III

La crisis de Agadir

En la primavera de 1911, una expedición francesa ocupó Fez. Esta acción, añadida al descontento creciente de Alemania por el problema marroquí, tentó al Gobierno alemán a una acción abrupta en los comienzos de julio del mismo año. Los hermanos Mannesmann, una firma alemana muy activa por aquellos tiempos en los círculos financieros de Europa, reclamaron que ellos tenían grandes intereses comprometidos en un puerto de la costa africana y en sus alrededores. Este puesto se llamaba Agadir. Herr Von Kiderlen-Wächter, ministro alemán de Asuntos Exteriores, sostuvo este punto de vista ante Francia. El Gobierno francés se hizo cargo de que las ventajas que estaban adquiriendo en Marruecos justificaban que Alemania buscara ciertas compensaciones coloniales en el área del Congo. Por otra parte, la prensa alemana estaba indignada por el trueque de los intereses alemanes en el clima moderado de Marruecos por regiones tropicales insalubres, de las que ya estaban hartos. Las cuestiones en juego eran complicadas e intrínsecamente de una extrema insignificancia. Los franceses se prepararon para una larga discusión. En lo que se refería al puerto de Agadir y sus inmediaciones parecía no haber dificultades. Los franceses negaron, de todos modos, la existencia de intereses alemanes en aquellos lugares, pues decían que allí no había más que una playa libre de la mano del hombre; no había allí propiedad alemana alguna, ni establecimiento comercial, ni una casa; tampoco había intereses alemanes en el interior. Estos hechos podían ser fácilmente comprobados por una visita de representantes acreditados de ambos países. Tal visita para averiguar los hechos, manifestaban los franceses, llevaría a un rápido arreglo; también solicitaron una discusión de las fronteras de los territorios del Congo.

De un modo súbito e inesperado, en la mañana del día 1 de julio, se anunció que Su Majestad imperial, el emperador de Alemania, había enviado el cañonero Panther a Agadir con el objeto de salvaguardar los intereses alemanes. Este pequeño buque de guerra estaba ya en ruta. Todas las campanas de alarma de Europa empezaron a repicar inmediatamente. Francia se encontró ante un hecho sin explicación posible y cuya intención ulterior no podía ser prevista. Gran Bretaña consultó el atlas y empezó a conjeturar qué influencia podría tener sobre su seguridad marítima el establecimiento de una base naval alemana en la costa africana del Atlántico, en observación, como dicen los marinos cuando se cruzan entre sí comunicaciones oficiales, de si tal hecho debía ser tomado en consideración en relación con las actividades alemanas en Madeira, en las Canarias y con las rutas comerciales de América y África del Sur que convergían y discurrían por aquellas aguas. Europa estaba inquieta y Francia verdaderamente alarmada. Cuando el conde de Metternich dio conocimiento de la acción alemana a sir Edward Grey, fue informado de que la situación era tan importante que debía ser estudiada por el Gabinete. El 5 de julio, después de la reunión de este, se informó que el Gobierno británico no se podía desinteresar de los problemas de Marruecos, y que su actitud era de reserva en tanto no fueran conocidas las intenciones de Alemania. Desde esta fecha hasta el 21 de julio, Alemania no dijo una palabra. No cabe duda de que la decidida postura de Inglaterra fue una gran sorpresa para el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania. De aquí que surgiera entre los gobiernos lo que se llamó por entonces «un período de silencio». Mientras tanto, los periódicos alemanes y franceses estaban enzarzados en una viva controversia, y la prensa británica adoptó un aire sombrío.

Era difícil deducir de las largas cintas de telegramas que día tras día salían de las cancillerías cuál era el verdadero propósito de la acción alemana. Yo seguía atentamente en el Gabinete británico las repetidas discusiones sobre el asunto. ¿Estaba buscando Alemania un pretexto para una guerra con Francia, o estaba simplemente intentando mejorar su posición colonial mediante el desasosiego y la coacción? En el último caso, no había duda de que el asunto se arreglaría después de un cierto período de tensión, como había sucedido tantas otras veces. Las grandes potencias, formadas cada una en su sitio y precedidas y protegidas por un complicado almohadillado de diplomáticas cortesías y formalidades, desplegarían sus efectivos unas frente a otras. En primera línea estarían Francia y Alemania, y escalonadamente a sus espaldas y a intervalos variables, bajo una cortina de reservas y restricciones de distintas densidades, se desplegarían los otros componentes de la Triple Alianza y de la, como por entonces se empezaba a llamar,Triple Entente. En un momento dado, estos elementos de apoyo de segunda línea dirían unas palabras misteriosas e indicadoras de su estado de ánimo, a consecuencia de las cuales Francia o Alemania marcharían un poco atrás o adelante, o quizá se moverían ligeramente a la derecha o a la izquierda. Cuando se hubieran hecho estas ligeras rectificaciones en la gran balanza de Europa y, por consiguiente, del mundo, los miembros de la formidable asamblea se retirarían a sus antiguas posiciones con muchas ceremonias y saludos, congratulándose o condoliéndose mutuamente con cuchicheos del resultado. Esto lo habíamos visto muchas veces.

Pero este proceso no estaba exento de peligros. Hay que pensar que tales movimientos entre naciones, por aquellos días, no eran como los de las piezas de un tablero de ajedrez o como los de marionetas muy bien vestiditas, que se hacen muecas entre sí y por cuadrillas, sino como de organizaciones prodigiosas de fuerzas activas o latentes que, al igual que los cuerpos planetarios, no podían aproximarse entre sí en el espacio sin dar lugar a grandes reacciones magnéticas. Si se acercaban demasiado, las chispas empezarían a centellear y, más allá de un cierto límite, estas fuerzas podrían ser atraídas mutuamente, apartadas de sus órbitas de contención y lanzadas unas con otras a una terrible colisión. La misión de la diplomacia era evitar tales desastres; en tanto no existiera un propósito, consciente o subconsciente, de guerra en la mente de alguna potencia o raza, la diplomacia seguramente podría triunfar. Pero en estas situaciones graves y delicadas, un gesto violento por alguno de los bandos rompería y desorganizaría todos los impedimentos interpuestos y sumergería al cosmos en el caos.

Yo, por mi parte, creo que los alemanes habían sufrido cierto agravio con motivo del primitivo convenio anglofrancés. Nosotros habíamos conseguido muchas ventajas en Egipto; Francia también había obtenido muchas ventajas en Marruecos. Si Alemania creía que su posición relativa había salido perjudicada por este convenio, no había razón alguna para que no expresara y gestionara su punto de vista de un modo paciente y amigable. A mí me parecía que Inglaterra, como la gran potencia más retirada y menos inmiscuida en el asunto, podía ejercer su influencia apaciguadora a fin de llegar a un acuerdo; y esto fue, por supuesto, lo que nosotros intentamos. Pero sería absolutamente inútil si Alemania adoptaba una posición malévola. En tal estado de cosas, tenía que haberse hecho sentir una palabra decidida y antes de que fuera demasiado tarde. Tampoco nuestra retirada de la escena hubiera ayudado a facilitar la cuestión. Si hubiésemos procedido así, se habría desvanecido nuestra influencia restrictiva y se habrían intensificado las desavenencias entre las fuerzas antagonistas. En consecuencia, empecé a leer con recelo todos los documentos y telegramas que empezaron a cursarse, y pude ver bajo la calma de sir Edward Grey una ansiedad creciente, que en algunos momentos llegó a ser grave.

