La siempre fiel isla
La propuesta internacional para la abolición del tráfico de esclavos supuso para Cuba un nuevo problema. El movimiento abolicionista inglés tenía su origen en la oposición económica al monopolio de las Indias Occidentales, en un poderoso movimiento humanitario y en un cambio radical en la actitud general respecto al pecado, la naturaleza humana y el progreso. Tomó impulso a partir de la decadencia en la prosperidad de las Indias Occidentales británicas y en la desviación del comercio de Liverpool del tráfico de esclavos al algodón. Dinamarca fue el primer país europeo en abolir el comercio de esclavos. En 1807 y 1808 el tráfico fue formalmente abolido por Inglaterra y Estados Unidos, seguidos por Suecia y Holanda, y después por Francia, en el Congreso de Viena. Pero algunos norteamericanos, algunos ingleses, muchos franceses y muchos portugueses y españoles continuaron con el comercio de esclavos, a pesar de que los traficantes ingleses se enfrentaban con cada vez más severas penas, como, por ejemplo, la deportación, sin hablar de la flota británica, llevada allí para procurar que se cumpliera la abolición: y es que toda abolición, para ser efectiva, tenía que ser internacional y controlada. Pero la gran respetabilidad de aquellos que controlaban el tráfico de esclavos en Inglaterra era otro factor a tener en cuenta: los comerciantes de esclavos de Liverpool eran demasiado importantes como para quebrantar la ley; y además, tenían otros intereses, no solo en la importación del aceite de palma, sino en la banca y en los seguros. Algunos traficantes ingleses cambiaron su nombre y nacionalidad: el capitán Philip Drake, de Bristol, se convirtió en don Felipe Drax, de Brasil. Por otra parte, la economía africana descansaba tanto en la esclavitud, que el tráfico no podía ser abolido de la noche a la mañana. En 1816, en España, el derecho al libre tráfico, aprobado en 1804, expiró, y el Consejo de Indias recomendó su abolición. Pero esta recomendación fue hecha con un ojo puesto en Inglaterra, y en contra de un documento desaprobatorio, firmado por Arango y otros. Los argumentos variaban un poco de los expuestos en 1811: si el tráfico era abolido, el mismo trabajo debería realizarlo un número menor de esclavos; el valor de estos subiría y les sería más difícil comprar su libertad. Los miembros discrepantes dijeron también, en tono amenazador, que podrían resistirse a la abolición por la fuerza y que de ello se podría derivar la pérdida de la isla. En teoría, admitieron que el tráfico de esclavos debía ser prohibido, pero incluso Inglaterra había esperado veinte años desde que la idea fue sugerida por primera vez.
En 1817, sin embargo, el gobierno español fue finalmente persuadido por los ingleses, predominantes en la península, desde 1815, tanto comercial como políticamente, de la conveniencia de abolir el tráfico de esclavos a partir del año 1820. A los españoles se les pagaría 1.700.000 dólares (400.000 libras), al efecto de compensar a aquellos que pudieran resultar perjudicados por la abolición. Los portugueses se mostraron de acuerdo en hacer lo mismo, aunque restringiendo su obligación a los territorios y mares al norte del ecuador; recibirían 1.300.000 dólares (300.000 libras), junto con un préstamo de 2.600.000 dólares (600.000 libras). El derecho de la flota británica a detener a los barcos esclavistas fue aceptado, pero no así el de parar y registrar barcos sospechosos de llevar esclavos a bordo. Fueron establecidos tribunales en Sierra Leona (la inquieta colonia inglesa ex esclavista), y después en La Habana, Luanda, Río de Janeiro y Surinam, encargados de juzgar a los navíos capturados. Si un barco era condenado, los esclavos eran llevados ante el tribunal y se les concedía la libertad, siendo mantenidos por el gobierno durante un año. Después eran abandonados a su suerte, a menos que se presentaran voluntarios para trabajar en Cuba o en las Indias Occidentales británicas, como aprendices emancipados. Junto con la abolición llegó un nuevo decreto para promover mano de obra emigrante («mano de obra católica») procedente de España.
