Prólogo

 

 

Am-tep, un artista de habilidades consumadas, era el maestro artesano del rey. Esa noche estaba durmiendo en el sofá de su taller, cansado después de una tarde de trabajo generosamente productivo, pero no podía conciliar el sueño, quizá por una tensión intangible que se respiraba en el aire. En realidad, ni siquiera estaba seguro de estar dormido cuando sucedió. De repente, había amanecido, aunque él tenía la sensación de que todavía debía ser de noche.

Se levantó con brusquedad. Algo muy extraño estaba sucediendo. La luz del alba no podía venir del norte; y, sin embargo, una luz roja resplandecía alarmantemente en su amplia ventana que daba al norte sobre el mar. Se acercó a la ventana y miró al exterior con estupor e incredulidad. ¡Nunca antes había salido el Sol por el norte! Aturdido como estaba, necesitó algún tiempo para darse cuenta de que eso no podía ser el Sol. Era un rayo de luz distante, de un intenso rojo vivo, proyectado verticalmente desde las aguas hacia el cielo.

Mientras permanecía allí, sobre el haz apareció una nube más oscura que daba al conjunto la apariencia de una sombrilla gigantesca y lejana, de un brillo maligno, con un bastón llameante y lleno de humo. La capucha de la sombrilla empezó a ensancharse y oscurecerse: parecía un demonio del mundo subterráneo. La noche se había aclarado, pero ahora las estrellas desaparecían una tras otra engullidas por el avance de esa monstruosa criatura del infierno.

Aunque su reacción natural debería haber sido de terror, él permaneció inmóvil, paralizado durante varios minutos ante la perfecta simetría y la impresionante belleza de la escena. Pero entonces la terrible nube empezó a desviarse ligeramente hacia el este, empujada por el viento. Quizá eso le alivió algo y el hechizo se rompió momentáneamente. Pero de inmediato volvió a sentir aprensión cuando le pareció experimentar una extraña alteración en el suelo, acompañada de un ruido sordo, inquietante, de una naturaleza completamente desconocida para él. Empezó a preguntarse qué podía haber provocado tanta furia. Nunca antes había sido testigo de la ira divina de una magnitud semejante.

Su primera reacción fue culparse a sí mismo por el diseño de la copa sacrificial que acababa de terminar: eso le había tenido preocupado. ¿Quizá su representación del dios-toro no había sido suficientemente terrorífica? ¿Se había ofendido el dios? Pero pronto comprendió lo absurdo de su idea. La furia de la que había sido testigo no podía ser el resultado de una acción tan trivial como la suya, y seguramente no iba dirigida contra él en particular. Pero sabía que habría problemas en el Gran Palacio. El rey sacerdote se apresuraría a tratar de apaciguar a ese dios demonio. Habría sacrificios. Las tradicionales ofrendas de frutos o incluso animales no serían suficientes para aplacar una ira de esa magnitud. Los sacrificios serían humanos.

De repente, y para su sorpresa, se vio lanzado hacia el fondo de la habitación por un golpe de aire seguido de un viento violento. El ruido era tan atronador que por un momento le dejó sordo. Muchos de sus vasos de arcilla bellamente ornamentados fueron barridos de las estanterías y se hicieron añicos contra la pared trasera. Tendido en el suelo en el apartado rincón al que había sido lanzado por el golpe de aire, empezó a recobrar el sentido y vio que la habitación estaba en completo desorden. Quedó horrorizado al ver que una de sus grandes urnas favoritas estaba destrozada y ya no existían los preciosos diseños que tan primorosamente había trabajado.

Am-tep se levantó tambaleándose y al cabo de un rato se acercó de nuevo a la ventana, esta vez con gran agitación, para contemplar de nuevo aquella lejana y terrible escena en medio del mar. Entonces creyó ver una perturbación que se dirigía hacia él, iluminada por ese horno lejano. Parecía una enorme depresión que se movía con rapidez hacia la costa, seguida por un muro de agua que semejaba un acantilado. De nuevo quedó paralizado, observando cómo la ola que se aproximaba alcanzaba proporciones gigantescas. Finalmente, la perturbación llegó a la costa y la parte del mar que había inmediatamente ante él se vació, dejando numerosos barcos encallados en la playa recién formada. Luego la ola acantilado entró en la zona vaciada y la golpeó con terrible violencia. Todos los barcos quedaron hechos pedazos, y muchas casas próximas fueron destruidas en un instante. Aunque el agua alcanzó una gran altura en el espacio que había delante de él, su propia casa se salvó de la destrucción gracias a que estaba situada en un terreno elevado y a gran distancia del mar.

