Introducción:
“Brasil queda muy cerca de aquí”

 

 

Era bueno saber que la alegría que la Ley de Abolición de 1888 llevó a la ciudad fue general en el país. Tenía que serlo, porque ya había entrado en la convivencia de todos su injusticia originaria [la de la esclavitud]. Cuando llegué a la escuela, una escuela pública en la calle Rezende, la alegría entre el niñerío era grande. Nosotros desconocíamos el alcance de la ley, pero la alegría reinante nos capturó. Creo que la maestra, doña Tereza Pimentel do Amaral, una señora muy inteligente, nos explicó la importancia del asunto; pero, con esa mentalidad característica de los niños, una sola cosa me quedó clara: ¡libres!¡libres! Pensé que podríamos hacer todo lo que se nos antojara; que de allí en adelante no habría limitación alguna para los progresistas de nuestra fantasía. ¡Pero qué lejos estamos, aún hoy, de eso! ¡Cómo todavía nos enredamos en las telarañas de los preceptos, las reglas y las leyes! […] Esos recuerdos son buenos; tienen un perfume de añoranza y nos hacen sentir la eternidad del tiempo. El tiempo inflexible, el tiempo que, como el joven es hermano de la Muerte, va matando aspiraciones, eliminando urgencias, trayendo desaliento, y sólo nos deja en el alma esa nostalgia del pasado, a veces compuesto por acontecimientos fútiles, pero que siempre es bueno recordar.[1]

 

 

 

El autor de este relato es Lima Barreto. Periodista, ensayista, cronista de la ciudad de Río de Janeiro, fue uno de los pocos escritores brasileños que se definió como negro —a sí mismo y a su literatura— a pesar de vivir en un país cuyos datos censales indicaban la existencia de una amplia mayoría negra y mestiza. El relato no parece haber sido escrito para ser recordado o legado a la posteridad. Por el contrario, fue un desahogo garabateado en el reverso de un folio del Ministerio de Guerra, institución en la que Lima trabajaba como amanuense: un funcionario público de posición no muy elevada en la jerarquía del Estado (véase imagen 2).

Su padre, João Henriques de Lima Barreto, fue uno de los primeros desempleados de la República debido a sus vínculos con la monarquía; empezó a trabajar como almojarife y luego como administrador en un manicomio, y ya en 1912 se había jubilado del servicio público con un diagnóstico de “insania mental”. La locura —en aquella época uno de los estigmas característicos de la degeneración de las razas mestizas— perseguiría desde entonces a Lima Barreto, quien además fue internado en el Hospital Nacional de Alienados en dos ocasiones, en 1914 y 1918. “Locura”, “desaliento”, “desigualdad”, “exclusión” eran palabras comunes en el vocabulario del escritor y definían cabalmente a su generación.

El documento no parece azaroso, mucho menos arbitrario. Revela ciertas características persistentes de nuestra breve historia, al menos de la historia fechada a partir del descubrimiento de Brasil —para algunos, para otros el término correcto sería “invasión”— en el año 1500.[2] Si bien los acontecimientos y los contextos políticos y culturales que marcan esos más de cinco siglos de existencia nacional son numerosos, algunos rasgos insisten obstinados en comparecer en la agenda local. Uno de ellos es, precisamente, nuestra difícil y tortuosa construcción de la ciudadanía. En el transcurso de este libro tendremos además la oportunidad de acompañar manifestaciones de claro civismo y entusiasmo público, como la promulgación de la ley que en 1888 abolió la esclavitud, mencionada por Lima Barreto. En esa ocasión, el pueblo llenó todos los rincones de la plaza donde, desde su balcón, la princesa Isabel anunció la novedad largamente esperada. Resultado de un acto de gobierno pero sobre todo de la continua presión popular y civil, la Ley Áurea era poco ambiciosa —a pesar de su enorme importancia—en cuanto a prever la inserción de aquellos en cuya jerga no habían figurado, durante tanto tiempo, la ciudadanía y los derechos. Y precisamente por eso es un caso ejemplar. Porque recuerda que actos como ese, no pocas veces, fueron seguidos por reveses políticos y sociales que comenzaron a gestar un proyecto de ciudadanía inconclusa, una república de valores fallidos, como escribía nuestro autor.

