LA SOMBRA HACE DEMASIADAS PREGUNTAS

Niza, 8 de abril de 1965, 7.30 de la tarde.

¿Ves, Garibaldi? Tampoco se me puede culpar tanto por haber olvidado a mi gente y fingir una infancia andaluza muy distinta de la verdadera. Me imagino la cara que hubiese puesto madame Valmont de saber que una de las cortesanas más famosas de su tiempo, una de las más convencidas daifas de amor, y una hembra que siempre juró que Eros gobernaba su vida, no era, en realidad, más que una niña herida que buscaba ajustar una vieja cuenta... Mira allí, Garibaldi. ¿Puedes ver al fantasma de ese cuerpo minúsculo aguantando el dolor de las heridas y el peso de la mentira? Claro que lo ves, y duele, ¿verdad? A mí también. Incluso ahora, cuando ya casi estoy muerta y todo importa poco, me asustan los recuerdos de Nina Otero. Pero aun así voy a continuar evocándolos esta noche. No por ti, Garibaldi, pajarito tonto y desplumado —las confidencias más terribles no necesitan de testigos que nos ofrezcan su inútil compasión—, lo haré por esa sombra en la pared que además de hermosa es muda y ciega. Quiero que ella recuerde cuál ha sido el verdadero móvil de su —de mi— vida por si alguna vez, en el torbellino de la gloria, llegó a engañarse como hacen tantas personas. Quiero que sepa —o, más bien—, que recuerde, cuál fue la fuerza que movió tan bella estatua.

«La venganza, querida mía —le digo mirándola muy fijo—, ahí tienes una fuerza mucho más grande que el amor y tan abrasadora como la pasión.» (La sombra se inquieta, yo diría que le tiembla un poco el mentón; por un momento éste se alarga hasta parecerse al de una vieja con sus carnes flojas... vamos, vuelve otra vez, espejismo; no voy a contarte nada que tú no sepas, la tranquilizo. Y continúo.)

Nunca le conté a nadie lo que ahora voy narrar, pero no porque temiera remover más fantasmas, sino porque desconfiaba de que alguien llegase a entenderlo. A comprender, por ejemplo, que, una vez recuperada de mis heridas, y vista la reacción de las gentes de Valga, el único placer de aquella niña Agustina fue continuar bailando para excitar a los hombres. «Esa rapaciña desfachatada está buscando que otro hombre la desgracie», decían las viejas, pero ¿cómo podrían entender ellas, comadres enlutadas de vida estrecha, que cuando no se tiene nada que perder es cuando más posibilidades hay de ganar? ¿Detestar yo a los hombres? Ni siquiera cuando me miraban con ojos hambrientos, ni siquiera cuando en las noches húmedas mis huesos infantiles acusaban la reverberación de heridas tan recientes, pensé en ocultarme de ellos. Al contrario, hasta el mismo día en que abandoné Valga, seguí bailando por los pinares y las calles con la cadencia de la mujer en la que me convirtieron antes de tiempo. Y a la vez, cada revuelo de mi falda harapienta juraba que si los hombres me habían despojado de todo aquello que se valora en una mujer, incluida la posibilidad de ser madre, yo les robaría a ellos sus atributos más preciados. «Miradme, deseadme, a cambio de mi honra me llevaré vuestra dignidad. En pago a mi miedo me haré dueña de vuestro orgullo, de vuestra voluntad, incluso.» El vaivén de mi falda de niña harapienta nunca lo dijo con estas palabras, es cierto, pero lo insinuaba con cada requiebro, igual que lo proclamarían años más tarde otras faldas o enaguas más hermosas y caras: «Venez, venez, monsieur le Comte, et vous aussi, Altesse, el amor es un juego: faites vos jeux... les jeux sont faits. Vengan, arriesguen, apuesten, sientan el placer de poseer a la más bella. ¿Creen poder ganar el lance? Se engañan. El amor se parece demasiado al bacarrá y en él siempre gana quien mantiene la cabeza fría. Pero... se lo ruego, ¡no deje de intentarlo, amigo mío, los juegos son así! Arriésguese, quién sabe, a la Suerte le encanta ser tentada... aunque... si quiere que le sea completamente franca, me apuesto todo lo que tengo a que la niña Agustina se apoderará de su corazón, señor, y del dinero de usted y de todas sus joyas, incluida su hombría, monsieur; Je prendrai aussi vos larmes, cher Prince, pues todo es poco a cambio de este vientre que habéis dejado estéril.»

