El fuego de los dioses del Olimpo
DIOSAS Y AMAZONAS
Al principio existió el Caos, después la inmensa Gea, la tierra, y el bellísimo Eros. De la unión de la oceánida Clímene con Japeto, nacieron Prometeo y Epimeteo, encargados de modelar a los seres mortales. Epimeteo fue dotando a los animales con tantos dones —la rapidez, la capacidad de volar, un bello pelaje, un gran tamaño, una vista aguda...— que cuando llegó al hombre no le quedaba ninguno, por lo que lo dejó desnudo y desprotegido. Para remediar esta falta de previsión de su hermano, Prometeo robó el fuego de los dioses y se lo dio a los hombres después de que la diosa Atenea les hubiera insuflado el espíritu de la vida.
Y le dijo el Poder (a Hefestos): «Él ha robado tu tesoro, la luz del fuego, fuente de las artes, y lo ha entregado a los mortales. Esta es la culpa por la que debe pagar al cielo con un castigo, siendo así obligado a aceptar la autoridad de Zeus y a frenar su amor hacia el hombre». (ESQUILO, Prometeo encadenado.)
Prometeo pagó un alto precio por haber favorecido a los hombres: Zeus lo condenó a permanecer atado a la cumbre de un monte del Cáucaso donde todos los días un águila le devoraba el hígado. Allí permaneció durante treinta años hasta que Zeus autorizó a Hércules a librarlo de este tormento.
En torno al año 700 a. C. el poeta griego Hesíodo recogió en su Teogonía las leyendas sobre los dioses que contenían los mitos sobre el origen del universo y de los hombres. Un par de siglos después Esquilo, en su Prometeo encadenado, narró el comienzo de la rebelión de los hombres contra el poder de los dioses. A pesar de que fue una lucha desigual, finalmente terminaron venciendo los hombres.
Aunque la historia nació en Mesopotamia, el origen de la civilización occidental hay que buscarlo en una península inhóspita y accidentada situada a orillas del mar Egeo, cuyos habitantes, que se habían vuelto osados al tener en su poder el «fuego de los dioses, fuente de las artes y las ciencias», inventaron el teatro, la filosofía, la democratia y, por supuesto, la ciencia.
¿Cómo era su país? ¿Cómo eran sus mujeres? ¿Y sus diosas?
Cuando pensamos en la Grecia clásica acuden a nuestra mente imágenes de propileos de proporciones áureas, estatuas marmóreas de hermosas mujeres escasamente vestidas y dioses que habitaban en el monte Olimpo. Allí moraban también diosas como Artemisa, Afrodita, Démeter, Hera o Atenea, porque, de la misma manera que las religiones egipcias y mesopotámicas, el Panteón griego estaba lleno de hermosas diosas, maestras en casi todas las artes, que no acataban más autoridad que la de Zeus, y esta a regañadientes.
La más deslumbrante de todas ellas, Atenea, era la diosa de la sabiduría como hija de la diosa Metis, cuya mente poseía todo el saber de los dioses y de los hombres. Protectora de poetas, oradores y filósofos, Atenea fue la que enseñó a la humanidad el arte de la cerámica, el hilado y el tejido, por lo que era conocida como artesana y laboriosa (Ergane). Era también la diosa de la guerra, pero al contrario de su belicoso hermano Ares, evitaba derramamientos de sangre innecesarios, era defensora (Prómacos) y salvadora (Sotera) de sus protegidos. Entre ellos se encontraban los héroes Hércules, Perseo, Jasón y Ulises, que culminaron triunfalmente todas sus aventuras gracias a ella, por lo que otro de sus atributos era victoriosa (Niké). También se la conocía como joven doncella (Palas) y virgen (Partenos); así, el templo que se le dedicó en la Acrópolis de Atenas se denominó Partenón. Como todos los moradores del Olimpo, era poderosa y no toleraba que su poder fuera cuestionado por los mortales. Por ello, cuando la mortal Aracne la desafió al decirle que podía hacer un tapiz más hermoso que ella, Atenea se vengó convirtiéndola en una araña, mito que fue inmortalizado por el pintor Velázquez en su cuadro Las hilanderas.
A la cabeza de dioses y diosas estaba la señora del Olimpo, Hera, esposa legítima del muy promiscuo Zeus, padre de los dioses. Protectora del matrimonio y de las mujeres casadas, solteras y viudas, era especialmente cruel y vengativa con los que no acataban su poder o eran injustos con los débiles. Las múltiples amantes de Zeus, así como algunos de sus hijos bastardos, en particular Hércules, eran el blanco de su ira.
Démeter era la más antigua de las diosas, la diosa madre de la tierra y de la fertilidad, protectora de los trabajos del campo y por ello adorada por los campesinos. Artemisa, hermana gemela del dios Apolo, hijos ambos de la mortal Leto y de Zeus, era la diosa de la caza, protectora del parto, de la maternidad y de la crianza de los niños. Tenía un lado oscuro que a veces se ha relacionado con las divinidades lunares Rea, Selene y Hécate, la tenebrosa diosa de la noche y de la hechicería. Artemisa decidió permanecer virgen, como Atenea, y su padre Zeus le concedió ese deseo.
