las provocaciones y permanezco pegada al libro que estoy leyendo, La insoportable levedad del ser, de Kundera. Me lo ha prestado Luca, diciendo: «Si luego ves que tienes algo mejor que hacer, déjalo, lee solamente el título dos o tres veces; total, es lo mejor del libro».
Así que no me pongo nerviosa cuando mi madre me persigue con un bidón de crema de protección 140. Me baño dos veces en el mar con mi hermano y respondo correctamente a una de las preguntas de un diabólico crucigrama numérico que mi padre ha leído en voz alta para ponerme a prueba: las dos guerras mundiales, los Pactos de Letrán.
Durante un momento he estado a punto de distraerme.
A las cinco, sin embargo, tengo el humor por los suelos, y mi pensamiento fijo es: un mes más así.
De vuelta en el camping me olvido de ser de las primeras en las duchas y voy directamente a la llamada Sala Chateo, un cuartito al lado de la recepción con dos ordenadores prehistóricos. Pero hay Messenger.
Luca está conectado.
Alice llama a Luca, responde, Luca, petición de ayuda inmediata.
¡Ali! ¡Hola! ¡Estoy en Kingston!
¿La capital de Jamaica?
Justo, muy bien, así que ¿estás estudiando?
(dedo corazón)
¿Qué tal?
Asquerosamente mal, gracias. Día en la playa con la familia, aislamiento total, camping medio desierto, edad media 11 años.
Caray, ya veo que te estás divirtiendo. Aquí nos morimos de calor.
Luca, yo no aguanto un mes así, tienes que decirme qué debo hacer, encuentra una solución.
… (cara pensativa)
¿Luca? ¿Estás ahí?
Espera, estoy pensando.
Bien.
Second Life.
¿Qué?
Second Life, esa es la respuesta a tus problemas.
Luca se pasa la mitad del día delante del ordenador. Todo cuanto sé me lo ha enseñado él. Uno de sus últimos descubrimientos es Second Life, una realidad virtual en la que puedes vivir una segunda vida con tu avatar: una especie de álter ego que se mueve en un mundo virtual, hace amistades, compra ropa, va a fiestas…
En la situación en la que me encuentro, francamente no veo qué ayuda podría prestarme Second Life.
¿Qué pinta Second Life? No quiero pasarme el día entero delante del ordenador.
No te has enterado, tu Second Life es otra.
Tienes que construirte una realidad distinta, hazte un plan paralelo, lee mogollón, escribe, pásate todos los días un par de horas delante del ordenador, busca un sitio adonde ir a la hora del aperitivo y trata de conocer a alguien…
No me has convencido.
Yo diría que sí, apodérate de tus vacaciones.
¿Y de dónde sale ese optimismo? No es propio de ti…
¿No me habías pedido que encontrara una solución? Pues te la he encontrado: Second Life.
Vale, esta noche me lo pensaré, ahora te dejo, ¿nos vemos mañana?
Si consigo encontrar un cibercafé en La Habana.
¿Cómo, no estabas en Jamaica?
Sí, pero me marcho, mañana estaré en Cuba. Tengo que averiguar qué es mejor, si el comunismo o el capitalismo.
Envíame una postal cuando lo hayas averiguado.
¡Por supuesto! ¿Tú mañana qué haces?
Nos vamos a buscar otra buena playa sin chiringuito.
¿De modo que tu padre no quiere que estudies?
… (bombilla)
¿Qué quieres decir?
(cara risueña) ¡Me has dado una superidea!
(cara interrogativa)
Si sale bien, luego te cuento.
De acuerdo, hasta pronto (oveja despidiéndose)
(panda despidiéndose)
(Bart enseñando el trasero)
(llama escupiendo)
—¿Qué haces ya levantada?
Mi padre está desorientado. Esta mañana me he levantado sola a las siete y media. He puesto la cafetera y he preparado el desayuno. El plan Second Life no ha hecho más que empezar y ya me estoy divirtiendo.
Me dan ganas de responder: «A quien madruga, Dios le ayuda», pero resultaría excesivo.
Me limito a:
—Estoy preparando un pequeño programa de estudio —que puede que sea un exceso aún peor.
Él no sabe qué replicar.
—Ajá.
Mi madre lo ha oído y sonríe, satisfecha con mis buenos propósitos, que pueden ahorrarle más discusiones con su marido.
—Hoy me preparé un programita para este mes: cojo todos los libros, fijo los temas y mañana empiezo.
En ese momento mi madre me mira con recelo. Federico, que se acaba de despertar y debe de haber oído solo la última frase, contiene una carcajada. Mi padre se aleja con la toalla y el cepillo de dientes en la mano, pero da la impresión de que se está cubriendo las espaldas, como si en cualquier momento alguien pudiera saltarle al cuello gritando: «¡Te he tomado el pelo!».
—Felicidades, hermanita. Te ha creído.
Mi hermano está encantado con la ocurrencia. Es evidente que es el más despierto de la familia. Ya sabe qué tengo pensado hacer.
—¿De qué hablas? ¿Qué es lo que se ha creído? —pregunta mi madre.
—Nada, ma, nada —contesta Fede, y entra en la caravana.
—Pero, Alice, ¿cómo lo vas a hacer, acaso piensas llevarte todos los libros a la playa?
—Eh, ya lo pensaré, pero antes de ir a la playa tengo que organizarme aquí.
Una sonora carcajada procedente de la caravana acompaña la marcha de mi madre, que se dirige hacia el baño para hablar con mi padre. Mi madre no es tonta. Solo necesita una buena coartada para ponerse de mi parte.
Y esta es una buena coartada.
A las nueve y treinta y cinco digo adiós al coche de mis padres, que se aleja en busca de una playa fantasmal, desierta y sin chiringuito. Mi madre se despide de mí con la expresión que tendría si su único hijo varón estuviese a punto de irse a la guerra. Yo, en cambio, me siento como si me hubiese tocado la lotería. Todavía no estoy «contenta como unas castañuelas», pero voy por buen camino. Mi padre me ha prometido que regresarán un poco antes, y ha añadido: «Eso sí, te quedas aquí estudiando, nada de irte a la playa».
Le he garantizado que por la noche podrá verificarlo con sus propios ojos, y él me ha respondido que puedo estar segura de que lo hará. Hemos cruzado alguna frase ácida más y luego nos hemos despedido.
Miro alrededor.
Es extraño.
De repente es como si el camping se hubiese vuelto más grande.
