Empecé a escribir este libro en La Habana, una tarde de julio de 1961. Estaba en la Plaza de la Revolución, escuchando un discurso de Fidel Castro. La inmensa multitud se portaba como si se tratara de una merienda al aire libre, a pesar de los tonos sombríos del apasionado orador. Había niños que vendían bebidas y sombreros en puestos ambulantes y chicas vestidas de colores brillantes que se estremecían de placer cuando el «jefe máximo de la revolución» se lanzaba a un ataque furibundo contra el gobierno del presidente Kennedy. Hacia las ocho y cuarto de la tarde, cuando el sol empezaba a declinar tras la estatua del libertador cubano, José Martí, la voz de Castro empezó a disminuir y era evidente que, aunque no había terminado el discurso (solo llevaba cuatro horas), necesitaba un descanso. Gracias sin duda a un acuerdo previo con la claque, el orador dejó que uno de sus comentarios se viera ahogado por los gritos, y por el canto, primero, del himno nacional cubano, y luego, de La Internacional.
En el sector de la multitud donde estaba yo, un grupo de cubanos, unos blancos, otros mulatos, otros negros y unas cuantas mujeres, empezaron a cantar y bailar La Internacional a ritmo de cha-cha-chá. Una negra enorme, en el centro, cantaba la canción propiamente dicha, y los que la rodeaban cantaban los estribillos entre risas. Las palabras salían sincopadas de un modo muy curioso, «arriba parias… de la tierra…». Como dijo años antes André Breton al pintor cubano Wilfredo Lam, «Ce pays est vraiment trop surréaliste pour y habiter».
La consecuencia fue que yo, que había ido a Cuba aquel verano con la intención de escribir un libro corto sobre lo que pasaba, me embarqué en un proyecto más ambicioso, para estudiar los antecedentes de aquel curioso acontecimiento en el que había participado. En el curso del trabajo, fui haciendo retroceder el punto de partida cada vez más lejos; al principio había pensado que el libro empezara con el golpe de Estado de Batista en 1952. Pero con esto me parecía saltarme demasiadas cosas, o sea que retrocedí a aquella mañana de enero de 1899 en que el último capitán general español de Cuba entregara tristemente el mando a un general anglosajón, norteamericano. Pero con eso también olvidaba la absorbente cuestión de la esclavitud y de cómo había afectado, decisivamente, al carácter de Cuba, por no hablar de la edad de oro del azúcar cubano, en el siglo XIX; y así, tras preguntarme si existía algún punto de partida posible para el libro que proyectaba (que no fuera el del viaje de Colón a Cuba en 1492), elegí por fin 1762, el año en que los anglosajones tomaron por primera vez La Habana; año de gran importancia para la historia de Cuba y del Imperio español, aunque sea discutible el grado exacto de esta importancia. Después, en Cuba me pareció que esta decisión era prudente, pues hay muchas cosas que parecen oscuras en la escena cubana actual y que se hacen más comprensibles cuando se las compara con las experiencias de las cuatro o cinco generaciones anteriores.
El resultado es un libro largo. La primera mitad, evidentemente, es historia; pero, en la segunda mitad, me adentro en la política contemporánea, y a partir de la Revolución de 1959 me encuentro en una tierra de nadie entre la historia, la política, la sociología y el periodismo. Esto provoca problemas especiales: algunos dirán que es prematuro escribir esta parte del libro, por lo menos como «historia», porque no hay la perspectiva histórica necesaria. Desde luego, es más difícil escribir sobre el pasado reciente con óptica de historiador que sobre épocas más lejanas. Pero todo lo que ocurre, desde el momento en que deja de ser posibilidad futura, es un acontecimiento histórico. En realidad suele darse el caso de acontecimientos que permanecen olvidados algunas décadas antes de pasar a ser objeto de la atención histórica. A menudo un acontecimiento es una herida que el periodista venda provisionalmente como si fuera un médico de campaña, a la que luego se deja esperar, e incluso supurar, hasta que la trata el cirujano en el hospital, el «profesor de historia». En consecuencia, surge una paradoja: a los periodistas y propietarios de periódicos les interesa el presente y el futuro inmediato; los historiadores prefieren las seguras fronteras de la distancia, donde casi todos los hechos parecen a mano —o están irremisiblemente perdidos— y los que participaron en los acontecimientos descritos están muertos y no pueden responder. O sea que a menudo el pasado reciente se estudia menos que casi todas las demás épocas.