La más hermosa de las diosas, Afrodita, diosa de la belleza y el amor, heredera de la poderosa Inanna-Isthar, no permaneció virgen. Casada con el feo y contrahecho Hefestos, dios del fuego y de la fragua, no solo hizo que se enamoraran mortales y dioses, sino que ella misma concedió sus favores a muchos de ellos, como a Ares, dios de la guerra, a Poseidón, el dios de las aguas, al bello Adonis y a Anquises, rey de Troya. La última de las diosas mayores, Hestia, era la protectora de la vida familiar. Las hijas del dios de la medicina, Asclepio, también tenían papeles relevantes: Higia, de cuyo nombre deriva la palabra «higiene», era la protectora de la salud, mientras que Panacea, nombre que significa «curación universal», la que devolvía la salud. Otras diosas femeninas eran las nueve Musas, inspiradoras de cada una de las artes, las tres Gracias, o las terribles Erinias, diosas de la venganza.
El comportamiento de estas diosas, junto con el de los dioses, explicaba los fenómenos naturales en la época del pensamiento mágico. Así, Zeus era el dios del cielo, responsable de los fenómenos atmosféricos que enviaba a la tierra: la lluvia, el granizo, la nieve o el relámpago. No obstante, la complejidad de las personalidades y comportamientos de los dioses requería hipótesis adicionales para explicar su origen. Una de ellas es la histórica, que considera que las habilidades de los dioses representaban las que habían ido adquiriendo los hombres y mujeres en épocas precedentes en el continente indoeuropeo y África. Según esta interpretación, los atributos de las diosas que habitaban el Olimpo no eran sino el recuerdo de los gloriosos tiempos pasados en los que las mujeres eran envidiadas por los hombres por sus conocimientos y habilidades, además de por su capacidad para generar vida. Esta hipótesis está apoyada por el hecho de que el cuidado de las parturientas, el arte de la cerámica, el hilado y el tejido, y el cuidado de la salud habían sido ocupaciones de las mujeres desde el Paleolítico.
La interpretación histórica de la mitología, que mezcla realidad y ficción, es un terreno complejo del que se han ocupado infinidad de historiadores. Para algunos el mito constituye una fuente histórica fidedigna, mientras que para otros no lo es en absoluto. El historiador norteamericano Thomas Bulfinch (1796-1867), uno de los primeros estudiosos y divulgadores de la mitología, revisó las distintas interpretaciones que se habían dado a la mitología a lo largo de la historia. Por él sabemos que uno de los primeros autores que dio a la mitología una interpretación histórica fue un griego, Euhemerus de Tesalia (350-290 a. C.), interpretación que también fue muy popular entre los escritores cristianos, tales como Agustín de Hipona. Un autor que dio una extraordinaria verosimilitud a la mitología fue el historiador alemán Johann Jakob Bachofen (1815-1887), creador de la teoría del matriarcado, período histórico que, según él, precedió al patriarcado. Para Bachofen, la tradición mítica era el espejo en el que se reflejaban fielmente las tradiciones del pasado, el testimonio más directo de las épocas primitivas.
No obstante, hay otras posibles interpretaciones de los hechos recogidos en la mitología, además de que cada mito tiene un origen y por tanto una interpretación diferente. Hoy no se hace una aproximación tan simple: la mitología proporciona mucha información histórica sobre las sociedades donde surgió, pero no es la historia.
Uno de los mitos femeninos que más repercusión ha tenido a lo largo de la historia es el de las amazonas, que aparecen retratadas como valientes guerreras en la amazonaquia, de la Teogonía de Hesíodo. Las representaciones más hermosas de los combates que estas guerreras sostuvieron en Troya, a cuyos habitantes ayudaron enfrentándose a los invasores aqueos, estaban en los frisos del altar de Pérgamo, en Asia Menor, que hoy se conservan en el Museo Pérgamo de Berlín. Según la mitología, estas mujeres intrépidas educaban a sus hijas para combatir, llegando a cortarles el pecho derecho, o a cauterizárselo al nacer, para que pudieran manejar el arco con mayor destreza, mientras que a sus hijos les rompían las piernas y los brazos para que no pudiesen luchar y se dedicaran a las tareas del hogar. (Es lo que les han hecho durante milenios en China los hombres a las mujeres: destrozarles los pies de forma que apenas pudieran andar.) Los enemigos de las amazonas eran los guerreros hombres, por lo que Heródoto las llamaba «andróctonas», o asesinas de varones. Este mito fue lo que inspiró a Francisco de Orellana cuando bautizó el mayor río del mundo con el nombre de Amazonas tras enfrentarse en sus orillas a una tribu cuyas mujeres peleaban fieramente. Una de las interpretaciones históricas de este mito apunta a que habría surgido como un eco de una rebelión de las mujeres griegas que pudo tener lugar al verse privadas de los derechos más elementales. Esta idea ha sido desarrollada por el escritor francés Arthur de Jeuffosse en la novela juvenil Lágrimas oscuras, publicada en 2009 con gran éxito de ventas.
¿Hubo en la Grecia de los tiempos arcaicos mujeres tan poderosas como la diosa Atenea y tan temibles como las amazonas? ¿Cómo eran las mortales de la Grecia que vio nacer a Pitágoras, Sócrates, Hipócrates, Platón, Aristóteles y muchos otros científicos, filósofos y pensadores que se cuentan entre los más brillantes de la historia de la humanidad?
