Mi historia personal

Cajamarca y Cusco

Mi nombre es Julio Armando Guzmán Cáceres. Soy uno de los 432 Julios Guzmán que viven en el Perú de acuerdo con el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec). La historia de mi vida ha sido una permanente carrera porque, desde que tengo uso de razón, he tenido que superar obstáculos, uno detrás de otro, para poder seguir adelante; cada vez que superaba una valla aparecía una nueva sin haberme dado siquiera el tiempo de recuperar un mínimo de energía. Debido a las circunstancias que rodearon mi vida, tuve que correr solo, apoyándome en los valores de mi familia.

La familia de mi madre es de Celendín, Cajamarca, y la de mi padre de Anta, Cusco. En ambos casos, mis abuelos emigraron a Lima para buscar un futuro mejor. Por el lado materno, mi abuela Alcira y mi abuelo Pelayo decidieron décadas atrás comenzar de cero en un lugar alejado del centro de la ciudad con pocos signos de urbanización, y así fundaron junto a otras familias la urbanización El Trébol. Hoy ese lugar se ubica en el distrito de Los Olivos, Lima. Mi abuela Alcira se dedicó enteramente a la ardua tarea de cuidar a sus nueve hijos.

Mi abuelo Pelayo era policía de la Guardia Civil, y ascendió hasta sargento segundo, rango que le permitió ser designado como comandante de puesto —o comisario, en términos modernos— en Canta y Naván en la provincia de Lima, y luego en la histórica Ciudad de Dios, hoy San Juan de Miraflores, Lima, donde fue nombrado el primer comandante de puesto al día siguiente de la recordada invasión de 1954. Mi abuelo Pelayo atrapó al célebre delincuente Tatán, después de un intenso trabajo de investigación e inteligencia policial que el mismo dirigió. Pelayo murió de cáncer a los 74 años —joven, comparado con el promedio de sus paisanos celendinos— frente a mí y mi madre en el Hospital de Policía en Jesús María, Lima. Hasta ahora sueño a veces con Pelayo, uno de los hombres más generosos que conocí en mi vida y quien de niño me llamaba “Bronco”, pues dicen que a esa edad era yo muy inquieto, y también me decía “Cuchuro”, nombre con el que en Celendín se nombra a las personas de pelo enrulado. Alcira, la matriarca de los Cáceres, aún vive, y a sus 97 años muestra una salud envidiable.

Por mi lado paterno solo conocí a mi abuela Laura, pues mi abuelo Francisco —Paco, para los conocidos— falleció antes que yo naciera. Sin dinero pero con muchas ganas, Paco ganó a los 18 años una beca del Ministerio de Educación para estudiar Historia del Arte en la Universidad Sorbona de París, Francia, donde durante su estadía fue presidente de la asociación de alumnos extranjeros. A su retorno al Perú, fue profesor de Arte y Dibujo de la Gran Unidad Escolar José María Eguren de Barranco y también profesor de Historia del Arte en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Durante su experiencia docente en el Eguren, Paco fue presidente de la Asociación de Profesores del Perú y ganó el Primer Concurso Nacional de Escultura del Perú, hecho que le valió la invitación de las autoridades para que esculpiera los frisos y los ornamentos del Palacio de Justicia de Lima, ubicado en la avenida Paseo de la República, frente al actual Hotel Sheraton. Mi abuelo Paco falleció joven, a los 48 años, de un ataque al corazón, recostado en su cama por un dolor en el pecho, mientras esperaba a Laura, quien le llevaba una pastilla, según ella misma me contó.

Después de la muerte de su esposo y viuda con tres hijos a los 44 años, Laura decidió décadas atrás establecerse en la periferia de la ciudad, en un lugar cuyo paisaje estaba dominado por cultivos de vid y donde fundó con algunas otras familias la urbanización El Palmar, hoy en el distrito de Santiago de Surco, Lima.

De voluntad inquebrantable y disciplina férrea, Mamalala —como cariñosamente la llamábamos— dedicó gran parte de su vida a la enseñanza de mujeres en condiciones de vulnerabilidad. Fundó y dirigió los Colegios Industriales de Mujeres de Huancayo y Ayacucho, y más adelante fue directora del Colegio Industrial nro. 6 de Miraflores. Para Mamalala, la educación era el alfa y el omega del progreso. Como buena cusqueña, amaba el Cusco y el quechua —idioma que aprendió desde muy niña— con una intensidad que nunca he vuelto a observar en otra persona. “Mi tierra es el centro del mundo”, me repetía una y otra vez. Cantaba y recitaba en quechua cada vez que se ponía alegre; escribió dos libros costumbristas sobre la cultura cusqueña, fue miembro de la Real Academia del Quechua, y publicó el único diccionario quecha-castellano-inglés que existe, cuyo ejemplar se encuentra en una de las bibliotecas de la Universidad de Yale, Estados Unidos. Sola y con un sueldo —y luego pensión— de profesora, Mamalala sacó a sus tres hijos adelante. Laura falleció a los 100 años y dos meses, en paz y de forma natural, de la misma forma que muchos, incluido yo, quisiera reencontrarse con sus ancestros.