Es por esta razón que las idas y vueltas, los avances y retrocesos, forman parte de esta historia nuestra que ambiciona ser mestiza como lo somos en muchas maneras los brasileños: ofrece respuestas múltiples y en ocasiones ambivalentes sobre el país; no se apoya en fechas y acontecimientos seleccionados por la tradición; no propone un trazado exclusivamente objetivo o nítidamente evolutivo puesto que conlleva un tiempo híbrido que puede agenciar diversas formas de memoria. Más aún, es mestiza porque no sólo anticipa la mezcla sino también la rotunda separación. En una nación que se caracteriza por el poder de los grandes terratenientes, muchos de ellos dueños de inmensos y aislados latifundios que a veces tenían el tamaño de una ciudad, el autoritarismo y el personalismo siempre fueron realidades fuertes que debilitaban el libre ejercicio del poder público y desincentivaban el fortalecimiento de las instituciones y, con eso, la lucha por los derechos. Dice un proverbio popular que, en Brasil, “el que roba poco es ladrón y el que roba mucho, barón”, como legitimando la idea —hoy discutida y politizada— de que en nuestro país el solo hecho de ser acaudalado es prueba de exención y de ciudadanía que está por encima de cualquier sospecha.

Pero vale la pena señalar otro rasgo que, si bien no es natural —aquí nos ocupamos de construcciones sociales, no biológicas—, resulta escandalosamente resistente y ocupa un lugar selecto en la historia brasileña. Cierta lógica y cierto lenguaje de violencia conllevan una determinación cultural profunda. Como un verdadero nudo nacional, la violencia está clavada en la más remota historia de Brasil, un país cuya vida social fue marcada por la esclavitud. Fruto de nuestra herencia esclavócrata, la trama de esa violencia es común a toda la sociedad: se propagó por el territorio nacional y fue naturalizada. Y si bien la esclavitud quedó en el pasado, su historia continúa escribiéndose en el presente. La experiencia de violencia y dolor se repite, resiste y se propaga en la trayectoria del Brasil moderno, fragmentada en millares de modalidades de manifestación.

Brasil, el último país en abolir la esclavitud en Occidente, sigue siendo campeón en desigualdad social y hoy practica un racismo silencioso pero igualmente perverso.

A pesar de que en el cuerpo de la ley no existen formas de discriminación, los pobres, y sobre todo las poblaciones negras, son los más culpabilizados por la Justicia, los que mueren más temprano, los que tienen menos acceso a la educación pública superior o a puestos más calificados en el mercado de trabajo. Marca fuerte y persistente, la herencia de la esclavitud condiciona incluso nuestra cultura, y la nación se define con un lenguaje pautado según colores sociales. Nosotros nos clasificamos en tonos y medios tonos, y hasta hoy sabemos que quien se enriquece, casi siempre, emblanquece, y que lo contrario también es verdadero. Aunque la frontera del color es porosa entre nosotros y no nos reconocemos por criterios exclusivamente biológicos, aunque la inclusión cultural es una realidad en nuestro país y se expresa en numerosas manifestaciones que la singularizan —la capoeira, el candomblé, el samba, el fútbol—, aunque nuestra música y nuestra cultura son mestizas en su origen y su particularidad, no podemos olvidar los numerosos procesos de exclusión social. Estos se expresan en el acceso todavía diferente a mejoras estructurales en el ocio, el empleo, la salud y la tasa de nacimiento, o incluso en las intimidaciones y los allanamientos cotidianos de la policía, maestra en el lenguaje del color.

De tanto mezclar colores y costumbres hicimos del mestizaje una suerte de representación nacional. Por un lado, la mezcla se consolidó mediante prácticas violentas, con el ingreso forzado de pueblos, culturas y experiencias en la realidad nacional. A diferencia de la idea de armonía, la mezcla fue una cuestión de arbitrio en estos lares. Es el resultado de la compra de africanos, que vinieron aquí obligados y en mayor número que hacia otros lugares. Brasil recibió el 40% de los africanos que dejaron compulsivamente su continente para trabajar en las colonias agrícolas de la América portuguesa, bajo régimen de esclavitud, sumando un total cercano a 3,8 millones de inmigrantes.[3] Hoy, con el 60% de su población compuesto por pardos y negros, Brasil puede considerarse el segundo país africano más poblado después de Nigeria. Además, y a pesar de los números controvertidos, se estima que en el año 1500 la población nativa oscilaba entre un millón y ocho millones de personas y que el “encuentro” con los europeos habría diezmado entre el 25 y el 95 por ciento.[4]