TOROS Y BAILARINAS DESCOCADAS
El origen de la cultura griega hay que buscarlo en la Edad de Bronce en la isla de Creta, en la que el arqueólogo inglés sir Arthur Evans (1851-1941) descubrió a comienzos del siglo XX una portentosa civilización de la cual no se había tenido noticia hasta entonces. La excavación de los palacios de Cnossos y Faistos puso de manifiesto que a comienzos del tercer milenio a. C., se desarrolló en la isla un imperio marítimo-comercial que llegaba hasta los confines orientales del Mediterráneo, dando lugar a una civilización muy refinada que pervivió más de mil años. La cultura desarrollada en Creta en esa época es singular en muchos sentidos; el más intrigante es el hecho de que ninguna civilización posterior se hiciera eco de su existencia. Lo primero que llama la atención de la civilización cretense es el grado de sofisticación técnica alcanzado, porque se han encontrado palacios de hasta cinco pisos e incluso un rudimentario sistema de alcantarillado.
Los cretenses crearon piezas de cerámica y pinturas murales de gran valor artístico, uno de cuyos elementos más característicos es la representación de enormes toros en pinturas y esculturas. En algunas de estas obras de arte, los toros aparecen como protagonistas de unos ejercicios gimnásticos en los cuales hombres y mujeres saltan por encima de ellos dando una voltereta de campana tras la cual caen de pie detrás de los cuartos traseros del animal. Por lo que se puede apreciar en las preciosas pinturas que los representan, se trata de ejercicios de agilidad y destreza, en los que no se emplean ni estoques ni banderillas, como en las corridas de toros españolas, ni hay alardes de fuerza y resistencia, como en los forçados portugueses. En otras pinturas, unos príncipes de talles esbeltos aparecen portando flores. No se han encontrado representaciones de hombres o mujeres enarbolando armas, ni imágenes de peleas o de batallas terrestres o navales. Apenas se han encontrado fortificaciones o edificios defensivos ni hay indicios de que hubiera armada, por lo que los cretenses no parecían muy interesados en el arte de la guerra.
Cultivaban trigo, olivos, higos y uvas, apenas conocían los cítricos pero sí el opio; criaban cerdos, ovejas y abejas. Hacían vino y sus aperos eran de madera y cuero, también usaban el bronce. A pesar de esta agricultura tan variada, su ocupación fundamental era el comercio, y basaban sus comunicaciones en el transporte marítimo. Se han encontrado varios grupos de edificios construidos a partir de 1900 a. C. El más grande, el llamado palacio de Cnossos, contaba con unas mil habitaciones. A pesar de que Evans, el arqueólogo que lo descubrió, lo llamó «palacio», era un conglomerado de edificios que englobaba centros administrativos, templos, sede de gobierno, salas de procesado de alimentos con prensas de vino, y almacenes de víveres dedicados tanto al consumo de los habitantes del palacio como al comercio. La cretense era una sociedad mercantil, compleja y próspera.
Creta tuvo además un papel importante en la mitología griega, porque fue el lugar elegido por la titánide Rea, madre de Zeus, para salvar a su hijo de la cólera de su padre, Cronos, que devoraba a sus hijos nada más nacer. Zeus fue confiado a la ninfa Amaltea, que lo escondió en una gruta del monte Ida, en el centro de la isla, y lo alimentó con la leche de una cabra. La cueva se considera una metáfora del útero de la gran diosa madre por haber dado cobijo al padre de los dioses.
Dada la profusión de representaciones de toros en los yacimientos arqueológicos de Creta, Evans localizó en la isla el mito del Minotauro. Este monstruo, mitad hombre mitad toro, había sido engendrado por Parsifae, esposa del rey Minos, tras su coyunda con un toro. El avergonzado rey encerró al monstruo en un recinto muy intrincado del que era imposible salir, el laberinto. A su vez, Minos era hijo de Zeus y de la ninfa Europa, a la que había seducido adoptando la forma de un toro, tras lo cual la escondió en Creta para sustraerla a la cólera de la diosa Hera. Evans dio una interpretación histórica al mito proponiendo que Minos habría sido uno de los reyes de Cnossos. A causa de la localización del Minotauro en Creta, la civilización que floreció en la isla entre el tercer y segundo milenio antes de nuestra era se denomina «minoica».
En la Creta de esa época las mujeres son mucho más numerosas que los hombres en esculturas, pinturas, sellos y vasos, de ahí que se haya llegado a la conclusión de que las mujeres tenían un papel relevante como diosas y como sacerdotisas. También se han encontrado abundantes reproducciones del símbolo del poder femenino, el labrys, un objeto singular con forma de doble hacha que suele aparecer situado encima de una columna. A pesar de su forma, no tenía ningún carácter de arma defensiva ni agresiva, de hecho se ha relacionado más bien con la mariposa, animal que en algunas civilizaciones se considera portadora del alma. No podemos saber con certeza el significado de este y otros símbolos y rituales, tampoco si el laberinto debía su nombre a que era el lugar donde se guardaban los labrys. El significado de muchos símbolos de la civilización cretense sigue siendo un misterio porque no se ha descifrado la escritura empleada en el momento de su máximo esplendor.
A diferencia de lo que había ocurrido en Europa durante el Paleolítico y el Neolítico, en Creta el culto no estaba dominado por las diosas de la fertilidad. Las estatuillas de loza encontradas en Creta no tienen ningún parecido con las ventrudas diosas madre de tetas colgantes del continente. Muy al contrario, son delicadas y coquetas, extraordinariamente sensuales; en cierto modo recuerdan las representaciones de Inanna-Isthar. Portan elaborados vestidos de faldas con volantes que recuerdan a las túnicas sumerias como las que luce Enheduanna en el disco ritual. Están cubiertas por delante con un delantal corto y algunas van tocadas con curiosos sombreros. No obstante, lo más llamativo de estas estatuillas son los ajustados corpiños que modelan unas cinturas de avispa, a la vez que realzan y dejan al desnudo unos pechos exuberantes. Estas estatuillas llevan serpientes, otro símbolo del poder femenino, en las manos y enroscadas en los brazos. Las mujeres que aparecen en las pinturas murales lucen pieles blancas y peinados elaborados de largos rizos negros, así como ropajes casi transparentes que recuerdan a los de las tumbas egipcias. Uno de los retratos de mujer encontrados en los frescos de Cnossos fue bautizado por sus descubridores como La parisina, por lo elaborado de su maquillaje y peinado.