Miro hacia lo alto. Veo las ramas de los pinos que se mecen movidas por el viento. Estoy casi segura de que ayer se hallaban al menos un par de metros más abajo. Me vuelvo hacia la playa, dividida en rombos regulares por el vallado del camping. El horizonte debe de haberse desplazado durante la noche. Esta mañana el mar es inmenso. El viento me revuelve el pelo y un olor penetrante a sal me llega hasta el estómago junto con los chillidos de las gaviotas. Me llevo las manos a la cara y tengo la impresión de que mi piel está más tersa y fresca.
No comprendo bien estas sensaciones; a ver, puede que ahora me esté pasando un poco de poética, pero es justo así como me siento. Como alguien que duerme en un armario hasta que un buen día se levanta y se da cuenta de que hay además un dormitorio con una cómoda cama.
Y no he tomado drogas. No que yo sepa.
Mientras sigo absorta en esta especie de delirio, mi mirada se detiene en nuestra caravana, en la mesa de debajo del porche, en la taza de café que está junto a la pila de libros. En un instante todo vuelve a ser como antes. Los pinos regresan a su sitio, el horizonte se angosta y el olor a mar se convierte en el de las cremas solares.
—¡Alice! —grita una voz masculina detrás de mí, que ahora tapa también la última alucinación auditiva (ni rastro de gaviotas alrededor…).
El Animador ha llegado al camping.
Puesta a punto del plan Second Life:
Primer punto: una horita de internet (aplazada).
Nuevo primer punto: explicar al Animador, de manera simpática y amable, que no tengo la menor intención de enrollarme o de hacer cualquier otra cosa con él que implique contacto físico.
Él está en pie de guerra.
No será fácil.
Debe de haber pasado los últimos tres meses en un gimnasio, pues tiene unos bíceps absurdos, estilo superhéroe dopado. A cambio, ahora empieza a tener entradas, lo que me lleva a ver el gimnasio como un intento de reafirmar su ego herido por la calvicie. Ya está bronceado, debe de haber hecho una docena de sesiones de rayos UVA.
«Pero ¿cómo has podido estar con alguien así?», grita mi orgullo herido.
Hay atenuantes; tres palabras: sol, corazón y amor.
Sol: estaba de vacaciones desde hacía tres semanas, me sentía en plena forma, delgada y bronceada. Tenía un buen grupo de amigos y nos pasábamos todas las noches en la playa.
Corazón: hacía poco que había roto con Luca. Estaba libre y me apetecía tener un rollete de verano.
Amor: había estrellas, el rumor del mar y fuegos artificiales.
—¿Conque en la misma playa y en el mismo mar? —empieza el Animador, con una frase digna de un perfecto presentador de concurso televisivo hortera.
—Pues sí, pero tú tampoco has fallado, ¿eh?
—¡Pues no! Este año organizo los aquagym en la orilla y los juegos nocturnos. Espera, toma un programa.
—Oh, gracias.
—Oye, ¿estás sola?
Vaya, ya estamos, ahora tengo que pensar bien la respuesta:
—No, con mis padres… y con mi novio.
Puede que me haya pasado.
Pone los ojos como platos y se le descuelga la mandíbula hasta el pecho. Como animador que es, debe dársele bien imitar a un perro de Walt Disney.
—Ah, ¿es algo serio?
—Pues sí, a ver, no, en fin, se quedará aquí un tiempo y luego se irá con sus padres.
Y mi fantasía sigue rodando.
—¿Está en la caravana con vosotros?
—Sí… O sea, no, hemos montado un iglú detrás de la caravana.
—Y…
En ese momento lo fulmino con la mirada. ¡Y métete en tus asuntos!
—¡Vale, pues me marcho! —exclama, recuperando el optimismo.
El Animador es un gran partidario de la cultura Smile. De esos a los que al menos una vez en la vida alguien les dice: «¿Tú de qué coño te ríes?».
No bien consigo librarme de él, voy corriendo a la Sala Chateo. Los dos ordenadores están ocupados por padres de familia en evidente crisis de abstinencia de trabajo. Uno de los dos escribe y simultáneamente habla por el móvil con el manos libres. El otro lee el periódico online. Regreso a la caravana y cojo los libros y las novelas que tendría que leer. Voy al bar y los desparramo sobre una de las mesas de madera al aire libre. Saco un cuaderno de la mochila y comienzo a escribir.
Programa Second Life:
Primer punto, quitarme de encima al Animador: hecho.
Segundo punto, hora de internet: en suspenso.
Tercer punto: escribir un plan de estudio para convencer a mi padre de que me estoy esmerando.
Amor, que a nadie amado amar perdona
Esto nunca me lo he tragado. Porque salta a la vista que no es verdad. Solo que como lo escribió Dante, pues a callar. Dante era un egocéntrico y un paranoico. Pero algo así no se puede decir, ni en broma. No es que a mí no me guste La Divina Comedia. La idea es genial. Coges a todos los políticos, a los curas, a los hombres y las mujeres que conoces y, conforme a sus méritos y sus vilezas, los metes en el Paraíso para que se lo pasen pipa, o en el Infierno, para que sufran por toda la eternidad. Mientras no se demuestre lo contrario, semejante operación solo se la puede permitir Dios. En cambio, si la realiza un hombre, ¿no es pecar de soberbia?
Dante se justifica diciendo que lo inspira una mujer, de la que se había quedado colgado unos años antes, Beatrice. Aunque al final no se casó con ella, sino con una tal Gemma Donati, con la que tuvo hijos.
¿Nadie se ha preguntado jamás cómo se sentiría la señora Alighieri cuando salió La Divina Comedia?
Amor, que a nadie amado amar perdona
El sentido del verso es: si amas a alguien, en algún momento el otro te corresponde.
Vale, estoy dispuesta a estudiar a Dante y a descubrir su pensamiento, pero si dice estupideces evidentes, habrá que discutirlo.
Cuando empecé el instituto me colé de un chico dos años mayor que yo. Por él discutí con mis padres para que me dejaran hacer la okupación (porque él la organizaba), me puse ropa un poco más chillona, porque él era un chaval alternativo (llevaba bufanda e iba en una bici destartalada), le di una calada a un porro fingiendo que para mí era algo completamente normal y me humillé de varias formas más, con persecuciones y acechos diurnos y nocturnos. Tampoco era la única. No menos de cincuenta chicas habían perdido la cabeza por él.
Sin embargo, no se enamoró de ninguna de nosotras.
Qué raro…
Así que, volviendo al texto original:
Amor, que a nadie algún amado amar perdona
Ya es la una, todavía no he podido navegar por internet y mi plan de estudio para repasar el Infierno ya ha desembocado en los recuerdos del año pasado.