No obstante es innegable que esa mezcla sin igual generó una sociedad definida por uniones, ritmos, artes, deportes, aromas, cocinas y literaturas mixtas. Tal vez por eso, el alma de Brasil está cribada de colores. Nuestros varios rostros, nuestros rasgos diferenciados, nuestras muchas maneras de pensar y sentir el país comprueban la mezcla profunda que dio origen a nuevas culturas, híbridas de tantas experiencias. La diversidad cultural, expresada en el sentido único del término, es quizás una de las grandes realidades de un país totalmente marcado y condicionado por la separación pero también por la mezcla resultante de ese largo proceso de mestizaje.

Construida en la frontera, el alma mestiza de Brasil —resultado de la mezcla original de amerindios, africanos y europeos— es producto de prácticas discriminatorias centenarias que, al mismo tiempo, conducen a crear nuevas salidas. Como decía Riobaldo Tatarana, personaje dilecto del escritor Guimarães Rosa, “por estar cautivo en su pequeño destino de suelo es que el árbol abre tantos brazos”, y aunque el alma es híbrida, los brazos de Brasil son muchos. Brasil con frecuencia elude las dos caras de la moneda construyendo prácticas culturales que definen barreras más obvias, y así nos distinguen y nos incluyen en el mundo, siempre en carácter de brasileños.

Pero existen todavía otras facetas que forman parte del rostro (y la expresión) del país. Sarcástico, Lima Barreto concluye su texto con tono de desahogo: “Tenazmente continuamos vivos, esperando, esperando… ¿qué? Lo imprevisto, lo que puede ocurrir mañana o después: ¿quizás el premio gordo de la lotería o un tesoro descubierto en el jardín?”. Esa manía nacional nuestra de esperar el milagro del día, la salvación imprevista, que el historiador Sérgio Buarque de Holanda, en su clásico Raízes do Brasil (1936), denomina “bovarismo”. Esa palabra también fue utilizada por el literato carioca, quien a partir del mismo concepto critica nuestro vicio de “extranjerismo” y de “copiarlo todo como si fuera nuestra materia prima”. Ya Buarque de Holanda afirmaba que el concepto refería a “un invencible desencanto frente a nuestras condiciones reales”.[5]

El término proviene del famoso personaje Madame Bovary, creado por Gustave Flaubert, y define precisamente esa alteración del sentido de realidad: cuando una persona cree ser otra que en realidad no es. Ese estado psicológico genera una insatisfacción crónica, producto del contraste entre ilusiones y aspiraciones y, sobre todo, de la continua desproporción frente a la realidad. Pero imaginemos que ese mismo fenómeno se traslada del individuo a toda la comunidad, que se concibe siempre diferente de lo que es o espera que algo inesperado altere la condena de la realidad. Según Holanda (y Barreto), los brasileños tendrían un “no sé qué” de Bovary.

En el fútbol, suerte de gran metáfora de la nacionalidad brasileña, siempre esperamos que “ocurra algo” que resuelva el partido. Rogamos que caiga del cielo algún elemento mágico e imprevisto —que suspenda el malestar y solucione los problemas—, en vez de planificar cambios sustantivos y duraderos. Hace un tiempo nos pareció bien identificarnos como BRICS, apostando a la noción de que el hecho de ser economías que han alcanzado un crecimiento inédito y en cierto modo más autónomo nos une a países como India, China, Rusia y Sudáfrica. Si bien Brasil ha tenido un crecimiento realmente asombroso, si bien ya se comporta como la séptima potencia mundial y cuenta con muchos recursos, todavía poco explotados, no debemos descuidar algunos temas decisivos de nuestra agenda social —en las áreas de transporte, salud, educación y derecho a la vivienda— que, a pesar de las innúmeras y reconocidas mejoras, continúan afectando negativamente la vida cotidiana nacional.