¿Eran estas mujeres diosas o sacerdotisas? No lo sabemos, pero es evidente que representan personajes poderosos. Para algunos historiadores, la autonomía de la que parecían disfrutar las mujeres cretenses se debía a que, al pasar los hombres la mayor parte del tiempo en el mar, eran ellas las que se ocupaban de organizar y dirigir la vida en las ciudades, es decir, eran las que tenían el poder en tierra. Otra explicación que se ha considerado es que en esa época aún no se hubiera determinado el papel del hombre en la fecundación, por lo que las mujeres serían reverenciadas por ser las únicas capaces de dar la vida. En cualquier caso, en esta civilización el desarrollo de un refinado gusto por el arte y notables desarrollos técnicos estuvo acompañado de un gran protagonismo femenino.
Alrededor del año 1600 a. C. los aqueos, el belicoso pueblo procedente de los Balcanes, fundaron la ciudad de Micenas en la península del Peloponeso, y la convirtieron en la capital de su imperio. Alrededor de 1450 a. C. llegaron hasta Creta, se establecieron en los palacios y llevaron el arte y la cultura cretense a Micenas. Según la arqueóloga británica Jacquetta Hawkes, la civilización griega surgió de la unión de la cretense, que encarnaba el principio femenino, y de la micénica, encarnación del principio masculino. Aceptemos o rechacemos esta hipótesis, no hay duda de que la civilización griega surgió sobre el sustrato de otras muchas civilizaciones anteriores entre las cuales las más cercanas en el tiempo y el espacio fueron la cretense y la micénica. Ambas se complementaban a la perfección dado que en la primera el arte, el comercio y la técnica habían alcanzado un alto grado de desarrollo, mientras que la segunda fue una civilización conquistadora y guerrera.
Además de llegar hasta Creta y establecerse en Micenas, los aqueos hicieron incursiones en la costa oeste de Asia Menor. Los ecos de estas expediciones nos han llegado en la Ilíada y la Odisea, las primeras grandes obras de la literatura universal. En la primera se narra el asedio a la ciudad de Troya por las tropas griegas dirigidas por Agamenón, rey de Micenas. El objetivo del acoso era rescatar a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, que se había refugiado en ella con Paris, hijo del rey de Troya. Durante siglos se pensó que esta guerra era un mito sin base real, pero a finales del siglo XIX el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann descubrió en el noroeste de Asia Menor, hoy parte de Turquía, las ruinas de una ciudad del período arcaico que correspondía a la ciudad de Troya. Las múltiples excavaciones realizadas desde entonces han mostrado nueve ciudades superpuestas que fueron construidas entre los años 3000 a. C. y 500 de nuestra era. La Troya homérica se ha identificado como la Troya VI, habitada de 1900 a 1200 a. C., y la guerra de Troya se ha situado en torno a 1200 a. C. Homero debió de vivir alrededor del siglo VIII a. C., por lo que versificó los hechos que habían sucedido cuatro siglos antes de que él naciera. Su obra recogía los poemas de los bardos que cantaban los hechos heroicos del pasado, transmitidos de forma oral de generación en generación.
TROYANAS, ATENIENSES Y ESPARTANAS
Los protagonistas indiscutibles de las epopeyas guerreras de Homero son los hombres que matan y mueren. Pero en la Grecia arcaica representada en ellos Homero nos presenta mujeres poderosas. Son reinas como Ledo, esposa del rey de Esparta, cuya hija Helena llegó a ser heredera del trono a pesar de que no era hija del rey. Hay que tener en cuenta que su padre era el dios Zeus, cuya categoría era superior a la de todos los hombres, incluidos los reyes mortales. O como Hécuba, esposa del rey de Troya, con autoridad para convocar a las troyanas a una ceremonia religiosa, o como Nausícaa, anfitriona de Ulises en la isla de los Feacios. La misma Helena, que huye a Troya con Paris por su propia voluntad, provocando así la terrible guerra, deja a su esposo Menelao consternado no solo por el abandono, sino porque él había accedido al trono de Esparta por los derechos sucesorios de Helena. Estas mujeres poderosas desencadenan guerras, heredan tronos y se mueven libremente por la ciudad, no están encerradas en el gineceo, como lo estuvieron las griegas del siglo de Pericles. No podemos olvidar que otras mujeres de la Odisea son intercambiadas como botines de guerra. Tal es el caso de Criseida, la esclava que Agamenón había conseguido como botín y se negaba a devolver a su padre, sacerdote de Apolo. Solo aceptó entregarla a cambio de quedarse con Briseida, la esclava de Aquiles, lo que desató la ira del héroe y lo llevó a retirarse de la guerra. Tenemos que recordar que estos intercambios tenían lugar en una sociedad en la que existía la esclavitud, por lo que no solo las mujeres se convertían en botines de guerra, sino que este era también el destino usual de los varones de los pueblos vencidos.