Doce hermanos

Mis padres, Gloria y Julio, adoptaron bastante bien los valores que observaron desde niños y formaron su propia familia sobre la base de esos mismos principios, en especial la resistencia de acero, la obsesión por la educación y la decencia. Mis padres se conocieron en una oficina. Gloria trabajaba de secretaria en la recepción y Julio era un arquitecto independiente que frecuentaba clientes en esa oficina. Se enamoraron y formaron una sola familia con los hijos de sus previos compromisos y cuatro adicionales producto de su unión. Tuvieron en total seis mujeres y seis hombres, todos viviendo juntos. Nací en un hogar de doce hermanos; yo soy el penúltimo, el número once.

Desde muy pequeño tuve que aprender rápido a enfrentar situaciones cotidianas difíciles, como el escaso tiempo que mis padres podían dedicar a su familia debido al duro trabajo para asegurar el pan de cada día, la competencia entre todos los hermanos por su atención y su afecto, y la constante inestabilidad económica familiar. Mi familia era considerada “de clase media”, pero enfrentaba una enorme fragilidad y continua incertidumbre, a tal punto que no sabíamos qué podría pasar al día siguiente. El trabajo de mi padre como arquitecto independiente nos permitía vivir con lo necesario, pero la enorme carga familiar que suponía mantener a doce hijos y las constantes crisis económicas del país me hicieron pasar por experiencias que marcaron mi vida y que hoy agradezco porque formaron mi carácter.

Mis padres pusieron “todos sus huevos en una sola canasta”, apostando por nuestra educación en buenos colegios —yo estudié en La Recoleta—, pero la inestabilidad económica familiar significó que a veces asistiera a clases sin desayunar, sin contar con los libros y materiales que me pedían, y sin la lonchera diaria. De hecho, conocí a mi mejor amiga Ana María porque me regalaba su manzana aquellas veces que me veía en apremios. Debo también confesar que, a pesar de que era consciente del enorme esfuerzo que mis padres hacían por darme una buena educación, sentí vergüenza en la clase las veces que no me entregaron la libreta de notas por no haber pagado la mensualidad.

La convivencia de tantas personas en un mismo techo trajo también lecciones importantes para mí. Recuerdo que todo en la casa estaba racionalizado, desde el pan en el desayuno hasta la pasta de dientes. Para ahorrar, mi padre compraba abarrotes al por mayor en el Mercado Central y traía la fruta en los típicos cajones de madera. Quizás la experiencia que más me marcó fue el hacinamiento. Durante toda mi niñez dormí en una habitación junto a otros cuatro de mis hermanos (Manuel, el mayor de todos, estudiaba en este tiempo en la Escuela Militar de Chorrillos y no dormía regularmente en casa). No tuve privacidad.

De adulto, cuando compartí algunas de estas anécdotas con un amigo, este, muy intrigado, me preguntó: “¿Cómo la hiciste?”. La verdad, no estoy seguro, pero creo que ante la inestabilidad y la incertidumbre constante, de niño solo busqué sobrevivir. De forma instintiva hice alianzas con hermanos mayores afines (principalmente mis hermanas, por eso la figura de la mujer influyó mucho en mi vida), me esmeré en mostrar algunas “gracias” como el baile y el canto para llamar la atención y la simpatía de todos, y fui un alumno muy aplicado en el colegio, a fin de ganarme el cariño y la predilección de mis padres, para quienes la educación era fundamental.

La experiencia más devastadora de mi vida fue la muerte de mi padre. Él tenía 50; yo, catorce. Mi padre era mi mejor amigo, mi profesor, mi referente. Yo estaba orgulloso del hecho que de sus seis hijos varones, a mí me había dado su nombre, Julio. Yo siempre quise ser como él, generoso, justo, ilustrado, enamorado de nuestro país. Desde muy niño, mi padre me enseñó los principios de la astronomía, la mitología, la biología, la historia y el arte a través de juegos y ejemplos muy didácticos. Recuerdo como si fuera ayer cuando me explicó, utilizando una naranja, cómo las civilizaciones antiguas sabían que la Tierra era redonda. También recuerdo el día que trajo a la casa un mapamundi, tomó examen a sus hijos sobre las capitales de todos los países del mundo y dio en recompensa una moneda por cada capital que acertáramos.