El “bovarismo” sirve incluso para nombrar un singular mecanismo de evasión colectiva que nos permite rechazar el país real e imaginar un Brasil diferente del que es, dado que aquel no nos satisface y, peor aún, nos sentimos impotentes para modificarlo. Entre lo que somos y lo que creemos ser, ya fuimos casi todo en la vida: blancos, negros, mulatos, incultos, europeos, norteamericanos y BRICS. Curioso dislocamiento tropical del famoso “ser o no ser”, en Brasil “no ser es ser”. O, en palabras de Paulo Emílio Sales Gomes, sería “la penosa construcción de nosotros mismos [que] se desarrolla en la enrarecida dialéctica entre no ser y ser otro”.[6] 

El concepto explicaría también una antigua manía local, la de mirarnos al espejo y vernos siempre diferentes. Ora más portugueses, ora franceses, ora más americanos; ora más atrasados, ora incluso adelantados, pero siempre diferentes. Este tipo de construcción idealizada del país se transformó en “fermento” de la nacionalidad en varios contextos de nuestra historia.

De todos modos, y a pesar de las ambigüedades constitutivas de esos discursos nacionales, cabe señalar que las naciones de pasado reciente y colonial, por ejemplo la nuestra, tienen la manía de equiparar la identidad con un colchón inflable y dar por sentado —y sentir profundamente— que esta siempre está en cuestión. Sin embargo, sabemos que las identidades no son fenómenos esenciales y mucho menos atemporales. Por el contrario, representan respuestas dinámicas, políticas y flexibles dado que reaccionan y negocian ante diversas situaciones. Quizá por eso preferimos aferrarnos a la idea de que la plasticidad y la espontaneidad son parte de nuestras prácticas y conforman un ethos nacional. A juzgar por esa muletilla, seríamos el país de la improvisación que resulta bien, lo que también explicaría el proverbio —que mal esconde la certeza— de que “Dios es brasileño” y toda suerte de promesas, plegarias y rezos que, una vez más, mezclan creencias dispares a la hora de apostar al milagro.

El bovarismo nacional va aparejado a otra característica que nos define como nacionalidad: el “familismo”, o la arraigada costumbre de transformar las cuestiones públicas en cuestiones privadas. Para nosotros, el buen político es un familiar; pocas veces lo llamamos por su apellido, ya que lo reconocemos mejor por su primer nombre o por un apodo: Dilma, Jango, Juscelino, Lula, Getúlio. No por casualidad llamábamos a los generales de la dictadura por su apellido: Castelo Branco, Costa e Silva, Geisel, Médici y Figueiredo. Según propone Sérgio Buarque de Holanda, nuestro país siempre estuvo marcado por la preeminencia de los afectos y el inmediatismo emocional sobre la rigurosa impersonalidad de los principios, que usualmente organizan la vida de los ciudadanos en las naciones más diversas. “Nosotros daremos el hombre cordial al mundo”, decía Buarque de Holanda, no celebrando sino lamentando nuestra difícil entrada en la modernidad y reflexionando críticamente sobre el tema. La palabra “cordial” deriva del latín “cor, cordis”, pertenece al plano semántico vinculado al “corazón” y refleja el supuesto de que, en Brasil, todo pasa por la esfera de la intimidad —aquí hasta llamamos a los santos por un diminutivo—, revelando una impresionante falta de compromiso con la idea de bien público y una clara aversión a las esferas oficiales de poder. Lo peor de todo es que el propio Buarque de Holanda fue reprobado por la ideología del sentido común. Su noción de lo “cordial” adoptó un sentido inverso en la visión popular. Fue reafirmada como libelo de nuestras relaciones cordiales, sí, pero cordiales en el sentido de armoniosas, siempre receptivas y contrarias a la violencia, en vez de entendérsela como una crítica a nuestra dificultad para gestionar las instancias públicas. Otro ejemplo de cuán duraderas son nuestras representaciones es la manía de congelar la imagen de un país opuesto al radicalismo y afín al espíritu pacífico, por más que innumerables rebeliones, revueltas y manifestaciones atraviesen nuestra historia de punta a punta. Somos y no somos, y esa ambigüedad es mucho más productiva que un puñado de imágenes oficiales congeladas.