La oscuridad sofocante de la situación europea estaba complicada con el despliegue inseguro de las fuerzas que componían nuestro Gabinete. De nuevo se reprodujeron en miniatura las posturas reservadas y de equilibrio en lo que se refería a la situación diplomática exterior. Los ministros que conducían la política extranjera de Inglaterra, con el importante tridente de la potencia marítima erguido detrás de ellos, estaban completamente mediatizados por la sección liberal imperialista del Gabinete; estaban estrechamente vigilados y equilibrados por los elementos radicales, que incluían las venerables figuras de lord Morley y lord Loreburn, a cuyo lado nos alineábamos el canciller del Tesoro y yo. Era evidente que tal equilibrio podía hacer fácilmente imposible que Gran Bretaña tomara una actitud decidida a uno u otro lado en caso de sobrevenir situaciones de peligro. Por consiguiente, no podíamos desentendernos del peligro retirándonos, ni éramos capaces, mediante una acción decidida, de prevenirlo a tiempo. En estas circunstancias la actitud del canciller del Tesoro fue de gran importancia.

Durante algunas semanas, no dio a entender cuál sería su línea de conducta, y en nuestras numerosas conversaciones me dio la impresión de que vacilaba entre un lado y otro. Pero, en la mañana del 21 de julio, cuando lo visité antes del Consejo, me encontré con otro hombre. Estaba resuelto y había elegido con claridad el camino a tomar; sabía qué había que hacer, cuándo y cómo. Por la pauta de su exposición me pareció que éramos impelidos a la guerra. Habló sobre el agresivo silencio alemán en la parte que este nos afectaba, resaltó que Alemania estaba actuando como si Inglaterra no contara en el asunto, que estaba presionando fuertemente a Francia, que podía surgir la catástrofe y que, si esta quería ser evitada, teníamos que hablar con decisión e inmediatamente. Me dijo que aquella noche iba a dirigir unas palabras a los banqueros en su comida anual y que se proponía puntualizar que si Alemania deseaba la guerra, Inglaterra se opondría a ella. Me enseñó lo que había preparado y me dijo que se lo enseñaría al primer ministro y a sir Edward Grey después de la reunión del Gabinete. ¿Qué dirían? Yo le manifesté que, por supuesto, se sentirían muy aliviados; y, en efecto, se sintieron muy aliviados y también yo.

El ascenso de mister Lloyd George en política exterior, al ala opuesta del Gabinete, fue decisivo. Ya estábamos capacitados para proseguir inmediatamente una política coherente y firme. Aquella noche, el ministro de Hacienda pronunció en la Asociación de Banqueros las siguientes palabras:

Si nos fuera impuesta una situación en la que la paz solo pudiera ser preservada por la entrega de la gran posición ventajosa que Gran Bretaña ha conquistado por siglos de heroísmo y de proezas, permitiendo que Gran Bretaña fuera tratada allí donde sus afectados intereses sean vitales como si no contara en el concurso de las naciones, entonces digo, categóricamente, que la paz a tal precio sería una humillación intolerable que no podría soportar un gran país como el nuestro.

El auditorio financiero, cuyas mentes estaban obsesionadas por las iniquidades del presupuesto de Lloyd George y por las grandes penalidades infligidas por aquel a la propiedad y la riqueza (¡qué poco pensaban en el futuro!), no comprendió la significación o importancia de lo que oían. Lo tomaron como si fuera una de las perogrulladas corrientes en las exposiciones ministeriales sobre asuntos exteriores. Pero las cancillerías de Europa se pusieron en guardia.

Cuatro días después, aproximadamente a las cinco y media de la tarde, paseábamos el ministro y yo por las fuentes del palacio de Buckingham. Llegó presuroso un mensajero. «¿Sería tan amable el canciller del Tesoro de pasar enseguida a ver a sir Edward Grey?» Mister Lloyd George se paró bruscamente y, volviéndose a mí, dijo: «Esto es mi discurso. Los alemanes piden mi dimisión como hicieron con Delcassé». Yo contesté: «Usted será el hombre más popular de Inglaterra» (por aquel tiempo aún no lo era). Regresamos lo más deprisa posible y fue a ver a sir Edward Grey en su despacho de la Cámara de los Comunes. Sus primeras palabras fueron: «Acabo de recibir ahora mismo una comunicación del embajador alemán, tan enérgica que creo que nuestra flota puede ser atacada en cualquier momento. He hecho llamar a McKenna para avisarlo». Entonces, nos informó de la conversación que acababa de tener con el conde de Metternich. El embajador había dicho que, después del discurso del ministro de Hacienda, Alemania no podía dar ninguna explicación; había manifestado con tono duro que, si Francia rechazaba la mano que le tendía el Gobierno del emperador, la dignidad de Alemania induciría a esta a asegurarse por todos los medios el más absoluto respeto de Francia a todos los derechos convenidos. Leyó después una larga lamentación sobre el discurso de mister Lloyd George «que, no dándole importancia, pudiera ser interpretado como un aviso dirigido a Alemania y que en realidad había sido interpretado por las prensas francesa y británica como un aviso que bordeaba la amenaza». Sir Edward Grey había pensado, y con razón, contestar que el tono de la comunicación que le acababan de leer hacía incompatible con la dignidad del Gobierno de Su Majestad el dar explicaciones acerca del discurso de su ministro de Hacienda. El primer lord del Almirantazgo llegó mientras estábamos hablando y pocos minutos después salió precipitadamente para dar las oportunas órdenes preventivas.

Estas siniestras conversaciones tenían un tono de corrección y de precaución. Voces quedas, suaves, corteses, graves emitían frases exactamente medidas en salones pacíficos y espaciosos. Pero con cañones de aviso menos ruidosos se había roto el fuego otras veces y Alemania había derribado a otras naciones. Así, pues, los cuchicheos inalámbricos del Almirantazgo a través del éter llegaron a todos los mástiles de los barcos, y sus capitanes recorrían los puentes ensimismados en hondas reflexiones. No es nada, no podía pasar nada, era demasiada locura, demasiado fantástico pensar así en pleno siglo XX. ¿Cómo podía ser que el fuego y la muerte nos estuvieran acechando en la oscuridad, que los torpedos llegasen a rozar los cascos de nuestros barcos; cómo podía ser que fuera discutida nuestra preponderancia naval y que una isla bien guardada hasta entonces quedara completamente indefensa? No, no pasaba nada, no podían suceder cosas semejantes, la civilización había saltado por encima de tales peligros, tales pesadillas eran imposibles a causa de la interdependencia de las naciones en el tráfico y en el comercio, del sentido de la ley pública, de la Convención de la Haya, de los principios liberales, del Partido Laborista, de las altas finanzas, de la caridad cristiana y del sentido común. Pero ¿se estaba completamente seguro? Sería una lástima equivocarse; equivocaciones de esta índole se pueden sufrir solo una vez, una vez para siempre.

El discurso de la Mansion House había sido una sorpresa para todos los países, era un trueno muy gordo para el Gobierno alemán; toda su información les había inducido a creer que mister Lloyd George sería el jefe del partido pacifista y que la acción británica quedaría neutralizada. En un mar de confusiones se dieron cuenta entonces de que el Gabinete británico estaba completamente unido y de que, de entre todos, el canciller del Tesoro había sido elegido deliberadamente por el Gobierno británico como el ministro más radical para hacer el discurso.4 No podían entender cómo sus representantes y agentes en Inglaterra podían haber sido engañados de un modo tan rotundo. Esto fue fatal para el conde de Metternich, que fue llamado a la primera oportunidad; era un embajador que, después de diez años de estancia en Inglaterra, no pudo ni suponer la actitud de uno de sus ministros en una cuestión de tal importancia. Se puede deducir de todo lo escrito que el punto de vista alemán fue muy duro para el conde. ¿Cómo iba a suponer él lo que iba a hacer mister Lloyd George? Sus mismos colegas no lo supieron hasta unas horas antes. Yo, que trabajaba en contacto con él, tampoco lo supe. Nadie lo sabía. Hasta que no se decidió, ni él mismo lo sabía.

Parece probable que los alemanes no tenían intención de ir a la guerra en esta ocasión. Pero querían tantear el terreno y estaban dispuestos a ir al mismo borde del precipicio, donde tan fácil es perder el equilibrio: un simple tropezón, una pequeña ráfaga de viento, un repentino vértigo y todo se precipita al abismo. Pero tanto si había como si no había intención por parte del Estado alemán de ir a la guerra antes que Inglaterra se definiera, dicha intención desapareció.