Recojo los libros. Paso de nuevo por la Sala Chateo, pero los dos ordenadores siguen ocupados por los dos padres de antes. En la puerta hay un rasta flaquísimo en bañador y All Star sin cordones. En el suelo hay unos carteles de colores. El rasta está pegando uno a la pared. «Reggae party — Every day happy hour 6 p.m. all night long y también después.»
El chico advierte que estoy leyendo el cartel y me sonríe.
—Apúntate, hay buena música, y las copas cuestan tres euros.
No soy capaz de decirle nada. Él me mira perplejo.
—… o sea, si te apetece.
—Sí, no, o sea, perdona, ¿dónde es?
—Aquí atrás, caminas un poco por la playa hacia la derecha y llegas.
Que es lo mismo que decirme que siga al Conejo Blanco, sea como sea…
El chico recoge los carteles del suelo, me sonríe y se marcha.
Ya está, se ha ido. Ni un: «Ven, cuento contigo». En las películas lo dicen siempre.
El episodio contribuye a desmoralizarme más, y ya no sé si prepararme la comida, darme una ducha fría o meterme en el mar con la mochila llena de libros colgada del cuello.
Me dirijo hacia la caravana con los brazos en jarras. No lo hago a propósito, me sale sin querer.
—¡Oye, eh, oye!
Es él.
Enseguida pongo cara serena y despreocupada.
—¿No tendrás cinta adhesiva?
Un chico con rastas está comiendo un plato de pasta con salsa de tomate y mozzarella en el porche de mi caravana.
En la mesa, además de los cubiertos y una botella de agua, hay un rollo de cinta adhesiva.
Pues sí, puede que haya forzado un poco el plan que me ha sugerido Luca, consistente en «intentar ver si consigo conocer a alguien». Pero también es normal, ¿no? Iba a prepararme la comida y a coger el cinta adhesiva para el Rasta. Y al final se han mezclado las dos cosas. ¿O acaso no tengo que organizarme una Second Life? Pues entonces…
—¿Así que estás aquí con tus padres?
—Sí, me toca.
—Vale, de todos modos al final haces lo que te da la gana, ¿no? Y además tienes la caravana casi en la misma playa. ¿Dónde te bañas?
—Depende, cambiamos con frecuencia, a mi padre le gusta buscar playas nuevas.
—Qué fenómeno, hace bien, aquí hay lugares flipantes, yo vengo desde hace cuatro años, es superguay, lu mare, lu sule, lu ientu,* como dicen los Sud Sound System.
Supongo que debería saber quiénes son los Sussound, o algo así, de modo que asiento sonriendo, como si dijera: «Pues claro, eso mismo».
—¿Tú dónde te quedas?
—En otro camping de más allá, pasado el sitio del aperitivo reggae, ¡no puedes perdértelo!
Así las cosas, creo pertinente decir algo para justificar mi condición de chica de vacaciones con sus padres. Luego pienso que podría soltar que tengo un hermano de trece años. Pienso que el aperitivo a las seis encaja perfectamente con mi plan Second Life. Y, por último, digo:
—Repito curso.
¡¿Qué estoy diciendo?!
Sin embargo, él no parece nada sorprendido. A ver, no le sorprende que haya salido con algo que no guarda relación con lo que estábamos hablando. Termina de masticar el último bocado de pasta y luego dice:
—Oye, pero ¿cuántos años tienes?
En ese instante oigo el ruido espantosamente familiar de un motor que se acerca a la caravana.
—¡Vete!
—¿Qué?
—Que te vayas, han regresado mis padres, como te encuentren aquí, no la cuento.
—¡Vale, vale!
El Rasta coge la cinta adhesiva y echa a correr pegado a la valla del camping, hacia el lado opuesto a aquel donde había sonado el ruido del motor.
Oigo dos puertas que se abren.
Una se cierra.
Oigo la voz de mi hermano, que se queja, y al final aparece mi madre, que sujeta tres melocotones embadurnados de arena.
—Hola, cariño —dice, pero tiene la voz alterada, debe de haber pasado algo. Su mirada se posa en la mesa, donde están los restos de la comida. Su expresión se transforma de golpe y en ese instante me doy cuenta de que la mesa está puesta para dos.
—¡Quita eso ya mismo! —susurra entre dientes.
—¡Susanna! —chilla mi padre, irritado—. ¿Puede dignarse alguien ayudarme a bajar del coche?
Mi padre había decidido hacer una tienda con los pareos y había ido a buscar palos de madera entre las dunas de detrás de la playa.
Evidentemente, esa mañana la sombrilla le había parecido del todo inapropiada.
Llevaban allí menos de una hora y mi hermano ya estaba en el agua con tres chicos a los que acababa de conocer. Fede siempre hace amigos. De pronto: un grito de dolor. Mi madre se levantó alarmada, soltando sobre la arena los melocotones que estaba pelando. Fueron hacia las dunas, donde encontraron a mi padre tumbado en el suelo.
Según Federico, había tropezado.
Según mi padre, un anormal había dejado un agujero oculto.
Lo cierto es que no podía caminar. Lo llevaron en brazos hasta el coche y luego fueron juntos al dispensario: tobillo torcido. Le pusieron una venda rígida y le dijeron que tenía que llevarla una semana, y que en ningún caso podía conducir.
Moraleja: durante una semana no podremos movernos del camping.
Esta noche cenamos en silencio, con la radio encendida. Mi hermano canturrea los éxitos del verano y mi madre le pregunta cómo hace para saberse todas las letras de memoria.
—Esta la ponen en la radio cada tres minutos —intervengo—, yo también me la sé.
Fede empieza a cantar en voz más alta y yo lo sigo en el estribillo. Parecemos uno de esos ridículos musicales, donde de buenas a primeras alguien se levanta de la mesa e improvisa una canción que sintetiza el sentimiento del momento.
Mi madre nos mira divertida.
La canción termina y reparo que en el suelo, al lado de la mesa, hay algo que parece la bolsa de una tienda.
—¿Qué es? —pregunto a la vez que toco la bolsa con el pie.
—Una tienda de campaña, tu padre ha decidido comprarla hoy, al volver del dispensario; podemos montarla junto a la caravana.
—¿Y para qué la queremos? —pregunto, y recuerdo enseguida el embuste que le he contado al Animador.
—Es para ti.
Eso me deja desorientada.
Miro a mi padre con gesto interrogante, pero él está concentrado en la radio. Están leyendo los titulares de las noticias.
—Ya eres mayor, así tendrás tu propio espacio y nosotros estaremos más anchos en la caravana.
A las ocho y treinta y cinco hemos terminado de cenar. Mi padre está de tan mal humor que se olvida de preguntarme por el programa de estudio. Se toma dos aspirinas y se va a la cama.