En torno a 1100 a. C. los dorios llegaron al Peloponeso desde el norte y arrasaron la civilización micénica, que en ese momento estaba ya muy mezclada con la cretense. Una de las claves de las victorias militares de los dorios fue su conocimiento del procesado del hierro, material esencial de sus armas. En los siglos siguientes, desde 900 a 600 a. C., la que se conoce como Edad Media griega, se fueron gestando en un proceso muy lento las polis, ciudades-estado en las que la civilización griega alcanzó su cenit. La accidentada orografía de la península griega y el carácter belicoso de sus habitantes impidió que se estableciera un imperio con un fuerte poder central, por lo que cada polis conservó su independencia. Los nexos que hicieron de ese abigarrado conjunto de ciudades-estado una única cultura griega fueron el idioma griego, el conjunto de los dioses del Panteón griego y las competiciones gimnásticas, de las cuales las más importantes eran los Juegos Olímpicos, durante los cuales todas las polis griegas hacían una tregua de un mes. A todo ello se sumaba el conjunto de poemas heroicos que se habían transmitido de forma oral a lo largo de los siglos, que Homero unificó y embelleció en sus famosas obras, que constituían uno de los patrimonios más valiosos del conjunto de las polis.
El gobierno de estas, inicialmente una monarquía, evolucionó hacia la democratia con la ayuda de Solón (638-558 a. C.), arconte de Atenas, especie de alcalde, que propuso varios cambios en la forma de gobierno cuyo objetivo era abolir los derechos basados en el linaje para favorecer el acceso al gobierno de la ciudad de todos los ciudadanos atenienses. Creó los principales órganos de gobierno de la democratia ateniense: la Ecclesia o Asamblea Popular, la Boulé o Consejo de Gobierno y los Helia o jurados populares. Los que tenían el protagonismo en la guerra eran los miembros del Colegio de Estrategas, reunión de generales que formaban una especie de Alto Estado Mayor. Sus miembros eran los únicos que se elegían por votación, el resto de los puestos de representación se elegían por sorteo. Estos órganos fueron reformados por Clístenes de Atenas (570-507 a. C.) años después para ampliar su base popular.
A pesar del extraordinario avance que esta forma de gobierno supuso frente a las satrapías orientales, la democracia griega, de la cual hemos tomado la palabra y el concepto, era muy diferente de las que existen hoy. De entrada, la definición muy restrictiva de «ciudadanos» hacía que solo lo fuera un 10 por ciento de los habitantes del Ática: los ciudadanos libres, varones y no extranjeros. La mano de obra abundante y barata procedía de los esclavos, mientras que los metecos o extranjeros eran los encargados de las tareas menos nobles, como el comercio y los oficios manuales.
¿Qué papel tenían las mujeres en la democracia? Ninguno, aparte de la memoria de esplendores pasados, encarnada en las potentes diosas que poblaban el panteón. De hecho, según la leyenda, el origen del nombre de la ciudad de Atenas tuvo su origen en un conflicto entre mujeres y hombres. La diosa Atenea y el dios Poseidón discutían sobre quién iba a ser el protector de la ciudad y establecieron una competición para ver quién daba a los atenienses el mejor regalo. La diosa golpeó el suelo con su lanza y de la tierra surgió una pequeña planta de hojas verde-grisáceas que dio unos extraños frutos, de los cuales la diosa obtuvo aceite. Se trataba del olivo. Cuando Poseidón golpeó el suelo con su tridente hizo brotar un manantial de agua salada; según otras versiones lo que brotó fue un maravilloso caballo alado blanco. Se consideró que el regalo de Atenea era más valioso, por lo que la diosa se erigió en protectora de la ciudad y le dio el nombre. Según algunas fuentes, los que juzgaron la bondad de los regalos fueron los dioses; según otras, el que decidió cuál era el mejor regalo fue Cécrope, primer rey del Ática. Hay incluso una curiosa versión de esta leyenda que hace a las mujeres atenienses protagonistas de la disputa y origen de sus desventuras. Según recoge san Agustín de Hipona en su obra La ciudad de Dios, libro XVIII, capítulo 9:
Tras consultar al oráculo de Delfos, el rey convocó una asamblea de los ciudadanos de ambos sexos, pues en ese país era costumbre entonces que las mujeres intervinieran en las votaciones públicas. Los hombres se inclinaron a favor de Poseidón, las mujeres de Atenea, pero hubo un voto más del lado de las mujeres y Atenea venció, lo cual provocó la cólera de Poseidón y la venganza de los hombres. A partir de entonces las mujeres perdieron su derecho al voto, a que sus hijos llevaran su nombre y a ser llamadas atenienses.
Fuera cual fuera el origen del nombre de la ciudad, en Atenas el máximo rango que podía alcanzar una mujer era el de hija o esposa de un ciudadano ateniense, estatus que no era mucho mejor que el de un esclavo. Sus ocupaciones no eran muy diferentes de las de las esclavas: preparar alimentos, moler grano, ocuparse de que hubiera agua en la casa para beber y lavarse, hilar en la rueca y tejer las ropas de la familia. Por ejemplo, en la Odisea la ocupación principal de Penélope, la esposa de Ulises, mientras esperaba a su marido era tejer. Desde que eran desposadas para establecer alianzas ventajosas para su padre, las atenienses eran las dueñas y señoras del oikos, el hogar. No salían de sus domicilios más que para asistir a las celebraciones religiosas propias de las mujeres, como las tesmoforias, y dentro de sus casas se pasaban la mayor parte del tiempo en las habitaciones reservadas para ellas, el gineceo. Si sus maridos tenían invitados masculinos, no se sentaban con ellos a la mesa. No se tenía en cuenta su opinión a la hora de arreglar los matrimonios de sus hijos y no podían ser titulares de bienes, ni siquiera de los heredados de sus padres. Por supuesto, el gobierno de la ciudad les era ajeno. Incluso podían ser vendidas por sus maridos como esclavas, junto con sus hijos legítimos, hasta que Solón abolió esa ley.