Realmente me sorprende que nadie supiera leer un mensaje tan claro en el revuelo de faldas cada vez más audaces a medida que comprobaban lo fácil que resultaba ganar. El amor y el azar, ¿qué es más fuerte?, ¿el pálpito del sexo o el crepitar inimitable de una bolita de marfil sobre una ruleta?; ambos son un juego, el mismo juego dicen, y mi suerte en uno y otro ha sido desigual. Hace tiempo hubo una persona, sólo una y por fortuna creo recordar que se trataba de alguien muy insignificante, que insinuó que yo sustituía un placer con otro. «La Bella siente en las mesas de juego lo que finge admirablemente en la cama», escribió uno de aquellos plumíferos que tanto abundaban a principios de siglo. Pero ¿quién fue? Ahora no consigo recordarlo... No creo que se tratara del gran Gabriele d’Annunzio, que me adoraba, ni del tímido Proust, que se fijó en mí para modelar a su personaje de Odette, ni siquiera ese joven poeta patriótico, José Martí, que se enamoró al verme bailar en New York y decidió incluirme en su poema más célebre 1. Tampoco creo que fuera Colette, ni Valle-Inclán —que tan bien me ha retratado en sus libros—: «La-Bellasiente-en-las-mesas-de-juego-lo-que-finge-en-la-cama...» No, no digas nada, Sombra, olvidémoslo, no quiero que tu hermoso cuello tiemble al recordar esa pasión que sí logró abrasarte: le rouge, le noir, le rouge... Puedo ver tu silueta sobre la pared. Cómo tiritas de deseo, Sombra, pair, impair, manque... pero basta: no pienses más en ello, todo eso acabó. Nunca más arderán tus pupilas con el deseo de dominar el azar. Ese fantasma también ha muerto. Hablemos sólo de Amor. En ese arte sí fuiste maestra.

VERSOS SENCILLOS

I

Yo soy un hombre sincero

De donde crece la palma,

Y antes de morirme quiero

Echar mis versos del alma.

(...)

X

El alma trémula y sola

Padece al anochecer:

Hay baile; vamos a ver

La bailarina española.

Han hecho bien en quitar

El banderón de la acera;

Porque si está la bandera,

No sé, yo no puedo entrar.

Ya llega la bailarina:

Soberbia y pálida llega:

¿Cómo dicen que es gallega?

Pues dicen mal: es divina.

Lleva un sombrero torero

Y una capa carmesí:

¡Lo mismo que un alelí

Que se pusiese un sombrero!

(...)

Pero la Sombra insiste, deja caer su hermosa cabeza sobre el pecho como si dijera: «Tenía razón ese escritorzucho quienquiera que fuese: ¿Cómo hicimos para ganar en la cama y perder en todos los tapetes de juego?»

A esto no pienso contestarle. Lo mejor será bajar la persiana para que no nos moleste más, ¿verdad, Garibaldi? No me explico cómo dura tanto el espejismo, en general se trata de una visión rápida y fugaz, como un espectro. Hoy en cambio... Vete ya, Sombra, incluso a Garibaldi la respuesta a tu pregunta le resulta obvia: en el amor como en el juego, sólo ganan los que no se dejan abrasar por la pasión. Por eso, quien entrega su cuerpo pero no llega a comprometer jamás su alma conoce la incomparable borrachera de poder que produce dominar a otro ser humano, una embriaguez que suple con creces la necesidad de amar. En el juego en cambio... le digo y luego añado:

Me estás impacientando, Sombra, los espejismos son gratos siempre que sean breves y hoy tardas mucho en desvanecerte. ¿Qué hacemos aquí tú y yo hablando de cosas que las dos sabemos de sobra? El poder... el amor... el juego... Son tres patas de un mismo banco, como decía nuestra amiga Colette. Pero ¿cuál es más fuerte? Sin duda no la segunda, Sombra; la niña Agustina no amaba, jamás amó a nadie. Le bastaba con recordar el dolor de su carne desmembrada o con mirarse en el ejemplo de su madre que a los veinticuatro años ya había recibido del cielo el castigo de seis hijos bastardos de distintos padres. Y ahora quiero que te vayas. Voy a bajar la persiana antes de que el sol decline y alargue tu sombra hasta que ya no sea la de la más bella de las mujeres, sino la de una vieja a la que le gusta demasiado hablar sola. Vamos, vete. Además, ya casi es hora de cenar, veamos qué triste sopa de ajo o qué seca carne recalentada conforman hoy el banquete de la Bella Otero.