Así pues, a los comerciantes de esclavos y plantadores cubanos les fueron concedidos tres años de gracia, y, lógicamente, aprovecharon al máximo su última oportunidad legal. Las decisiones verdaderamente cruciales de esta época fueron las tomadas entre 1814 y 1816, que permitieron la tala de árboles y la dedicación de las tierras, por parte de los que gozaban de mercedes, a lo que ellos quisieran, y dispensándolos del requisito (que muchas veces había sido soslayado) de suministrar carne a una determinada ciudad. También fue concedida la propiedad formal de las tierras a cualquiera que pudiera probar que su familia había estado en posesión de ellas durante noventa años y que las había estado cultivando durante al menos cuarenta años. Finalmente, en 1819, a aquellos que poseían tierras en propiedad conjunta se les permitió dividirlas o fundar ingenios azucareros. Fueron prohibidas, a partir de entonces, todas las concesiones circulares. Los propietarios de mercedes que habían tenido realengos durante más de cuarenta años pudieron reclamar la propiedad de los mismos.
Estos decretos liberalizadores hicieron que muchos cubanos se encontraran con una riqueza inesperada, con el correspondiente beneficio para el Estado, en forma de contribuciones e impuestos. Es posible que más de 10.000 cubanos se convirtieran así en plenos propietarios, mientras que anteriormente no habían pasado de ser usufructuarios. Por otra parte, los litigios relacionados con la tierra continuaron durante muchos años.
A pesar de estas circunstancias, el suministro de esclavos se había desarrollado velozmente durante los años inmediatamente posteriores a la paz de 1815; durante 1815 se dice que llegaron unos 9.000, frente a 17.000 en 1816. Esta última cifra superaba incluso la del año de la paz de Amiens. En 1817 las importaciones de esclavos alcanzaron las 25.000 personas; en 1818 casi 20.000; 15.000 en 1819, y 17.000 en 1820. Así pues, los cinco años comprendidos entre 1816 y 1820 vieron la importación de al menos 100.000 esclavos; más, probablemente, del total de los importados hasta 1790.
Antes de que entrara en vigor la ley prohibiendo el tráfico, en 1820, una revolución en España transformó temporalmente la situación. En el más radical pronunciamiento del siglo, el coronel Riego proclamó en Cabezas de San Juan la Constitución de 1812. Al rey Fernando le fue impuesta una Constitución. El asunto afectó también a Cuba; «la siempre fiel isla» pasaba a ser considerada como una provincia de España. Los monasterios fueron (temporalmente) abolidos, la capilla de uno de los conventos agustinos se convirtió en escuela, los presos políticos fueron liberados y se fundaron nuevos periódicos, en los que enseguida aparecieron artículos y editoriales radicales. De Estados Unidos comenzaron a regresar exiliados lo mismo que del imperio continental, al tiempo que comenzaban a proliferar las sociedades reformistas secretas, especialmente masónicas. La atmósfera política de La Habana era electrizante. Resultaba sorprendente ver el gran número de radicales que parecían existir en las capas inferiores de la oligarquía cubana y entre las clases más pobres de la población blanca de La Habana. Algunos diputados acudieron a las Cortes, en Madrid, y aunque la mayoría abogaba por el retraso en la aplicación de la prohibición del tráfico de esclavos, uno de ellos, fray Félix Varela, propuso con gran energía no solo su inmediata aplicación, sino también la total abolición de la esclavitud en Cuba, pagando las debidas compensaciones. A pesar de la irritación de sus colegas cubanos, las Cortes liberales le encargaron la preparación de un proyecto para llevar a la práctica su propuesta. Mientras, el crecimiento de la inmigración blanca a Cuba decayó sensiblemente.
