Introducción

Se lo leí a Christopher Hitchens en sus memorias. “Las etapas a través de las cuales uno muda o se metamorfosea de una identidad a otra no siempre son evidentes mientras se pasa por ellas”. Supongo que a mí me sucedió eso. O algo parecido. Particularmente frente a la religión, a la fe y a la iglesia católica.

A ver. Se los cuento en corto, a manera de resumen ejecutivo. En el año 2002 escribí una novelita, Mateo Diez, en la que metaforizaba en clave de ficción mi tránsito por el Sodalitium Christianae Vitae (o, si prefieren, Sodalicio), un movimiento catoliquísimo y ultraconservador, de características sectarias y de rasgos fanaticoides, en el que milité algunos años, y en el que, entre otras cosas, empeñé mi libertad, dejé que otros pensaran por mí y aprendí a cantar el Cara al Sol.

Escribí esa historia de dudas estrujantes y dioses con talante militar, como una suerte de exorcismo personal, para despercudírmelos del cerebro, para romper de ese modo con los últimos tics atávicos y sentimientos de culpa y creencias inanes que no había logrado desechar del todo, luego de una quincena de años de haber desertado de dicha organización.

El objetivo se logró. Pero a medias, debo confesar. Me di cuenta de ello pocos años después, en marzo del 2005, cuando enfermé de neumonía. Para mala racha mía, además de adolecer de aquella maldita reacción inflamatoria que había tomado por asalto mis vías respiratorias, en paralelo, al papa Juan Pablo II le estaba ocurriendo algo similar. Tal cual.

En esas mismas fechas, una dificultad respiratoria le obligó a internarse y a someterse a una traqueotomía que derivó en septicemia. Y nada. Supongo que recordarán lo que ocurrió inmediatamente después. Y si no, se los evoco. Pues, zuácate, ahí nomás se fue el santo padre a reunirse con su amiga Teresa de Calcuta. Bueno. No sé si llegó a reunirse con ella, la verdad. Pero lo cierto es que se fue. Murió el 2 de abril, a los 84 años, en la pantalla de mi televisor.

Lo narro así porque, como podrán inferir, entre las contadas actividades que un enfermo de neumonía, que apenas puede respirar, padece de escalofríos, fiebres y dolores de pecho y de cabeza, que no puede recostarse para leer, una de las pocas cosas que puede hacer un enfermo de neumonía, decía, es ver televisión premunido de varios cojines bien asentados en la espalda, en plan John Merrick, el hombre elefante. Que ese fue mi caso. Ver en la tele, adolorido, cuasi asfixiado, rodeado de almohadones -y en directo-, la agonía y muerte del primado polaco. Y claro. Me soplé también los funerales, que no fueron moco de pavo y que seguí desde todos los ángulos y planos y perspectivas porque la televisión por cable, se acordarán, no transmitía otra cosa que no fueran las imágenes del cadáver del papa vestido de rojo y blanco y enfundado en unos llamativos zapatos bermellones. Eso sí, de marca italiana.

Así las cosas, no voy a negar que el suceso de la partida de Wojtyla me impactó sobremanera, quizás porque además estaba influenciado por la sobredosis de fármacos y antibióticos que ingería para curarme, que esa es otra.

Pero lo mío no fue solo sugestión, lamentablemente. También hubo arrebato místico de mi parte. En plan santa Teresa de Jesús. Y les explico por qué.

Con los pulmones estrujados y todo, me dirigí a la computadora y ahí, frente a ella, encorvado por el malestar, y como si estuviese siendo inspirado por el mismísimo Espíritu Santo, le dediqué un obituario titulado De labore solis. Encima, en latín. Huachafísimo. Y lo escribí en tono solemne, como si las profecías de Malaquías se hubiesen hecho carne en el difunto jefe de la iglesia católica.

Claro. No faltaba más. Atribuyo ahora ese extraño arrobamiento, medio lisérgico e idiota, al aturdimiento de los medicamentos y a las drogas recetadas. Pero no fue esa mi interpretación en ese instante, como verán.

“Su adiós me toma un tanto distanciado de la fe. Cosas que ocurren, pequeños milagros, su despedida hace que me acerque otro tanto a esa fe”, pergeñé entonces… ¡Por dios! ¡Qué interruptor hizo que se prendiera en mi testuz nuevamente el delirio de la religión y de las creencias irracionales! ¡¿Dije “milagro”?!

Vaya. Viendo las cosas a la distancia, habría jurado que rompí el chip el día que publiqué mi exorcismo literario. Pero no. Al parecer, estaba equivocado. Quedaban cabos sueltos.

Algo pasó en mi mollera en ese instante. Porque al releer esa vergonzosa columnita, que podría haber firmado el obispo de Piura, el cardenal Cipriani, o cualquier sodálite, y podría haber sido publicada en L’Osservatore Romano, recordé entonces que esa neumonía, a la que llegué como consecuencia de mi adicción a los Marlboro rojos (dependencia abandonada, que conste, desde aquella vez; o desde aquel deceso vaticano, que también), me hizo reflexionar sobre la muerte. Sobre mi propia muerte, entiéndase bien. Pues sentí miedo. Un miedo atenazador. Irrefrenable y helado. Miedo de morir como un descreído y, luego, descubrir con culpa que existía un dios, un dios terrible que iba a castigarme en la hoguera eterna, y todas esas cosas hórridas y crueles con las que te asustan los curas católicos.