Esto, en general, no se debe a timidez por parte de los historiadores. En realidad, a menudo, mucho material, posiblemente material crucial, no está disponible. Por lo tanto, podría decirse, ¿no sería mejor esperar para escribir sobre la Revolución de Cuba hasta que, por ejemplo, se editen debidamente los despachos de los embajadores norteamericanos en La Habana, junto con las respuestas e instrucciones de Washington; hasta que todos los documentos de Eisenhower, Dulles y Kennedy puedan examinarse fácilmente en las frías bibliotecas de fundaciones para la investigación que aún no existen; y hasta que los papeles particulares de Fidel Castro y del Partido Comunista cubano, del gobierno soviético, los archivos de varias compañías norteamericanas importantes, por no hablar de los de la CIA, puedan estudiarse comparativamente y sin ningún prejuicio político fuerte, en la tranquilidad de un instituto internacional Castro?
Sin embargo, el material disponible ya es considerable. Hay una gran cantidad de periódicos, y hay mucho material en artículos, libros, revistas y folletos sobre los hechos ocurridos en Cuba durante la Revolución e inmediatamente antes. He podido acceder a algunos documentos privados. Además están las memorias de muchos de los protagonistas de los acontecimientos, y casi ninguno de ellos es reacio a hablar de lo que ha visto o ha hecho. Muchos de los actores del drama se han pronunciado en mayor o menor medida, sobre todo Fidel Castro, cuyos discursos no tratan solo de planes futuros, sino también, y a menudo extensamente, de casi todos los aspectos de su vida y su trayectoria; no de un modo desapasionado, pero con gran detalle. Ahora puede hacerse un análisis cuidadoso de todos los testimonios publicados, con paciencia y contrastándolos con los recuerdos de muchas personas. Aunque todavía incompleto y a modo de tanteo, debe ser una contribución al conocimiento.
En realidad, las principales lagunas no residen en la falta de acceso a los documentos diplomáticos de Estados Unidos, porque el relato de una revolución no es un ensayo sobre historia burocrática. Las lagunas se encuentran en los ámbitos cubano y soviético, y es muy posible que nunca se pueda tener acceso a esos documentos. Parece dudoso que incluso los archivos del gobierno cubano constituyan un testimonio completo del cambio de vida entre la antigua y la nueva Cuba. Así pues, dentro de cincuenta años, un historiador tal vez estaría en la misma situación que uno contemporáneo, con la desventaja de que tendría menos posibilidades de compensar las deficiencias documentales mediante la exploración personal. En resumen, confío en que la última parte del libro, en la que se describe la desafortunada expedición a Cuba del presidente Kennedy en 1961 (si es que este es un buen modo de describirla), sea tan digna de respeto como lo que escribió triunfalmente lord Albemarle doscientos años antes. Naturalmente, es una quimera suponer que la historia tiene respuesta para todo.
Mientras estaba escribiendo, sobrevino la crisis de los misiles de 1962; y este hecho tan trascendental señala el término de la parte principal del libro muy oportunamente, pues, si es difícil desembrollar los hechos ocurridos entre 1959 y 1962, a partir de 1962 es difícil estar seguro de algo. Por entonces, la influencia del régimen sobre el país parecía firme. Tal vez la Revolución no fuera completa, pero los revolucionarios estaban en el poder. Además, 1962 es la fecha en que se rompieron totalmente las relaciones de Cuba con el resto de América, incluidos los países del Caribe; o sea que si Cuba hubiera sido un reino de una pantomima antigua, aquí habría venido bien, en el programa, la siguiente nota: «Durante este acto se bajará el telón para indicar que han transcurrido doscientos años»: porque el antiguo y acabado imperio de España ha sido sustituido por el nuevo bloque económico que dirige la Unión Soviética; y las estadísticas de Cuba a partir de 1962 son casi tan dudosas como las de la época del contrabando, antes de 1762.