A mediados de septiembre del año del Señor de 1140, dos señores de mansiones del condado de Shrop, una al norte de la ciudad de Shrewsbury y otra al sur, enviaron mensajeros a la abadía de San Pedro y San Pablo el mismo día, solicitando el ingreso de sus hijos menores en la orden.
Una petición fue aceptada y la otra rechazada. El diferente trato obedeció a poderosas razones.
—Os he convocado solo a vosotros cinco —dijo el abad Radulfo—, antes de tomar una decisión sobre este asunto o de exponerlo a la consideración de los hermanos en el capítulo, porque el principio implicado es actualmente materia de discusión entre los maestros de nuestra orden. Vos, padre prior, y vos, fray viceprior, como responsables del peso cotidiano de esta casa y familia; fray Pablo, como maestro de los muchachos y novicios; fray Edmundo, en su calidad de monje consagrado al claustro desde la infancia, para que me aconseje en un punto; y fray Cadfael, como converso a la vida religiosa en la edad madura tras haber participado en numerosas y arriesgadas empresas, para que me exprese su parecer en otro.
O sea, pensó fray Cadfael, mudo y pasivo en su escabel de un rincón de la austera sala del abad en la que solo se aspiraba la fragancia de la olorosa madera, que voy a ser el abogado del diablo, la voz del mundo exterior. Ablandado por diecisiete años de vocación, pero todavía un poco estridente para los delicados oídos claustrales. En fin, cada cual sirve según sus propias aptitudes y según los rangos que se le han otorgado, y este puede ser un medio tan bueno como cualquier otro. Estaba medio adormilado tras haber pasado todo el día desde buena mañana en los vergeles del Gaye y su huerto de hierbas medicinales, entre las sesiones obligatorias del oficio y las plegarias, y se sentía ligeramente embriagado por el denso aire de un hermoso y fructífero mes de septiembre. Tenía intención de irse a la cama en cuanto terminara el rezo de completas, pero aún no estaba tan soñoliento como para no aguzar el oído cuando el abad Radulfo manifestó que necesitaba consejo e incluso deseaba que se lo dieran, aunque no vacilara después en rechazarlo si su mente apuntaba en otra dirección.
—Fray Pablo —dijo el abad, recorriendo con su autoritaria mirada el círculo de monjes— ha recibido peticiones de que aceptemos en nuestra casa a dos nuevos ofrendados con el fin de que, Dios mediante, reciban el hábito y la tonsura. El que debemos considerar aquí pertenece a una buena familia y su progenitor es uno de los benefactores de nuestra iglesia. ¿Qué edad tiene, fray Pablo?
—Es un infante que aún no ha cumplido los cinco años —contestó Pablo.
—Ese es el motivo de mi vacilación. Actualmente solo tenemos a cuatro niños de tierna edad entre nosotros, dos de los cuales no están consagrados a la vida claustral sino a recibir instrucción. Cierto que más tarde podrán optar por permanecer con nosotros e incorporarse a su debido tiempo a la comunidad, pero eso lo decidirán por sí mismos cuando tengan edad para ello. Los otros dos, oblatos ofrecidos a Dios por sus padres, ya tienen doce y diez años y se encuentran muy felices y a gusto entre nosotros, por lo que no estaría bien turbar su tranquilidad. Aun así, tengo mis dudas sobre la conveniencia de aceptar nuevos oblatos incapaces aún de saber qué se les ofrece y de qué se les priva. Es un gran gozo —añadió Radulfo— abrir las puertas a un corazón y una mente sinceramente comprometidos, pero la mente de un niño recién separado de su nodriza pertenece más bien a los juegos y al consuelo del regazo de su madre.
El prior Roberto arqueó las cejas plateadas y miró con expresión dubitativa desde lo alto de su fina nariz aristocrática.
—La costumbre de ofrecer a los niños como oblatos está aprobada desde hace siglos. Nuestra Regla la sanciona. Cualquier cambio que se desvíe de la Regla solo debe emprenderse tras una grave reflexión. ¿Tenemos el derecho de oponernos a lo que un padre desea para su hijo?
—¿Tenemos, o tiene el padre, el derecho de determinar el curso de una vida antes de que el inocente tenga voz para hablar por sí mismo? Sé que la práctica está establecida desde hace tiempo y jamás se ha puesto en duda, pero ahora empieza a ponerse.
—Si la abandonamos —insistió Roberto—, es posible que privemos a alguna tierna alma del mejor camino hacia la santidad. Incluso en los años de infancia se puede torcer el camino y extraviar el sendero de la divina gracia.