Tales planes no fueron aceptados por los plantadores cubanos. En los cinco años transcurridos desde el fin de las guerras napoleónicas se había dado un nuevo paso adelante en la producción azucarera y en la de café. El comercio entre Estados Unidos y Cuba había experimentado un gran incremento a partir de 1815, debido, en parte, a la rivalidad comercial de Inglaterra y Estados Unidos. Finalmente se había permitido la libertad de comercio (desde 1800 había sido tolerada) en el imperio español, concretamente en 1818, aunque no el comercio sin aranceles (las mercancías no españolas transportadas por barcos no españoles pagaban un impuesto especial). Esto permitía a los comerciantes cubanos tener acceso legal y permanente al cada día más amplio mercado norteamericano. Las plantaciones azucareras eran ahora 800, y la mayoría habían instalado trenes jamaicanos con maquinaria importada. Entre 1815 y 1820 la producción de azúcar por molino parece que fue de unas cincuenta toneladas, lo que suponía un incremento del 50 por ciento sobre el nivel obtenido en los inicios de la época de Arango, en 1790. En 1818 cuatro plantadores instalaron máquinas de vapor en sus molinos, con lo que consiguieron una energía equivalente quizá a la de veinte bueyes: es sintomático observar que de estos aventureros técnicos solo uno (Nicolás Peñalver) era miembro de la vieja oligarquía que había llevado a cabo la revolución azucarera de las décadas de 1760 y 1790. Los otros eran inmigrantes, y serían ellos quienes en el futuro desempeñarían el primer papel en avances similares.
Estas máquinas, aunque en muchos aspectos ahorraban trabajo, necesitaban ser alimentadas; los desperdicios de la caña y la madera de los bosques cercanos resultaron combustible inadecuado. Por ello fue preciso importar carbón, especialmente en los años de humedad. Cuba entraba con toda su alma en la revolución industrial, pero los trapiches viejos, pobres y pequeños, como los que todavía existían en Oriente, seguían empleando bueyes. El desarrollo más significativo, después de 1815, no obstante, fue el del puerto de Matanzas, en la hermosa bahía del mismo nombre, en la boca de los ríos San Juan y Yumurí. Su riqueza derivaba, para empezar, del asentamiento allí de varios «capitalistas europeos», quienes, según se ha sabido, no podían volver a España después de la invasión francesa. Convirtieron a la hasta entonces pequeña ciudad (fundada en 1693 por unas treinta familias de las Islas Canarias) en el segundo puerto de Cuba: su población pasó de 20.000 habitantes en 1817 a 40.000 en 1827. En 1816 salieron de Matanzas 400 toneladas de café; en 1827, 5.000 toneladas.
Pero a Cuba no llegaban únicamente «forasteros» procedentes de España; desde 1815, un número cada vez mayor de comerciantes norteamericanos iba llegando a La Habana, Trinidad, Matanzas y Santiago. De Luisiana llegó un grupo de franceses y otro de españoles. A los franceses de Luisiana se debe la fundación del puerto de Cienfuegos, en lo que antes había sido un realengo en la bahía de Jagua, en la Cuba meridional, en 1817-1819: su líder era Louis de Clouet, el primer alcalde de la ciudad. Los ciudadanos de Estados Unidos resultaron especialmente favorecidos, ya que se veían libres de muchos de los impuestos que afectaban a los españoles. Pero a Cuba, en la segunda década del siglo XIX, no llegaban solamente comerciantes. Las Memorias de la Sociedad Económica de La Habana indican, por ejemplo, que entre el 1 de diciembre de 1818 y el 30 de noviembre de 1819, arribaron a Cuba 1.332 inmigrantes, de los cuales 416 eran españoles; 389, franceses; 65, ingleses; 126, angloamericanos, junto con algunos portugueses, alemanes, irlandeses, italianos, serbios, etc.; de estos, 722, según nos dicen, eran «agricultores»; 266, carpinteros; 79, albañiles; 30, panaderos, y 25, toneleros.