Yo me siento un poco culpable, porque sé que la idea de la tienda ha sido suya. Y sé que para él representa el esfuerzo épico de hacer algo por mí, de una manera práctica: me compra una tienda porque ya soy mayor. Y me hace sentir fatal.
Cojo la mochila y voy al bar.
Hay que empezar desde cero el plan Second Life.
Así que ¿la cosa va en serio?
¿Qué dices?
¡Ahora puedes hacer lo que te dé la gana!
Porque tú lo digas. El plan Second Life se ha jodido. Con mi padre sin poder moverse del camping, ya no puedo hacer nada.
¿Cómo que no? Ve a la playa del camping, allí seguro que conoces a alguien, y luego puedes ir al aperitivo del rasta. ¿Cómo has dicho que se llama?
No lo sé, ni siquiera nos hemos presentado. Y tampoco sé dónde queda ese sitio.
No pasa nada, mañana sales a dar un paseo por donde él te ha dicho y lo encuentras.
Claro, ¿y qué le digo a mi madre? Y además está Federico.
Lo llevas contigo. Tu padre necesitará cuidados, ¿no? Así que tu madre tendrá que ir en algún momento al camping. Y tú coges a Fede y dices que os vais a dar una vuelta, a tomar una coca.
¿Y voy al aperitivo con mi hermano?
Pues claro, Fede es majo, tú vas de enrollada y haces como que no te importa ir a tomar el aperitivo con tu hermano. Te saldrá bien.
¿Y qué pasa con lo de estudiar? Mi padre no me quitará ojo.
Pues dile que tienes mogollón de libros que leer, y de vez en cuando pasas un rato en el camping estudiando, pero vas al bar. De todas formas, tu padre no puede vigilarte.
Vale, mañana veré qué hago. Luego te cuento.
Mañana no estaré.
¿Por qué? ¿Adónde vas?
A Jerusalén por la mañana, después a Palestina. Sabrás que están siempre en guerra.
Sí, creo que he oído algo… (Lisa Simpson elevando los ojos hacia el cielo).
Quiero averiguar quién tiene razón.
Si lo descubres, dímelo, así le pasaré la noticia a la prensa. Bueno, ¿estarás o no?
No, me voy. Pasaré el fin de semana en Liguria, en la casa de unos amigos. Si me necesitas, llámame.
Lo haré, adiós. (oveja bailando)
(canguro vomitando)
(perro despidiéndose)
(vaca bailando)
Otra noche. Otro desayuno. Otro día de playa.
Un mes puede ser larguísimo si sabes exactamente todo lo que va a ocurrir cada día.
A las nueve de la mañana mi padre aparece con dos muletas.
Fede y yo estamos desayunando y meditando sobre el destino de las vacaciones.
—¿Lo veis? —exclama con expresión satisfecha—. ¡Mis piernas han mejorado!
Esta es otra de sus fascinantes características.
Es incluso capaz de vanagloriarse de haberse torcido un tobillo. ¡Ya puede por fin girarse con las muletas! En cambio, pobrecillos nosotros, obligados como estamos a seguir usando las viejas e insignificantes piernas…
—De todas formas, querido, no conviene que fuerces la pierna —lo regaña mi madre.
—Desde luego que no, pero así ni siquiera toco el suelo. ¡Fíjate!
Se exhibe en una especie de pirueta, para demostrar la funcionalidad de su nuevo apoyo. En ese momento Fede se hunde en los cereales, mientras que yo me pregunto qué va a depararnos el día.
—¿Hoy nos quedamos en la playa del camping?
—Sí, cariño —responde mi madre—, así no necesitamos llevarnos nada y venimos a comer a la caravana.
Lo ha dicho con un tono práctico y neutro, pero parece que a mi padre no se le ha escapado cierta satisfacción en su voz.
—Te advierto que por mí os podéis pasar todo el mes en la playa del camping. No quiero que hagáis nada por obligación.
—Oye, que yo no pretendía decir eso; veamos el lado positivo del asunto.
Pero mi padre no quiere perder la ocasión de una gresca.
—Solo digo que el médico no ha prescrito que debamos ir a otras playas.
—Y yo solo digo que no era una crítica.
—Pues lo parecía.
Fede mira a nuestros padres como si fueran una rara especie de mamíferos discapacitados.
—Voy a ponerme el bañador —digo, y entro en la caravana.
Para llegar a la playa del camping hay que salir por la verja principal. Recorremos unos cien metros por un caminito estrecho y desembocamos en el aparcamiento de pago que está justo detrás de la playa. Hay como mínimo doscientos coches, y todo lleva a pensar que la playa estará, como diría mi padre, «abarrotada de gente».
Vamos por un sendero más pequeño que atraviesa el pinar, junto con familias muy bien pertrechadas: colchonetas, barquitas de goma, enormes cubos con palas, rastrillos y figuras de todo tipo, neveras del tamaño de un baúl, mesitas plegables, sillas de plástico y hamacas. En cuanto llegamos a la playa, para nuestra sorpresa, comprobamos que la gente está bastante diseminada, tanto que no nos cuesta encontrar un sitio.
Fede se ofrece a plantar la sombrilla, mientras yo extiendo dos toallas. Por increíble que parezca, hoy pasaremos el día aquí.
—¿No deberíamos haber traído al menos agua?
—Mamá, si nos entra sed vamos al chiringuito, y de todos modos dentro de dos horas estamos de vuelta en el camping.
Mi madre, picada con mi padre después de su discusión, nos ha hecho caso en todo lo que le hemos dicho. Y Fede y yo nos hemos pasado de la raya: ni una botella de agua.
No está convencida. Mira alrededor, nerviosa.
A nuestra derecha hay una familia al completo, con abuela incluida, en mecedora, y niños en la arena haciendo castillos. Temo que en cualquier momento a la abuela le dé por sentarse en el suelo y ponerse a hacer agujeros con sus nietos.
A nuestra izquierda hay un grupito de chicos y chicas sin sombrilla. Dos están jugando a las palas.
La marea está muy baja, por eso la orilla está llena de gente que charla, juega o sencillamente pasea.
Cuando por fin parece que mi madre se ha relajado (Fede le ha cavado una especie de sillón en la arena), ocurre lo irreparable: un grupo de mujeres entradas en carnes, a las que dirige un Don Lindo bronceado con rayos UVA, en slip, entran en el agua justo delante de nosotros y, todas al unísono, se ponen a dar pataditas al aire, cual salmones en plena crisis epiléptica.
Todas están en nuestro camping y el de los rayos UVA es… el Animador.