Eso, sumado al providencial fallecimiento de Juan Pablo II en esos días, debió gatillar algún tipo de mecanismo mental que me hizo retroceder en el tiempo y me arrastró a pensar igual que cuando tenía el pensamiento formateado, anclado a dogmas y supersticiones.

La profunda inseguridad que suscita confrontar la idea de la muerte, ya saben, es sorteada por la religión con fantasías como el paraíso celestial, con certezas en recompensas divinas o, si no te portas bien, con infiernos tortuosos y llamas que jamás se apagan.

En el caso del escéptico, el agnóstico o el ateo, adivinarán, no hay credos. No hay credos religiosos que enmascaren o suavicen esas inseguridades. Es así. Simplemente no hay esperanza en mundos extraterrenales. Punto y final.

Pero a lo que iba. Por suerte, esa especie de “reconversión” duró muy poco tiempo. A las pocas semanas, estaba sano y de vuelta y volví a pensar por mí mismo y desistí rápidamente de pretender encadenarme, otra vez, a doctrinas preñadas de ilusiones y de culpas, que predican la sumisión y la resignación, la represión sexual y la docilidad de mentes, que desprecian el librepensamiento y la libertad de conciencia.

Ahora, para precisar: “poco tiempo” significó un lapso como de tres semanas. O algo así. Tres semanas en las que, aun convaleciente pero con espíritu de cruzado, me dediqué a librar batallas por una iglesia que no vale ni una gota de sudor. Sin embargo, lo hice. Ahí están las intolerantes y afiebradas líneas que escribí contra Luis Pásara y contra Hans Küng en el diario La Primera, en defensa del papa muerto. Al primero le achaqué que su prosa era tan sabrosa como un yogur de agua. Y al segundo, lo traté de felón y resentido. A ambos, mil disculpas. De verdad. Lo lamento muchísimo. No era yo. Algo me poseyó temporalmente. Algo como el demonio que se metió en el cuerpo y la mente de Linda Blair, por decir algo.

Lo peor es que los dos, Pásara y Küng, tenían razones fundadas en las críticas que, ilusa y tontamente, traté de refutar. Y el equivocado, sin duda alguna, era yo. Pero así somos los seres humanos. Contradictorios. Paradójicos. Inconsecuentes. Absurdos. Necios. E inseguros. Por lo menos algo de eso, o bastante, es quien suscribe estas líneas.

Como sea. Luego de ese episodio de locura que duró una neumonía y tres largas semanas, volví a mi agnosticismo cotidiano. Eso sí, para poner las cosas en su sitio empecé a observar a la iglesia católica y a la religión de otra forma. Desde la óptica de los Pásara y los Küng y los Hitchens y los Dawkins. Desde una mirada crítica, o sea.

Y llegué a la conclusión que no bastaba con publicar una novelita (muy mala, literariamente hablando, siendo honestos) para sacármelos de la cabeza. Porque esto de batallar contra el apostolado de lo irracional es como con las vacunas. Hay que inocularse el antídoto del libre albedrío cada cierto tiempo. Pues la religión llega a ser dañina. Y tóxica. Y envenena. Y si se le deja el paso libre, pues solo basta revisar la historia: no solo es enemiga del progreso y de la ciencia y de la investigación, sino que se vuelve aliada de la ignorancia, de la intolerancia, de la esclavitud, del racismo, del absolutismo, de la tiranía y del totalitarismo. Y hasta del genocidio.

“La necesidad de prohibir y censurar libros, de acallar a los disidentes, de condenar a quienes no son como nosotros, de invadir la esfera privada y de invocar una salvación exclusiva representa la esencia misma del totalitarismo”, escribió Hitchens, a quien cité al inicio y ahora acudo para rematar esta introducción.

Así empezaron estas divagaciones que han adoptado la forma de este pequeño libro, que aspira humildemente a combatir y señalar aquellos fundamentalismos y abusos que atentan contra la libertad de las personas y de la sociedad, en nombre del dogmatismo de la fe. Pues eso.

EL AUTOR

Post Scriptum: El libro se iba a llamar inicialmente Me cago en dios. El título lo encontré leyendo un artículo de Arturo Pérez-Reverte, en el que decía: “En Europa, un tonto del haba puede titular su obra Me cago en Dios, y la gente protestar en libertad ante el teatro, y los tribunales, si procede”.

Y entonces me dije: ¿Por qué el tonto del haba tiene que ser europeo? Y estuve a punto, les cuento. Pero mi ángel de la guarda, quien tiene reflejos de artista marcial, me dijo: “Tampoco se trata de que te pongas insolente”. Y bueno. Ya ven. Le hice caso.

Post Scriptum II: Esta publicación ya se encontraba en la editorial en la etapa de corrección, cuando Benedicto XVI nos sorprendió a todos y renunció de súbito. Y al poco, ya saben, apareció Francisco, el argentino. Así que, nada, Al diablo con Dios volvió a mis manos para añadirle algunos textos más. Y bueno. Habrá que verlo. Al papa, digo. O mantiene a la iglesia congelada en el tiempo, como un glaciar, o inicia su deshielo.