OTERO

A veces, en primavera, cuando la luz de la tarde entra por las rendijas de la persiana y se quiebra en ángulo contra el suelo, me parece ver sobre la pared la sombra de la que fui. Son las rayas horizontales las que hacen el milagro, las que hacen trampas hasta convertir la silueta de una vieja que pronto cumplirá noventa y siete años en la de la más hermosa de las mujeres de su época. Pero es cierto. Cuando esto ocurre, aún puedo verla, soy yo; es ella, la Bella Otero.

Mil veces he pensado estas ocho líneas iniciales y otras tantas las he reescrito. Aún no sé lo que quiero. Ignoro si lo que voy a escribir acabará siendo una biografía convencional o una novelada, porque conozco bien los peligros de ambas. Sé que esta última corre el riesgo de convertirse en una novela sentimental y la primera en una autopsia pero aun así, debo seguir adelante y descubrirlo a medida que vaya dándole forma. De momento, lo único que puedo decir es que si comencé a interesarme por la vida de Carolina Otero (que nació en Pontevedra en 1868 y murió en Niza en 1965) fue porque leí en alguna parte que ella, una de las mujeres más deseadas de la Belle Époque, desapareció, para que nadie la viera envejecer, al cumplir cuarenta y seis años, los mismos que tengo yo al escribir estas líneas. Según la crónica, hacia 1914, Carolina Otero Iglesias, conocida como la Bella Otero, decidió ocultarse; abandonó París y todo lo que había sido su mundo: los seis reyes que la cortejaron durante años, los vividores, los aristócratas millonarios, los patanes adinerados, los poetas e ilusos que formaron la corte de sus amantes. Y también abandonó a su público. Y a sus enemigos; todo lo dejó para mantener intacta su leyenda. A partir de ese día, y en sitios cada vez más humildes e incluso miserables, vivió hasta cerca de los noventa y siete años prisionera de su propio mito.

Su decisión me atrajo, en parte porque estoy en esa edad en la que una empieza a ver su imagen declinar en el espejo, pero también porque me parecen hermosos y a la vez patéticos los gestos inútiles: la inmolación de alguien capaz de enterrarse en vida para que su leyenda no muera nunca.

No obstante este dato, el de que Carolina —o Agustina, como realmente se llamaba— desapareciera a los cuarenta y seis años para que nadie viera su decadencia, resultó ser una más de las muchas mentiras que ella tejió alrededor de su persona. Siempre fue muy mentirosa mi protagonista, al igual que lo han sido la mayoría de los mitos, quizá porque, como ella dijo en alguna ocasión: «No hay sueño que resista la descarnada luz del sol o el frío estilete de la Realidad.» Sea por ésta o por cualquier otra razón que me gustaría descubrir a medida que avanzo, prácticamente todo lo que contó Carolina Otero sobre sí misma fue mentira. No nació donde dijo haber nacido; se inventó su infancia, se inventó a sus padres y coloreó su pasado falseando todo lo relativo a los primeros años de su vida, patraña tras patraña. Aun así, yo pienso transcribir aquí sus más grandes embustes y todas sus martingalas, porque creo que las mentiras que la gente cuenta son muy reveladoras de una personalidad y acaban por describirla más certeramente que la verdad. Las mentiras hablan de anhelos, de carencias y, sobre todo, de «plegarias no atendidas» tan elocuentemente que me parece imposible prescindir de ellas sin desposeer al personaje de gran parte de su esencia. Al mismo tiempo, como resultaría muy largo y confuso enumerar tantas falsedades y contraponerlas a la verdad, creo que la mejor manera de contar esta historia será alternarnos la Bella y yo en la narración. A partir de ahora, Carolina pondrá las afirmaciones y yo las dudas; ella las sombras y yo las luces. Lo que aquí se relate será «su» verdad, pero con el contrapunto de los datos verídicos que he logrado reunir, algunos incluso muy curiosos. Espero que así, al claroscuro que forman la verdad con la mentira, podamos reconstruir entre las dos una imagen acertada y precisa de cómo fue su vida, del mismo modo en que un rayo de sol, al colarse por las persianas algunas tardes de primavera de su larga vejez en Niza, lograba el milagro de dibujar sobre la pared de su cuarto de pensión no el perfil de una vieja de casi cien años que estaba a punto de morir sino la sombra perfectamente bella de la que fuera, y ya será para siempre, el testimonio de una época.