El viejo primer ministro estaba agotado por sus migrañas recurrentes. El médico le había ordenado que tomara un permiso por enfermedad, que descansara y recuperara fuerzas, pero el modesto hombre no creía poder hacerlo. Hijo de una familia de clase obrera con una ética del trabajo duro, no se sentía bien con la idea de tomarse un tiempo libre. Sin embargo, a los más cercanos sí les daba a entender que tenía una enfermedad que en ocasiones lo paralizaba.
A partir de mediados de la década de 1970, los ingresos petroleros de Noruega habían crecido vigorosamente, y el hombre enfermo que se estaba quedando calvo y había nacido en el bosque junto a las vías del ferrocarril fue el primer ministro en usar el nuevo dinero para algo serio. A lo largo de una larga carrera dentro de la política, Odvar Nordli había ayudado a ampliar las medidas de bienestar social y el sistema de salud pública. Durante su período como primer ministro, de 1976 a 1981, el movimiento sindical consolidó su poder y la gente obtuvo más tiempo libre, y más dinero para gastar en él. Bajo su mandato, todos los trabajadores obtuvieron el derecho a recibir su salario completo desde el primer día que faltaran por enfermedad.
Mientras tanto, la economía global sufrió un brusco descenso. Noruega enfrentó la recesión de mediados de los setenta con su propia política: congeló los salarios y los precios para mantener un bajo índice de desempleo. Nordli sería el último primer ministro con una inquebrantable fe en un firme control estatal de la economía y en la regulación política de las tasas de interés, el mercado inmobiliario y el sector financiero. Sin embargo, los vientos de la derecha en los Estados Unidos y Gran Bretaña ya estaban llegando a Noruega. El hijo del trabajador ferroviario sería una de sus primeras víctimas.
El Partido Laborista noruego (Arbeiderpartiet) había gobernado el país prácticamente sin interrupciones desde 1935. El cambio de estado de ánimo político en el país coincidió con un continuo aumento de las intrigas en la dirigencia del partido. Los murmullos en los rincones se convirtieron en zumbido, y el descontento dentro del partido se negó a ser acallado.
A fines de enero de 1981, la oficina de prensa del partido anunció que Odvar Nordli quería renunciar. El viejo primer ministro no había participado en la decisión de emitir esa declaración y trató de negarlo. Sin embargo, las cosas se movieron demasiado rápido: fue una emboscada, un golpe de Estado, y Nordli, con fama de ser un hombre amable, le tenía demasiada lealtad al partido como para denunciarlo en los medios. Hizo de tripas corazón y admitió la derrota en silencio.
El país esperó. El primer ministro había anunciado su partida, pero ¿quién lo sustituiría?
La tensión finalmente estalló en una junta en casa del predecesor de Nordli, Trygve Bratteli. El comité coordinador del partido, cinco hombres poderosos y una mujer, se había reunido.
Odvar Nordli insistió en al menos participar en la elección del sucesor. Su candidato era Rolf Hansen, veterano del partido, un hombre de 60 años que, sin embargo, se mantenía firme en no querer ser primer ministro; su respuesta fue señalar a la única mujer en el cuarto, Gro Harlem Brundtland, una joven médica y defensora del aborto libre. Esa elección se alineaba con el clima del partido: se había iniciado una campaña entre las bases para convertirla en dirigente.
Tres días después, el 4 de febrero de 1981, Gro Harlem Brundtland estaba afuera del Palacio Real, sonriendo a la prensa tras presentarle al rey su nueva administración. El gobierno era predominantemente masculino: la mujer del conjunto de seda rojo y azul lo había heredado casi completo de su predecesor.
Ese día de febrero marcó, sin embargo, el comienzo de una nueva era. Gro, como pronto se le empezó a llamar, era la primera mujer que llegaba al cargo de primer ministro en Noruega, y también era la primera vez que llegaba al cargo de primer ministro un miembro del Partido Laborista con título universitario. Ella, hija de Gudmund Harlem, un destacado ministro, había nacido en el seno de la élite política.