Solo confío en que no me vea.
—¡Qué idea tan estupenda! —proclama mi madre y se levanta intrigada.
—¡Señora, únase a nosotros! —grita el Animador sin dejar de dar saltitos.
Mi madre ríe empachada, pero se ve que únicamente está esperando que el Animador le insista un poco.
—¡Y traiga también a su amiga! ¡Anda… Alice! Excelente, tenemos dos nuevas participantes: Alice y su hermana mayor, que se llama…
—Susanna —dice en voz baja mi madre, pero las risas se han sobrepuesto a su nombre.
La broma de la hermana mayor les ha encantado a todas.
Ocho y media: despertar muscular.
Nueve y media: yoga.
Diez y media: acuagym en la playa.
Seis y media de la tarde: aperitivo creativo en la piscina.
—¿Qué estás escribiendo? —pregunto a mi madre, mientras termino de recoger la mesa. Esta noche me toca fregar los platos.
—Estoy haciendo un pequeño plan de actividades en el camping.
Mi padre no puede decir nada, porque aún están peleados. Él sigue gruñendo.
Mi madre me ha robado la idea: mañana empieza su plan Second Life.
Cojo el barreño con los platos y las cacerolas y me encamino hacia los baños.
Según Luca, hay algo muy zen en el acto de lavar las cacerolas. Dice que todo depende de la perspectiva. Si friegas pensando que mañana te seguirán siendo útiles, tratarás de hacerlo deprisa, puede que bien, pero deprisa. En cambio, si piensas que estás haciendo algo completamente inútil, tu actitud es otra: cuando eres capaz de hacer cosas completamente inútiles, te relajas. Sería el principio del jardín zen, cuidas y rastrillas aunque sabes que nunca crecerá nada.
Decido poner en práctica su filosofía y comienzo a frotar las cacerolas, imaginándome que nunca más volveré a utilizarlas, que después las tiraré y que estoy haciendo un trabajo que no sirve para nada. A mi lado hay otras personas haciendo lo mismo. Algunas de ellas charlan, un par canturrean y una escucha música con los cascos puestos.
Yo sigo concentrada: un trabajo inútil, un trabajo inútil…
Termino de fregar los platos. Son las nueve. Debo de haber tardado unos veinte minutos. Por tanto, no más de lo habitual, creo. No sabría decir si me he relajado, de momento me siento exactamente igual que antes.
Lo meto todo en el barreño y vuelvo a la caravana. Mi madre sigue escribiendo su plan de vacaciones, mientras que mi padre está de pie con una muleta y tratando de abrir la bolsa de mi tienda con el pie. A duras penas me contengo del impulso de aplaudirlo y me transformo en el Dalai Lama.
—Pa, todavía no te he dado las gracias por haber pensado en mí.
Fede me mira y se mete dos dedos en la boca, y en ese instante me doy cuenta de que mi frase es terriblemente empalagosa.
—Bueno, pues eso, gracias —digo con sequedad, para zanjar la conversación.
—De nada.
—Ya la montaré yo mañana.
—¿Sí?
—A ver, ¿cómo vas a montarla tú con las muletas?
Fede mi mira y mueve la cabeza.
Tengo que hablar con Luca, ya que cuando me habló de esa cosa zen que tiene fregar los cacharros debería haberme advertido de que también tiene efectos secundarios y de que si te relajas más de la cuenta corres el riesgo de decir cosas atrozmente sinceras y fuera de lugar.
Me dirijo a paso rápido a la Sala Chateo. Me conecto al Messenger. Pero Luca no está. En ese instante me acuerdo de que se ha ido a Liguria, me lo había escrito. Cuando estoy a punto de cerrar la conexión, veo la foto de una amiga, bronceada, delante de una especie de torre de piedra.
Chiara, ¿dónde estás?
Hola, Ali. (cara risueña) Estoy en un cibercafé.
Sí, pero ¿la foto?
Es una nuraga, aquí hay mogollón. Hemos hecho una excursión al interior con unos chicos de Roma que conocimos en la playa. Ali, no sabes cuánto lamento que no hayas venido a Cerdeña con nosotros.
Yo también lo lamento… (cara llorando)
Pero ¿dónde te habías metido? Te he mandado 2 sms y no me has respondido (cara ofendida)
No he recibido nada… (cara interrogante) ¡Uf…! ¿Qué decías?
Que cómo estás, que qué haces, que quería saber de ti, que cómo va todo por allí.
(cara bostezando)
Anda, en serio, ¿qué tal? ¿Ya te has dado el lote con todos los del camping? (caritas morreándose)
(dedo medio)
No, venga, en serio, ¿hay novedades?
El Animador me está tirando los tejos.
¿El del año pasado?
El mismo.
¿No era un pringado?
Este año lo es aún más.
¡Qué más da! Es verano, tienes un rollete con él y luego te olvidas.
Pero se ha vuelto un cachas de gimnasio y se broncea con rayos UVA…
¿Y qué pasa por eso? ¡Ni que fueras a casarte con él!
Le están saliendo entradas y da el curso de aquagym a las viejas.
Vale, no me digas más.
Pero he conocido a un rasta…
(cara con rastas y gorrito jamaicano)
—Federico, ¿puedes preguntarle a tu padre qué planes tiene para mañana?
—Pa, mamá quiere saber qué planes tienes para mañana.
—Dile que todavía no lo sé.
—Ma, dice que todavía no lo sabe.
—¿Y cuándo piensa decidirse?
—Pa, ¿cuándo te decides?
—Dile que no lo sé.
—Dice que me tienes que dar cincuenta euros.
A mi hermano le encantan las discusiones indirectas, entre otras cosas porque son las más suaves. Cuando podemos permitirnos el lujo de elegir una estrategia para discutir, significa que en el fondo no estamos tan enfadados. El hecho es que mi hermano se divierte como un enano tomándoles el pelo.
—Alice, ¿puedes preguntarle a mi madre si me puedo levantar de la mesa?
—Venga, Fede.
—Mamá, ¿puedes pedirle a Alice que me responda?
—¡Venga, levántate, ve donde quieras!
Con la autoridad familiar en apuros, tenemos casi total libertad de hacer lo que nos dé la gana.
Y así empieza el Plan Escaqueo:
levantarse a las diez;
en la playa a las once, once y media;
para la comida nos arreglamos (Fede y yo nos quedamos en la playa);
cena familiar, eso sí, pero después cada cual es libre de ir a donde le parezca, lo cual no es gran cosa, dado que aquí no hay nada que hacer, pero al menos puedo pegarme al ordenador y quedarme hasta que me apetezca.