Después del discurso del ministro de Hacienda y de sus consecuencias, el Gobierno alemán no podía abrigar duda alguna de que Inglaterra estaría enfrente en caso de que Francia fuera forzada a ir a una guerra por esta cuestión. Los alemanes no se retiraron de sus posiciones, pero pusieron especial cuidado en evitar cualquier nuevo acto de provocación, y toda su conducta ulterior en las negociaciones con Francia tendió en una dirección u otra a buscar posiciones de transigencia y de abandono. Siguió siendo extremadamente difícil para nosotros evaluar la exacta significación de los varios puntos en disputa, y durante los meses de julio, agosto y septiembre la situación continuó oscura y opresiva. El cambio ligero, pero decisivo, que se produjo en el carácter de la diplomacia alemana apenas fue perceptible, y, al mismo tiempo, ciertas medidas de precaución militar que se tomaron detrás de la frontera alemana, hasta donde nos fue posible conocerlas, aumentaron grandemente nuestra ansiedad. Por lo tanto, la atmósfera en Inglaterra se cargó cada vez con más electricidad, al igual que en la sucesión de los días de bochorno en el verano.

Hasta aquí, yo, como ministro del Interior, no tenía participación especial en este asunto, aun cuando lo seguí con la máxima atención como miembro del Gabinete. Pero en ese momento iba yo a recibir un duro choque. En la tarde del 27 de julio, asistía a una reunión en Downing Street. Allí encontré al jefe comisario de Policía, sir Edward Henry; hablamos de la situación europea y le dije que era muy seria. Entonces me hizo saber que, por una antigua disposición, el secretario del Interior era responsable, a través de la policía metropolitana, de la custodia de los almacenes de Chattenden en Lodge Hill, en los que estaban almacenadas todas las existencias de cordita de la marina. Durante muchos años habían sido guardados dichos almacenes, sin incidente alguno, por unos cuantos empleados; pregunté qué sucedería si veinte agentes alemanes decididos y armados, en dos o tres automóviles, llegasen por la noche a dichos almacenes. Me contestó que harían cuanto les viniera en gana. Abandoné la reunión en el acto.

Minutos más tarde estaba telefoneando desde mi despacho del Ministerio al Almirantazgo. ¿Quién estaba al frente? El primer lord estaba con la flota en Cromarty en servicio de inspección. Era perfectamente posible ponerme en contacto por telégrafo o por radio. Pero, mientras, había quedado un almirante en el mando (su nombre debe quedar sin mencionar). Pedí enseguida destacamentos marinos para guardar estos almacenes tan vitales para la Marina Real; yo sabía que había muchísimos marinos en Chatham y Portsmouth. El almirante contestó que el Almirantazgo no tenía responsabilidad alguna y que no tenía intención de asumirla; de sus modales se deducía que estaba resentido de la intromisión alarmista de un ministro civil. «Entonces ¿se niega usted a enviar a los marinos?» Después de alguna vacilación, contestó: «Me niego». Cambié de comunicación y me puse al habla con el Ministerio de la Guerra. Mister Haldane estaba allí; le dije que estaba reforzando y armando aquella noche a la policía y quería, además, una compañía de infantería por cada almacén. Se dieron las órdenes en pocos minutos y en pocas horas las tropas estaban allí. Las reservas de cordita estaban ya a salvo al día siguiente.

Este incidente no tenía mayor importancia y tal vez mis temores fueran infundados. Pero cuando se ha empezado a ver la situación de este modo, es imposible pensar de otra manera. Alrededor se respiraba la vida de trajín, pacífica y confiada, de la nación. Las calles estaban abarrotadas de hombres y mujeres libres de toda sensación de peligro exterior. No había desembarcado en suelo británico ningún ejército enemigo desde hacía unos mil años. Durante cientos de años no había sido amenazada nunca la seguridad del país. Hombres y mujeres iban a sus negocios, sus deportes, sus clases y reuniones, año tras año, generación tras generación, con una confianza absoluta y en la ignorancia más ingenua. Sus ideas estaban determinadas por aquellas circunstancias de paz. Todo su modo de vivir derivaba de un gran período de paz. Muchos hubieran sido completamente incrédulos, muchos se hubieran disgustado, si alguien les hubiese dicho que podíamos estar cerca de una guerra terrible, y que quizá dentro de la ciudad de Londres, que acogía confiadamente a visitantes de todos los países, unos extranjeros decididos podían intentar un golpe mortal a la fortaleza de una gran arma que era el escudo en que confiábamos.

Empecé a informarme de todos los puntos vulnerables. Encontré al precavido capitán Hankey, por entonces secretario adjunto del Comité de Defensa Imperial, moviéndose ya en la clasificación de dichos puntos para el «Diario de Guerra», cuyo proyecto se había aprobado recientemente.5 Inquirí más noticias aún sobre materias de sabotaje, espionaje y contraespionaje. Me puse en contacto con otros oficiales que trabajaban escrupulosamente, pero por procedimientos anticuados y con pocos medios. Fui informado sobre las actividades de agentes y espías alemanes en varios de nuestros puertos. Hasta este momento, el secretario del Interior tenía que firmar una orden cuando era necesario censurar alguna carta particular que pasaba por los servicios de Correos; firmé autorizaciones generales, que se fueron ampliando, para la censura de correspondencia de los particulares. Con ello se logró descubrir pronto un sistema regular y extenso de agentes británicos a sueldo de Alemania. El secretario del Interior tenía solo una participación muy pequeña en los planes de preparación para la guerra, pero, una vez conocí lo que me afectaba, fue mi máxima preocupación. Durante cerca de siete años no tuve otra cosa en que pensar. Los políticos liberales, la ley Presupuestaria, el librecambio, el orden público, economía y reforma, en fin todos los caballos de batalla de nuestras luchas electorales, empezaron a parecerme cosas irreales en presencia de mi nueva preocupación. Solo Irlanda era un problema en medio de estas sombrías realidades que se sucedían continuamente. No dudo de que a los demás ministros les pasaba lo mismo, pues hablo de mi propia experiencia.

Empecé en ese momento a hacer un estudio extenso de la disposición militar de Europa. Leí todo lo que llegó a mis manos e invertí muchas horas en argumentaciones y discusiones. El secretario de Estado para la Guerra ordenó a sus oficiales que me dijeran todo lo que necesitaba saber. El jefe del Estado Mayor General, sir William Nicholson, era un antiguo amigo mío, había servido con él como joven oficial en el Estado Mayor de sir William Lockhart al final de la expedición de Tirah en 1898, escribió apreciaciones muy inteligentes y era hombre de doctrinas claras y firmes. Pero el hombre de quien más aprendí fue el director de operaciones militares, el general Wilson (después mariscal de campo, sir Henry Wilson). Este hombre poseía una visión extraordinaria y una gran lealtad; tenía unos grandes conocimientos, yo creo que inigualables, sobre el continente europeo; conocía perfectamente el ejército francés y estaba introducido en los secretos de su Estado Mayor, había sido director de la Escuela Superior de Guerra británica y había trabajado durante años con el convencimiento íntimo de que tendríamos que actuar con prontitud al lado de Francia. Estaba seguro de que tarde o temprano, esto tenía que suceder. Todos los hilos de información militar estaban en sus manos. La pared de su pequeño despacho estaba cubierta con un gran mapa de Bélgica en el que estaban claramente marcadas todas las comunicaciones practicables por las que podían pasar los ejércitos alemanes para invadir a Francia. Todas sus vacaciones las pasaba recorriendo dichas carreteras y sus terrenos inmediatos. En este sentido, no pudo hacer mucho en Alemania, donde le conocían muy bien.