Cusqueño de nacimiento, Julio estudió Arquitectura en la Universidad de Ingeniería, Lima, donde tuvo de profesor a Fernando Belaunde Terry, dos veces presidente del Perú. Belaunde escuchó hablar a mi padre en público y le dijo: “Tengo mejores formas en las que puedes aprovechar tu talento”, y así lo reclutó en Acción Popular. Julio fue acciopopulista toda su vida, pues antes del encuentro con Belaunde no había militado en ningún partido político. Incluso fue precandidato a la Cámara de Diputados, en representación del Cusco, por el partido de la lampa. En 1956 mi padre estuvo al lado de Belaunde en la marcha de la plaza San Martín que dio origen al famoso “Manguerazo”, en momentos en que el expresidente denunciaba actos de fraude y reclamaba al Jurado Electoral que lo inscribiera en la carrera presidencial.

Mi padre era el sostén económico de la familia, por lo que su muerte fue una devastación no solo emocional, sino también material. Si en vida nuestra situación familiar era ya volátil e incierta, el fallecimiento de mi padre desató una condición económica insostenible. Y es desde ese momento en que la grandeza de mi madre no conoció limites.

Viuda a los 42 años y sin trabajo, sin quejarse Gloria se puso en la espalda a sus doce hijos para sacarlos adelante, en especial a los menores, recurseándose con lo que viniera. Vendía tortas y postres a los vecinos y bodegas del barrio, menús en oficinas y ropa que ella misma confeccionaba, hasta poco a poco ingresar al negocio de las concesiones de cafeterías y restaurantes; es decir, hacía magia y malabares para que todos sus hijos tuvieran algo que comer. Esta secretaria de corazón puro y carácter de acero dio su vida entera por sus hijos y les enseñó que en la vida “con poco no se hace mucho sino todo”. Con su ejemplo, metió en la cabeza de todos sus hijos que la persistencia es el camino seguro a la felicidad, que la mediocridad es el mundo de los que se rinden y que sin decencia no hay éxito que valga. Una vez, mientras la ayudaba cargando ollas de comida en la calle camino a un servicio que debía ofrecer, me dijo: “Me alegra que estés ahora conmigo, así veras de qué vivimos”.

La historia de mi madre es la historia de muchas madres peruanas a quienes nada las detiene cuando se trata de proteger y sacar adelante a sus hijos para hacerlos hombres y mujeres de bien. Todos los hermanos tuvimos que poner el hombro para ayudar. Recuerdo que Gloria consiguió un contrato para llevar chocolate caliente y sánguches en cajas de tecnopor a los médicos que trabajaban de noche en la sala de emergencias en dieciséis hospitales, así que entre los hermanos pudimos cubrir al menos doce centros de salud.

De abajo hacia arriba

Dado que mi madre ya tenía suficiente con la muerte de mi padre y las obligaciones para cubrir nuestras necesidades básicas, asumí que a partir de ese momento no podía condicionar mi futuro a la ayuda de nadie. Entonces, empecé a trabajar a los 15 años, meses después de la muerte de mi padre. Hablé con un amigo de la familia, quien me consiguió un trabajo de mandadero en la empresa que dirigía. Luego fui “ascendido” a asistente en el área de almacenamiento y posteriormente al área de contabilidad, donde mi trabajo consistía en ordenar los archivos contables. En esa empresa trabajé tres años consecutivos durante mis vacaciones de colegio. Utilicé el dinero para cubrir mis necesidades y molestar menos a mi madre. En el trabajo aprendí desde muy joven que todo cuesta esfuerzo, todo. Aprendí que a lo regalado uno no le encuentra mucho valor, y que uno de los grandes placeres de la vida es lograr cosas que, como diría Winston Churchill, primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial, cuestan “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”.

Terminé el colegio con beca y reconozco que me gustaba estudiar: era un “chancón”. Aunque suene fuera de lo común, los domingos esperaba que sea lunes para reencontrarme con mis amigos. Los profesores que más influyeron en mí fueron César Rodríguez, a quien debo en buena parte mi amor por la Historia, y el padre Hubert Lanssiers, quien me impresionó por su sencillez y su humanidad. Fui presidente del Consejo Estudiantil de la Recoleta, obtuve dos medallas —de oro y cobre— con el equipo de tenis de mesa en las olimpiadas interescolares representando a mi colegio, y gané uno de los concursos de canto en los juegos florales escolares.

