Papá conduce el carro a través de una montaña. Ha bebido. Mamá lo reprende. Yo tengo dos años y, en la siguiente imagen, estoy sentado en una roca al filo del barranco observando a mis dos padres. Él está parado en medio del camino, su ropa cubierta en polvo, el rostro regado en sangre, la mirada perdida, el gesto de quien quiere gritar y no puede. El carro está hecho añicos al fondo del precipicio, y entre los fierros está ella, su cuerpo inmóvil, como si durmiera. Ese es mi primer recuerdo.
Nos mudamos a Lima después del accidente, y dejamos sepultada nuestra historia anterior, en esa pequeña ciudad de los Andes llamada Abancay, donde hasta entonces vivíamos. Mis hermanas, que no estuvieron en el carro ese día, me criaron. Mi padre dejó de beber. Nunca se volvió a casar.
Eran los años ochenta, en el Perú, y millones de personas abandonaban las provincias y se refugiaban en la capital. La guerra producía muertos, heridos y migrantes. Nosotros no nos marchamos por ese motivo, pero nos instalamos en un barrio popular cuyos vecinos llegaban desde todos los rincones del país. Ser de provincias, en la Lima de esos años, te tatuaba con un estigma: los provincianos creábamos barriadas en los cerros, nos adueñábamos de las calles para vender baratijas y, por supuesto, éramos terroristas. En las escuelas, los niños vejaban a los serranos. Les llamaban cholos, alpacas, cochinos. Si eras de provincias y no se te notaba mucho en la cara o en la manera de hablar, quizá podías ocultar la verdad sobre tu origen y aparentar que eras de la ciudad. Seguí este camino durante mucho tiempo: me escondí.
El accidente nos volvió una familia esencialmente pobre. Mi padre había sido un profesional próspero en Abancay, pero tuvo que liquidar sus negocios para pagar su tratamiento médico y nuestra mudanza. Con el dinero que le quedaba construyó una casita de ladrillos muy parecida a las otras del barrio: piso de cemento, paredes sin pintar, columnas inconclusas. El dinero no alcanzaba para instalar ventanas en la cocina; sin embargo, nos dábamos el lujo de tener empleadas a tiempo completo o cama adentro. Se trataba, por lo general, de una adolescente de provincias, que hablaba mal el español y que trabajaba en casa mientras intentaba terminar la primaria en la escuela nocturna. Su habitación era un baño auxiliar que nunca funcionó y donde apenas cabía un catre plegable. La empleada tenía que hacer las compras, cocinar, limpiar las habitaciones, lavar la ropa. Su trabajo no era sencillo: en casa éramos cinco y no teníamos lavadora.
La familia se encariñó con varias de esas muchachas. Mi padre les aumentaba el sueldo. Mis hermanas les daban regalos en sus cumpleaños. Pero el afecto tenía límites estrictos. La empleada no podía sentarse en el comedor. Su lugar estaba en la cocina, donde no había una mesa, y ella debía comer de pie. Tampoco podía sentarse en los sofás de la sala. Si quería ver la telenovela, tenía que jalar una silla y mirar el programa desde un rincón, incluso cuando no había nadie en casa.
Un día encontré a una de mis hermanas y a la empleada conversando como amigas en el sofá de la sala. Yo tenía unos seis años y, aunque no entendía nada de la vida, sabía que algo no estaba bien. Fui donde la muchacha y la empujé. Ella esquivó mis manos y no me hizo caso. Volví a la carga. Empujé con ahínco una y otra vez, enojado hasta las lágrimas, hasta que, por fin, ella se puso de pie y se marchó. Aquella reacción debió saberme a victoria: yo era el pequeño soldado de las normas de la casa.
Ahora intento recordar el rostro de ese niño que fui y me pregunto: ¿Por qué me comportaba de esa manera?
* * *
Muchos años después, voy al trabajo en un autobús, cuando escucho el siguiente diálogo:
—Permiso, por favor. Bajo en la siguiente estación. Muévanse. —No hay sitio, señora. ¿Adónde me muevo?
—No sé. Deberías pensar en eso antes de pararte en la puerta. —Usted debería pensar en que el bus está lleno antes de sentarse tan lejos de la puerta.
—Muévete y no seas malcriado.
—Ya no grite.
La mujer luce molesta. Cuando por fin llega a la puerta, mira a su interlocutor con el odio que se reserva a un enemigo.