—Reconozco esta posibilidad—convino el abad—, pero temo también que pueda ser cierto lo contrario y que muchos de tales niños, mejor dotados para otra vida y otra manera de servir a Dios, se vean encerrados en lo que para ellos debe ser una prisión. A este respecto, solo conozco mi propia mente. Aquí tenemos a fray Edmundo, infante del claustro desde los cuatro años, y a fray Cadfael, que entró en religión en la edad madura, tras una ajetreada y azarosa vida mundana. Ambos, según creo y espero, están seguros de su compromiso. Decidnos, Edmundo, ¿cómo veis esta cuestión? ¿Habéis lamentado alguna vez que os negaran la experiencia del mundo situado más allá de estos muros?
Fray Edmundo, el enfermero, ocho años más joven que los vigorosos sesenta de Cadfael, un hombre de aire solemne, apuesto y pensativo, que igual hubiera podido dedicarse con provecho al ejercicio de las armas montado a lomos de un caballo, o a la administración de una mansión y la vigilancia de los aparceros de su amo, consideró muy serio la pregunta y no se turbó.
—No, jamás lo lamenté. Pero tampoco supe si había algo cuya pérdida mereciera la pena lamentar. Sé de algunos que se rebelaron en su afán de saberlo. Puede que imaginaran la existencia, fuera de aquí, de un mundo mejor que el de la vida del claustro y puede que yo carezca de imaginación. O puede que tuviera la suerte de encontrar aquí un trabajo de mi gusto y haya estado demasiado ocupado para arrepentirme. No lo cambiaría por nada. Mi elección hubiera sido la misma si hubiera alcanzado la pubertad fuera de aquí y hubiera hecho los votos más adelante. Sin embargo, tengo razones para saber que otros hubieran elegido otra cosa de haber tenido libertad para hacerlo.
—Habéis hablado con imparcialidad —dijo Radulfo—. ¿Y vos, fray Cadfael? Vos habéis recorrido el ancho mundo hasta llegar a Tierra Santa, y os habéis dedicado al ejercicio de las armas. Vuestra opción la hicisteis tarde y libremente, y no creo que hayáis vuelto la mirada hacia atrás. ¿Fue una ventaja haber visto tanto mundo y haber elegido, sin embargo, esta pequeña vida de retiro?
Cadfael necesitó pensar la respuesta, pero, bajo el placentero peso de todo un día de trabajo al soleado aire libre, el pensar era un esfuerzo. No estaba en modo alguno seguro de lo que el abad pretendía de él, pero no tenía la menor duda con respecto a su propia indignación ante la idea de que un tierno infante fuera envuelto, tanto si quería como si no, en los pañales de un hábito que él había vestido voluntariamente.
—Creo que fue una ventaja —contestó al fin—. Además, traje conmigo una dádiva que, a pesar de sus defectos e imperfecciones, me fue mucho más útil que si hubiera ingresado con inocencia. Confieso sin ningún rubor que amé la vida y tuve en gran estima a los guerreros que conocí y los nobles lugares y las grandes hazañas que presencié, y, si en la flor de la edad opté por renunciar a todo eso y abrazar la vida del claustro con preferencia a cualquier otra, creo sinceramente que representa el mejor cumplido que se puede hacer y el mejor homenaje que se puede rendir. Ninguno de mis recuerdos me hace menos apto para guardar esta fidelidad sino que, al contrario, me ayuda a servir mejor. Si hubiera sido ofrecido al claustro en la infancia, me habría rebelado en la edad adulta, exigiendo mis derechos. Puesto que fui libre de niño, pude permitirme el lujo de sacrificar mis derechos al alcanzar la edad de la cordura.
—Sin embargo, no negaréis —dijo el abad, con su enjuto rostro fugazmente iluminado por una sonrisa— la aptitud de otros, por naturaleza y por gracia, a elegir en la más temprana juventud la vida que vos descubristeis en la madurez.
—¡No la niego en absoluto! Creo con toda certeza que los que así lo hacen son los mejores. Hacen la elección por su propia voluntad y siguiendo la inclinación de su entendimiento.
—¡Bien, bien! —exclamó Radulfo, bajando los párpados y sosteniéndose la barbilla con una mano en gesto meditativo—. Pablo, ¿queréis hacer alguna observación? Tenéis a vuestro cargo a los niños y me consta que ellos raras veces se quejan de vuestro trato.
Fray Pablo, un hombre de mediana edad y temperamento escrupuloso, constantemente preocupado por sus díscolos pupilos como una gallina por sus polluelos, era famoso por su indulgencia con los más jóvenes, cuyas travesuras trataba siempre de disculpar, pese a ser un buen maestro que les inculcaba los conocimientos de latín sin dolor para ninguna de ambas partes.
—No sería ninguna carga para mí —contestó Pablo lentamente— cuidar de un chiquillo de cuatro años, pero tampoco sería ningún mérito que tal cosa fuera de mi agrado o que él estuviera contento. No es eso lo que nos exige la Regla o, por lo menos, no lo creo. Un buen padre podría hacer lo mismo por su hijo. Mejor que viniera sabiendo lo que hace y con cierto conocimiento de lo que deja a su espalda. A los quince o dieciséis años, bien enseñado...