Al terminar el colegio una de mis opciones era ser cantante, pero transcurría el año 1988 y la situación económica del país se tornaba de crítica a insostenible, así que tuve que optar por una carrera tradicional que me pudiera ofrecer mayores opciones. Así elegí Economía. Decidí ponerme la valla más alta e intenté ingresar a la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), cuya admisión era muy competitiva. Si en caso ingresaba, debía también pensar en cómo enfrentar su costo, debido a que estaba muy por encima de mis posibilidades. A pesar de haberme preparado con seriedad, no ingresé en el primer intento. Muchos de mis amigos y conocidos que postularon conmigo decidieron no intentarlo otra vez y optaron por otros caminos. Yo intenté de nuevo, a contracorriente.

Seis meses después ingresé a estudiar Economía en la PUCP en el puesto 19 de un total de seis mil postulantes. Gracias a intensas gestiones, la universidad me asignó una baja escala de pago por mi condición familiar, pero aún así el monto a pagar estaba fuera de mis posibilidades. Por eso se me ocurrió enseñar Matemáticas a niños de primaria y secundaria; asignaba la mitad de mi tiempo al trabajo y la otra al estudio. Estudiar y trabajar a la vez me trajo algunas complicaciones, como el hecho de perder algo de focalización en mis estudios y de terminar mi carrera años después que el promedio de mi promoción. Dadas mis condiciones económicas, el costo de oportunidad de mantenerme en la universidad era altísimo, por lo que comencé a explorar opciones de trabajo relacionadas con mi carrera tan pronto fue posible. El escenario no se mostraba alentador, pues a principios de la década de 1990 la economía del país aún no era capaz de crear puestos de trabajo y en lo personal mi familia carecía de contactos, característica de la típica clase media.

Pero algo fortuito pasó. Sentado en el Cocharcas —como solíamos llamar a los buses de color azul y bandas horizontales rojas que pasaban por la puerta de la universidad—, noté que un examen que acababa de recoger llevaba comentarios en el reverso. El mensaje era de mi profesora, quien, al parecer impresionada con mi forma de escribir, me proponía hacer practicas preprofesionales en el diario oficial El Peruano. Acepté.

Después de un par de años como practicante de redacción en el diario, un anuncio aparecido en la universidad llamó mi atención: el Grupo Apoyo convocaba a un concurso para contratar practicantes en periodismo para las revistas Semana Económica y Perú Económico. No lo dudé ni un minuto, me presenté y fui aceptado. Mamalala bailó huayno en su cocina cuando se lo conté mientras almorzábamos juntos.

A partir de ese momento mi carrera profesional despegó. Entre los 24 y los 29 años fui ascendido a analista económico para Semana Económica, ocupé por un corto periodo la misma posición para una revista de negocios llamada Business, fui analista principal del diario de economía y finanzas Gestión, analista principal de la casa de bolsa Prisma, jefe de investigación de la casa de bolsa MGS & Asociados, y finalmente gerente de planeamiento del banco Banex. Por primera vez sentí que estaba construyendo algo importante.

A pesar de que disfruté de todas esas experiencias, sentía un vacío permanente que no lograba descifrar. Pero pronto conocí a dos personas que, sin proponérselo, me ayudaron a interpretar lo que me estaba pasando. Esas personas fueron Francisco Sagasti y Gustavo Guerra-García. Ambos me invitaron a ser parte de un proyecto político en ciernes compuesto por intelectuales de fuerte tradición democrática, el Partido por la Democracia Social (PDS), organización de la que fui fundador en la segunda parte de la década de 1990. El PDS le dio a mi vida ese sentido que tanto tiempo había estado buscando de forma inconsciente, quizás reavivando esa sangre paterna que siempre estuvo allí pero nunca había sido activada. En esos años, todos los miembros del PDS salimos a las calles apoyando las manifestaciones contra el régimen de Alberto Fujimori, como las marchas en contra de la destitución de tres magistrados del Tribunal Constitucional por oponerse a la reelección presidencial y la Marcha de los Cuatro Suyos, que denunció el fraude en la tercera consecutiva elección de Alberto Fujimori.

Mis pininos en política me ayudaron a tomar una importante decisión: si quería que mi vida tuviera el impacto que buscaba en la vida de los demás, entonces debía cambiar de giro. Entendí que desde la banca comercial privada donde laboraba era más difícil encontrar espacios de contribución social como los que yo esperaba, pero no desde la banca de desarrollo. Así que nuevamente decidí soñar en grande: trabajar en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Washington D.C., el banco de desarrollo para América Latina. Y digo soñar en grande porque no hablaba una pizca de inglés, no contaba con una maestría en una universidad de prestigio internacional y no vivía en Washington D.C., condiciones elementales como para aspirar a tal objetivo.