No obstante, la disposición de Solón que más afectó a las mujeres fue la prohibición de que llevaran dote al casarse para que se intercambiaran entre las casas de los ricos y las de los pobres y no hubiera enfrentamiento entre las distintas clases. La revolución pacífica de Solón, que propició el desarrollo de la democracia en Atenas, usó a las mujeres como moneda de cambio para conjurar el peligro de la guerra civil. Las privó de los bienes familiares de la dote, pero no las compensó dándoles el derecho de ciudadanía, por lo que las condenó a una posición de total irrelevancia social. Comenzó para ellas el topos, la reclusión casi oriental que posteriormente sería sancionada por Aristóteles como fruto de la ley natural. Según el historiador ruso del siglo XIX, Michael Rostovtzeff, la consolidación de la democracia en Atenas trajo aparejado el encierro de las mujeres en sus casas.
En un contrato de una pareja de atenienses de esta época, se sanciona que la mujer se compromete no solo a no tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, sino a no salir de su casa sin el consentimiento del marido. Por su parte el marido no tiene ninguna restricción respecto a tener amantes masculinos o femeninos, siempre que no lleve a su casa ni a sus concubinas ni a sus efebos. El estatus de la mujer ateniense era el de una menor de edad vitalicia bajo la tutela de los varones de la familia. La situación se volvió aún más difícil con el decreto de Pericles del año 451 a. C., según el cual para que un recién nacido adquiriera la ciudadanía ateniense se requería que tanto el padre como la madre fueran ciudadanos atenienses.
Pero la vida no era igual en todas las polis, especialmente en Esparta, uno de los primeros asentamientos de los dorios a su llegada a Grecia. Allí esclavizaron a los habitantes de la zona, los ilotas, por lo que debían estar en permanente estado de excepción para sofocar sus posibles sublevaciones. En esta polis los ciudadanos vivían en un régimen comunal en el que el núcleo familiar apenas tenía relevancia, todo se hacía por el bien de la ciudad, cuyas leyes regulaban todos los aspectos de la vida; incluso las comidas eran comunales. Esta sociedad se desarrolló sobre la base de las leyes de Licurgo (siglo VII a. C.), según las cuales los intereses privados se subordinaran al objetivo común de convertir la ciudad en una potencia militar. La democracia no tenía cabida en este estado militarizado, por lo que allí siguió existiendo nominalmente el sistema de la monarquía. La vida privada también estaba reglamentada, porque el fin del matrimonio era proporcionar al estado hijos sanos y fuertes. Por ello no se formalizaban hasta que la mujer estaba lo suficientemente madura para alumbrar hijos sanos, lo que solía suceder en torno a los dieciocho años, hecho que no era baladí, porque de esa forma se evitaban los embarazos adolescentes, y con ellos el peligro para la salud física y la madurez intelectual de la madre. El fin del matrimonio era engendrar hijos fuertes, entonces no se consideraba deshonroso que la mujer de un espartano enfermo o viejo yaciera con otro más joven y sano; el concepto de adulterio no existía en Esparta.
Dado que el capital principal de esta polis era su ejército, los niños eran el bien más preciado, por lo que la decisión de que vivieran tras su nacimiento no la tomaban los padres, sino el Consejo de Ancianos. Este los examinaba en cuanto nacían y, si eran deformes o tenían poca salud, los mandaban arrojar al Aposteto, un precipicio situado a las afueras de la ciudad. Según cuenta Plutarco, las madres espartanas eran las más duras a la hora de evaluar si sus hijos debían vivir: bañaban a sus hijos recién nacidos con vino para comprobar si padecían epilepsia o cualquier otra enfermedad, porque se decía que, en ese caso, al contacto con el vino tendrían convulsiones. Si superaban el examen de sus madres y del Consejo de Ancianos, los hijos eran criados en casa de sus padres hasta los siete años. A partir de esta edad el Estado se hacía cargo de la educación tanto de los niños como de las niñas, prestando una especial atención a los ejercicios físicos y al entrenamiento para sobrevivir en condiciones difíciles. Así, por ejemplo, se les daba un solo manto para todo el año, no les proporcionaban zapatos, se los azotaba cruelmente por la más mínima falta y se les daba poca comida para obligarlos a buscarla por su cuenta. Con esos principios educativos no resulta extraña la historia del niño espartano que escondió bajo su cuerpo una cría de zorro que había encontrado en el campo; durante la noche el animal, al intentar escapar, le desgarró el vientre hasta matarlo sin que el niño llegara a quejarse. El durísimo entrenamiento espartano, que hacía de sus soldados invencibles máquinas de guerra, tenía una vertiente asesina: un día al año los jóvenes espartanos tenían libertad para matar a cuantos ilotas quisieran, y al parecer no desaprovechaban la oportunidad.