Mi madre está lanzada con el aquagym, el yoga en la piscina y los «juegos nocturnos» que organizan los animadores.
En dos días ha conocido a medio camping y ahora cuando llegamos a la playa todo el mundo la saluda. Yo, en cambio, después de la comida surrealista con el Rasta, no he vuelto a tener ocasión de hacer vida social. Pero está bien así. Aunque no he hecho Nuevas Amistades, sigo orbitando alrededor del bar de la playa del camping. Esa es la verdadera revolución. Y Fede y yo hemos decidido pasarnos: no solo peregrinamos al menos tres veces al día hasta el bar para tomar una coca, un helado o un café frío, sino que además ponemos la sombrilla a apenas diez metros del bar para escuchar en la radio los éxitos del verano. Sin duda, esta última decisión constituye una parte fundamental del Plan Escaqueo y es la que nos da más satisfacción.
De noche paso dos horas en la Sala Chateo, charlo con Luca y ahora también con Chiara, que quiere conocer mis progresos sentimentales, «Oye, ¿te has enrollado o no?», «¿Y el Rasta?». Al Rasta no lo he vuelto a ver, y a decir verdad no estoy tan segura de querer verlo de nuevo después de haberlo echado como a un ladrón.
Mi programa de estudio no ha empezado y tampoco formaba parte de mi plan Second Life. Solo servía para que mis padres no me dieran la lata. Total, de todas formas repito curso y el año que viene tendré que volver a hacerlo todo desde el principio. ¿De qué me sirve estudiar? Ya, ya, sé perfectamente que hay quien, como mi madre, podría decir que «precisamente porque repito tengo que estudiar más». Sin embargo, lo que yo necesito es relajarme, olvidarme de este año. Y, ya que lo estoy consiguiendo, las cosas están bien así.
Casi he terminado La insoportable levedad del ser, el libro de Luca (en este momento está viajando en el Transiberiano, y dice que los vagones están sucios). No está en el programa de estudio, así que nadie me preguntará por el sentido de la huida del protagonista ni por el significado de esta o aquella escena. Lo leo y punto. Cuando lo haya acabado puedo incluso olvidarme de él. Esta es Second Life, ¿no? Una realidad en la que puedes hacer y ser lo que quieras. Pero si lo haces en internet no tiene consecuencias. ¿Qué pasaría si me pusiera a hacer todo lo que me apetece, cuanto deseo de verdad? Probablemente se montaría un gran follón.
Solo hay que fijarse en lo que le está pasando a mi madre. Veamos, no cabe duda de que su repentina vida social es en realidad una sofisticada forma de venganza contra mi padre. Sin embargo, ha dejado de ser la Señora Camping para convertirse en pocos días en Miss Club Med: además de participar en todas las actividades que organizan los animadores, además de haber conocido a medio camping, ahora, después de la cena, se va a tomar un limoncello a la caravana de esta o de aquella señora «encantadora». Puede que su vida le haya parecido siempre poca cosa; se dice así, ¿no? Puede que no hubiese querido ser únicamente ama de casa, que no hubiese querido ocuparse solo de sus hijos y que le hubiese gustado tener un marido que la sacara de fiesta. Pero ¿qué habría podido hacer? ¿Despedirse de todos nosotros y Seguir Su Camino?
En el tercer día del Plan Escaqueo ocurren tres catástrofes, por este orden:
1. Fede entabla amistad con un grupito de chiquillos de su edad;
2. mi padre va a que le quiten la venda del tobillo y le dicen que en dos días estará bien;
3. mi madre me dice que el Animador le ha preguntado si no le molesta que yo duerma con mi novio en el iglú, justo al lado de la caravana.
—Este sitio vale —dice mi padre, de pie, sujetando la sombrilla, en medio de una zona llena de rocas que sobresalen del suelo—. ¿Lo veis?, con caminar doscientos metros ya no hay nadie, incluso en la playa del camping.
La entrada al mar la impide una franja de escollos recubiertos de algas pestilentes y compactas. Pero no voy a ser yo quien le haga notar este inconveniente de su plan estratégico.
Se acabó el chollo. El tobillo de mi padre ya está curado. Mi madre no se ha animado a Seguir Su Camino, aunque no tiene la menor intención de renunciar a sus actividades, al aquagym y al limoncello en las caravanas de los vecinos. No sé qué piensa hacer, pero me da que tiene un plan B. Parece extrañamente tranquila.
A cambio, ha dejado de hablarme.
—Hice la vista gorda con la mesa puesta para dos —me dijo anoche—, pero no soy tonta.
—Mamá, te advierto que estás desencaminada…
—Francamente, no lo creo.
—Mamá, por favor, no te equivoques.
—¿Por qué iba a equivocarme?
—¿No estarás pensando lo que me imagino?
—¿Y por qué no lo iba a pensar? Me ha dicho el animador que le has contado que te quedas con tu novio en el iglú, y yo te sorprendo delante de la caravana con la mesa puesta para dos. No sé, dime tú qué debería pensar.
—Deberías pensar que el animador es un memo y que…
—¿Y que…?
Tocada.
Mi madre, en plan Jessica Fletcher, ha juntado las piezas de un mosaico inexistente. Lo malo es que su versión de los hechos es perfectamente verosímil, así que he tenido que pasar el mal trago, o sea, no le he dicho que tiene razón, pero tampoco he podido demostrar lo contrario.
El hecho es que ya no me habla, y de rebote se ha pasado al otro bando. Como está enfadada conmigo, ya no lo está con mi padre. No solo eso, ahora, igual que mi padre, se siente muy dolida conmigo. Gracias a mí, mis padres han hecho las paces.
Esta mañana, en el desayuno, las partes mencionadas han firmado el compromiso histórico. A pesar de la curación del tobillo, y debido a la prudencia aconsejada por el médico, iremos a la playa del camping, pero buscaremos un sitio bastante solitario. Por tanto, por la mañana nos moveremos aparatosamente, con nevera y todo lo demás, y volveremos a la caravana a las cinco y media, para no tener que hacer cola en las duchas. De esta manera mi madre, si así lo desea, podrá participar en las actividades organizadas por los animadores.
—¡Qué peste! —dice Fede y se tapa la nariz.
Mi padre trata de plantar la sombrilla, pero el suelo no cede.
—Federico, búscame unas piedras para sujetarla.
Mi hermano se aleja desconsolado.
Yo saco el libro y me siento en una roca a leer, pensando en realizar una acción completamente neutra. Me equivoco.
—Muy cómoda —dice mi padre, respaldado por la expresión de reproche de mi madre.