Soñar, planificar, persistir. Eso fue lo que hice. Inglés intensivo, tres horas, todos los días, dos años consecutivos sin parar. Tomé dos veces el TOEFL, el examen internacional de inglés requerido por las universidades en Estados Unidos a alumnos extranjeros que no hablaran el idioma como lengua materna. La primera vez que tomé el examen no me fue bien. Lo volví a intentar y obtuve un puntaje competitivo. Postulé a una maestría en políticas públicas en cinco universidades en Estados Unidos, y una de ellas me aceptó: Georgetown University, una de las más prestigiosas casas de estudio del mundo. Ese día pensé mucho en mi papá.

En el momento de recibir esta gran noticia, Ximena, la futura madre de mis dos primeros hijos, y yo ya estábamos comprometidos de novios, por lo que decidimos casarnos, pues no estábamos dispuestos a poner en riesgo nuestra relación mientras yo estudiaba en el extranjero. Días después de recibir la carta de admisión de la universidad, me enteré de que el costo total de mis estudios y estadía ascendía a un cuarto de millón de dólares. A la fecha, solo tenía ahorrados cinco mil dólares. Vendí todo lo que tenía y con eso logré financiar los pasajes de avión, los primeros meses de renta y la matrícula al programa. Una vez en Estados Unidos, me presenté ante la directora de la escuela y le expliqué de la forma más abierta y transparente mi situación financiera. Ella me ofreció un trato: la universidad podría facilitarme crédito educativo con la condición de mantener buenas calificaciones. Como no había perdido mis aptitudes de “chancón”, terminé la maestría con calificaciones sobresalientes.

Aparte de agarrarle cariño a las ardillas que dominaban el paisaje del campus universitario, la experiencia en Georgetown me expuso a otras formas de pensar, a otras culturas, a otras religiones. Por primera vez en mi vida escuché la versión de un vietnamita sobre la Guerra de Vietnam, por primera vez entendí de un coreano qué se siente ser ateo de nacimiento, y por primera vez puse atención a un ruso opinar sobre cómo se vivía en la ya desaparecida Unión Soviética. A estas vivencias se sumaron las que tuve en la Universidad de Oxford, Trinity College, del Reino Unido, donde estudié también unos meses como parte de mi programa académico. Vivir en el extranjero me mostró un mundo que no había antes visto, un mundo más tolerante, más humilde, y más horizontal. A partir de ese momento, cuando entendí que sí es posible vivir mejor, comencé a ser más exigente con nuestro país.

Mi plan de trabajar en el BID continuaba en agenda. Ya hablaba inglés, contaba con una maestría en una universidad de prestigio y ya vivía en Washington D.C. “Tan solo” faltaba que el organismo multilateral me contratara. En una reunión social en la ciudad me enteré de que una alta funcionaria del BID estaba buscando un asistente a tiempo parcial, un consultor por solo cuatro horas a la semana que se encargara de actualizar presentaciones en PowerPoint. No es precisamente el trabajo ideal para alguien que venía de terminar una maestría en una gran universidad y había ya ocupado cargos ejecutivos en su país. Pero acepté. Me entregué por completo al trabajo, asistiendo de lunes a viernes en horario regular, mucho más que las cuatro horas a la semana que me exigían.

En poco tiempo el BID me ofreció un contrato de consultor a tiempo completo. Ese fue un día importante en mi vida. En el BID mi especialidad era el estudio de los impactos de la globalización en la pobreza. Particularmente mi responsabilidad consistía en investigar y asesorar a los gobiernos de América Latina sobre las formas de aprovechar los tratados de libre comercio (TLC) para generar empleo, conocimiento y reducción de la pobreza. En contra de lo que buena parte de economistas de esa época pensaban, yo postulaba la idea de que los TLC no generan bienestar si estos no están necesariamente complementados con políticas nacionales que mejoren el talento de la gente y las instituciones, y modernicen las empresas locales.

Mientras me asentaba en el nuevo trabajo ocurrió uno de los eventos más maravillosos de mi vida: nació mi hija Emilia Niyu (Niyu significa “felicidad” en lengua mochica). Emilia me enseñó muchas cosas; entre ellas, valorar aún más a mis padres, a las mujeres en general, y a la vida. Cuando murió mi padre, perdí el miedo a la muerte; cuando nació Emilia, lo volví a adquirir.

