La enorme laguna[1]

 

 

 

 

Me pregunto si el señor Darwin se ha tomado alguna vez la molestia de pensar cuánto tiempo se necesitaría para agotar cualquier conjunto original de [...] gémulas [...] Me parece que, si se hubiese detenido un momento a pensarlo, seguramente jamás habría soñado con la «pangénesis».[2]

ALEXANDER WILFORD HALL (1880)

 

 

Una prueba de la audacia científica de Darwin era que no le incomodaba particularmente la perspectiva de que el ser humano descendiera de ancestros simiescos. Y una prueba de su integridad científica era que lo que más le preocupaba, y en un grado mucho mayor, era la integridad de la lógica interna de su teoría. Había en esta una «enorme laguna» que era preciso llenar: la herencia.

Darwin se daba cuenta de que una teoría de la herencia no era periférica a una teoría de la evolución, sino algo de una importancia fundamental. Para una variante de pinzón de pico grueso que apareciera por selección natural en una isla de las Galápagos, al parecer dos hechos contradictorios tenían que ser simultáneamente ciertos. En primer lugar, un pinzón «normal» de pico corto debía ser capaz de producir de vez en cuando una variante de pico grueso; un monstruo, una anormalidad. (Darwin los llamó sports, una palabra que sugería el capricho infinito del mundo natural. Lo que en verdad impulsaba la evolución, pensaba Darwin, no era un sentido del propósito que tuviese la naturaleza, sino su sentido del humor.) Y, en segundo lugar, una vez nacido, el pinzón de pico grueso debía ser capaz de transmitir el mismo rasgo a su descendencia, fijando de esta manera la variación para las generaciones venideras. Si cualquiera de los factores fallaba —si la reproducción no lograba producir variantes o si la herencia no lograba transmitir las variaciones—, entonces la naturaleza estaría empantanada, y los engranajes de la evolución se hallarían atascados. Para que la teoría de Darwin funcionase, la herencia tendría que mostrar constancia e inconstancia, ser estable y mudable.

 

 

Darwin se preguntaba sin cesar si podía existir un mecanismo de herencia que tuviera tales propiedades mutuamente compensatorias. En aquella época, el mecanismo más aceptado de la herencia era una teoría propuesta por el biólogo francés del siglo XVIII Jean-Baptiste Lamarck. En opinión de Lamarck, las características hereditarias se transmiten de padres a hijos de la misma manera que se transmite un mensaje o una historia; es decir, por instrucción.[3] Lamarck creía que los animales se adaptaban a su medio fortaleciendo o debilitando ciertos rasgos, «en un grado proporcional al tiempo empleado».[4] Un pinzón obligado a alimentarse de semillas duras se adaptaría «fortaleciendo» el pico. Con el paso del tiempo, el pico del pinzón se endurecería hasta adquirir forma de tenaza. Esta característica adaptada sería transmitida por instrucción a su descendencia, cuyos picos también se endurecerían, siendo así «preadaptados» por sus progenitores para poseer un pico fuerte. Por una lógica similar, los antílopes que se alimentan de hojas de árboles altos se encontrarían con que tienen que estirar el cuello para alcanzar las copas. Por «uso y desuso», según Lamarck, sus cuellos se estirarían y alargarían, y estos antílopes producirían descendencia de cuello largo, dando origen a las jirafas (nótense las similitudes entre la teoría de Lamarck del cuerpo dando «instrucciones» al esperma y la concepción pitagórica de la herencia humana, en la que el esperma recoge mensajes de todos los órganos).

El atractivo inmediato de la idea de Lamarck era que ofrecía una historia tranquilizadora de la evolución: todos los animales se adaptaban progresivamente a su entorno, desplegando progresivamente una escala evolutiva hacia la perfección. La evolución y la adaptación se unían en un mecanismo continuo; la adaptación era evolución. El esquema no solo era intuitivo, sino también compatible con la divinidad (o lo bastante compatible para un biólogo). Aunque inicialmente creados por Dios, los animales tenían la oportunidad de perfeccionar sus formas en un cambiante mundo natural. La divina cadena del ser se conservaba. En todo caso, su orientación se volvía aún más vertical; al final de la larga cadena de la evolución adaptativa se encontraba el más adaptado, erguido y perfecto de los mamíferos, el ser humano.

Obviamente, Darwin se había apartado de las ideas evolucionistas de Lamarck. Las jirafas no habían surgido de la necesidad que tuvieron los antílopes de alargar el cuello. Habían aparecido —dicho en términos sencillos— porque un antílope ancestral había dado lugar a una variante de cuello largo que fue progresivamente seleccionada debido a alguna circunstancia natural, como la escasez de alimento. Pero Darwin volvía una y otra vez al mecanismo de la herencia: ¿a qué se debió la aparición del antílope de cuello largo?