El prior Roberto echó la cabeza hacia atrás sin alterar la compostura de su rostro, dejando que su superior tomara la determinación que considerara más oportuna. Fray Ricardo, el viceprior, había permanecido en silencio por ser un hombre muy diestro en el gobierno de los asuntos cotidianos, pero más bien indolente en la toma de decisiones.
—Desde que empecé a estudiar los argumentos del arzobispo Lanfranco —dijo el abad—, he estado pensando que debería introducirse un cambio en esta cuestión de la consagración infantil, y ahora estoy convencido de que es mejor rechazar a todos los oblatos hasta que puedan elegir por sí mismos la clase de vida que prefieran. Por consiguiente, fray Pablo, creo que debéis rechazar el ofrecimiento de este niño. Decidle a su padre que dentro de unos años el chico será bien recibido como pupilo de nuestra escuela, pero no como oblato de la orden. Cuando alcance una edad adecuada, podrá ingresar si así lo desea. Comunicádselo a su padre. —El abad respiró hondo y se agitó delicadamente en su asiento para dar a entender que la reunión había terminado—. Tenéis otra petición de ingreso, si no me equivoco, ¿no es cierto?
Fray Pablo ya se había levantado, sonriendo más tranquilo.
—En esa no habrá ninguna dificultad, padre. Leorico Aspley de Aspley desea traernos a su hijo menor Meriet. Pero el joven ya ha cumplido los diecinueve años y viene por su propio deseo. En este caso, padre, no hay impedimento alguno.
—No es que vivamos tiempos tan favorables a las vocaciones que podamos permitirnos el lujo de rechazar postulantes —reconoció fray Pablo, cruzando el patio grande en compañía de Cadfael para dirigirse al rezo de completas—. Pero, aun así, me alegro de la decisión del padre abad. Nunca he estado muy tranquilo con los niños pequeños. Es cierto que la mayoría de los casos son ofrendados por sincero amor y devoción. Pero a veces uno se pregunta... Cuando hay que conservar unidas las tierras y ya se tienen uno o dos vigorosos hijos, es una manera de librarse provechosamente del tercero.
—Incluso puede ocurrir cuando el tercero es un hombre adulto —dijo secamente Cadfael.
—En este caso, suele ser con pleno consentimiento por su parte, porque el claustro también puede ser un oficio muy prometedor. Pero los infantes... no; es un medio que se presta fácilmente a los abusos.
—¿Creéis que a este lo recibiremos dentro de unos años en las condiciones establecidas por el abad? —preguntó Cadfael.
—Lo dudo. Si le colocan en nuestra escuela, su padre tendrá que pagar. —Fray Pablo, capaz de descubrir un ángel en el interior de cada uno de los diablillos a los que enseñaba, era, sin embargo, de lo más escéptico con respecto a sus progenitores—. Si hubiéramos aceptado al niño como oblato, su manutención y demás hubiera corrido de nuestra cuenta. Conozco al padre. Un hombre honrado pero muy tacaño. En cambio, creo que su mujer se alegrará de conservar a su lado al hijo menor.
Ambos se encontraban a la entrada del claustro, donde el dorado crepúsculo verde claro de los árboles y los arbustos aún perduraba en la atmósfera tibia y perfumada.
—¿Y el otro? —preguntó Cadfael—. Aspley..., eso debe de quedar al sur, hacia el lindero del Bosque Largo; conozco el nombre, pero nada más. ¿Sabéis algo de la familia?
—Solo de oídas, pero su fama es buena. La petición nos la transmitió el administrador de la mansión, un viejo y sólido campesino de nombre sajón... Fremundo. Dice que el joven es instruido, está sano y ha sido educado esmeradamente. Una ventaja para nosotros, en todos los sentidos.
Una conclusión a la que nadie hubiera tenido reparo que oponer. La anarquía de un país desgarrado por una guerra entre primos había reducido las rentas monásticas, obligado a los peregrinos a mantenerse cautelosamente encerrados en sus casas y disminuido el número de verdaderos postulantes que desearan ingresar en la orden mientras aumentaba grandemente el número de indigentes fugitivos que en ella buscaban cobijo. La promesa de un postulante ya maduro, instruido y deseoso de iniciar el noviciado, era una excelente noticia para la abadía.
Naturalmente después había que contar los presuntos sabios que, una vez producidos los acontecimientos, enumeraban prodigios, hablaban de sombríos presagios y aseguraban con el mayor descaro que ellos ya lo habían anunciado previamente a todo el mundo. Tras cada contratiempo o infortunio, solían proliferar tales expertos.