Ya en el BID mi apetito por el conocimiento se intensificó y decidí postular a un doctorado en Políticas Públicas. Con una familia y una deuda educativa de consideración, postulé a la Universidad de Maryland, College Park, Estados Unidos, entidad educativa que acepta en el doctorado de dicho programa menos de diez estudiantes al año. Tomé muy en serio el proceso de admisión y fui aceptado; nuevamente hablé con transparencia a las autoridades de la universidad y esta vez me ofrecieron una beca integral si lograba mantener buenas calificaciones. Me gradué de doctor con las notas más altas de mi promoción y gané la beca de investigación Ann G. Wylie otorgada por el presidente de la Universidad de Maryland a la mejor propuesta de disertación doctoral de esa casa de estudios. Gracias a mi doctorado, las universidades de Georgetown y Maryland me ofrecieron una plaza como profesor adjunto a tiempo parcial en sus programas de maestría de políticas públicas.

Meses antes de graduarme, Ximena y yo recibimos otra bendición, el nacimiento de mi hijo Camilo Antonio. Camilo nació con un retraso global del desarrollo que le impide avanzar en su estado biológico e intelectual con la misma velocidad que los niños de su edad. Es un niño maravilloso, generoso y afectuoso, con una sonrisa que conquista a cualquiera. Camilo es un libro abierto; he aprendido más de él que todos los libros que leí en mi vida. Camilo me enseñó que las personas somos valiosas no por lo que sabemos, sino por lo que somos. De nada sirven las maestrías y doctorados si uno es deshonesto; de poco cuenta ser un excelente técnico si uno no es consistente con sus valores y principios. Camilo también me da mucha fortaleza. Me hace ver que lo que algunos llaman “problemas” no son tales en realidad. Mi hijo me muestra que todos somos capaces de lograr cosas maravillosas si lo intentamos, si logramos sobreponernos al miedo, si creemos en nosotros mismos.

Mi experiencia en Washington D.C. cambió mi vida para siempre. Crecí como persona. Si bien obtuve una formación académica y profesional sólida, y una mirada de bosque a los problemas de nuestro país, mi vida fuera del Perú me dio la oportunidad de ser más tolerante y horizontal. Me hizo entender que los cargos y los títulos no hacen a las personas sino al revés; que nadie es dueño de la verdad y, por lo tanto, todas las opiniones cuentan; que el conocimiento es demasiado amplio y cambiante como para ofrecer espacio a la arrogancia; y que trascender no significa acumular conocimientos de prestigio, sino abrazar la idea que la vida va más allá del bienestar propio.

Esos cambios personales profundos lamentablemente también replantearon y afectaron mi vida familiar, específicamente mi matrimonio, y condujeron al divorcio con Ximena, una gran persona y madre de mis dos primeros hijos, alguien con quien compartí una década maravillosa.

Los últimos años de estadía en Washington D.C. fueron de mucha reflexión personal. Fue en esas circunstancias que Michelle, mi esposa, y yo nos conocimos. Con Michelle no comparto la misma nacionalidad, la cultura, el idioma, la religión, y mucho menos la misma experiencia familiar, pero ambos compartimos los mismos valores como la tolerancia, la apertura, la horizontalidad y el amor por el conocimiento. Y la vida es acerca de los valores. Ese es el cemento que nos une. Amo y admiro a mi esposa por su libertad, su sentido de justicia y de generosidad hacia el desconocido. Con su forma de ser, ella me recuerda todos los días que el mundo puede ser un mejor lugar para todos. Le debo además a Michelle el tener entre nosotros a Clara Laura, la tercera bendición de mi vida.

En el gobierno

A pesar de la nostalgia, la vida fuera del Perú fue generosa conmigo. La experiencia de asesorar a varios gobiernos de América Latina creó en mí el deseo natural de dar el siguiente paso, el de involucrarme en la gestión pública, donde realmente las papas queman. Crecía en mí la necesidad de poner en práctica en mi país todo el aprendizaje que acumulé en años y sentí que estaba preparado.

La oportunidad se presentó días después de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2011, que dieron por ganador a Ollanta Humala. En ese tiempo había mucha incertidumbre, escepticismo y temor sobre la dirección y el estilo de gobierno del próximo presidente, motivo que hizo difícil al quipo económico de transición convocar al numero necesario de técnicos locales para la transferencia de gobierno. Por interés mutuo, miembros del equipo económico de transición y yo nos pusimos en contacto y de inmediato solicitaron al BID mi asignación en Lima como funcionario internacional para brindar asistencia técnica durante la transferencia de gobierno.

En una semana me encontraba en Lima, trabajando hombro a hombro con el equipo de economistas del presidente electo, personas de gran capacidad y compromiso. Luego de dos meses de arduo trabajo, Kurt Burneo, miembro del equipo y ya nombrado ministro de la Producción, me ofreció el cargo de viceministro de Mype e Industria, cargo que asumí a la semana siguiente. Así empezaba un nuevo y completamente diferente capítulo de mi vida. Renuncié al BID, un trabajo estable, bien remunerado, con significativos beneficios laborales y una carrera promisoria por la comprensión de Michelle, y porque mi deseo de aportar a mi país y estar al lado de mis hijos le ofrecía mayor sentido a nuestras vidas. Perseguir sueños significa salir de nuestra zona de confort y enfrentarse a las fuerzas de la inercia que juegan en contra, y así lo hicimos.

