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Image ebecca pidió a la señora Silver que llamara a su primo para preguntarle si le parecía bien que sus sobrinos fueran a pasar unos días a Portwind, a su inquietante casa del acantilado.

—Esto me vendrá de perlas —dijo contento el señor Silver—. Precisamente estaba pensando en pintar el comedor. Sin los chicos será más fácil.

¡Pobre Leo! No tenía escapatoria. Preparó el equipaje protestando y refunfuñando. Como no sabía con qué iba a encontrarse, además de la MdE, su Mochila de Emergencia, con los chismes más increíbles, hizo dos maletas enormes: una con ropa para ir al Polo Norte y otra al Ecuador.

Image Sus hermanos hicieron más o menos lo mismo. Incluso yo metí en la maleta de Rebecca algunas chaquetas que me había hecho mi amita.

—Pero chicos —dijo la señora Silver—, ¡si solo estaréis unos días!

—Sí, pero ya sabes cómo es el tío Charlie, mamá: es capaz de llevarnos un día a la playa y al siguiente a la montaña… —explicó Rebecca—. Es mejor ir preparados.

Durante el viaje en coche, Martin siguió contándonos cosas sobre el arqueólogo Howard Carter, sus fantásticos descubrimientos y, sobre todo, la gran tenacidad que le había guiado durante toda la vida.

—No se rendía nunca. Cuando estaba convencido de algo, llegaba hasta el final como fuera. Aunque el éxito se hiciera esperar.

—Tal como dice su frase —dijo Rebecca—. Un gran tipo…

—¡Otro fanático a la caza de problemas! —la cortó Leo—. ¿Fue feliz, al menos?

—Bastante. El único sueño que no logró fue casarse con el gran amor de su vida: Evelyn, que era la hija de lord Carnarvon, o sea, el millonario que financió todas sus excavaciones.

—¿Y por qué no se casó con ella? ¿Era demasiado feo?

—No, era demasiado pobre. Ella le quería, pero en aquella época no estaba permitido que un buscador de tesoros sin blanca se casara con la hija de un noble.

—¡Qué historia más romántica! —dijo Rebecca con un suspiro.

—¿Romántica? —se enfadó Leo—. ¡Para morirse de pena, querrás decir!

—¡Tú siempre tan bruto e insensible!

 

 

En cuanto bajamos del coche, se desató uno de esos temporales que solo ocurren en las costas inglesas. Abrimos los paraguas (yo las alas…) y salimos disparados hacia la entrada de la vieja casa de piedra del tío Charlie que, con el resplandor de los relámpagos, tenía un aspecto aún más tétrico que de costumbre.

—¡Qué asco de tiempo! —comentó el señor Silver tirando de la campanilla de bronce que hacía de timbre.

No contestó nadie.

—¡Bonita manera de empezar! —se quejó Leo al momento.

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—Mirad, la puerta no está cerrada con llave… —dijo Rebecca, que se dio cuenta al bajar el picaporte.

Entramos. La casa estaba envuelta en la oscuridad. Solo se distinguían las inquietantes sombras de horripilantes peces disecados y retratos de viejos marineros que parecían guiñarnos el ojo desde sus marcos carcomidos.

—¿Charlie? —lo llamó la señora Silver, a quien no impresionaban nada las rarezas de su primo—. ¿Estás aquí?

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Me adelanté y entré en la sala del primer piso. En medio del desorden habitual y el montón de trastos apilados en las estanterías, distinguí una mesita dispuesta con una tetera humeante, cinco tazas y una bandeja con galletas de chocolate.

—¡Ahora sí que nos entendemos! —dijo Leo lanzándose sobre las galletas.

Rebecca, en cambio, encendió una pequeña lámpara de pie y leyó la nota que había junto a la bandeja. Estaba escrita en la misma tinta violeta de la carta:

 

No tardaré en volver Por desgracia, tenía que acabar un experimento urgente. No os preocupéis por los chicos, ¡nos divertiremos un montón!

 

Tío Charlie

 

P.D.: ¿Os apetece una taza de té en mi ausencia?

 

Nos tomamos el té (incluido yo, aunque sigo sin entender qué ven de especial en ese agua caliente y sucia) y nos comimos las tres o cuatro galletas que había dejado Leo. Después nos despedimos de los señores Silver, que ya se iban.

Image —Con este tiempo, preferiría no conducir de noche —comentó el señor Silver—. Chicos, saludad de nuestra parte al tío Charlie y decidle que nos llame cuando se canse de teneros aquí.

—¿Y si me canso antes yo de él? —replicó Leo—. ¿Vendréis a buscarme?

—No seas tontorrón, Leo, y diviértete —dijo su madre con una sonrisa—. Y sobre todo: ¡sed prudentes!

Después me susurró al oído las palabras que solía decirme cuando me quedaba solo con sus hijos:

—Te los confío, Bat. Procura que no corran ningún peligro y que no hagan tonterías.

Resumiendo: al final nos quedamos los cuatro solos. El temporal no tenía pinta de amainar y los relámpagos iluminaban las habitaciones de la casa con repentinos jirones de luz. Leo propuso ir a la cocina.

—Solo para ver qué hay en la nevera —explicó—. Por si tenemos que prepararnos la cena nosotros mismos. Con el tío Charlie nunca se sabe…

Por desgracia, en cuanto pusimos el pie en la cocina, se fue la luz.

—¡Genial! ¡Lo que faltaba! —gruñó Leo fastidiado.

—Bueno, ¿qué problema hay? —le regañó Rebecca—. Eso significa que haremos una romántica cenita a la luz de las velas.

—¿Sabes que estoy hasta el gorro de tu romanticismo? —dijo Leo con un bufido—. Voy a ver qué hay… —continuó, yendo hacia la nevera. O, mejor dicho, hacia la sombra oscura que había en una esquina, aunque a mí no me pareció que tuviera forma de nevera. Más bien parecía un armario grande con… ¡cabeza! O, para ser más exactos, la funda de un contrabajo gigantesco.

Pero cuando Leo tiene hambre, pierde el mundo de vista. Agarró el mango de la puerta la puerta y tiró de ella. Un chirrido siniestro resonó por toda la cocina justo cuando un rayo atravesaba las nubes e iluminaba de pleno el sarcófago de madera que mi amigo acababa de abrir: ¡en el interior una figura cadavérica de un metro noventa de alto, con una nariz enorme, unos grandes bigotes y con las manos cruzadas sobre el pecho!

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