Solo por pura casualidad presenció fray Cadfael la llegada del nuevo postulante dos días más tarde. Después de varias jornadas de cielos claros y soleados muy propicios para la recolección de las primeras manzanas y el transporte de la harina recién molida, aquel día de lamentables aguaceros había convertido los caminos en barrizales y los hoyos del gran patio en traicioneros charcos. En sus compartimientos de la sala común, los copistas y artesanos se alegraban de poder trabajar sentados junto a sus escritorios en semejante día. Los muchachos, privados de su recreo al aire libre, se aburrían correteando bajo techo de un lado para otro, y los pocos inválidos de la enfermería se sintieron invadidos por el desaliento cuando la luz diurna empezó a menguar y se vistió de duelo. Apenas había huéspedes en la hospedería en aquel momento. Aunque se había producido un respiro en la guerra civil mientras unos voluntariosos clérigos trataban de conseguir un acuerdo entre ambas partes, la mayoría de los habitantes de Inglaterra prefería quedarse en casa conteniendo la respiración, y solo los que no tenían más remedio se echaban a los caminos y se alojaban en las hospederías de los monasterios, que jalonaban los caminos.
Cadfael había pasado la primera parte de la tarde en su cabaña del herbario. No solo estaba haciendo varias mixturas, fruto de su cosecha otoñal de hojas, raíces y bayas, sino que además se había agenciado una copia de la lista de hierbas y árboles de Inglaterra elaborada por Aelfrico un siglo y medio antes, y necesitaba paz y tranquilidad para estudiarla. Fray Oswin, cuyo juvenil ardor era alguna vez motivo de consuelo aunque más a menudo de inquietud para Cadfael en sus dominios privados, había recibido permiso para retirarse y proseguir sus estudios litúrgicos, puesto que se acercaba el momento de sus votos definitivos y necesitaba aprendérselo todo al dedillo.
La lluvia, aunque buena para la tierra, era perturbadora y deprimente para el hombre. La luz era cada vez más escasa y la hoja que Cadfael estudiaba se oscureció ante sus ojos, obligándole a abandonar la lectura. Muy versado en la lengua inglesa, en su madurez Cadfael había aprendido laboriosamente el latín y, pese a que ya lo dominaba, seguía considerándolo un idioma extranjero y extraño. Echó un vistazo a las decocciones, las removió, añadió un ingrediente a un almirez y lo machacó para mezclarlo con la nata que contenía. Después cruzó a toda prisa los vergeles mojados en dirección al gran patio, con el valioso pergamino resguardado en la pechera de su hábito.
Acababa de cobijarse bajo el pórtico de la hospedería y estaba recuperando el resuello antes de chapotear por los charcos para dirigirse al claustro, cuando aparecieron tres jinetes procedentes de la barbacana y se detuvieron bajo la arcada de la caseta de vigilancia para sacudirse la lluvia que les empapaba las capas. El portero salió presuroso a recibirles, pero enseguida retrocedió hasta el muro para no mojarse; un mozo llegó desde el patio de los establos, chapoteando bajo la lluvia con la cabeza cubierta por un saco.
Ese debe de ser Leorico Aspley de Aspley, pensó Cadfael, con el hijo que desea tomar el hábito. Los contempló un momento, en parte por curiosidad y en parte en la vana esperanza de que disminuyera la fuerza del aguacero y le permitiera cruzar el patio hasta la sala de los amanuenses sin mojarse más de la cuenta.
Un hombre alto y erguido, envuelto en una gruesa capa, encabezaba la marcha montado en un gran caballo tordo. Cuando se quitó la capucha, dejó al descubierto una cabeza de abundante cabello entrecano y un austero y alargado rostro barbudo. A pesar de la gran distancia, desde el otro lado del vasto patio se veía que era un hombre de semblante muy serio y gran apostura, con una arrogante nariz de pronunciado caballete y una altanera configuración de la boca y la mandíbula. Pese a ello, sus modales con el mozo y el portero cuando desmontó fueron extremadamente corteses. No debía de ser un hombre fácil y probablemente tampoco un padre demasiado fácil de complacer. ¿Aprobaba la decisión de su hijo o la aceptaba con disgusto, tras haber cedido a la insistencia? Cadfael le calculó unos cincuenta y tantos años y le pareció con toda inocencia que era un hombre mayor, olvidando que su propia edad, en la cual casi nunca pensaba demasiado, ya superaba los sesenta.