Una noche, el embajador alemán, aún el conde de Metternich, a quien había tratado durante diez años, me invitó a cenar con él. Estábamos solos y celebramos un famoso vino del Rin procedente de las bodegas del emperador. Hablamos de Alemania y de su engrandecimiento, de Napoleón y del papel que este había desempeñado en la unión del país, de la guerra francoprusiana en sus principios y en su final. Yo me lamenté de que Bismarck hubiera consentido en ser violentado por los militares, que le obligaron a tomar la Lorena, y de que Alsacia y Lorena fueran la raíz de donde emergían todos los armamentos europeos y combinaciones rivales. Él manifestó que dichas provincias habían sido alemanas desde hacía muchísimo tiempo, hasta que un día, y en período de perfecta paz, Luis XIV había cruzado la frontera y las tomó. Contesté que las simpatías de sus habitantes eran para Francia, a lo que él objetó que había de todo en aquellas simpatías. Yo por mi parte dije cuanto requería la viveza de este tema. Francia no podría olvidar nunca sus provincias perdidas y no cesaría nunca de tratar de llevarlas a su seno. La conversación pasó a un tema emparentado, pero más delicado. ¿Estaba él inquieto a causa de la situación de aquel momento? Dijo que la gente estaba tratando de cercar a Alemania para cogerla dentro de una red, pero que Alemania era un animal muy fuerte para ser tratado así. Por mi parte objeté que ¿cómo sería posible meterla dentro de una red si estaba aliada con otras dos potencias de primera clase, Austria-Hungría e Italia? Nosotros habíamos estado aislados durante muchos años sin buscar complicaciones. El conde me dijo que una isla era otro asunto. Pero cuando un país ha sido invadido y saqueado con tanta frecuencia solo le queda el pecho de sus soldados para ponerlos entre el país y la invasión, y odia al país agresor. Le dije que Alemania no temía a nadie y que todo el mundo la temía a ella.

Después pasamos a la marina. Seguramente, dije yo, sería una gran equivocación de Alemania intentar parangonarse con Inglaterra en los mares; nunca podría alcanzarnos, pues podíamos construir a razón de dos por uno, o aún más si fuera necesario, y esto era causa de un antagonismo creciente entre los dos países. Los radicales y los conservadores, por mucho que lucharan entre sí, estaban de acuerdo en esto y no era posible la existencia de un Gobierno británico que quisiera obstaculizar nuestra supremacía naval. Él dijo que, efectivamente, mister Lloyd George le había dicho lo mismo, pero que los alemanes no habían pensado nunca en la supremacía naval; todo lo que necesitaban se reducía a una flota para proteger su comercio y sus colonias. Le pregunté entonces para qué podía servir tener una flota más débil. No podía tratarse más que de una garantía contra posibles adversidades. El conde me manifestó que la flota era una cuestión muy personal del emperador, pues era obra suya. No pude resistir a la tentación de replicarle que Moltke había expresado una opinión muy diferente en relación a los verdaderos intereses de Alemania.

He traído a colación estas notas de una conversación amable, aunque cautelosa, no porque tengan mayor importancia, sino porque ayudan a mostrar los diferentes puntos de vista. Supe más tarde que el ministro de Hacienda había hablado de un modo más explícito en circunstancias análogas, afirmando que llegaría a recaudar un centenar de millones de libras en un solo año para la Marina de Guerra británica si la supremacía de esta estuviera realmente amenazada.

El conde Metternich era un perfecto caballero que servía con lealtad a su señor, trabajando para preservar la paz, especialmente la paz entre Alemania e Inglaterra. Ha llegado a mis oídos que, en Berlín, con ocasión de una reunión de generales y príncipes, alguien llegó a sugerir que la flota británica podía sorprenderlos con un ataque imprevisto a Alemania, y el embajador conde Metternich, allí presente, replicó que había vivido durante diez años en Inglaterra y sabía que tal cosa era absolutamente imposible. Como esta observación fuera recibida con incredulidad manifiesta, confirmó lo dicho manifestando que lo hacía por su honor de oficial alemán, y que respondía de lo afirmado con él. Esto calmó, por el momento, a los concurrentes.

La vieja diplomacia es, habitualmente, objeto de mofa por el pueblo inconsciente, que está convencido de que las guerras surgen de las secretas maquinaciones de aquella. Cuando uno contempla los pequeños motivos que han conducido a una guerra entre grandes países y a tantas disputas, realmente es fácil formarse un concepto equivocado. Por supuesto, estos asuntos o motivos de tan poca importancia son los síntomas de los peligrosos acontecimientos, y son importantes precisamente por esta razón; detrás de ellos están los intereses, las pasiones y el destino de razas poderosas de la humanidad; los grandes antagonismos se manifiestan en detalles pequeños. Desde muy antiguo se viene diciendo: «Las grandes conmociones proceden de las pequeñas causas, pero nada tienen que ver con estas». La vieja diplomacia hizo cuanto pudo para hacer inofensivas las pequeñas causas; no pudo hacer más. Sin embargo, una guerra aplazada puede ser una guerra evitada. Cambian las circunstancias y las combinaciones, se forman nuevas agrupaciones, los intereses antiguos son reemplazados por otros nuevos. Muchas disputas, que podrían haber desembocado en una guerra, habían sido solventadas por la diplomacia europea y en palabras de lord Melbourne, «habían caído en el olvido». Aunque las naciones del mundo, conservando el sentido de sus tremendas experiencias, sean capaces de concebir amplias y profundas garantías de paz y de construir sus países sobre una base más segura de hermandad e interdependencia, siempre requerirán el concurso de los modos corteses, las frases afables y mesuradas, el porte imperturbable y la reserva y la discreción de los viejos diplomáticos europeos. Pero todo esto es pura digresión.

El día 23 de agosto, después de que se levantara la sesión parlamentaria y los ministros se dispersaran, el primer ministro convocó secretamente una sesión especial del Comité de Defensa Imperial. Dio instrucciones a los ministros en conexión inmediata con la situación exterior y con los servicios de guerra, incluyendo, por supuesto, al ministro de Hacienda. También estaban presentes los principales jefes del ejército y de la marina. Yo fui invitado a asistir aun cuando mi departamento no estaba directamente interesado. Estuvimos reunidos todo el día. Por la mañana, informó el ejército; por la tarde, la marina.

El general Wilson, como jefe de las operaciones militares, expuso los puntos de vista del Estado Mayor; al pie de su inmenso mapa, traído especialmente a la reunión, explicó con una exactitud magnífica, que el tiempo después confirmó, el plan de ataque alemán a Francia en caso de una hipotética guerra de Alemania y Austria por una parte y de Francia y Rusia por otra. El informe en resumen fue el siguiente:

En primer lugar, los alemanes dirigirían unas cuatro quintas partes de sus efectivos contra Francia, reservando la parte restante para contener a Rusia. Los ejércitos alemanes se desplegarían en un frente desde la frontera suiza a Aquisgrán, entonces harían que su ala derecha avanzase girando a través de Bélgica, rodeando así la línea de fuertes que protegían la parte oriental de la frontera francesa. Este enorme movimiento de giro del ala derecha alemana necesitaba todas las carreteras que conducían, a través de Bélgica, desde Luxemburgo hasta el Mosa belga; era un total de quince carreteras, y permitían el paso de tres divisiones por cada una de ellas. El río Mosa discurría por Bélgica en dirección paralela a la marcha de estas y protegía el flanco derecho. A lo largo de este río había tres puntos fuertes fortificados o cabezas de puente; el primero, Lieja, cerca de Alemania; el último, Namur, cerca de Francia; y en medio de ambos, el fuerte de Huy. En este punto se presentaba la cuestión: los alemanes, después de ocupar estas cabezas de puente, ¿se limitarían a la orilla oriental del Mosa belga y usarían este río para su protección, o serían capaces de reunir y poner en acción un gran número de tropas para prolongar su movimiento giratorio al oeste del Mosa y avanzar así por el otro lado de él, en vez de por el interior? Esta era la única parte del plan alemán que no podía preverse. ¿Evitarían la parte occidental del Mosa? ¿Avanzarían a lo largo con fuerzas de caballería, o harían avanzar divisiones de infantería o incluso cuerpos de ejército por la orilla occidental del río? A su debido tiempo, y como sabemos ahora, pusieron en movimiento dos ejércitos completos. Para aquella fecha, sin embargo, la conjetura más pesimista no pasaba de un cuerpo de ejército o, todo lo más, dos.