—Qué te voy a enseñar de valores a ti, malcriado —le regaña y enseguida alza la voz—. Negro de miércoles.
El hombre no contesta. Baja la mirada. Se pone rojo de la vergüenza. Debe tener unos treinta años y viste como oficinista: pantalón café, camisa celeste, chaleco azul. Su piel es de un tono marrón caoba, como la de los nativos de la costa norte del país. No es negro. Es un cholo oscuro. La mujer parece una secretaria madura: traje, cartera y aire de importancia. Tiene el cabello teñido de rubio, con esa textura chamuscada que confieren los tratamientos de decoloración. Es una chola blanca.
Los demás pasajeros parecen ensimismados en su cotidiana tragedia de llegar tarde adonde deben llegar. Nadie interviene en la conversación aunque la onda expansiva de la disputa crea una energía incómoda que impacta los rostros de los testigos. Todos parecemos debatir mentalmente con nuestros propios demonios: ¿Soy blanco? ¿Soy negro? ¿Soy marrón? ¿Soy cholo? ¿Qué soy?
* * *
Soy cholo. Con cierta luz, tiro para blanco, pero soy cholo al fin y al cabo. Nací en los Andes y viví allí hasta los dos años. Mis abuelos, mis padres y mis hermanas mayores hablaban quechua con fluidez. Jamás conté esto en mi escuela, pues cualquiera que viniera de los Andes se convertía en una víctima potencial. Los cholos blanquiñosos nos camuflábamos. Los cholos oscuros sufrían. Serrano de mierda —les decían—. Alpaca conchetumadre. Báñate, indio apestoso. Hueles a queso. Comequeso. Vicuña. Vicuñita. Me da pena tu vida, serrano. Eso no se quita con nada. Yo tengo malas notas pero puedo estudiar. Tú eres un serrano. Se-rra-no. ¿Me entiendes? Cómo vas a cambiar eso, ah, huevón. Añañáu. ¿Qué? ¿Te pones a llorar como mariquita? ¿O sea que eres serrano y encima cabro? Puta, yo que tú me suicido.
Cochachi era cholo hasta la punta del cabello. Lo tenía grueso como un erizo. Su español andino estaba marcado por erres notorias como montañas. Y, acaso porque el quechua había sido su primer idioma, confundía la e con la i. Lo olvidé se convertía, por ejemplo, en Lo olvidí. Cochachi era tímido y nervioso, y estoy seguro de que todo lo que deseaba en la vida era pasar inadvertido. Los apodos lo volvieron célebre. Pachamanca, le decíamos en referencia a ese plato andino que se cocina bajo tierra. Torreja, Cachanga, Añañáu.
Cochachi no sabía defenderse. Cargaba su mochila a todos lados para evitar que los demás la destruyeran. Una vez la dejó en el salón, y alguien la arrojó por la ventana a la azotea de una casa. Si traía un sándwich, los malhechores encontraban la manera de sazonarlo con goma. Él era un mártir en el sentido cristiano: resistía con honor todas las vejaciones. Pachamanca de mierda. Serrano huevón. Ven para acá, oye, cabeza de tuna. Y Cochachi venía. Varias veces lo vi llorar. La cabeza gacha. Caminaba deprisa raspando las paredes. Era difícil advertir lo que expresaba su mirada.
No recuerdo si llegó a graduarse en mi promoción o si se marchó a otra escuela para terminar la secundaria. Lo encontré de casualidad muchos años después, en la época de la universidad. Cochachi estaba sentado en una sala de la Biblioteca Nacional. No había cambiado mucho. Su cabello era el mismo pajar rebelde. Me acerqué para saludarlo. Cochachi copiaba frases desde un diccionario etimológico hacía un cuaderno rayado y forrado con plástico. Manejaba con destreza maniática cuatro colores de lapiceros: azul para los textos, rojo para los signos de puntuación, negro para los títulos, verde para resaltar las palabras importantes. Tuve un repentino flashback. Las carpetas del colegio. Los lapiceros de colores que algunos chicos se empeñaban en usar y que otros nos empeñábamos en lanzar a través de las ventanas.
—Cochachi —susurré parándome al costado.
Cochachi continuó escribiendo.
—Cochachi —repetí—, compadre.
No mostraba intenciones de dejar sus libros.