Su atención se centró en el joven que seguía a su padre a una respetuosa distancia y había desmontado presuroso de su negro palafrén para sujetar el estribo de su progenitor. Casi excesivamente atento; sin embargo, había algo en su porte que recordaba la envarada afectación de su padre. De tal palo, tal astilla. Meriet Aspley, de diecinueve años, medía casi una cabeza menos que Leorico cuando ambos se situaron el uno al lado del otro en el suelo; un mozo de excelente y compacta figura, sin nada que llamara especialmente la atención a primera vista. Era moreno y los bucles oscuros del cabello se le habían pegado a la frente mojada mientras las gotas de lluvia le bajaban por las tersas mejillas como si fueran lágrimas. Permanecía de pie y un poco apartado, con la cabeza sumisamente inclinada y los párpados cerrados, como un criado que esperara las órdenes de su amo; cuando todos se dirigieron al refugio de la caseta de vigilancia, siguió a su padre como un lebrel bien adiestrado. Pese a ello, se advertía en él una soledad y una profunda reserva, como si observara escrupulosamente todas aquellas formalidades sin revelar nada de lo que se ocultaba en su interior. Lo poco que Cadfael pudo ver de su rostro le permitió adivinar que su semblante era tan serio y austero como el de su padre, con profundos y acusados surcos junto a las comisuras de una boca de labios a primera vista carnosos y apasionados.
No, pensó Cadfael, esos dos no se llevan bien, de eso no cabe la menor duda. La única manera de explicar satisfactoriamente la frialdad y rigidez consistía en aferrarse a la suposición inicial de que el padre no aprobaba la decisión de su hijo, probablemente había tratado de disuadirle en vano y ahora estaba enojado con él.
La obstinación por una parte y la frustración y decepción por la otra les mantenían separados. Oponerse a la voluntad de un padre no era el mejor de los comienzos para una vocación. Sin embargo, los deslumbrados por una luz excesivamente intensa no veían y no podían permitirse el lujo de ver el dolor que causaban. Cadfael no había llegado al claustro por aquel camino, pero sabía de uno o dos casos y comprendía aquel apremiante impulso.
Entraron en la caseta de vigilancia para esperar a fray Pablo, el cual les conduciría posteriormente a la presencia del abad. El mozo que les acompañaba a lomos de un hirsuto caballo de monte se dirigió trotando con sus monturas a los establos y el gran patio volvió a quedar vacío bajo la incesante lluvia. Fray Cadfael se recogió el hábito y corrió hacia el refugio del claustro, donde se sacudió el agua de las mangas y la cogulla y se dispuso a continuar cómodamente su lectura en la sala de los amanuenses. A los pocos minutos se enfrascó en el problema de si los dittanders de Aelfrico serían o no serían lo mismo que él llamaba «díctamo». Y, de este modo, dejó de pensar en Meriet Aspley, tan inamoviblemente decidido a convertirse en monje.
Al día siguiente el joven fue presentado en el capítulo para que hiciera su profesión formal y recibiera la bienvenida de quienes iban a ser sus hermanos. Durante el período de prueba, los novicios no tomaban parte en las discusiones del capítulo, si bien en ocasiones se les permitía escuchar y aprender. El abad Radulfo consideraba que debían ser acogidos con fraternal cortesía desde el principio.
Con el hábito que acababa de ponerse, Meriet se movía con cierta torpeza y parecía curiosamente más bajo que con sus prendas seculares, pensó Cadfael, estudiándole con aire pensativo. Ahora no tenía al lado a ningún padre capaz de provocarle una sorda hostilidad ni había razón alguna para que mostrara recelo en presencia de quienes se alegraban de recibirle, pero, aun así, se mantenía envarado, con los párpados cerrados y las manos fuertemente entrelazadas, impresionado tal vez por el paso que estaba a punto de dar. Respondió rápidamente a las preguntas en voz baja y tono sumiso. Su rostro, por naturaleza pálido como el marfil, estaba dorado por el sol estival y la sangre que circulaba bajo su tersa piel afloraba con mucha facilidad a sus pronunciados pómulos. Su nariz era recta y afilada, con unas sensibles ventanas que se estremecían nerviosamente, y su altiva boca, de aspecto tan severo en estado de reposo, parecía extremadamente vulnerable cuando hablaba. Los grandes párpados le ocultaban humildemente los ojos bajo unas finas y arqueadas cejas más negras que su cabello.
—Lo habéis considerado bien —dijo el abad— y ahora tenéis tiempo de reconsiderarlo, sin que nadie os haga ningún reproche. ¿Es vuestro deseo ingresar en la vida de este claustro? ¿Un deseo sinceramente concebido y firmemente mantenido? Podéis manifestar cualquier cosa que se albergue en vuestro corazón.
—Es mi deseo, padre —contestó, con más fiereza que firmeza. Acto seguido, casi como sobresaltado por su propia vehemencia, el joven añadió en tono algo más cauteloso—: Os suplico que me permitáis ingresar y os prometo obediencia.
—Eso vendrá más tarde —dijo Radulfo con una leve sonrisa—. De momento, fray Pablo será vuestro maestro y a él os someteréis. Para quienes ingresan en la orden en la edad adulta, es costumbre un año de prueba. Tendréis tiempo de prometer y cumplir la promesa.
La cabeza sumisamente inclinada se irguió de pronto y los grandes párpados dejaron al descubierto unos claros ojos de color avellana jaspeados de verde. Los abría tan raras veces a la luz que su brillo resultó sorprendente e inquietante a la vez. Con una voz casi consternada y más aguda que al principio, el joven preguntó:
—Padre, ¿es eso necesario? ¿No se podría acortar el tiempo si yo estudio para merecerlo? La espera será muy dura de soportar.