Se adujo una demostración detalladísima para mostrar que los alemanes habían hecho todos los preparativos para avanzar a través de Bélgica: los campos militares de la frontera, los enormes depósitos, la red de ferrocarriles, los inmensos apartaderos demostraban con la mayor claridad y sin duda alguna las intenciones alemanas; Lieja sería tomada a las pocas horas de la declaración de guerra, tal vez antes, mediante la embestida de una columna de ciclistas y camiones procedentes del campo de Elsenborn. Este campo se hallaba, por entonces (agosto de 1911), repleto de tropas; no se podían acercar a él los curiosos ni los propios habitantes de la comarca, que eran apartados violentamente y seriamente prevenidos para que no reincidiesen.

¿Qué haría Bélgica frente a un ataque tan impetuoso? Lieja no se salvaría, pero las tropas francesas podrían llegar a tiempo para ayudar a su defensa. Por lo demás, suponiendo que Bélgica resistiese al invasor, el ejército belga se retiraría al gran campo atrincherado de Amberes. Esta área extensa, atravesada por una red muy nutrida de canales y de ríos, y defendida por tres líneas de fuertes, sería el último refugio de la Monarquía belga y del pueblo.

También se estudió la situación en Holanda; no se pensó que Holanda fuese invadida al igual que Bélgica, pero había la posibilidad de que los alemanes creyeran conveniente marchar a través del curioso saliente holandés interpuesto entre Alemania y Bélgica, y que fue llamado entonces por el Estado Mayor británico «el apéndice de Maestricht». Esta marcha se haría, ciertamente, en el caso de lanzar un fuerte contingente de tropas al oeste del Mosa belga.

No conocíamos los detalles de los planes franceses para hacer frente a esta situación, pero era evidente que los franceses confiaban en detener e interrumpir el movimiento envolvente alemán mediante una contraofensiva a gran escala.

El número de divisiones disponibles en ambos lados y en todos los frentes cuando se terminase la movilización fue estimado en:

Se dijo entonces que, si Inglaterra enviaba seis divisiones a tomar posición en el extremo del ala izquierda francesa inmediatamente después de declarada la guerra, aumentarían las posibilidades de rechazar a los alemanes en el primer gran encuentro de la campaña; todos los franceses lucharían con redoblado ardor si sabían que no iban a luchar solos. El general Wilson habló, con gran prudencia, sobre la potencia bélica de Rusia, y el informe que expuso sobre la lenta movilización rusa echó abajo muchas ilusiones. Parecía increíble que Alemania alineara únicamente una docena de divisiones para hacer frente a los rusos, pero el Estado Mayor británico estimó como acertada esta disposición alemana. Nos quedaba por ver cómo, más tarde, la lealtad de Rusia y del zar encontraría medios, a costa de grandes sacrificios, para atraer a su frente, en un momento crítico, a una parte vital del ejército alemán procedente del otro frente. Este comportamiento no se podía prever entonces y mucha gente lo ha olvidado ahora.

Naturalmente, se discutieron y se examinaron muchas cuestiones antes de que suspendiéramos la sesión a las dos de la tarde. Cuando se reanudó una hora más tarde, fue el turno del Almirantazgo, y el primer lord naval, sir Arthur Wilson, expuso sobre otro mapa sus puntos de vista sobre el plan que teníamos que seguir en el caso de vernos inmiscuidos en la guerra. No reveló los planes de guerra del Almirantazgo, que se reservaba en su mente, pero indicó que estos comprendían principalmente el bloqueo de todos los puertos enemigos. Enseguida se notó que había una gran diferencia entre los puntos de vista del ejército y del Almirantazgo. Este sostenía, esencialmente, que teníamos que concentrar nuestros esfuerzos en el mar, que si enviábamos nuestro pequeño ejército al continente, sería absorbido entre los contingentes inmensos que combatían allí y que, en consecuencia, el Almirantazgo creía que, si este pequeño ejército se mantenía en los barcos o a punto de embarcar para emprender acciones contra las costas alemanas, se obtendría una retirada mayor de contingentes en línea de los alemanes que los efectivos empleados por nuestra parte. Este punto de vista, combatido violentamente por los generales, no era muy recomendable en las circunstancias del momento, y las autoridades militares y navales se encontraban en gran desacuerdo sobre los muchos puntos de detalle relacionados con las operaciones de desembarque. Este serio desacuerdo entre los estados mayores de tierra y mar en circunstancias tan críticas y sobre cuestiones fundamentales fue la causa de mi pase al Almirantazgo. Ya terminado el consejo, mister Haldane anunció al primer ministro que no continuaría siendo responsable en el Ministerio de la Guerra a menos que no fuera requerida una Comisión del Almirantazgo para trabajar en completa armonía dentro de los planes del Ministerio de la Guerra y empezara a organizarse un Estado Mayor naval apropiado. Por supuesto, yo no supe nada de esto, pero estaba destinado, en cierto modo, a ligar mi destino a este problema.

Yo creía que el Estado Mayor General confiaba demasiado en el punto de vista del ejército francés; conociendo su inclinación a la causa francesa, temía que su deseo fuera más allá de sus posibilidades. Era inevitable que los militares británicos, deseosos de ver intervenir a su país en favor de Francia, y convencidos de que la derrota de Francia por Alemania implicaría un peligro para el futuro de Inglaterra, estuvieran predispuestos a sobreestimar el poder relativo del ejército francés y a atribuirle perspectivas más brillantes de lo justificado en aquellas circunstancias; la parte más importante de su información provenía de fuentes francesas. El Estado Mayor francés estaba decidido y esperanzado; el principio de ofensiva era la base de su arte militar y la peculiaridad del soldado francés. De acuerdo con la mejor información, el ejército francés antes de emprender la guerra y terminada la movilización era solo unas tres cuartas partes del ejército alemán, pero la movilización francesa desde el noveno al décimotercero día permitiría una superioridad en el frente de lucha. Los generales franceses mantenían la esperanza de que una audaz toma de iniciativa con una ofensiva vigorosa en Alsacia y Lorena tendría como efecto la desorganización de los cuidadosos planes alemanes de marcha sobre París a través de Bélgica. Estas apreciaciones se reflejaban en los informes del Estado Mayor General británico.

Yo no podía compartirlas y, en consecuencia, preparé un memorándum para el Comité de Defensa Imperial que comprendía mis propias conclusiones sobre cuanto me había sido informado por el Estado Mayor. Este informe estaba fechado en 13 de agosto de 1911. Era, naturalmente, solo un intento de romper el velo del futuro, de conjeturar en una amplia situación imaginaria, de estimar lo incalculable, de pesar los imponderables. Señalé el vigésimo día de movilización como el día en el que «los ejércitos franceses serían expulsados de la línea del Mosa y retrocederían hacia París y hacia el Sur» y el cuadrigésimo día como el día en el que «Alemania se habría extendido en toda su amplitud de fuerza en el interior y sobre sus frentes de guerra» y en el que «podrían presentarse oportunidades para un ensayo decisivo de fuerzas». No tengo la pretensión de haber fijado estos días como fechas precisas, sino como orientaciones de lo que pasaría probablemente. No obstante, en la realidad, se cumplieron tres años más tarde casi exactamente estas previsiones.