—Pero…
No quiero gresca, no esta mañana. Así que dejo el libro, me levanto sin decir palabra y voy hacia la montaña de bolsas, bolsones y sillas plegables, esperando instrucciones.
—¿Has traído algo para estudiar? —pregunta mi madre, con voz hostil.
—He traído lectura —respondo, sin buscar excusas.
—¿Para el instituto?
Qué plasta. Ahora va a meterse ella también. Es demasiado. Pase lo de discutir a diario con mi padre, pero qué agobio como también se meta ella.
—No, qué ocurrencia.
—Pues, ya que lees, lo menos que puedes hacer es leer los libros que tienes que leer.
Lo sé, podría inventarme cualquier excusa. Podría haber dicho que era un libro para el instituto, mejor dicho, que me lo había recomendado el profesor de italiano, que me había dicho que primero leyera ese libro. Pero no quiero mentir. No quiero inventarme una Second Life y no quiero huir para Seguir Mi Camino.
—Leo este libro porque me mola.
Así las cosas, interviene mi padre:
—Diría que durante este curso ya has hecho bastante lo que te mola.
Entretanto, Federico ha vuelto y nos observa en silencio, con tres piedras en la mano. Si las cosas se pusieran feas, podría fácilmente abatirnos a pedradas. Todos estamos de pie, en una playa asquerosa llena de rocas, que apesta a pescado podrido.
—Alice, tienes que tomarte el instituto en serio. El instituto es tu futuro.
—Yo no te mantengo otro año en el instituto.
—Como vuelvas a repetir, tendrás que ponerte a trabajar.
—Yo no podía permitirme que me suspendieran ni una sola asignatura.
Ya no sé ni quién habla, me da igual. Es el patatín y patatán de siempre, son las mismas palabras. Que si tu futuro es lo más importante, que si tienes que hacer esto, que si tienes que comprender aquello… Pero ¿por qué? ¿Por qué tengo que estudiar? ¿Por qué tengo que tener un título? ¿Por qué tengo que tener un buen futuro? ¿Por qué tengo que leer libros que no me molan? Si al menos hubiese un motivo… pero no existe ningún motivo. Las cosas se hacen porque sí. Esa es la respuesta. Muchas veces me ha valido, muchas veces la he dado por buena. Pero esta vez no, hoy no. No aguanto más.
Ando rápido por la playa. El pareo se me resbala por la cintura. Lo dejo caer y no lo recojo. Avanzo cabizbaja, el pelo me tapa la cara, así que nadie nota que estoy llorando. Oigo la música que procede del bar del camping, el jaleo, los gritos de los niños que juegan en el agua. Pero no veo nada, lo único que hago es caminar. Me siento tonta y patosa. Como no me atrevo a correr, camino deprisa, igual que un ganso asustado. Dejo atrás el bar y el camping y sigo sin levantar la vista del suelo. A ratos, las olas me mojan los pies. Tampoco llevo las chanclas y sin pareo tengo la sensación de ir en bragas y sostén, no en bañador. Me siento ridícula. La música ya suena lejana. La ancha playa que hay frente al camping se estrecha en embudo y voy por una orilla llena de piedras y bolas de algas marrones. Sigo andando sin mirar atrás. La orilla se ensancha, desaparecen las piedras y llego a una zona de arena blanda. La arena es blanca y fina y se me queda pegada a los pies. Camino más despacio, respiro hondo, cierro y abro los ojos. A pocos metros de mí, tumbada en la playa, hay una gaviota.
Me acerco. Tiene el pico medio hundido en la arena, un ala encogida debajo del pecho y la otra extendida hacia un lado. Tiene los ojos muy abiertos y aterrorizados. Me arrodillo a pocos metros de ella y la contemplo. Trata de abrir el pico y lo cierra en la arena. Sacude una pata y segundos después consigue darse impulso. Se levanta del suelo y se arrastra con el ala, avanza no más de medio metro hacia la orilla. Vuelve a intentarlo. Sacude de nuevo el ala y esta vez acaba con el pico en medio de una ola. La ola siguiente la coge de lleno y la resaca la arrastra consigo. Una ola, otra más y la gaviota ya está en el mar. La observo mientras se aleja, flota de lado, el pico asomándole apenas del agua. Hasta que de golpe desaparece.
Me pongo a llorar como una niña. Lloro sin vergüenza, dejando que los sollozos me agiten el pecho. Lloro con la cabeza bien alta, con la cara hacia el horizonte. Es una mezcla de dolor y de lástima, una lástima infinita. Es como si estuviera viendo de nuevo el pico de la gaviota metiéndose en la arena, su desesperado esfuerzo por llegar a la orilla arrastrándose con un ala, y todo eso para morir. Y la enormidad de semejante gesto hace que me sienta tonta e inútil. Hasta que, de golpe, dejo de llorar. Me levanto y reanudo mi camino. No quiero regresar al camping. No puedo.
Llego a una pequeña ensenada rodeada de una tupida vegetación. Veo alguna sombrilla aquí y allá, pero no hay mucha gente. Al otro lado de la ensenada hay una caseta de madera con un tejado de cañas de bambú y varias mesas alrededor.
—¿Me podrías dar una coca?
Un chico con la cabeza rapada y un gran tatuaje tribal en un hombro me mira y me sonríe.
—Qué pregunta, chica, yo no soy quién para prohibirte nada —dice con un acento pullés muy marcado—. ¿Estás aquí de camping?
—Sí.
—¡¿Y nunca has venido al chiringuito?! —pregunta fingiendo indignación.
—¿Qué es el chiringuito? —pregunto esbozando una sonrisa.
—Oye, te aviso que si quieres ofender… Pues esto, el Nueve semanas y media.
—¿Nueve qué?
—Nueve semanas y media, el tiempo mínimo que hay que pasar en Pulla para reponerse. ¿Cuánto llevas aquí?
—… una semana.
—Vaya, todavía te queda… ¿Cómo es que nunca te he visto?
—Estoy un poco más allá —respondo señalando el lado por el que he llegado.
—Ajá, conque estás en la competencia. Bueno, tienes que venir por aquí alguna vez. Esto es guay, hay poca gente, y tenemos el chiringuito, la ensenada, el pinar para quien quiere estar apartado, de todo.
Me siento en la única mesa libre, un poco lejos de la orilla pero bien protegida por una sombrilla de hojas.
Observo a la gente que me rodea. Todos son jóvenes, nadie pasa de los treinta años. También hay unos cuantos perros que corretean entre las mesas y a los que sus dueños no dejan de llamar.
La música está alta. Parece la banda sonora de este lugar. Escucho la canción con más atención; sin embargo, aunque es italiana, no consigo entender las palabras.