El abad le miró fijamente y frunció el ceño en un gesto más de asombro que de desagrado.
—El período se puede acortar siempre y cuando nos parezca oportuno. Pero la impaciencia no es la mejor consejera ni la prisa el mejor abogado. Si estuvierais preparado antes, lo advertiremos. No os esforcéis en alcanzar la perfección.
El joven Meriet fue sensible al significado no solo de las palabras sino también del tono. Volvió a bajar los párpados como si fueran persianas para protegerse contra la luz y se contempló las manos entrelazadas.
—Me dejaré guiar, padre. Pero deseo con todo mi corazón cumplir hasta el fondo mi compromiso y alcanzar la paz.
A Cadfael le pareció que la comedida voz se estremecía por un instante. Ello serviría con toda probabilidad para que el muchacho fuera mejor calibrado por Radulfo, el cual tenía experiencia tanto con los apasionados entusiastas como con aquellos que se dejaban atraer como corderos al sacrificio de la entrega.
—Eso se puede conseguir —dijo suavemente el abad.
—¡Y así será, padre!
Sí, la sincera exclamación había temblado, aunque muy brevemente. El mozo mantenía los ojos cerrados.
Radulfo lo despidió con delicada gentileza y cerró el capítulo en cuanto el postulante se retiró. ¿Un ingreso modélico? ¿O acaso había estado excesivamente cerca del febril fervor del que un abad tan astuto como Radulfo debía recelar, vigilando con cautela para no tener que lamentar más tarde la decisión? Sin embargo, cabía la posibilidad de que un devoto joven de alta cuna, una vez llegado al deseado puerto, tuviera excesiva prisa y se sintiera demasiado ansioso.
Cadfael, cuyos anchos pies siempre habían estado sólidamente plantados en la tierra, incluso cuando tomó la meditada determinación de pasar en aquel refugio el resto de una larga vida, sentía una considerable simpatía por los ardientes jóvenes que exageraban en todo y alzaban el vuelo ante el verso de un poema o un fragmento de música. Algunos de los que de tal guisa se inflamaban ardían hasta el día de su muerte y prendían fuego a muchos otros, dejando tras de sí una radiante estela para las generaciones futuras. Otros fuegos se apagaban por falta de combustible, pero sin hacer daño a nadie. El tiempo descubriría el significado de la pequeña y ansiosa llama del joven Meriet.
Hugo Berengario, segundo alguacil del condado de Shrop, bajó de su mansión de Maesbury para asumir el mando en Shrewsbury. Su superior Giberto Prestcote había emprendido viaje para reunirse con el rey Esteban en Westminster, tal como solía hacer todos los años por San Miguel, con el fin de informarle sobre la situación del condado y el cobro de las correspondientes rentas. Ambos mantenían el condado firmemente defendido y razonablemente libre de los desórdenes que sacudían buena parte del país. La abadía tenía buenas razones para estarles agradecida dado que muchos monasterios hermanos situados a lo largo de la frontera de Gales habían sido saqueados, evacuados y convertidos en fortalezas para la guerra, algunos más de una vez, sin que se les ofreciera ningún remedio. Más que por los ejércitos del rey Esteban y los de su prima la emperatriz (se tenía que reconocer en conciencia que ambos eran nefastos), el país estaba asolado por depredadores ejércitos privados, grandes y pequeños, que lo devoraban todo en cualquier lugar fuera del alcance de una ley lo suficientemente fuerte como para refrenarlos. En el condado de Shrop, la ley había sido hasta entonces lo suficientemente fuerte y leal como para cuidar de aquello que le estaba encomendado.
Tras cerciorarse de que su esposa e hijo se habían instalado cómodamente en su casa de la ciudad cerca de la iglesia de Santa María y comprobar que la guarnición del castillo estaba en orden, lo primero que siempre hacía Hugo era visitar al abad para presentarle sus respetos. Por la misma razón, nunca abandonaba el recinto de la abadía sin buscar a fray Cadfael en su cabaña del huerto. Ambos eran viejos amigos y estaban más unidos que si hubieran sido padre e hijo, porque no solo mantenían las tolerantes relaciones propias entre dos generaciones, sino que también compartían experiencias que los convertían en coetáneos. Ambos se afilaban mutuamente el entendimiento para mejor proteger unos valores y unas instituciones que necesitaban ser defendidas a diario en una tierra tan convulsa y acosada como aquella.
Cadfael preguntó por Aline y sonrió complacido al pronunciar su nombre. Su amigo la había ganado en combate, junto con el alto cargo que ocupaba siendo un hombre tan joven, y él se sentía casi tan orgulloso como un abuelo del hijo primogénito, de cuyo bautismo había sido padrino en los primeros días de aquel mismo año.