A lo largo del período de posguerra, los primeros ministros del Partido Laborista provinieron de la clase obrera. Einar Gerhardsen, excomunista y principal arquitecto detrás del Estado de bienestar noruego, había trabajado como mandadero desde los 10 años. Oscar Torp, que sustituyó a Gerhardsen como primer ministro por un breve período en la década de 1950, tenía un empleo pagado a los 8 años. Trygve Bratteli, que se convirtió en primer ministro en 1971, era hijo de un zapatero remendón y trabajó como mensajero y como albañil antes de hacerse cazador de ballenas.
Con sus raíces en las clases obreras, el Partido Laborista luchó por eliminar las barreras al ascenso de clase social y garantizar que los empleados y sus jefes tuvieran las mismas oportunidades.
Había, sin embargo, un área en la que la idea de igualdad no era tan dominante: los hombres eran quienes ejercían el poder. Eran ellos los que se convertían en líderes de los partidos, en dirigentes sindicales, en primeros ministros y, sobre todo, era a ellos a quienes se escuchaba en los círculos más allegados al poder.
El movimiento feminista de los años setenta allanó el terreno para Gro Harlem Brundtland. Al haber crecido en una familia donde era natural que hombres y mujeres compartieran las tareas domésticas, entró en la política noruega con una excepcional confianza en sí misma.
La campaña en su contra fue igualmente poderosa, y se usaron variedad de técnicas para eliminarla en las vísperas de las elecciones generales en el otoño de 1981. Sus oponentes en los debates contraatacaban sus declaraciones aludiendo a lo que habían dicho “otros en el partido”. Circulaban epítetos como arpía o virago, y en las ventanas y los coches empezaron a aparecer calcomanías con el sencillo eslogan SÁQUENLA.
Recibía cartas llenas de amenazas y en la calle le lanzaban insultos; una mujer no podía dirigir un país. El estilo de Brundtland cuando le decían que se regresara al fregadero era hacer caso omiso de esos comentarios. Era una figura de autoridad, y difícilmente permitía que las críticas la desviaran de su curso.
Las calcomanías de “Sáquenla” se veían sobre todo en los y los Mercedes Benz de las zonas bonitas de viviendas unifamiliares aisladas y elegantes edificios de departamentos en el oeste de Oslo, donde la gente estaba cansada de que los laboristas estuvieran casi constantemente en el poder.
Era la zona donde vivían Wenche y sus hijos.
El Partido Laborista y Gro no obtuvieron la confianza de los votantes en las elecciones de septiembre de 1981. Cuando la derecha noruega ganó sus primeras elecciones generales de la posguerra, en las casas elegantes de Frogner se levantaron las copas para brindar.
Finalmente bajarían los impuestos y se daría atención a las libertades individuales.
Pero la familia Breivik necesitaba la ayuda del Estado de bienestar. Para entonces, la madre de Anders ya se había puesto varias veces en contacto con la asistencia social para pedir ayuda. Como madre soltera, su situación se consideraba vulnerable, y en consecuencia el Estado intervendría para proporcionarle apoyo financiero a esta mujer que no contaba con nadie más.
Sin embargo, el nuevo régimen conservador eliminó los topes a las tasas de interés, les dio a los bancos más libertad de acción, desreguló los precios de los inmuebles e hizo planes para privatizar una variedad de servicios.
Cuando Gro inició su lucha resuelta por regresar al poder, Wenche y sus hijos estaban luchando por encontrar apoyo en una existencia cotidiana que parecía arenas movedizas. La palabra con la que Wenche describía la vida en esa época es infierno. La demanda de divorcio estaba tardando una eternidad en resolverse y ella se sintió atrapada en el limbo; se había quedado sola con la responsabilidad de los niños y no tenía una casa propia. La disputa por cómo se repartirían sus bienes en común se intensificó. Anders, especialmente inquieto, solo quería un lugar donde sentirse seguro.
Más adelante, Anders dirigió su odio hacia Gro, la poderosa mujer de su infancia. La mujer que simbolizaba a la nueva Noruega, segura de sí misma. La nueva Noruega en la que pronto las mujeres jóvenes tomarían por asalto los bastiones del poder masculino y, audaces, ocuparían los puestos más altos como si fuera lo más natural del mundo.