Darwin imaginaba una teoría de la herencia que fuese compatible con la evolución. Pero salta aquí a la vista una particular limitación de tipo intelectual: no estaba particularmente dotado como experimentador. Mendel era, como veremos, un jardinero nato, un criador de plantas que contaba semillas y aislaba características; Darwin era un explorador de jardines, un clasificador de plantas, un organizador de especímenes, un taxonomista. Mendel estaba dotado para la experimentación (la manipulación de organismos, la fertilización cruzada de variedades y subvariedades, y la verificación de hipótesis). El punto fuerte de Darwin era la historia natural (la reconstrucción de esa historia mediante la observación de la naturaleza). Mendel, el monje, era un aislador; Darwin, que una vez aspiró a ser pastor evangélico, un sintetizador.

Pero observar la naturaleza era algo muy diferente de experimentar con ella. A primera vista, nada del mundo natural indica la existencia de un gen; es necesario realizar las más extrañas contorsiones experimentales para, guiados por la idea correspondiente, descubrir discretas partículas de herencia. Incapaz de formular una teoría de la herencia por medios experimentales, Darwin se vio obligado a imaginarla partiendo de una base puramente teórica. Peleó con el concepto que se había formado durante casi dos años y al borde estuvo de una crisis nerviosa, hasta que creyó haber dado con una teoría adecuada.[5] Darwin imaginaba que las células de todos los organismos producen diminutas partículas que contienen la información hereditaria. Las llamó «gémulas».[6] Estas gémulas circulaban, según él, por el cuerpo del progenitor. Cuando un animal o una planta alcanza su edad reproductiva, la información contenida en las gémulas se transmite a las células germinales (esperma y óvulo). De ese modo, la información del «estado» de un cuerpo se transmite de padres a hijos durante la concepción. En el modelo de Darwin, como en el de Pitágoras, cada organismo posee información miniaturizada para construir órganos y estructuras, con la diferencia de que, para Darwin, la información estaba descentralizada. Un organismo era construido por votación parlamentaria. Las gémulas secretadas por la mano llevaban las instrucciones para crear una nueva mano; las gémulas desperdigadas por el oído transmitían el código para formar un nuevo oído.

¿Cómo actuaban estas instrucciones gemulares de un padre y una madre en el desarrollo de un feto? Aquí, Darwin volvió a una vieja idea: las instrucciones del macho y de la hembra simplemente se reúnen en el embrión y se mezclan como los colores en la pintura. Esta idea de la herencia mezclada les resultaba ya familiar a la mayoría de los biólogos; era una reafirmación de la teoría de Aristóteles de la mezcla de caracteres masculinos y femeninos.[7] Parecía que Darwin había logrado otra síntesis maravillosa entre los dos polos opuestos existentes en la biología. Había fusionado el homúnculo de Pitágoras (gémulas) con la idea aristotélica del mensaje y la mixtura (mezcla) en una nueva teoría de la herencia.

Darwin denominó a su teoría «pangénesis», «génesis de todo» (ya que todos los órganos aportaban sus gémulas).[8] En 1867, casi un decenio después de publicarse El origen, comenzó a redactar un nuevo manuscrito, The Variation of Animals and Plants under Domestication, en el que explicaba a fondo esta concepción de la herencia.[9] «Se trata de una hipótesis somera y temeraria —confesaba Darwin—, pero ha sido un alivio considerable para mi mente.»[10] Y le escribió a su amigo Asa Gray estas palabras: «Se dirá que la pangénesis es un sueño loco, pero en mi fuero interno creo que contiene una gran verdad».[11]

 

 

El «alivio considerable» que Darwin experimentó no duraría mucho tiempo; pronto despertaría de su «sueño loco». Aquel verano, mientras compilaba los textos de The Variation en forma de libro, apareció en la North British Review una reseña de El origen, su libro anterior. Oculto en el texto de aquella reseña se hallaba el argumento más poderoso contra la pangénesis que Darwin encontraría en toda su vida.

El autor de la reseña era un crítico improbable de la obra de Darwin: un matemático, ingeniero e inventor de Edimburgo llamado Fleeming Jenkin, que rara vez había escrito sobre biología. Brillante y corrosivo, Jenkin se interesaba por muchas materias: lingüística, electrónica, mecánica, aritmética, física, química y economía. Gran lector, había leído a autores tan dispares como Dickens, Dumas, Austen, Eliot, Newton, Malthus y Lamarck. Cuando tuvo la oportunidad, leyó a fondo el libro de Darwin, analizó fácilmente sus implicaciones y enseguida encontró un craso error en el argumento.

El problema capital que Jenkin veía en el libro de Darwin era el siguiente: si, en cada generación, los caracteres se «mezclan» entre sí, ¿qué impediría que cualquier variación se diluyese inmediatamente en el cruzamiento? «La [variante] se disolvería en la cantidad —escribió Jenkin—, y en unas pocas generaciones se borraría su peculiaridad.»[12] A modo de ejemplo —muy teñido del racismo ocasional de la época—, Jenkin imaginó una historia: «Supongamos que un hombre blanco llega tras un naufragio a una isla habitada por negros [...] Nuestro héroe probablemente llegaría a ser rey; mataría a muchos negros en lucha por la existencia, y tendría muchas esposas e hijos».