Las buenas ideologías son, entonces, como un tatuaje o una idea fija: tienen el poder de sobreponerse a la sociedad y generar realidad. De tanto escuchar, terminamos creyendo en este país donde es mucho mejor oír que ver.[7] Hemos construido una imagen tantas veces soñada de un país diferente —por obra de la imaginación, la alegría y una manera particular de enfrentar las dificultades— que terminamos reflejándola. Ahora bien, todo eso puede ser muy bueno y vale un retrato. Pero Brasil también es, hay que repetirlo, campeón en desigualdad social y continúa luchando con tenacidad para construir valores republicanos y ciudadanos.

Una vez reconocidas ciertas características que funcionan como una suerte de dialecto interno, el segundo paso será comprender quizá cómo y de qué forma esos fenómenos no son exclusivamente internos. El país siempre fue definido por una mirada proveniente del exterior. Ya desde el siglo XVI, momento en que “Brazil” no era “Brasil” sino una América portuguesa profundamente desconocida, el territorio era observado con considerables dosis de curiosidad. Brasil, el “otro” de Occidente, aparecía representado por estereotipos que lo designaban como una enorme e inesperada “falta” —de ley, de jerarquía, de reglas— o bien por el “exceso”: de lascivia, de sexualidad, de ocio o de festejos. De creer en esta perspectiva, seríamos algo así como una periferia del mundo civilizado habitada por una brasilidad gauche, desordenada pero muy alegre, pacífica y feliz. En la propaganda, en los discursos que llegan del exterior, nuestro país todavía es presentado como un lugar hospitalario, de valores exóticos, donde puede buscarse una especie de “nativo universal”, ya que por estos lares se encontraría una “síntesis” de los pueblos “extraños” de todos los lugares.

Pero si bien es innegable que Brasil comprende una serie de “milagros”, inscriptos en su clima siempre agradable —una “eterna primavera”, dirían los viajeros del siglo XVI— y en la ausencia de catástrofes naturales —huracanes, maremotos o terremotos— y de odios declarados reafirmados en el cuerpo de la ley, tampoco es la tierra prometida o del eterno futuro. Tanto que hay quienes se esfuerzan por ver en el país una posible solución a los conflictos y contradicciones de Occidente. Inspirados en la idea del canibalismo —noción empleada por los primeros viajeros, explotada por el filósofo Montaigne y debidamente releída en el siglo XX, sobre todo por Oswald de Andrade en su “Manifiesto antropófago” (1928)—, los brasileños tienen la manía de reinventarse y traducir sus fallas en virtudes y pronósticos. Canibalizar costumbres, desafiar convenciones y sesgar supuestos sigue siendo una característica local, un ritual de insubordinación y de inconformismo que quizá nos distingue o al menos mantiene encendida la llama de la buena utopía, que siempre es bueno admirar y resguardar.

Y así ha sido desde la llegada de las carabelas de Cabral: para unos, breve paraíso; para otros, infierno interminable o una suerte de purgatorio en la Tierra, la historia sigue siendo actual a pesar de estar inscripta y diseñada en el pasado. Ya en 1630, fray Vicente do Salvador, un franciscano que fue probablemente nuestro primer historiador, escribió un bello opúsculo titulado História do Brazil. El nombre del país aún no se escribía con “s”, y el fraile concluía: “Ningún hombre en esta tierra es repúblico, ni cela o trata del bien común, sino cada uno del bien particular”.

Desde el principio de esta breve historia de cinco siglos y unos años se hizo evidente, durante la exploración de las tierras que luego constituirían Brasil, un difícil proceso de construcción de formas compartidas de poder y protección del bien común. Al contrario de lo que suponía fray Vicente, sin embargo, hay virtud republicana en nosotros. Crear trayectos imaginativos para la construcción de la vida pública es un remedio típicamente brasileño para afrontar o, mejor dicho, eludir el estancamiento generado dentro de una sociedad con numerosos encuentros y algunos desencuentros.

Por eso, el país se desarrolló —como veremos— a partir de ambivalencias y contrastes. Brasil es una nación que se caracteriza por sus amplias brechas sociales y elevados índices de analfabetismo, pero también por tener uno de los sistemas más modernos y confiables de evaluación de votos. Un país que introdujo velozmente los adelantos de la modernidad occidental en su parque industrial y ocupa el segundo puesto en accesos a Facebook, pero mantiene congeladas en el tiempo áreas enteras del territorio nacional, sobre todo en la Región Norte, donde sólo se comercia a base de pequeñas jangadas a remo. Un país regido por una Constitución avanzada —que impide cualquier forma de discriminación— pero que practica un prejuicio silencioso y perverso y, como ya dijimos, duradero y enraizado en la vida cotidiana. Lo tradicional convive con lo cosmopolita, lo urbano con lo rural, lo exótico con lo civilizado —y lo más arcaico y lo más moderno coinciden y persisten en el otro, como un interrogante.