El Gran Palacio también se salvó. Pero Am-tep temía que lo peor estaba por llegar, y tenía razón —aunque no podía imaginar hasta qué punto—. Sabía, no obstante, que ahora no bastaría con ningún sacrificio humano ordinario de un esclavo. Sería necesario algo más para aplacar la ira tempestuosa de ese dios terriblemente enfurecido. Pensó en sus hijos e hijas, y en su nieto recién nacido. Ni siquiera ellos estarían a salvo.

Am-tep estaba en lo cierto al temer nuevos sacrificios humanos. Pronto fueron apresados una joven y un joven de buena cuna, y llevados a un templo cercano, a gran altura en la falda de una montaña. Se estaba procediendo al correspondiente ritual cuando sobrevino otra catástrofe. El suelo tembló con una violencia devastadora, y el techo del templo se vino abajo, matando al instante a todos los sacerdotes y a sus presuntas víctimas sacrificiales. Allí, atrapados en mitad del ritual, ¡yacerían enterrados durante tres mil quinientos años!

La devastación fue espantosa, pero no absoluta. Muchas de las islas donde vivían Am-tep y su pueblo sobrevivieron al terrible terremoto, aunque el Gran Palacio quedó destruido casi por completo. Se reconstruyeron muchas cosas en el curso de los años. Incluso el palacio, construido sobre las ruinas del antiguo, iba a recuperar mucho de su esplendor original. Pese a todo, Am-tep se había jurado abandonar la isla. Su mundo había cambiado irremisiblemente.

En el mundo que él conoció se habían dado mil años de paz, prosperidad y cultura, durante los cuales había reinado la diosa tierra. Había florecido un arte maravilloso. Existía un gran comercio con las islas vecinas. El magnífico Gran Palacio era un enorme y lujoso laberinto, prácticamente una ciudad en sí mismo, adornado con soberbios frescos de animales y plantas. Había agua corriente, un excelente sistema de alcantarillado y cisternas. La guerra era casi desconocida y las defensas innecesarias. Pero ahora Am-tep tenía la sensación de que la diosa tierra había sido derrocada por un ser con valores completamente diferentes.

Pasaron algunos años antes de que Am-tep, acompañado de su familia superviviente, abandonase definitivamente la isla en un barco reconstruido por su hijo más joven, que era un hábil carpintero y marino. El nieto de Am-tep había crecido y se había convertido en un muchacho despierto, interesado en todo lo que le rodeaba. El viaje duró varios días, pero el tiempo era sumamente apacible. Una noche clara, Am-tep estaba explicando a su nieto las figuras que formaban las estrellas cuando le asaltó una extraña idea: Las figuras que formaban las estrellas no habían sufrido la más mínima alteración con respecto a las que eran antes de la catástrofe de la emergencia del terrible demonio.

Am-tep conocía muy bien esas figuras, pues tenía la visión profunda de un artista. Si sus vasijas habían quedado destrozadas y su gran urna se había hecho añicos, pensaba él, ¿no deberían aquellas minúsculas candelas en el cielo haber sido apartadas, aunque fuera ligeramente, de sus posiciones por la violencia de aquella noche? La Luna también había mantenido su cara, igual que antes, y su ruta a través del cielo lleno de estrellas no había cambiado un ápice, hasta donde Am-tep podía afirmar. Durante muchas lunas posteriores a la catástrofe, los cielos habían parecido en efecto diferentes. Hubo oscuridad y nubes extrañas, y la Luna y el Sol habían mostrado a veces colores inusuales. Pero ahora que eso había pasado, sus movimientos parecían ser exactamente los mismos que habían sido antes. Y, de igual forma, las minúsculas estrellas no se habían movido en absoluto.

Si los cielos, que tienen una estatura mucho mayor que la de ese terrible demonio, habían mostrado tan poco interés por la catástrofe, pensó Am-tep, ¿por qué las fuerzas que controlaban al propio demonio habían de mostrar interés por lo que estaba haciendo el pequeño pueblo de la isla, con sus ridículos rituales y sacrificios humanos? Se sintió avergonzado por las absurdas ideas que había tenido entonces, cuando pensó que el demonio podría estar interesado en las sencillas figuras de sus vasijas.

Pero Am-tep seguía preocupado por la pregunta: ¿por qué? ¿Qué profundas fuerzas controlan el comportamiento del mundo, y por qué a veces estallan de formas violentas y aparentemente incomprensibles? Compartía estas preguntas con su nieto, pero no había respuestas.

Pasó un siglo, y luego un milenio, y aún no había respuestas.