Mi paso por el Ministerio de la Producción fue revelador. La mayoría de los mitos y prejuicios que tenía sobre la administración pública se desvanecieron poco a poco. Aprendí que la mayoría de los funcionarios públicos son peruanos decentes que solo quieren hacer bien su trabajo y luchan cotidianamente contra un sistema que les impide sacar lo mejor de sí mismos, un sistema que les ofrece precarias condiciones laborales, sin estabilidad ni capacitación de calidad, muchas veces expuestos al maltrato y la prepotencia de las autoridades de turno, y unas leyes tan complicadas que castran sus talentos en lugar de promoverlos.

Entendí también que muchos de los problemas del Perú no se debían a la falta de dinero del Estado o la falta de conocimiento técnico, sino a la corrupción y a una estructura montada de poder en nuestra sociedad (el llamado establishment), que bloquea cualquier reforma que ponga en riesgo sus privilegios. Finalmente, comprendí que en nuestro país las decisiones que competen a millones de peruanos las toman unos pocos basados en sus intereses personales. Todos los días, a mi llegada al piso 11 del edificio que alberga el despacho viceministerial donde trabajaba, saludaba con un apretón de manos y un abrazo a la persona de seguridad que nos resguardaba. Un día, uno de mis asesores me contó que esa persona estaba algo desconcertada, porque ese día me había pasado de frente sin saludarlo. Al escuchar el relato, inmediatamente salí de mi oficina y fui personalmente a darle el apretón de manos y el abrazo pendientes. Ese día sentí que estaba haciendo algo por mi país, pues, en el Estado, tratar a una persona con respeto puede ser revolucionario.

Como viceministro de Mype e Industria tuve una visión clara: quería sentar las bases para la independencia económica del Perú; deseaba crear leyes, instituciones y programas que le permitieran al país transitar de una economía basada en la explotación de recursos naturales a una economía diversificada y basada en el conocimiento. En esos tiempos, esa idea era innovadora, pues en los últimos treinta años —de 1980 a 2011— poco o nada se había hecho desde el Estado por promover una economía moderna. Me causaba envidia ver cómo en otros países dentro y fuera de América Latina los gobiernos daban pasos agigantados en la promoción de la innovación, la ciencia, la tecnología, la inversión en sus universidades públicas y la entrega de servicios productivos a sus empresas. Me causaba asombro ver cómo mientras en Chile la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) y en Brasil el Servicio Brasileño de Apoyo a la Micro y Pequeñas Empresas (Sebrae) invertían decididamente en la modernización de sus empresas, en el Perú la tecnocracia neoliberal de siempre aún seguía pensando ingenuamente que la mano invisible del libre mercado se encargaría de todo.

Por esa razón, junto con unos pocos funcionarios de Estado que partíamos de la misma visión, aposté y lideré la creación de la Agencia de la Competitividad, un fondo de mil millones de soles que ofrecía una variedad de servicios empresariales a las firmas peruanas que lo solicitaran, cofinanciados por el Estado y los beneficiarios, y ejecutados por privados, con el objetivo de promover la innovación y dar acceso a tecnología de punta, para, entre otras cosas, aprovechar los TLC que había firmado nuestro país. La creación de la Agencia de la Competitividad no implicaba mayor inyección de recursos fiscales del Estado, sino más bien un ordenamiento del caótico presupuesto nacional asignado a programas obsoletos e ineficientes. A pesar de que la reforma obtuvo amplio apoyo en el sector privado, esta no prosperó por la férrea oposición del ultraconservador Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), en mi opinión la mayor piedra en el zapato para el desarrollo del país.

Tras la salida de Burneo del ministerio, renuncié a mi cargo de viceministro de forma irrevocable, porque no encontré en las nuevas autoridades el compromiso mínimo para seguir luchando por la reforma, tan trascendental para nuestro país. Me fui a la calle sin trabajo. Luego de dedicarme algunos meses a la docencia, pronto fui convocado por el primer ministro Juan Jiménez —a quien había conocido en las reuniones de viceministros cuando él ocupaba el cargo de viceministro de Justicia— a la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), como secretario general. Esta vez, mi función era coordinar las políticas públicas multisectoriales de Estado y presidir el Consejo de Coordinación de Viceministros, compuesto por 34 de ellos, que se reunían, religiosamente, todos los viernes para discutir las políticas de Estado.