—Cochachi, ¿te acuerdas de mí? —insistí tocándole un hombro. Entonces levantó la cabeza. Sus ojos hervían de rencor. Era la mirada de alguien que odia sin miedo a ocultarlo.
—Lárgate de aquí —exclamó.
Cerró su cuaderno y empuñó el lapicero rojo como un cuchillo. —Lárgate, imbécil.
El silencio de la sala era denso como el de una misa. Cada quien parecía concentrado en sus problemas. Obedecí. Ya en la calle, me detuve a tomar agua en una tienda, y recordé los años de colegio, ese infierno al que el cholo Cochachi había sobrevivido.
* * *
Mis abuelos maternos eran una pareja de cholos blancos. Tenían una hacienda, una montaña, parte de un río. Todo lo que se hallaba en su territorio les pertenecía, incluidos los indios. Los indios, sus indios, no tenían nada. Vivían para trabajar las chacras. Parecían esclavos. Mi padre solía contarme historias sobre ese mundo antiguo, donde conoció a mamá. Mi bisabuela, por ejemplo, era una viuda de carácter fuerte que recorría sus propiedades resguardada por un séquito de indios desnudos. La cargaban en andas como a una reina medieval. Cuando llegaba la hora del almuerzo, ella bajaba a tierra por un momento. Un indio se arrodillaba como una silla, otro se reclinaba como una mesa, y mi bisabuela comía usando a esas personas como si fueran muebles.
Un mundo así no podía terminar bien. El Gobierno militar de los años sesenta castigó a los hacendados quitándoles sus tierras y se las entregó a los indios. Algunos señores intentaron retener sus propiedades a balazos. Mi abuelo materno no fue uno de ellos. Era un hombre culto, adicto a la lectura. Antes de marcharse, mandó abrir un hoyo inmenso en la tierra y ocultó allí su fortuna personal: miles de libros antiguos que habían pasado de generación en generación. Él tenía la ilusión de volver y recuperarlos pero jamás lo consiguió. Lejos de su tierra, en un mundo con otras reglas, se volvió loco.
Creí que esta era una leyenda familiar adornada por el talento fabulador de mi padre hasta la noche en que hablé con una de sus protagonistas. Mi tía Yony era una niña pequeña cuando su padre enterró la biblioteca. Ahora tenía sesenta años y vivía en un barrio residencial de Lima con muchos parques y automóviles modernos estacionados en la orilla de las calles. Yony tiene los ojos verdes, el cabello negro ensortijado y habla con el acento elegante del Cusco. Después de confirmar la historia, abrió un armario de madera y extrajo dos volúmenes de tapas de cuero, tan viejos y apolillados que temí que se deshicieran entre sus dedos. Pasó las hojas con cuidado. El primero era una edición de los Salmos y no tenía fecha. El segundo se llamaba Recreación filosófica o Diálogo sobre la filosofía racional para instrucción de personas curiosas que no frecuentaron las aulas, y fue impreso en 1787, cuando el Perú no era el Perú sino una provincia más de España. Mi tía Yony, niña traviesa, había tomado esos volúmenes antes de dejar la hacienda, y ahora, medio siglo después, me permitió tocarlos. Los acaricié una y otra vez como si fueran dos animales dormidos, y los olí con el deseo inconsciente de que el aroma húmedo me trasladase en el tiempo. Ella me observó en silencio. Intenté devolvérselos. «Guárdalos tú», me dijo. Parecía solo un acto de generosidad pero quizá había algo más en esa renuncia: una liberación, un encargo. Algún día lo sabré.
* * *
Mis abuelos paternos eran una pareja rarísima que apenas se expresaba afecto. Cada cual vivía en su propio mundo. Cuando los conocí, ella estaba perdiendo la memoria y ya no era capaz de recordar si había comido o no. Por el contrario, se quejaba de que sus nueras intentaban matarla de hambre, pero casi nadie le hacía caso porque ella solo hablaba en quechua. Era indígena. Él prefería pasar el tiempo en la calle; se sentaba en la tienda de su hijo mejor y conversaba con los clientes sobre sus años de gloria. En una época en que casi no había carreteras en las montañas, él había tenido la osadía de llevar el primer vehículo a motor a Huancarama, una especie de Macondo en los Andes del sur. El acceso al pueblo era tan difícil que el camión se malogró a mitad del camino y una cuadrilla de cholos tuvo que empujarlo para que pudiera llegar. Cuando mi abuelo hablaba de los cholos, lo hacía con un tono despectivo como si se refiriese a animales de carga. Él era blanco. Mi abuela era chola. ¿Cómo había sido ese matrimonio? Años después, cuando ambos habían muerto, mis parientes solían comentar con orgullo las fotografías de mi abuelo. Oh, mira qué blanco era. Tenía los ojos azules. Era guapo, rubio, y su naricita tan bonita. Nunca escuché ningún elogio equivalente sobre mi abuela. Todo lo contrario. Muchos estaban de acuerdo en que era fea y lo peor, su nariz.