—Resplandeciente —contestó Hugo, satisfecho— y preguntando por vos. A la primera ocasión, os llevaré a casa para que veáis con vuestros propios ojos cómo ha florecido.
—El capullo era muy prometedor —dijo Cadfael—. ¿Y cómo está el diablillo de Gil? ¡Quién lo diría, ya tiene nueve meses y estará recorriendo todos los rincones de vuestra casa como un cachorro de lebrel!
—Es tan rápido a gatas —contestó orgullosamente Hugo— como su esclava Constanza sobre los dos pies. Y tiene tanta fuerza en la mano como un soldado diestro con la espada. Dios quiera que no tenga que empuñarla hasta dentro de muchos años; su infancia será demasiado corta para mí. Dios mediante, nos libraremos de estos tiempos tan revueltos antes de que él alcance la edad adulta. Hubo un tiempo en que Inglaterra disfrutó de paz, y tendrá que haber otro semejante en el futuro.
Hugo era una persona equilibrada y flexible, pero las circunstancias del país le ensombrecían el ánimo cuando pensaba en su cargo y en su lealtad.
—¿Qué noticias tenéis del sur? —preguntó Cadfael, observando la momentánea nube—. Parece que la reunión propiciada por el obispo Enrique no alcanzó los frutos deseados.
Enrique de Blois, obispo de Winchester y legado pontificio, era el hermano menor del rey y había sido su fiel aliado hasta que Esteban afrentó, atacó y ofendió gravemente la Iglesia en la persona de algunos obispos. Ahora no se sabía con certeza en qué bando se encontraba la lealtad del obispo Enrique, puesto que su prima la emperatriz Matilde había llegado a Inglaterra y se había instalado cómodamente en el oeste con los suyos, asentados en la ciudad de Gloucester. Un clérigo ambicioso y extremadamente hábil podía sentir cierta simpatía por ambos bandos y sentirse también mucho más exasperado por ambos. Dada su especial situación, era natural que durante la primavera y el verano de aquel año hubiera intentado por todos los medios reunir a sus dos parientes y concertar un acuerdo para el futuro que pudiera apaciguar, ya que no satisfacer, ambas exigencias, otorgando a Inglaterra un gobierno estable y cierta esperanza de restablecimiento de la ley. Hizo todo lo que pudo e incluso consiguió reunir a representantes de ambos bandos cerca de Bath hacía apenas un mes. Pero no hubo resultados positivos.
—De momento han cesado las luchas —dijo Hugo amargamente—, pero no se ha recogido ningún fruto.
—Según se comenta por ahí —dijo Cadfael—, la emperatriz estaba dispuesta a depositar en manos de la Iglesia sus demandas, pero Esteban no quiso seguir su ejemplo.
—¡No me extraña! —replicó Hugo, esbozando una leve sonrisa—. Él ejerce dominio y ella no. En cualquier juicio de arbitraje, él podría perderlo todo y ella, que no se juega nada, podría ganar algo. Incluso un dictamen discrepante demostraría que no tiene un pelo de tonta. Y mi rey, Dios le conceda un poco más de sentido común, ha ultrajado la Iglesia, la cual no suele tardar en vengarse. No, no se podía esperar nada de ese encuentro. El obispo Enrique se dirige en estos momentos a Francia, pues no se ha dado por vencido y pretende conseguir el apoyo del rey francés y del conde Teobaldo de Normandía. Estará ocupado las próximas semanas, tratando de elaborar con ellos algunas propuestas de paz, y regresará bien armado para abordar de nuevo a los dos contendientes. A decir verdad, esperaba conseguir aquí más apoyo del que logró, sobre todo del norte. Pero ellos guardaron silencio y se quedaron en casa.
—¿Chester? —aventuró Cadfael.
El conde Ranulfo de Chester era una especie de rey imparcial en su sólido dominio norteño, y estaba casado con una hija del conde de Gloucester, hermanastro y principal defensor de la emperatriz en aquella contienda, pero se sentía agraviado por ambos bandos y había conseguido mantener una cautelosa paz en sus territorios, sin apoyar con sus armas a ninguno de los contendientes.
—Él y su hermanastro, Guillermo de Roumare. Roumare posee vastas extensiones de tierra en el condado de Lincoln y ambos constituyen una fuerza de la que no se puede prescindir. Cierto que han conseguido conservar el equilibrio allá arriba, pero hubieran podido hacer algo más. En fin, por lo menos podemos agradecer esta tregua momentánea. No hay que perder la esperanza.