Fue esta sociedad en expansión, rica y cosmopolita, con los esclavos como riqueza principal, la que tuvo que soportar la prohibición formal del tráfico de esclavos en 1820, como tuvieron que soportarla los refugiados y emigrantes que llegaban a Cuba desde todos los puntos de los imperios americanos de España y de Francia. Los plantadores reaccionaron de dos modos; primero, trataron de asegurarse de que el capitán general y los altos funcionarios de Madrid dejaran de lado la prohibición. Se convirtió en algo normal y plenamente aceptado que los capitanes generales recibieran una prima sobre la importación de esclavos. Y los premios alcanzaban también a otros funcionarios. Todo ello contribuía, claro está, a incrementar el precio de los esclavos, y quienes salían perjudicados solían ser los plantadores, no los traficantes. La importación de esclavos disminuyó temporalmente, pues parece ser que en 1821 llegaron solo unos 6.000 y durante 1822 únicamente 2.500, que llegaron para atender, en parte, las demandas de sustitución. El gobierno español era demasiado débil y estaba excesivamente lejos como para insistir en el inmediato cumplimiento del decreto de prohibición. Por otra parte, todo el mundo sabía que, a pesar de que Francia había decretado la prohibición en 1818, de Nantes, Burdeos y El Havre salían regularmente barcos cargados de esclavos. Llegó un momento en que el gobierno británico, irritado, dijo al gobierno francés, en 1824, que su bandera protegía a «los villanos de todas las naciones». (Los ingleses habían abandonado casi por completo el tráfico, aunque algunos lo seguían practicando, pero bajo bandera falsa.)
El gobierno de España estaba por aquellos años más que ocupado, con la formalización de la independencia latinoamericana; Perú fue declarado independiente en julio de 1821; en septiembre fue emitida una declaración por la que se creaban las Provincias Unidas de América Central; en mayo de 1822, México pasó a ser independiente; mientras, en el mismo mes, Estados Unidos reconoció estas declaraciones. En estas circunstancias, el gobierno de Madrid, aunque «liberal», no deseaba en absoluto enfrentarse a los plantadores de la «siempre fiel isla». La población, en España y Portugal, como en Cuba y Brasil, estaba convencida de que el interés de Inglaterra en la abolición era puramente hipócrita; que, habiendo transportado un inmenso número de esclavos, se había vuelto antiesclavista para evitar la competencia del azúcar cubano y brasileño; que actuaba del modo que lo hacía, debido a la presión económica de sus intereses en las Indias Orientales, en un momento en que las Indias Occidentales inglesas estaban en franca decadencia; que, al no meterse con las plantaciones algodoneras del sur de Estados Unidos, que trabajaban con mano de obra esclava, mostraba una absoluta falta de sinceridad; y que, al mantener la esclavitud en sus propias islas, al abolir el tráfico se conseguía únicamente elevar el precio de los esclavos, pero sin abolir la esclavitud. Las mercancías inglesas eran empleadas por los negreros para la compra de esclavos en África, como muy bien sabían los fabricantes ingleses. Y había capital inglés invertido en asuntos en los que intervenía mano de obra esclava (las minas de oro brasileñas, las minas de cobre cercanas a Santiago de Cuba, y diversas plantaciones cubanas).
Los plantadores cubanos estaban, naturalmente, en manos del gobierno porque tenían que confiar en el ejército para mantener sujeta a la mano de obra esclava; pero les quedaba otra carta por jugar. No, con toda seguridad, la independencia: eso sería demasiado peligroso, se correría peligro de guerra, podría producirse una revolución como la que había arruinado a Haití. Pero ¿no podrían, como lo hizo Florida, integrarse en Estados Unidos?
Esto no significaba que los plantadores desearan realmente ser estadounidenses. Preferían el statu quo. Pero para mantener la esclavitud (la esencia del statu quo), hubieran preferido pasar a la Unión, que convertirse en independientes; y en 1820, como en 1808, hubieran preferido pasar a formar parte de la Unión, si Madrid hubiese insistido en que cumplieran el acuerdo con los ingleses en relación con la abolición del tráfico de esclavos.