Reimprimí este memorándum en el 2 de septiembre de 1914, a fin de animar a mis colegas con la esperanza de que si la desagradable previsión del vigésimo día se había confirmado, lo mismo sucedería con la predicción favorable del cuadrigésimo día, y así fue efectivamente.

CONSIDERACIONES MILITARES SOBRE LA SITUACIÓN EN EL CONTINENTE EUROPEO

Memorándum de mister Churchill

13 de agosto de 1911

Estas notas han sido escritas bajo el supuesto de que ha llegado el momento de emplear la fuerza militar británica en el continente europeo. Estas notas no prejuzgan, en modo alguno, dicha decisión.

Se supone que en este momento existe una alianza entre la Gran Bretaña, Francia y Rusia, y que estas potencias son atacadas por Alemania y Austria.

1) Las operaciones militares decisivas tendrán lugar entre Francia y Alemania. El ejército alemán es, por lo menos, igual en calidad al ejército francés y moviliza unos 2.200.000 hombres contra 1.700.000. Los franceses deben, pues, procurar encontrar una situación más equilibrada. Esto puede lograrse, bien antes de que los alemanes hayan llegado a desarrollar toda su potencia, o bien, después de que el ejército alemán se reparta en un frente extenso. Lo primero puede tener efecto entre el noveno y décimotercer día, y lo segundo, alrededor del cuadragésimo.

2) El hecho de que, durante pocos días en el período de movilización de los franceses, estos sean iguales o temporalmente superiores en la frontera no tiene significación alguna, excepto en el supuesto de que Francia proyectara adoptar una ofensiva estratégica. Los alemanes no operarán los días en que no tengan la superioridad suficiente para un avance general; y los franceses, si avanzan, perderán entonces la ventaja de sus comunicaciones interiores y, en su movimiento hacia los refuerzos alemanes, que también avanzarían, anularían la ventaja que aquellas pudieran tener circunstancialmente. Por consiguiente, los franceses, al principio de la campaña, no tienen otra opción que permanecer a la defensiva sobre su línea fortificada y detrás de la frontera belga; la elección del día en que deba empezar la primera colisión está en manos de los alemanes, a quienes se les debe dar el crédito de que sabrán escoger el día más a propósito, pues no podrán ser forzados, en contra de su voluntad, a una acción decisiva, a menos que se dé un movimiento imprudente o injustificado por parte de los franceses.

3) Una prudente observación de oportunidades, desde el punto de vista británico, tiene que tener en cuenta que, cuando empiece decididamente el avance alemán, este tiene que estar sostenido por una preponderancia de fuerzas suficiente y ser desarrollado en un ancho frente, para obligar al ejército francés a retirarse de sus posiciones de detrás de la frontera belga, aun cuando pudieran mantenerse los franceses en los huecos de la línea de fuertes del frente Verdún-Belfort. No hay duda que se librarán una serie de grandes batallas con suerte alterna y que siempre habrá la posibilidad de detener a los alemanes. Pero, aunque se obligue a detenerse a los alemanes, los franceses no serán lo bastante fuertes para avanzar a su vez, y en ningún caso debemos nosotros confiar en tal eventualidad. Lo más probable es que, en el vigésimo día, los franceses hayan sido expulsados de la línea del Mosa y retrocedan hacia París y hacia el Sur. Todos los planes fundados en supuestos contrarios dependen mucho de la casualidad.

4) No hay que excluir el empleo de cuatro a seis divisiones británicas en estas grandes operaciones iniciales; estas fuerzas constituyen un factor de la mayor importancia, ya que su valor, a los ojos de los franceses, es mucho mayor de lo que supone su fuerza numérica; esta acción por parte de Gran Bretaña les infundirá valor y hará mucho más caro el empeño alemán de cruzar la frontera. Pero la cuestión de mayor importancia práctica para nosotros es lo que sucedería después de que la frontera hubiera sido rebasada por los alemanes y empezara la invasión de Francia. Los franceses no pueden terminar la guerra con éxito en ninguna acción de fronteras, pues no serán lo suficientemente fuertes para invadir Alemania; su única posibilidad estriba en vencer a Alemania en terreno francés. Este es el problema que tiene que ser estudiado antes de tomar una decisión final.

5) Los alemanes en su avance a través de Bélgica y por Francia se debilitarán relativamente, debido a las siguientes causas:

Por las grandes pérdidas inherentes a la ofensiva (especialmente si intentan sin éxito forzar las líneas fortificadas francesas).

Por la necesidad de emplear más efectivos en líneas exteriores.

Por tener que proteger sus comunicaciones a través de Bélgica y de Francia (especialmente en su flanco marítimo).

Por tener que sitiar a París (lo que requiere por lo menos 500.000 hombres contra 100.000) y sitiar o neutralizar otras plazas, especialmente, a lo largo de la costa.

Por la llegada del ejército británico.

Por la presión creciente ejercida por Rusia desde el trigésimo día.

Y, en general, por la mala situación estratégica en que se encontrarán una vez ejecutado el avance de su ala derecha.

Todos estos factores se harán notar cada vez más en perjuicio de los alemanes a medida que estos sigan avanzando y discurra el tiempo.

6) También es necesario tiempo para que el bloqueo naval surta efecto en la industria, el comercio y los precios de los víveres alemanes, tal como se menciona en el memorándum del Almirantazgo, y para que su efecto alcance a la economía y créditos alemanes, ya cargados con el fabuloso coste diario de la guerra. Todas estas presiones actuarán de un modo simultáneo y progresivo. (El ministro de Hacienda ha dedicado una atención especial a esta cuestión y a la débil estructura de las organizaciones industriales y económicas de Alemania.)

7) En el cuadragésimo día, Alemania se habrá extendido con toda la amplitud de su fuerza en el interior y en sus dos frentes de guerra, y este esfuerzo será cada día mayor hasta llegar, finalmente, a ser irresistible, a menos que se produzca un alivio por victorias decisivas en Francia. Si el ejército francés no es malogrado por una acción precipitada o desesperada, el equilibrio de fuerzas llegará a ser favorable después del cuadragésimo día y mejorará firmemente a medida que pase el tiempo. En cuanto a los ejércitos alemanes, se verán obligados a hacer frente a una situación que combinará una necesidad siempre creciente de una ofensiva victoriosa con un frente de batalla que tenderá continuamente a la igualdad numérica de fuerzas. Entonces puede presentarse la oportunidad para intentar una acción decisiva.

W. S. C.

Terminó la sesión; el temor se hizo dueño de los espíritus de los que habían asistido a la misma.

El Ministerio de la Guerra era sede de secretos en aquellos días; no podía tomarse abiertamente ninguna medida, pero fue hecha toda la preparación de previsiones y se trabajó con todo el detalle propio de ejercicios de gabinete. Se trazaron y ajustaron los gráficos de marcha en los ferrocarriles y se estableció ruta y horario para cada batallón, aquilatando incluso dónde tenía este que tomar su café. Se imprimieron millares de mapas de Francia y Bélgica. Las maniobras de caballería se aplazaron «debido a la escasez de agua en Wiltshire y zonas limítrofes». La prensa, dividida furiosamente por los partidos, de tendencia extraordinariamente pacifista, observó con general reserva y sin concurso alguno de censura o de coacción. Ni una palabra rompió aquel largo y opresivo silencio. La gran huelga ferroviaria llegó a su fin de un modo súbito y misterioso; patronos y obreros se hicieron mutuas concesiones después de oír un informe confidencial del ministro de Hacienda.

A mediados de agosto, me fui al campo por unos días; no podía pensar en otra cosa que en el peligro de guerra. Hice el trabajo que me había propuesto, pero en mi imaginación solo había cabida para pensar en un único campo de interés.

En la alegre campiña que se extiende alrededor de Mells escribí la siguiente carta a sir Edward Grey. Habla por sí sola.

30 de agosto de 1911

Quizá esté llegando el momento en que sea necesaria una acción decisiva.

Le ruego que considere la siguiente conducta política en caso de que fallen las negociaciones sobre Marruecos.