La historia de Brasil no cabe en un libro. Porque no existe una nación cuya historia pueda contarse en forma lineal, progresiva o de una sola manera. Por lo tanto no pretendemos contar aquí la historia de Brasil, sino hacer de Brasil una historia. Al contar una historia, tanto el historiador como el lector aprenden a “entrenar la imaginación para salir de visita”, como diría Hannah Arendt.[8] Y precisamente porque toma en serio esa noción de “visita”, este libro ignorará el objetivo de construir una “historia general de los brasileños” para concentrarse en la idea de que la biografía puede ser otro buen camino para intentar comprender a Brasil desde una perspectiva histórica: conocer los numerosos eventos que afectaron nuestras vidas, y de tal modo, que aún continúan vigentes en la agenda actual.

Una biografía es la evidencia más elemental de la profunda conexión existente entre las esferas pública y privada, que sólo estando articuladas consiguen componer el tejido de una vida y volverla real para siempre. Escribir sobre la vida de nuestro país implica cuestionar los episodios que conforman su trayectoria en el tiempo y escuchar lo que tienen para decirnos sobre las cosas públicas, sobre el mundo y el Brasil donde vivimos —para poder comprender a estos brasileños que somos y a los que deberíamos o podríamos haber sido.

La imaginación y la multiplicidad de fuentes son dos aspectos importantes para la composición de la biografía. En ella caben los grandes tipos, los hombres públicos, las celebridades, pero también personajes menores, casi anónimos. En ninguno de los casos, sin embargo, se trata de una tarea simple: reconstituir el momento que inspiró el gesto es muy difícil. Hay que “calzarse los zapatos del muerto”, según la preciosa definición de Evaldo Cabral; hay que conectar lo público con lo privado para entrar en un tiempo que no es el nuestro, abrir puertas que no nos pertenecen, sentir con los sentimientos de otros e intentar comprender la trayectoria de los protagonistas de esta biografía —los brasileños— en la época en que vivieron, para entender las intervenciones que realizaron en el mundo público de cada período con los recursos entonces disponibles y su determinación de vivir según las exigencias de su tiempo —y no de acuerdo con las del nuestro—. Implica, además, no ser indiferentes al dolor o la alegría del brasileño común, invadir el espacio íntimo de los personajes relevantes y escuchar también el sonido de las voces sin fama. El historiador debe enfrentar siempre esa línea difusa entre rescatar la experiencia de quienes vivieron los hechos y, reconociendo el carácter quebradizo e inconcluso de esa experiencia, interpelar su sentido. Precisamente porque presta atención a todo eso, la biografía es también un género de la historiografía.

Por este motivo no avanzaremos de manera sistemática más allá del período que marca el final de la etapa de redemocratización, consolidada con la primera elección de Fernando Henrique Cardoso y su llegada a la presidencia en 1995. Entendemos que la historia de los gobiernos de FHC y de Lula todavía está haciéndose y que está comenzando un novísimo período en la vida del país. El tiempo presente contiene un poco de cada uno, y quizá les corresponda a los periodistas comunicarlo con precisión y crítica.

Queda claro, entonces, que no pretendemos dar cuenta de toda la historia de Brasil. Antes bien, y teniendo presentes las cuestiones ya señaladas, narraremos la aventura de la construcción de una compleja “sociedad en los trópicos”. Como decía el escritor Mário de Andrade, Brasil derrumba cualquier idea que nos hagamos de él. Lejos de la imagen de país pacífico y cordial, o de la alentada democracia racial, la historia que contaremos aquí describe las vicisitudes de una nación que, aun siendo profundamente mezclada, aceptó y construyó —al mismo tiempo— una rígida jerarquía condicionada por valores compartidos internamente, como un idioma social. Visto desde esa perspectiva, y conforme provocaba Tom Jobim, el país “no es para principiantes” y por lo tanto necesita una buena traducción.