Dado su relevante papel como madres de futuros soldados, las mujeres espartanas tenían muchos más derechos que sus vecinas atenienses; entre otras cosas las niñas y adolescentes recibían una educación similar a la de los varones. Si en el caso de los niños el objetivo de la educación era hacer de ellos buenos soldados, en el de las niñas era que parieran hijos fuertes que pudieran llegar a ser buenos soldados. Sobre la importancia que se concedía a la procreación de hijos sanos da una idea lo que se cuenta que Gorgo, la mujer del rey Leónidas, le dijo a su marido cuando este partía hacía el desfiladero de las Termópilas para hacer frente al imponente ejército persa. Pensando en su muy probable muerte, Gorgo le preguntó a Leónidas qué habría de hacer si él no volvía, a lo que Leónidas contestó: «Cásate con un buen hombre y ten buenos hijos». Espartanos, se entiende. A diferencia de las atenienses, las mujeres espartanas podían tener propiedades y gastar su propio dinero, aunque ello no fuera del agrado de sus parientes varones; no obstante, como sucedía en Atenas, no podían participar en el gobierno de la ciudad. En la Grecia clásica había muchos dichos sobre las mujeres espartanas, cuya desenvoltura contrastaba con el comportamiento de las mujeres en otras polis. Así, cuando los extranjeros preguntaban a las espartanas que cómo era posible que sus maridos se dejaran gobernar por ellas, estas les contestaban que ellas eran las únicas capaces de parir espartanos. Aristóteles se quejaba de que las leyes de Licurgo habían traído el desgobierno a la mitad de la población de Esparta (las mujeres).
CIENTÍFICOS JÓNICOS Y ARISTÓTELES
La invasión persa de finales del siglo V a. C. unió a las polis griegas contra un enemigo común. En 490 a. C., en la famosa batalla de Maratón, un ejército ateniense de escasamente 10.000 soldados hizo frente al de Darío, de más de 40.000. Por un error táctico del ejército persa y por el genio estratega de los atenienses, que contaban con una excelente infantería de hoplitas y con la desesperación de quienes defendían su supervivencia como nación, los atenienses vencieron. Según cuentan las crónicas que cantaban esta gesta, en el campo de batalla quedaron los cadáveres de «192 atenienses y de 6.400 bárbaros». Un mensajero corrió desde la llanura de Maratón hasta Atenas, que dista algo menos de 42 kilómetros, para comunicar la victoria. En memoria de esta carrera se nombró la que hoy se disputa en todos los países del mundo.
Diez años después de esta batalla, Jerjes, el hijo de Darío, con un ejército de centenares de miles de hombres (Heródoto llegó a hablar de millones) volvió a Grecia a terminar lo que su padre había dejado inconcluso. Primero se tuvo que enfrentar a un pequeño contingente de 300 soldados espartanos comandados por el rey Leónidas que, junto con otros 1.500 de las polis vecinas, les hicieron frente en el desfiladero de las Termópilas en el año 480 a. C. Situado en Tesalia, entre el monte Eta y el mar, este desfiladero es el paso ineludible para llegar a la Grecia central desde el norte. A pesar de su abrumadora superioridad numérica, los persas necesitaron la ayuda de un traidor que les mostró un paso a través las montañas, por el cual los persas avanzaron y rodearon a los espartanos. En la gesta relatada en la película estadounidense Trescientos, dirigida por Zack Snyder en 2007, Leónidas, al verse perdido, despidió al grueso de su ejército y se quedó protegiendo su retirada solo con los espartanos. Por cierto, aunque en la película se olvidaron de ellos, los soldados espartanos estuvieron acompañados hasta el final por sus ilotas. Tras acabar con los espartanos, los persas cayeron sobre Atenas y la arrasaron, pero fueron vencidos por la flota ateniense en la bahía de Salamina. Un año después los persas volvieron a ser vencidos en Platia, tras lo cual firmaron la paz y abandonaron Grecia. Comenzó entonces el período de máximo esplendor de las polis griegas, especialmente de Atenas.
Durante las décadas siguientes Atenas vio florecer la mayor concentración de genios que ha conocido la humanidad, que incluyó a los filósofos Sócrates y Platón, al padre de la medicina Hipócrates de Cos, a los dramaturgos Esquilo y Eurípides, al escultor Fidias y a los creadores de la historia moderna Heródoto de Halicarnaso y Tucídides, entre otros. Fue un período de paz que resultó extraordinariamente fructífero bajo la dirección de uno de los más brillantes hijos de Atenas, Pericles. Liberados del trabajo por esclavos y metecos, los ciudadanos atenienses, así como los más brillantes de otras polis griegas que acudían a ella atraídos por su fama, se dedicaron al culto a la belleza, y a la búsqueda de la sabiduría. Fue la época en que se construyó el Partenón y en su interior se colocó una colosal estatua de la diosa Atenea, esculpida por Fidias en marfil y oro. Fue también cuando el filósofo Sócrates dijo la famosa frase: «Solo sé que no sé nada», el mismo Sócrates que poco después sería condenado a muerte por impiedad y moriría tras ingerir la cicuta.
La ciencia tal y como la concebimos hoy también había nacido en la Grecia clásica, pero no en el período de máximo esplendor de Atenas. Poco después de que Hesíodo escribiera su Teogonía, en Jonia, región de la costa oeste de Asia Menor, algunos hombres se rebelaron contra la autoridad de los dioses e intentaron dar una explicación racional a los fenómenos de la naturaleza basándose en sus observaciones y en su capacidad de razonamiento. Esta región, nudo de comunicaciones entre Asia, África y Europa, fue el centro de intercambios comerciales y culturales, por lo que desde la época homérica Jonia tuvo el liderazgo social y económico de la región. Los conocimientos de astronomía y matemáticas de Mesopotamia llegaron a las colonias jónicas de Mileto, Clazomene, Samos y Abdera antes que a la Grecia continental y allí fructificaron. Mientras que en Babilonia y Sumer este conocimiento se había usado para realizar las predicciones astrológicas de los oráculos, en las colonias jónicas sirvieron como base para construir una nueva concepción del universo. Los hombres usaron el fuego de los dioses robado por Prometeo como fuente de las ciencias. Por eso podemos decir que en Jonia tuvo lugar el principio del fin de la mitología y el nacimiento de la ciencia.