Estos asuntos fueron delicadamente examinados de nuevo cuando Bernabé Sánchez, un nativo de Camagüey, en representación de varios plantadores llegó a Washington, en septiembre de 1822, para ofrecer la anexión como un Estado. El gabinete norteamericano, reunido, nada decidió. John Quincy Adams, secretario de Estado, escribió en su diario:
Se discutió sobre lo que debía hacerse. Mr. Calhoun desea ardientemente que la isla se convierta en parte de Estados Unidos, y dice que Mr. Jefferson lo desea también. Hay dos peligros que deben evitarse … uno, que la isla caiga en manos de la Gran Bretaña; el otro, que sea revolucionada por los negros. Calhoun afirma que Mr. Jefferson le dijo hace dos años que deberíamos, a la primera oportunidad, tomar Cuba, aunque fuera a costa de una guerra con Inglaterra; pero como no estamos preparados para la misma, y como nuestro gran objetivo debe ser el de ganar tiempo, piensa que deberíamos reaccionar [respecto a los plantadores] disuadiéndolos de su actual propósito y animándolos a adherirse a su conexión con España.
La respuesta del gabinete de Estados Unidos a los plantadores cubanos fue una negativa, pero también una pregunta sobre el verdadero estado de la opinión pública en La Habana. Bernabé Sánchez demostró ser indigno de confianza, pues fue considerado por un corresponsal de Joel Poinsett como «un individuo insensato, sin educación, falto de criterio y de autoridad». Pero es evidente que al menos algunos miembros del gobierno norteamericano creían firmemente que Cuba debería ser incorporada a la Unión. En este sentido escribió Adams, en una famosa carta, al entonces ministro de Estados Unidos en España, Hugh Nelson:
Cuba ... se ha convertido en objeto de trascendente importancia para los intereses comerciales y políticos de nuestra Unión. Su privilegiada posición ... su puerto de La Habana, amplio y seguro ... la naturaleza de sus producciones y de sus necesidades ... le dan una importancia en la suma de nuestros intereses nacionales, que no puede compararse con la de ningún otro territorio extranjero, y que es apenas inferior a la que tienen en conjunto los diferentes miembros de esta Unión ... Es difícil resistir la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra república federal será indispensable para la continuación e integridad de la Unión misma ... Hay leyes de gravitación política, como existen las de la gravitación física; y si una manzana separada del árbol por la tempestad, no puede hacer otra cosa que caer al suelo, Cuba, separada a la fuerza de su artificial conexión con España, e incapaz de bastarse a sí misma, puede únicamente gravitar hacia la Unión norteamericana, la cual, por la misma ley natural, no puede arrancarla de su seno.
Esta carta significaba que, a menos que los ingleses intervinieran, Estados Unidos permanecería a la expectativa, confiado en adquirir la isla sin el menor esfuerzo; tal actitud formó la base de la política de Estados Unidos durante medio siglo, ya que a pesar de un plan para la toma de Cuba, presentado a Canning por el coronel De Lacy Evans, en abril de 1823, Inglaterra nunca intervino.
En Cuba, con la libertad constitucional todavía milagrosamente existente, había ya nacido un nuevo y formidable movimiento cuya meta era la consecución de una verdadera independencia. Estaba dirigida por José Francisco Lemus, un republicano que, aunque habanero, había alcanzado el grado de coronel en el ejército para la independencia de Colombia, apoyado por otros reformistas colombianos. Su lugarteniente era de Haití. Su movimiento, los Soles y Rayos de Bolívar, estaba cuidadosamente organizado, principalmente por masones, por todo el territorio cubano, a base de células. El proselitismo se hacía, primordialmente, entre los estudiantes y los blancos más pobres, a los que instaba a hacer causa común con los negros, libres o esclavos. A principios de 1823, una delegación de este movimiento viajó a Colombia para planificar una revolución cubana con Bolívar, quien les hizo ver que el momento no era el más adecuado. Sea como sea, en las paredes de muchas localidades cubanas fueron pegados carteles en los que podía leerse: «Independencia o muerte».