Amphos el artesano había vivido toda su vida en el mismo pueblo que su padre, y que el padre de su padre antes de este, y el padre del padre de su padre aun antes de eso. Se ganaba la vida haciendo brazaletes de oro bellamente decorados, pendientes, copas ceremoniales y otros finos productos fruto de sus habilidades artísticas. Ese trabajo había sido la ocupación de la familia durante cuarenta generaciones: una línea ininterrumpida desde que Am-tep se hubiera establecido allí mil cien años antes.

Pero no eran solo las habilidades artísticas las que se habían transmitido de una generación a otra. Las preguntas de Am-tep preocupaban a Amphos como habían preocupado al propio Am-tep en una época anterior. La gran historia de la catástrofe que destruyó a una antigua y pacífica civilización se había transmitido de padres a hijos. La percepción que tuvo Am-tep de la catástrofe también había sobrevivido con sus descendientes. Amphos, asimismo, comprendía que los cielos tenían una magnitud y estatura tan enormes que estarían completamente desinteresados por aquel terrible suceso. En cualquier caso, el suceso había tenido un efecto catastrófico sobre la pequeña población con sus ciudades y sus sacrificios humanos y sus insignificantes rituales religiosos. Por comparación, el propio suceso debía haber sido el resultado de fuerzas enormes completamente indiferentes a tales acciones triviales de los seres humanos. Pero la naturaleza de dichas fuerzas era tan desconocida en la época de Amphos como lo era para Am-tep.

Amphos había estudiado la estructura de las plantas, los insectos y otros pequeños animales, así como de las rocas cristalinas. Su habilidad para la observación también le había sido útil para sus dibujos decorativos. Se interesó por la agricultura y quedó fascinado por el crecimiento del trigo y otras plantas a partir del grano. Pero nada de esto le decía «¿por qué?», y se sentía insatisfecho. Creía que había una razón subyacente en las pautas de la naturaleza, pero no estaba preparado para descubrir dichas razones.

Una noche clara, Amphos levantó la vista al cielo y, a partir de las pautas de las estrellas, trató de construir las figuras de aquellos héroes y heroínas que formaban las constelaciones en el cielo. Para su humilde ojo de artista, los parecidos de aquellas formas eran muy pobres. Él mismo podría haber dispuesto las estrellas de forma mucho más convincente. ¿Por qué los dioses no han dispuesto las estrellas de una forma más adecuada?, se preguntaba. Tal como estaban, las disposiciones se parecían más a granos diseminados, sembrados al azar por un granjero, que a un diseño deliberado de un dios. Entonces le asaltó una extraña idea: No busques razones en las pautas concretas de las estrellas, o en otras disposiciones desordenadas de objetos; busca en su lugar un orden universal más profundo en el comportamiento de los objetos.

Amphos razonaba que, después de todo, no encontramos orden en las figuras que forman las semillas dispersas cuando caen al suelo, sino en la forma milagrosa en que cada una de ellas puede desarrollarse hasta formar una planta viva, con una soberbia estructura, y cada una de ellas similar en los detalles a las demás. Nosotros no trataríamos de buscar significado en las disposiciones de las semillas dispersas en el suelo; pese a todo, debe de haber un significado en el misterio oculto de las fuerzas internas que controlan el crecimiento de cada semilla individual, de tal modo que cada una sigue esencialmente el mismo curso maravilloso. En realidad, las leyes de la naturaleza deben de tener una soberbia precisión para que esto sea posible.

Amphos se convenció de que sin precisión en las leyes subyacentes no podría haber orden en el mundo, mientras que se percibe mucho orden en el comportamiento de las cosas. Más aún, debe haber precisión en nuestros modos de pensar acerca de estas cuestiones si no queremos extraviarnos sin remedio.

Sucedió que Amphos tuvo noticias de un sabio que vivía en otro lugar de la tierra, y cuyas creencias parecían estar en armonía con las suyas. Según este sabio, uno no podía basarse en las enseñanzas y tradiciones del pasado. Para estar seguro de las propias creencias, era necesario llegar a conclusiones precisas mediante el uso de una razón indiscutible. Esta precisión tenía que ser de naturaleza matemática, dependiente en definitiva de la noción de número y su aplicación a las formas geométricas. En consecuencia, debían ser número y geometría, y no mito y superstición, los que gobernaran el comportamiento del mundo.

Igual que había hecho Am-tep once siglos antes, Amphos se hizo a la mar. Encontró su camino a la ciudad de Crotona, donde el sabio y su fraternidad de 571 hombres sabios y 28 mujeres sabias estudiaban en busca de la verdad. Al cabo de un tiempo, Amphos fue aceptado en la fraternidad. El nombre del sabio era Pitágoras.