Tales de Mileto (624-545 a. C.), fue el primer griego que predijo un eclipse de sol empleando las tablas astronómicas babilónicas, demostrando que un fenómeno que había dado pie a múltiples supersticiones era un suceso astronómico regular que podía ser predicho. De ahí dedujo que en la naturaleza todo acontecía según leyes inmutables, aunque esas leyes fueran desconocidas. Para su discípulo Anaximandro de Mileto (610-546 a. C.), el principio de todas las cosas existentes era «lo indefinido», concepto posiblemente inspirado en el «caos» de Hesíodo, la sustancia a partir de la cual todo se creaba y en la que todo perecía. Anaxágoras nació en Clazomene (500-428 a. C.), pero vivió la mayor parte de su vida en Atenas, donde formó parte del círculo íntimo de Pericles. De sus observaciones dedujo que la Luna brillaba con luz reflejada y a partir de ahí elaboró una teoría para explicar sus fases. Afirmó que los cuerpos celestes, la supuesta morada de los dioses, estaban formados de materia ordinaria, y ello le valió un proceso por impiedad. Demócrito de Abdera (460-370 a. C.) fue un genio cuyos escritos abarcaron todas las ramas del saber de su tiempo. Afirmó que no había más que materia y espacio vacío, y que la materia no se podía dividir indefinidamente; el límite eran unos corpúsculos pequeñísimos, eternos e invariantes que él denominó «átomos», que significa «indivisible». Demócrito fue por tanto el fundador de la teoría atómica, olvidada tras su muerte, retomada por Dalton a comienzos del siglo XIX y finalmente aceptada a mediados del siglo XX.
En el año 431 a. C., la expansión comercial de Atenas chocó con los intereses de Tebas, polis aliada de Esparta. Esta última acudió en su ayuda y así dio comienzo la guerra del Peloponeso, que se prolongó durante treinta años porque Atenas tenía la mejor flota y era imbatible en el mar, mientras que Esparta no tenía rival en tierra. Atenas fue finalmente derrotada por Esparta a pesar de que el número de ciudadanos de Esparta no pasó nunca de los 10.000, mientras que Atenas tenía más de 40.000 (de un total de 400.000 habitantes, el resto eran metecos, esclavos y mujeres). La guerra del Peloponeso dejó a ambas polis debilitadas, por lo que fueron una presa fácil para el rey macedonio Filipo y para su hijo Alejandro Magno, el general más brillante de todos los tiempos.
El principal discípulo de Sócrates, Platón (427-347 a. C.), fundó la Academia de Atenas en el año 387 a. C. y sentó las bases del razonamiento deductivo que luego desarrollaría su alumno Aristóteles (384-322 a. C.), tutor de Alejandro Magno. Aristóteles introdujo la noción de que las verdades universales se pueden alcanzar por medio de la observación y la inducción, lo que puede considerarse como un precedente del método científico. Hizo incontables observaciones de la naturaleza de las plantas y animales que lo rodeaban y llegó a considerarse el hombre más sabio de su época. Por desgracia para las mujeres, Aristóteles dio una base pseudocientífica a los prejuicios sobre las limitaciones de la mujer que existían en amplios estratos de la sociedad griega. Así, en su obra Partes de los animales decía:
Entre los animales, los machos son los que tienen el cerebro más grande en proporción a la talla y, entre los hombres, el varón tiene el cerebro más voluminoso que las hembras. Son los varones quienes poseen mayor número de suturas en la cabeza, y el varón las tiene en más cantidad que la mujer, siempre por la misma razón, a fin de que esta región respire más fácilmente, sobre todo el cerebro más grande.
Esta es una de las observaciones que más daño han hecho a la causa de las mujeres, especialmente cuando a finales del siglo XIX se buscaron causas «científicas» para su inferioridad. No contento con esta descalificación de su capacidad de raciocinio definió a las mujeres como seres humanos defectuosos.
Todo lo que es pequeño llega más rápido a su fin, tanto en las obras artificiales como en los organismos naturales. [...] Porque las hembras son por naturaleza más débiles y más frías y hay que considerar su naturaleza como un defecto natural.
Al proporcionar argumentos que apoyaban estos prejuicios, los reforzó extraordinariamente.
Con la llegada de las monarquías macedonias se suprimieron muchos derechos de los ciudadanos, aproximando a la baja los de hombres y mujeres. No obstante, la idea propuesta por Aristóteles de que las mujeres eran una especie de varones mutilados pervivió, porque a través de los padres de la Iglesia, especialmente santo Tomás, sus afirmaciones se convirtieron en dogma de fe para los cristianos y entraron a formar parte del corpus de sabiduría islámico. Su encumbramiento en la cima del pensamiento dio argumentos filosóficos y científicos a los que querían mantener encerradas a las mujeres en el gineceo. Y como no ha habido mortal que haya tenido mayor autoridad científica y moral en toda la historia de la humanidad, allí permanecieron hasta que el estagirita fue defenestrado, que lo ha sido solo en parte, pues muchos lo siguen considerando una de las luminarias de la humanidad.