Españoles: [dijo Lemus] no queremos romper los crecientes lazos de amistad, como no deseamos quebrar los dulces lazos del lenguaje, la sangre y la religión. Pero nunca volveremos a colocarnos en una situación de dependencia respecto a vosotros … Hijos de Cubanacán [el nombre indio de Cuba]: procuremos que todo el mundo sepa de nuestros esfuerzos para acabar con los ridículos rangos y jerarquías que fomentan la ignorancia y embrutecen el carácter virtuoso de los hombres libres. No reconocemos mérito alguno que no proceda del verdadero mérito. Tratemos generosamente a los infortunados esclavos, aliviando su triste suerte hasta que los representantes de nuestro país propongan la forma de redimirlos con dignidad, sin perjudicar intereses individuales. Son hijos de nuestro propio Dios … ¡Ministros del Altar! No olvidéis que la ley del buen Jesús es totalmente republicana.
Así pues, mientras los grandes plantadores cubanos jugaban la carta de la anexión a Estados Unidos, los jefes de las clases medias bajas estaban intentando llevar a la práctica una política radical y multirracial, al objeto de conseguir el apoyo de las masas esclavas.
La conspiración de Lemus se vio alentada también por el colapso del gobierno constitucional de España, en abril de 1823. El rey Fernando hizo caso omiso de sus consejeros liberales, a quienes obligó a callar gracias a haber pedido ayuda al rey de Francia —primo suyo— y a su ministro de Asuntos Exteriores, el conservador Chateaubriand. El gobierno liberal no pudo organizar la resistencia, por lo que los llamados «Cien mil hijos de san Luis» impusieron un régimen autoritario que sustituyó a la Constitución de 1820. Las ejecuciones y los exilios siguieron a las tropas francesas. Un capitán general autoritario, Dionisio Vives, fue enviado a La Habana con la misión —plenamente cumplida— de terminar con la libertad constitucional de los últimos tres años. Los monasterios, por ejemplo, recuperaron sus propiedades; y Vives puso en práctica un plan para eliminar el liberalismo cubano.
Fue entonces cuando Lemus fijó una fecha para el levantamiento, pero Vives descubrió la conspiración, como consecuencia de un intenso programa de sobornos y traiciones. El 1 de agosto de 1823, Lemus fue capturado con la mayoría de sus lugartenientes y enviado a prisión. Otros consiguieron huir al extranjero. Algunos esclavos se rebelaron, pero, faltos de líderes, fueron rápidamente abatidos. Los liberales cubanos, como, por ejemplo, el sacerdote abolicionista fray Félix Varela y el poeta José María Heredia, salieron de Cuba. En mayo de 1825 fueron concedidas al capitán general «facultades omnímodas», es decir, permiso para actuar a su antojo; los residentes en Cuba perdieron la protección que les ofrecía la ley. En abril de 1826 fue promulgado un decreto que prohibía la importación de libros contrarios a «la religión católica, a la monarquía o que, de una u otra forma, abogaran por la rebelión de vasallos o naciones». En 1826 y 1827 fracasaron otras pequeñas conspiraciones, que terminaron invariablemente con el ahorcamiento de sus inspiradores y jefes. A Cuba llegaron cuarenta mil soldados españoles, y el país vio el florecimiento de gran número de informadores y espías gubernamentales. Las leyes que prohibían a las personas nacidas en Cuba servir en el ejército o como funcionarios civiles fueron rígidamente mantenidas. Cuba era un campamento armado. La ley marcial estuvo en vigor durante cincuenta años.
Solo una posibilidad le restaba al movimiento independentista cubano: la intervención de los nuevos países hispanoamericanos. El 7 de diciembre de 1824, Bolívar convocó para 1826, en Panamá, un congreso para la formación de una federación de países hispanohablantes. El 9 de diciembre derrotó definitivamente en Ayacucho al último ejército español en América del Sur, obligando a una España sorprendentemente indiferente a enfrentarse con la realidad de la extinción de su imperio continental. Diez días después escribió al general Santander (vicepresidente de Colombia), desde Lima:
El gobierno debe comunicar a España que si dentro de un plazo de tiempo prudencial Colombia no es reconocida y no se consigue la paz, nuestras tropas marcharán inmediatamente sobre La Habana y Puerto Rico. Es más importante la paz que la liberación de estas islas; el conseguir la independencia de Cuba nos supondría un gran esfuerzo … pero si los españoles se muestran obstinados, nos pondremos en movimiento.