A veces me veo en el espejo y me entretengo pensando en el origen de mis rasgos. ¿De dónde viene mi color? ¿De quién heredé esos ojos? ¿De quién esta narizota? Mi nariz es grande como un pepino y el tabique está adornado por un coqueto morrito que recuerda la nariz quebrada de los incas. Mis narinas son enormes y parecen las asas de una olla de barro. Es la nariz de mi abuela paterna, mi abuela indígena quechua hablante. Soy un indio como ella.
* * *
Una vez fui a una discoteca de Lima junto a unos amigos y colegas escritores. Me retrasé estacionando el carro y llegué a la puerta cuando ya todos habían entrado. Intenté cruzar, pero un vigilante enorme y temible se plantó delante cerrándome el paso.
—Perdón, la fiesta es privada.
Le expliqué que mis amigos acababan de ingresar.
—¿Sí? Entonces llámelos por celular y que salgan.
Era la primera vez que alguien me negaba el ingreso a un local público porque no encajo en el molde cien por ciento blanco. O, en otras palabras, porque soy cholo. Lo que pasó después no importa tanto. Escribí una carta en un diario. Muchas personas se quejaron de la segregación, el racismo, la discriminación que caracterizan la vida en el Perú. Ese local cerró poco después. Pero el problema no acabó allí. Historias similares ocurren todo el tiempo. Un artesano indígena, de visita en la capital, intenta entrar a un cine y el empleado del local no se lo permite. Una mujer enfadada le grita serrano de mierda al vigilante del supermercado. La estudiante universitaria le dice color puerta a un compañero. Y así. Cada tanto un peruano humilla a otro porque desprecia el color de su piel, su origen, su historia. ¿Es tan malo ser un cholo?
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A principios de este siglo yo era un mocoso desorientado que no sabía bien para qué iba a servirme el título de periodista que acababa de obtener. Tenía veintiún años cuando conseguí un puesto de practicante en el diario El Comercio. Quizá debido a mi edad, los editores me engreían como al peluche de la redacción concediéndome libertad para recorrer la ciudad sin una misión específica. Reunía a un fotógrafo, un conductor y salíamos los tres como mosqueteros a la caza de historias. Siempre terminaba encontrando las mías en los barrios populares, en los cerros, en los arenales; es decir, en esos sectores que los provincianos —como mi familia— habían colonizado durante las últimas décadas, tras huir de sus pueblos a causa de la guerra, de la pobreza o de otras tragedias. Ahora que el tiempo había pasado, sentía mucha curiosidad por saber cómo les había ido en la capital. ¿En qué trabajaban? ¿Cómo eran sus casas? ¿Tenían ventanas? ¿Qué hacían sus hijos? ¿Habían ido a la universidad? ¿Sus historias se parecían a la mía?
Cuando mis colegas me preguntaban por qué me gustaba escribir sobre esos temas, mis respuestas eran una pose juvenil: me encanta lo marginal —respondía—, quiero darle voz a quienes no la tienen. La verdad era otra. No soy un periodista con vocación de mártir del interés público; siempre fui un simple mirón guiado por su curiosidad personal. Escribir sobre los inmigrantes de Lima me recordaba de dónde había venido yo mismo. Estaba seducido por mi propia biografía de cholo.
* * *
Este libro no trata de mí. O al menos no de una manera directa. Tampoco es la epopeya de los migrantes que, como mi familia, echaron raíces en la ciudad. Este libro es sobre los otros. Sobre los que nunca se fueron. Sobre los cholos e indios que, a pesar de los cataclismos que ha vivido el país, se quedaron a vivir en sus pueblos. En las montañas. En las selvas. ¿Qué los retuvo entonces? ¿Qué los retiene ahora?