Proponer a Francia y a Rusia una triple alianza para salvaguardar (inter alia) la independencia de Bélgica, Holanda y Dinamarca.

Decir a Bélgica que, si es violada su neutralidad, estamos preparados para ir en su ayuda y para lograr una alianza con Francia y Rusia que garantice su independencia. Decirle que tomaremos las medidas militares necesarias para hacer efectivo nuestro propósito. Pero el ejército belga debe combatir de acuerdo con los ejércitos francés y británico, y Bélgica debe guarnecer inmediata y debidamente las plazas de Lieja y Namur. De otra manera no podremos ser responsables de su destino.

Ofrecer la misma garantía a Holanda y a Dinamarca, siempre y cuando hagan también su máximo esfuerzo.

Debemos, si ello fuera necesario, ayudar a Bélgica a defender Amberes y a proveer esta plaza fuerte y a su guarnición. Debemos estar preparados en el momento oportuno para presionar a los holandeses para que mantengan abierto el Escalda a todos los fines. Si cerraran el Escalda, nos desquitaríamos bloqueando el Rin.

Es muy importante que seamos capaces de hacer este bloqueo, lo que será tanto más importante a medida que transcurra la guerra. Por otra parte, si los alemanes no hacen uso del «apéndice de Maestricht» en los primeros días de la guerra, no lo necesitarán después para nada.

Permítame que añada que no estoy convencido en absoluto de la conveniencia de un bloqueo próximo, y no me gusta el informe del Almirantazgo. Si los franceses envían cruceros a Mogador y Saffi, soy de la opinión, de enviar el grueso de nuestra escuadra a las bases de guerra de Escocia. Nuestros intereses son europeos, no marroquíes. La significación de este movimiento será tan importante como el envío de dos de nuestros barcos con los franceses.

Le agradecería me dijese cuándo estará usted en Londres, y le ruego que remita esta carta al primer ministro.

Mis puntos de vista no cambiaron en los tres años de paz que siguieron. Por el contrario, fueron confirmados y ampliados por todo lo que pude llegar a conocer. En algunos aspectos, como en el de la abolición del plan de bloqueo próximo o inmediato y el envío de la flota a su base de guerra, pude llevar a cabo ambas acciones. En los otros casos, como el de la defensa de Amberes, no tuve fuerza para hacerlo en la época en que yo lo creía necesario, pero hice lo que pude. No como se ha dicho frecuentemente, por un impulso irreflexivo, sino por la perseverancia que dan las convicciones alcanzadas con la ponderación y el estudio. No podía evitar sentir una gran confianza en la verdad de estas convicciones cuando veía que varias de ellas se justificaban una detrás de otra en este terrible y sin igual período de convulsión. No tenía duda alguna sobre lo que debía hacerse en ciertos asuntos, y mi única dificultad era persuadir o inducir a otros.

No obstante, la crisis de Agadir llegó pacíficamente a su fin; terminó con una repulsa diplomática de Alemania. Esta nación, una vez más, había inquietado a toda Europa con un gesto súbito y amenazador; una vez más, profirió las más duras amenazas contra Francia. Por primera vez, había hecho experimentar a los estadistas británicos la sensación de contacto inmediato con el peligro de una guerra, que no estaba nunca ausente de los espíritus del continente. Sin embargo, los franceses ofrecieron concesiones y compensaciones; una complicada negociación sobre las fronteras de los territorios franceses y alemanes en el África occidental, en la que el «Bec de Canard» representó un papel importante, tuvo como resultado un acuerdo entre las dos partes. A nosotros nos pareció que Francia había obtenido una ventaja considerable, pero ella, en cambio, no estaba muy satisfecha. Su primer ministro, monsieur Caillaux, que había presidido el Gobierno durante estos años azarosos, fue relevado de su puesto por motivos que eran muy difíciles de discernir entonces, pero que pueden ser comprendidos a la luz de los acontecimientos ulteriores. La tensión en los círculos gubernamentales de Alemania debió de ser muy grande. El ministro de Colonias alemán, Von Lindequist, dimitió antes de firmar el acuerdo. No hay duda de que, debajo de los brillantes uniformes que pululaban por los palacios, se cobijaban profundas y violentas pasiones de humillación y resentimiento que el káiser excitaba. El príncipe heredero se hizo el exponente de tales pasiones. Todo el mundo desaprobaba esta conducta incorrecta; en realidad, el príncipe heredero no era ni peor ni mejor que el promedio de los jóvenes subalternos de caballería que no habían pasado por el cedazo de un instituto y que no tenían que pensar en ganarse la vida. Tenía un considerable encanto personal que prodigó, especialmente, entre el bello sexo, pero que en días tristes sirvió para cautivar la juventud de Wieringen. Asediado por las lisonjas, estaba rodeado de un ambiente en que relampagueaban los ojos y sonaban las palabras guturales de los grandes capitanes, estadistas y jefes de partido. Así nada tenía de particular que se lanzara en esta fuerte corriente que le era favorable y que llegase a ser una fuerza, o mejor dicho, el foco de una fuerza, con la que el mismo káiser estaba obligado a contar. Una vez más, Alemania procedió a aumentar sus armamentos de tierra y mar.

«Era cuestión —escribe Von Tirpitz— de contener nuestros nervios, continuar armándonos en gran escala, evitar toda provocación y esperar sin impaciencia hasta que nuestro poder naval fuese un hecho6 y obligásemos a los británicos a dejarnos respirar en paz.» ¡Solo respirar en paz! ¡Cuánto aparato para una operación fisiológica tan sencilla!

Veamos ahora cuál fue la reacción de estos acontecimientos en Francia.

Ya en el año 1911, el general Michel, vicepresidente del Consejo Superior de Guerra y designado comandante en jefe del ejército francés para el caso de una guerra, había redactado un informe sobre el plan de campaña. Decía que Alemania atacaría, indudablemente, a Francia por Bélgica, que este movimiento envolvente no se limitaría solo a la orilla meridional del Mosa, sino que se extendería bastante detrás del río, alcanzando Bruselas y Amberes en este plan. Afirmó que el Estado Mayor alemán emplearía inmediatamente, no solo sus veintiún cuerpos de ejército en activo, sino también la mayor parte de los veintiún cuerpos de reserva, que, como era sabido, intentaban formar los alemanes en la movilización general. Por consiguiente, Francia tenía que estar preparada para hacer frente a un movimiento envolvente inmenso a través de Bélgica, y a un ejército hostil que podía estar compuesto, en la rotura de hostilidades, de la mayor parte de los cuarenta y dos cuerpos de ejército. Para enfrentarse a esta invasión, propuso que Francia organizara y empleara en los comienzos de la contienda una gran parte de sus propias reservas; a este fin, deseaba que se creara una formación de reserva al lado de cada formación activa, y hacer que ambas hicieran la campaña bajo el mando de la oficialidad activa. De este modo la fuerza del ejército francés en la movilización aumentaría de 1.300.000 hombres a 2.000.000, y los invasores se encontrarían, por lo menos, con efectivos iguales en número. Muchos de los cuerpos de ejército franceses eran aumentados a 70.000 hombres y muchos de los regimientos se convertían en brigadas de seis batallones.

El general Michel procedió a la futura distribución de estas fuerzas. Propuso emplazar la masa más importante, cerca de 500.000 hombres, entre Lille y Avesnes para enfrentarse con la fuerza principal del movimiento envolvente alemán. Situó una segunda masa de 300.000 hombres a la derecha de la anterior, entre Hirson y Rethel. Designó una guarnición de 220.000 hombres para París, que tenía que actuar con carácter de reserva general. Las tropas restantes se colocaban a lo largo de la frontera oriental. Tal era el plan, en 1911, del comandante del ejército francés.