En la PCM mi objetivo estuvo claro desde el principio: quería hacerle la vida más fácil a los peruanos impulsando una verdadera y profunda reforma de simplificación de tramites. En principio, poseía todas las herramientas formales para lograrlo; las entidades de gobierno responsables de impulsar la reforma estaban subordinadas a mi despacho —la Secretaria de Gestión Pública (SGP) y la Oficina Nacional de Gobierno Electrónico e Informática (Ongei)— y mi acceso directo al primer ministro le podía dar a la reforma la palanca política necesaria. Para que la reforma funcionara eran necesarios tres requisitos: el reemplazo inmediato del jefe de la Ongei, quien no tenía el perfil profesional adecuado; el cambio en el organigrama de la PCM, que le permitiera liderar la reforma con efectividad; y el lanzamiento de un concurso nacional de simplificación de trámites que elevara la conciencia ciudadana sobre la necesidad de abordar el problema. Solo el último se materializó. El concurso se llamó “El Trámite de Más”, tuvo miles de participantes y otorgó premios a los ciudadanos que denunciaron casos de tramites absurdos e innecesarios. El reemplazo del jefe de la Ongei nunca ocurrió porque era miembro del partido de gobierno, y los cambios en el organigrama de la PCM no fueron aprobados a último minuto por razones puramente políticas. En suma, la reforma de la simplificación de trámites para todos los peruanos, como todas aquellas reformas que no prosperan, no ocurrió porque no contaba con la voluntad política de Palacio. Si algo aprendí en la PCM, fue que vivimos en un sistema político marcadamente presidencialista y jerarquizado, es decir, el presidente de la República es quien corta el jamón, y si este no tiene claridad o voluntad para el cambio, sálvese quien pueda.

Estuve en el cargo de secretario general de la PCM durante siete meses, en los cuales participé de dos reuniones con el presidente de la República, nunca en privado. A Nadine Heredia, la primera dama, la vi dos veces en persona en mi vida. La primera vez en un pasillo de Palacio, cuando el primer ministro Jiménez nos presentó y ambos cruzamos un escueto: “Hola, mucho gusto”, y la segunda vez en un evento organizado por la juventud del partido de gobierno, cuando yo era aún secretario general de la PCM, donde me invitaron a dirigir unas palabras a los jóvenes sobre la importancia de la formación en gestión pública para trabajar en el Estado, oportunidad en que la primera dama y yo no intercambiamos palabras. Renuncié a la PCM por las mismas razones que me alejaron del Ministerio de la Producción: no encontré el liderazgo, la claridad ni la vocación real de cambio para el progreso de todos.

A pesar de las frustraciones y decepciones, agradezco profundamente a las personas que hicieron posible mi experiencia en el Estado, no solo porque estas vivencias me hicieron seguir creciendo como persona, sino también porque decidieron mi retorno a la política para aspirar al cargo más alto de la nación. No recuerdo el momento preciso en el que, con el apoyo de mi familia, decidí aspirar a la Presidencia de la República, pero sí recuerdo algunas circunstancias específicas. En mis últimos días en la PCM salí a tomar aire a la plaza de Armas con Renzo de la Riva Agüero, uno de mis asesores, después de una fuerte discusión con otras altas autoridades de gobierno respecto a la forma en que se estaban manejando los conflictos sociales. Yo era (y soy) un convencido de que el diálogo, y no la imposición de la fuerza bruta, es la forma de gestionar la conflictividad en nuestro país, pero mi opinión no era plenamente compartida por algunos funcionarios de otras carteras. Mientras caminábamos, al verme molesto y callado, Renzo me preguntó: “¿Y si hacemos algo al respecto?”. No le entendí la pregunta y al fruncirle la ceja agregó: “Un partido político”.

La historia de mi vida ha sido una permanente carrera con vallas, y estoy muy agradecido por ello. Los problemas, las frustraciones y las decepciones que viví casi siempre condujeron a vivencias ricas y positivas, pues los problemas me llevaron a las soluciones, las frustraciones me hicieron resistente, y las decepciones me llevaron finalmente hacia mejores personas a mi alrededor. Mi historia es la búsqueda de “mi propio camino”, y es la historia de la mayoría de peruanos que salen adelante no gracias al Estado sino a pesar de él; es la historia de la mayoría que no pertenecemos a ninguna argolla con privilegios, los que sabemos que el progreso se construye con los talentos y los esfuerzos de uno mismo, “desde abajo hacia arriba”. Mi historia es la misma historia de millones de familias migrantes que saben que Lima no es el Perú y que el Perú no es Lima. Es la historia del nuevo peruano.