La esperanza había sido más bien escasa en Inglaterra en aquellos años tan duros, pensó tristemente Cadfael. Sin embargo, había que reconocer en justicia que Enrique de Blois estaba esforzándose al máximo por restablecer el orden en aquel caso. Enrique era una prueba palpable de lo lejos que se podía llegar en el mundo, tomando el hábito a temprana edad. Monje de Cluny, abad de Glastonbury, obispo de Winchester, legado pontificio... Un ascenso tan repentino y espectacular como un arco iris. Desde luego, era sobrino de un rey y debía su rápido ascenso al viejo rey Enrique. No todos los hijos de familias de menor rango que elegían el claustro y el hábito podían aspirar a la mitra dentro o fuera de sus abadías. Por ejemplo, aquel sensible joven de apasionada boca y ojos moteados de verde... ¿hasta dónde podría llegar en su camino hacia el poder?
—Hugo —dijo Cadfael, cubriendo el brasero con turba para mantenerlo encendido, pero adormilado por si lo necesitara más tarde—, ¿qué sabéis de los Aspley de Aspley? Junto al lindero del Bosque Largo, si no me equivoco, no muy lejos de la ciudad, pero en lugar apartado.
—No tan apartado —contestó Hugo, levemente sorprendido por la pregunta—. Hay tres feudos vecinos, todos surgidos de lo que inicialmente fue un solo asentamiento en un claro del bosque. Dependían del gran conde y ahora dependen de la corona. El señor de la mansión ha asumido el nombre de Aspley. Su abuelo era sajón hasta la médula, pero, por su hombría de bien, se ganó el favor del conde Rogelio, el cual le dejó las tierras. Siguen siendo sajones, pero el conde les había dado el pan y la sal, por cuya razón fueron leales al compromiso adquirido con la noble familia del conde cuando esta accedió a la corona. Este señor tomó una esposa normanda que aportó como dote un feudo en el norte, más allá de Nottingham, pero Aspley sigue siendo el centro de sus dominios. Pero ¿qué es para vos este Aspley?
—Una figura a caballo bajo la lluvia —contestó Cadfael—. Nos ha traído a su hijo menor, celestial o infernalmente empeñado en tomar el hábito. Y me preguntaba por qué razón, eso es todo.
—¿Por qué? —Hugo se encogió de hombros, sonriendo—. La propiedad es pequeña y tiene un hermano mayor. No habrá tierras para él, a menos que tenga inclinaciones guerreras y las consiga por su cuenta con las armas. El claustro y la Iglesia no son una mala perspectiva. Un mozo inteligente puede adelantar mucho más con eso que con la espada. ¿Dónde está el misterio?
En la mente de Cadfael surgió con toda claridad la figura todavía joven y vigorosa de Enrique de Blois, apuntándole la respuesta. Pero ¿tendría aquel envarado y trémulo joven madera de gobernante?
—¿Cómo es el padre? —preguntó, sentándose al lado de su amigo en el ancho banco adosado a la pared.
—Pertenece a una familia más antigua que Ethelredo y es más orgulloso que el mismísimo demonio, a pesar de que solo tiene dos feudos. Los príncipes se conformaban entonces con sus pequeñas cortes locales. Todavía hay algunas casas de este tipo en las montañas y los bosques. Debe de tener unos cincuenta y tantos años —dijo Hugo, basándose en los datos que obraban en su poder sobre las tierras y los señores sometidos a su jurisdicción en aquellos tiempos tan revueltos—. Su fama y su palabra son altamente valoradas. Nunca vi a sus hijos. Habrá una diferencia de unos cinco o seis años entre ambos. ¿Qué edad tiene vuestro jovenzuelo?
—Diecinueve años, según dicen.
—¿Qué os preocupa? —preguntó Hugo con imperturbable perspicacia, mirando de soslayo el rudo perfil de Cadfael y esperando sin impaciencia.
—Su docilidad —contestó Cadfael, sorprendiéndose de que su imaginación fuera más indiscreta que su lengua—, tratándose de un joven indómito por naturaleza —añadió resueltamente—, de ojos que miran como los de un halcón o un faisán y ceño semejante a una roca colgada sobre un precipicio. ¡Y cruza las manos y baja los párpados como una criada reprendida por su ama!
—Practica su oficio —dijo Hugo afablemente— y estudia a su abad. Es lo que suelen hacer los chicos listos. Les habéis visto ir y venir.
—Es cierto. —Muchos de ellos, ineptos y ambiciosos, habían conseguido llegar más lejos de lo previsible según sus limitadas aptitudes gracias a sus denodados esfuerzos. Cadfael no pensaba lo mismo de aquel joven. Aquella hambre y aquella sed tan desmedidas, después de la aceptación, se le antojaban un fin en sí mismas, una muestra de desesperación. Dudaba que aquellos ojos de halcón miraran más allá o vieran algún horizonte al otro lado de la muralla que cercaba el recinto de la abadía—. Los que quieren que se les cierre una puerta a la espalda, Hugo, o bien escapan al mundo interior o bien huyen del mundo exterior. Hay una diferencia. Pero ¿conocéis algún medio de distinguir lo uno de lo otro?