Estas concepciones tenían que chocar con la manera de pensar de los militares franceses. El Estado Mayor no creía que los alemanes hicieran el movimiento envolvente por Bélgica, y aún menos por el norte de esta; no creían que los alemanes emplearan sus formaciones de reserva en la apertura de la campaña; no creían que dichas formaciones fueran capaces de ser empleadas antes de que hubiera transcurrido un largo período de instrucción. Sostenía, por el contrario, que los alemanes, utilizando solo su ejército en activo, atacarían con extrema rapidez y debían ser detenidos mediante un fuerte contraataque en la frontera oriental. Para este fin, los franceses tenían que estar organizados con una proporción tan amplia como fuera posible de soldados en servicio y la menor cantidad posible de reservistas. Por ello pedían la institución de la ley de tres años de servicio obligatorio, que aseguraría la estancia en filas de, al menos, dos contingentes completos de soldados jóvenes. El espíritu dominante en el Estado Mayor francés, excepto el de su jefe, era partidario de la doctrina ofensiva, cuyo más activo apóstol era el coronel De Grandmaison, y creía sinceramente que podría lograrse la victoria desde el primer momento por un ataque vehemente y furioso sobre el enemigo.

Esta colisión de opiniones fue fatal para el general Michel. Podría ser que su personalidad y temperamento no fueran iguales a la justeza previsora y profunda de sus ideas. Tales discrepancias han frustrado con frecuencia políticas exactas. Se formó en el Consejo de Guerra una coalición contra él. Durante la tensión de Agadir la disputa alcanzó al general. El nuevo ministro de la Guerra, el coronel Messimy, insistió en la discusión del plan Michel en un pleno del Consejo. El vicepresidente se encontró solo; casi todos los generales manifestaron su desacuerdo. En consecuencia, a los pocos días, el ministro de la Guerra le manifestó que no tenía la confianza del ejército y, el 23 de julio, dimitió su cargo de vicepresidente del Consejo de Guerra.

Intentó el Gobierno que el general Michel fuese sustituido por Galliéni o Pau, pero este último solicitó la libertad de elegir a los comandantes de grandes unidades, lo que no pudo ser admitido por el ministro. No se procedió, pues, a su designación, aparentemente a causa de su edad, pretexto aún de más fuerza en el caso de Galliéni, que era todavía más viejo. Estas circunstancias determinaron el nombramiento del general Joffre.

Joffre procedía del arma de Ingenieros, y después de varios empleos en Madagascar, a las órdenes de Galliéni, y en Marruecos, se había ganado una reputación de soldado de carácter firme, prudente y ponderado. En 1911, ocupaba un sitio en el Consejo Superior de Guerra. Habría sido difícil encontrar un tipo más distanciado de la idea que tenían los británicos de un francés en este personaje bucólico, flemático, lento en el pensar y terco; tampoco hubiera sido fácil encontrar un tipo que pareciera menos adecuado para tejer o descifrar la trama gigantesca de una guerra moderna. Era el miembro más joven del Consejo de Guerra. Nunca había mandado un cuerpo de ejército, ni dirigido grandes maniobras ni aun en prácticas; en tales ejercicios, solo había desempeñado el papel de inspector general de Comunicaciones, y para tal puesto estaba designado en el caso de una movilización.

Joffre recibió la propuesta de su trascendental nombramiento con temor y embarazo, ambos naturales y sinceros. Sus recelos fueron vencidos al asegurarle que estaba a su disposición el general Castelnau, muy versado en los planes y teorías del Estado Mayor francés y en las grandes operaciones de guerra. Así pues, Joffre aceptó el poder como nómino de los elementos preponderantes en el Estado Mayor francés y como exponente de sus doctrinas. Siempre fue leal a estas concepciones, y los inmensos desastres que Francia estaba destinada a sufrir tres años más tarde fueron inevitables a partir de este momento.

Sin embargo, las cualidades del general Joffre hicieron de él el hombre apropiado para rendir un servicio muy útil a los fugaces gobiernos que precedieron al conflicto; representaba la «estabilidad» en un mundo tornadizo y la «imparcialidad» en un mundo de facciones. Era un «buen republicano» con un punto de vista político definido, sin llegar a ser un militar político o un militar que medrase en la intriga. Nadie podía sospechar en él religiosidad, pero, por otra parte, no podía acusarle nadie de favorecer a los ateos a expensas de los católicos. De todos modos había en él algo para Francia en que se podía confiar a pesar de sus políticos parlanchines, disipados y frívolos. Durante casi tres años y bajo gobiernos sucesivos, Joffre continuó en su puesto y así había la seguridad de que sus trabajos técnicos y orientaciones eran casi siempre adoptados por los diversos ministros que pasaban fugaces por una escena tan oscura; estuvo a las órdenes de Caillaux y Messimy, de Poincaré y Millerand, de Briand y Étienne; estaba aún con Viviani y de nuevo con Messimy cuando sobrevino la explosión.

Volvamos ahora a la Gran Bretaña.

En el mes de octubre, mister Asquith me invitó a ir con él a Escocia. Al día siguiente de mi llegada, cuando volvíamos del campo de golf, me preguntó a boca de jarro si me gustaría ir al Almirantazgo; esta cuestión ya me la había planteado cuando ocupó el cargo de primer ministro. Esta vez no tuve duda alguna al responder; estaba obsesionado con las graves cuestiones que planteaba una guerra y acepté con presteza. «Claro que acepto», fueron mis palabras. Mister Asquith me dijo que mister Haldane iba a venir a verlo al día siguiente y que hablaríamos los tres. Pero pude observar que estaba resuelto. La luz del crepúsculo descubría las siluetas distantes de dos barcos de guerra que salían lentamente del Firth of Forth; me pareció que tenían una nueva significación para mí.

Aquella noche, cuando me fui a dormir, vi una gran Biblia encima de la mesa de mi cuarto; yo estaba dominado por las noticias del completo cambio de mi situación y por la nueva misión que me había sido encomendada. Pensé en los peligros de mi patria, pacífica, irreflexiva y poco precavida, pensé en su fuerza y en sus virtudes, en su misión de buen juicio y lealtad; pensé en la nación alemana con todo el esplendor de su Estado imperial y ahondé en sus especulaciones profundas, pacientes, frías y despiadadas; recordé las maniobras de cuerpo de ejército de Breslau en 1907 y sus despliegues de oleadas de hombres jóvenes y valientes, en los millares de fuertes caballos que arrastraban los cañones y pesados obuses a través de la campiña y a lo largo de carreteras en los alrededores de Wurzburg en 1910. Pensé en la educación y progreso de esta gran nación y en todos sus triunfos en los campos de la ciencia y de la filosofía, en las victoriosas guerras relámpago que habían formado su poder. Abrí el libro al azar y en el capítulo 9 del Deuteronomio leí:

1. Escucha, Israel: tú estás hoy día a punto de pasar el Jordán para conquistar naciones grandísimas, y más fuertes que tú, ciudades magníficas, y cuyos muros llegan hasta el cielo.

2. Un pueblo de grande y alta estatura, los hijos de los enaceos, que tú mismo has visto, y cuya fama has oído, y a quienes nadie puede contrarrestar.

3. Pues has de saber hoy que irá delante de ti el mismo Señor Dios tuyo, fuego devorador y consumidor, que los ha de desmenuzar y consumir, y disipar delante de tus ojos rápidamente, como te lo ha prometido.

4. No digas en tu corazón cuando el Señor Dios tuyo los haya deshecho en su presencia: por razón de la justicia que has visto en mí, me ha introducido el Señor en la posesión en esta tierra, siendo cierto que por sus impiedades son asoladas estas naciones.

5. Porque no por tus virtudes, ni por la rectitud de corazón entrarás a poseer sus tierras, sino porque aquellas obraron impíamente, por eso al entrar tú han sido destruidas; y, a fin de cumplir Dios su palabra, que confirmó con juramento a sus padres Abraham, Isaac y Jacob.

Me pareció un mensaje lleno de esperanza.