Al mismo tiempo, el nuevo presidente de México permitió la formación de una Junta para la Liberación de Cuba, que debía estar integrada por cubanos residentes en México.
Pero estos proyectos no maduraron. Nada había sucedido en abril de 1825, cuando el nuevo secretario de Estado norteamericano, Henry Clay, con toda la autoridad moral que el gobierno de Estados Unidos tenía entonces entre los libertadores sudamericanos, anunció: «Este país prefiere que Cuba y Puerto Rico sigan dependiendo de España. Este gobierno no desea cambios políticos en esa condición».
La razón por la que Estados Unidos siguió esta política es clara. Clay no solo deseaba dejar la puerta abierta a la posibilidad de una eventual entrada de Cuba en la Unión; temía también, como los plantadores cubanos, que una revolución contra España fuera seguida por «las trágicas escenas que tuvieron lugar en una isla vecina», es decir, Haití.
Que no se dejen los esclavos liberados de Cuba tentar por esa independencia para emplear todos los medios que la vecindad, la similitud de origen y la simpatía pudieran proporcionar, para fomentar y estimular la insurrección, al efecto de añadir fuerza a su causa [excitar la insurrección, es decir, entre los esclavos de los estados del sur de Estados Unidos]. Estados Unidos tiene demasiados intereses en las fortunas de Cuba para permitir … una guerra de invasión.
El general Páez, propuesto para el cargo de comandante de la expedición mexicano-colombiana que preparaba Bolívar, afirma en sus memorias que Estados Unidos «bloqueó la independencia de Cuba». Pero es posible que la expedición nunca se hubiera puesto en marcha, con la intervención norteamericana o sin ella; la verdad es que la conducta de Clay fue probablemente para Bolívar una excusa para el inmovilismo, lo mismo que para algunos nuevos gobiernos sudamericanos, escasamente ansiosos de proseguir la dura lucha. ¿Es que puede pensarse que la actitud estadounidense hubiera podido frenar el ímpetu de un movimiento revolucionario sudamericano verdaderamente dinámico? Estados Unidos no era, en 1825, excesivamente fuerte desde el punto de vista militar, y la actitud de Clay no fue apoyada por toda la población, ni mucho menos, según palabras del representante John Holmes, de Maine:
En mi opinión, no puede usted emplear tales métodos; la opinión pública no le apoyaría. ¿Una guerra fuera de los límites de Estados Unidos, una guerra extranjera, para reducir hombres a la servidumbre? Ni un brazo, ni apenas una voz al norte del Potomac se levantaría en su favor. La administración que lo intentara, sellaría su propia destrucción.
Tenía razón: si Bolívar hubiese entrado en acción, es difícil pensar que la política de Clay hubiese podido sostenerse. De hecho, Bolívar no deseaba seguir luchando, como tampoco sentía impaciencia por liberar Cuba, según se desprende de varias de sus cartas.
También es posible que la expedición hubiese podido ser derrotada por el general Vives, en La Habana. Los más significados líderes independentistas cubanos habían muerto, o estaban en prisión o en el exilio, y lo que es más importante, la clase dominante en Cuba —los condes, los marqueses y los nativos de Cádiz, los plantadores y los comerciantes—, si bien estaba a menudo dividida, apoyaba totalmente a Vives en su hostilidad a la independencia, por miedo a perder la mano de obra esclava. Les interesaba seguir unidos a España o, como mal menor, la anexión a Estados Unidos.
De todos modos, la crisis de 1825-1826 pasó. España firmó la paz con sus antiguas colonias, que se desembarazaron de los líderes expansionistas. La posibilidad de ayuda para Cuba del resto de América Latina, siempre remota, desapareció. Durante el resto del siglo XIX, los países latinoamericanos vivieron para sí mismos. Cuba pasó a ser una anomalía política, cada día más rica, pero prácticamente bajo la ley marcial.