Pero si los genes se mezclaran unos con otros, el «hombre blanco» de Jenkin estaría condenado, al menos en un sentido genético. Sus hijos —de sus esposas negras— heredarían la mitad de su esencia genética. Sus nietos heredarían un cuarto; sus bisnietos, un octavo; sus tataranietos, un dieciseisavo, y así sucesivamente, hasta que, en unas pocas generaciones, su esencia genética se diluiría hasta caer en el más completo olvido. Incluso si los «genes blancos» fuesen superiores —los más «aptos», por usar la terminología de Darwin—, nada los protegería de la inevitable decadencia causada por la mezcla. Al final, el único rey blanco desaparecería de la historia genética de la isla, a pesar de haber engendrado más hijos que cualquier otro hombre de su generación y aunque sus genes fuesen los más aptos para la supervivencia.

Los detalles particulares de la historia de Jenkin son desagradables, y quizá lo fueran deliberadamente, pero su argumentación era clara. Si la herencia no tiene recursos para el mantenimiento de una variación —para «fijar» un carácter alterado—, entonces todas las alteraciones de caracteres se desvanecen con el paso del tiempo por efecto de la mezcla hasta caer en el olvido genético. Los monstruos no dejarían de existir si no pudiesen garantizar la transmisión de sus características a la siguiente generación. Próspero podría perfectamente crear un único Calibán en una isla desierta y dejarlo vagar por ella. La herencia mezclada funcionaría en él como una prisión genética natural, pero si se aparease —y precisamente en el momento en que lo hiciera—, sus caracteres hereditarios enseguida desaparecerían en un mar de normalidad. La mezcla equivalía a una disolución infinita, y ninguna información evolutiva podría mantenerse con semejante disolución. Cuando un pintor empieza a pintar, sumerge de vez en cuando la brocha en agua para disolver el pigmento, y el agua se vuelve en un principio azul o amarilla. Pero a medida que se disuelven cada vez más pinturas en el agua, es inevitable que esta se vuelva de un gris turbio. Si añade aún más pintura coloreada, el agua será de un gris ya intolerable. Si el mismo principio se aplica a los animales y a la herencia, ¿qué fuerza podría conservar cualquier característica distintiva de cualquier organismo variante? ¿Por qué, se podría haber preguntado Jenkin, no se habían vuelto gradualmente grises todos los pinzones de Darwin?[*]

 

 

Darwin estaba profundamente impresionado por el razonamiento de Jenkin. «Fleeming Jenkins [sic] me ha dado mucho trabajo —escribió—, pero me ha sido de mayor utilidad que cualquier otro ensayo o reseña.» No podía negar la lógica irrebatible de Jenkin; para salvar la teoría de la evolución, Darwin necesitaba una teoría congruente de la herencia.[13]

Pero ¿qué características de la herencia podrían resolver el problema de Darwin? Para que la evolución darwiniana funcionase, el mecanismo de la herencia debía poseer una capacidad intrínseca para conservar la información. Esta no podía disolverse o dispersarse. La mezcla no funcionaba. Tenía que haber átomos de información —partículas discretas, insolubles e indelebles— moviéndose de padres a hijos.

¿Había alguna prueba de tal constancia en la herencia? Si Darwin hubiera examinado cuidadosamente los libros en su voluminosa biblioteca, habría encontrado una referencia a un oscuro artículo de un botánico poco conocido de Brno. Modestamente titulado «Experimentos de hibridación en plantas» y publicado en 1866 en una revista apenas leída, el artículo, escrito en un farragoso alemán, mostraba unas tablas matemáticas que Darwin menospreciaba particularmente.[14] Aun así, Darwin estuvo a punto de echarle un vistazo; a principios de la década de 1870, mientras leía atentamente un libro sobre híbridos de plantas, dejó escritas abundantes notas sobre las páginas 50, 51, 53 y 54, pero misteriosamente se saltó la número 52, donde se comentaba en detalle el artículo de Brno sobre híbridos de guisantes.[15]

Si Darwin lo hubiese leído —máxime cuando estaba escribiendo The Variation y formulando la idea de la pangénesis—, su comentario podría haberle proporcionado la teoría que finalmente necesitaba para comprender su propia teoría de la evolución. Habría quedado fascinado con sus implicaciones, conmovido por la delicadeza de aquel trabajo e impresionado por su sorprendente poder explicativo. La aguda inteligencia de Darwin no habría tardado en captar sus consecuencias para la teoría de la evolución. También le habría complacido observar que el documento lo había escrito otro clérigo que, en otro viaje épico de la teología a la biología, también se había salido del mapa: un fraile agustino llamado Gregor Johann Mendel.