Paso así una hora, quizá dos. Las mesas se llenan de platitos y manteles pequeños. Una chica va de un lado a otro con una gran bandeja de madera.
—¿Ya has pedido? —me pregunta una voz con marcado acento milanés.
Levanto los ojos del libro y la veo.
—¡Martina!
Miro ese rostro que para mí es inconfundible, mientras ella pone la típica expresión de quien acaba de ver una cara conocida que sin embargo no consigue asociar con un nombre y se pregunta si tendría que recordarlo.
Decido sacarla del apuro.
—Vamos al mismo instituto.
Me mira con gesto aún más perplejo. Tal vez me ha confundido con otra y ahora tiene que situarme.
—Ah, ya caigo… tú eres la que no fuma.
—Sí, Alice.
—Alice —repite y asiente dos o tres veces en silencio.
Parece casi decepcionada por el descubrimiento. La chica que acaba de encontrar en el bareto donde está trabajando es Alice, o lo que es lo mismo: nadie.
—¿Estás de camping aquí? —pregunta.
—Sí, en el de más allá, en la misma playa.
—¿Nunca habías venido al Nueve semanas y media?
—No… o sea, no lo conocía. ¿Curras aquí?
—Sí.
—Yo estoy con mis padres —digo con un tono ostentosamente cabreado, esperando al tiempo que esta deprimente conversación termine cuanto antes y preguntándome qué necesidad tiene de trabajar alguien como Martina, pues todos sabemos que está forrada.
—Bueno, eso es normal, ¿no? —contesta con voz neutra, aunque sin aclarar si es normal para mí, porque soy menor que ella, o si es normal porque ella también está aquí con su familia.
No añado nada, y ella permanece unos instantes mirándome con la típica cara, no por ello menos sorprendida, que se pone en estos casos. Una cara que, sin embargo, y dadas las circunstancias, aparentemente no tiene nada que ver con nuestro encuentro. Parece decir: «Fíjate tú qué cosa… Alice».
Alguien grita su nombre desde el otro lado de la barra. Creo que es el chico tatuado.
—Me tengo que ir —dice y con la cabeza señala las mesas abarrotadas.
—Vale, adiós.
Ni ella ni yo decimos nada como «Ya nos veremos por aquí». Nuestros caminos se separan sin grandes alharacas. Pero ¿qué me esperaba?
Antes de marcharme, paso por la barra del chiringuito para pagar la coca.
—Martina me ha dicho que no te cobre. Y tengo que obedecerle —dice el tatuado.
—Vale… pues gracias.
En la pared de encima de la caja registradora veo un cartel que me resulta curiosamente familiar:
«REGGAE PARTY – EVERY DAY HAPPY HOUR 6 P.M. ALL NIGHT LONG Y TAMBIÉN DESPUÉS».
Reacción de mis padres: ninguna.
Me temo que la he cagado bien y que por tanto no podré enfrentarme a esto con una discusión y una pelotera. Me he pasado de la raya, los he preocupado mogollón. Ni siquiera me miran.
Tras dejar el chiringuito fui hacia el camping, pero me detuve a mitad de camino, en el punto en que la playa es muy estrecha y no hay nadie. Me metí en el mar y me puse a nadar a braza. Cuando me di la vuelta, podía ver un buen trozo de costa: el chiringuito a mi derecha, el camping a mi izquierda. Era de esas vistas que te hacen pensar que quieren decirte algo. A veces me pasa: a lo mejor escucho una frase o una canción por casualidad, o leo un libro, y es como si trataran de decirme algo. Sin embargo, en esta ocasión el paisaje no parecía dispuesto a revelarme ningún mensaje. Así que regresé a la orilla, me tumbé al sol y, con la cabeza completamente vacía, me quedé dormida.
En el fondo me da que mi padre está enfadado porque he vuelto después de la hora que él ha fijado, antes de que se formen colas en las duchas. Ese es el agravio, no que me haya largado. Sea como sea, cuando regreso a las seis ellos no reaccionan, aunque sí noto un suspiro de alivio en el pecho de mi madre y que mi padre desfrunce la frente.
Están enojados, pero no son memos.
Luca, ¿estás ahí? (cerdo llorando)
Pasan unos minutos antes de que Luca responda.
¡Ali! ¿Qué pasa? ¿Por qué esa carita?
Me he largado.
¡¿Cómo que te has largado?! ¿Y ahora dónde estás?
No, ahora estoy en el camping, me he largado hoy antes de la comida y mis padres ya no me hablan.
Venga, explícate.
Le explico el follón: mi madre molesta porque cree que me he llevado a un chico a la tienda, la alianza contra mí y la escena en la playa.
Ya entiendo.
¿Qué entiendes?
Los has descolocado. Ahora creen que ya no te pueden controlar. Solo tienes que esperar. En cuanto se les pase, te hablarán seriamente, pero tú mantente firme.
No me ayudas mucho…
Confía en mí. Espera.
¿Y…?
Y nada. Tú ahora solo tienes que hacerte la tonta.
No sé por qué, pero esta vez sus palabras no me consuelan. Me parece acelerado, como si no tuviese ganas de hablar.
Le cuento el todo encuentro con Martina, pero él no da señales de vida.
(carita interrogante)
¿Qué quieres decir?
Luca, ¿qué pasa?
Nada… un día malo. Nada más. Perdona, pero tengo que irme.
Pues adiós.
Adiós.
Me meto en el iglú, pero no sin antes dejarme ver por mi hermano, que sigue en el porche con el iPod. Así será él quien tenga que responder a la pregunta: «¿Y qué es de Alice?».
Cierro la mosquitera y extiendo el saco de dormir. No es la primera vez que Luca se comporta de forma rara. Siempre está alegre y de broma, pero a veces se aísla, levanta un muro entre él y los demás. Y no puede hacerse nada. Entonces sé que durante unos días no nos hablaremos, porque las cosas son así. Hasta que en un momento dado reaparece como si no hubiera pasado nada. Es lo único que se puede hacer, esperar. Aunque, de manera egoísta, debo decir que ha elegido el peor momento para que le dé la vena rara.
Al despertarme, el sol ya está alto. Enciendo el móvil y veo la hora. Las diez. Debo de haber dormido once horas. No hay nadie. Abro la nevera que hay fuera de la caravana y saco la leche. Luego me pongo un café y me siento a la mesa. Encuentro una nota escrita por mi hermano: «Ali, nos hemos ido a la playa con el coche, nos vemos por la noche». Hay también un dibujo: un coche repleto de maletas y tirado por una gallina. Bah…