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Los amantes

 

1900-1904

 

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Ullstein Bilderdienst/The Granger Collection, Nueva York

 

Con Mileva

y Hans Albert Einstein, 1904.

 

 

VACACIONES DE VERANO, 1900

 

Recién graduado, y cargado con su libro de Kirchhoff y otros textos de física, a finales de julio de 1900 Einstein se dispuso a pasar las vacaciones de verano con su familia en Melchtal, una aldea enclavada en los Alpes suizos entre el lago de Lucerna y la frontera con el norte de Italia. Le acompañaba también su «terrible tía» Julia Koch. Fueron recibidos en la estación de tren por la madre y la hermana de Einstein, que le cubrió de besos, y luego se amontonaron todos en un carruaje para ascender a lo alto de la montaña.

Cuando se acercaban al hotel, Einstein y su hermana se bajaron para seguir andando. Maja le confesó que no se había atrevido a discutir con su madre de la relación de él con Mileva Maric, conocida en la familia como el «asunto Muñeca» debido al mote con el que él la designaba, y le pidió que «fuera paciente con mamá». Sin embargo, no iba con la naturaleza de Albert «mantener mi bocota cerrada», como más tarde le diría él mismo en una carta a Maric relatándole la escena, tal como tampoco lo estaba proteger los sentimientos de Mileva ahorrándole todos los detalles dramáticos de lo que sucedería a continuación.[1]

Einstein fue a la habitación de su madre, y esta, tras escuchar cómo le habían ido sus exámenes, le preguntó:

—¿Y qué va a ser ahora de tu Muñeca?

—Va a ser mi esposa —le respondió Albert, tratando de afectar la misma indiferencia que acababa de emplear su madre al formular la pregunta.

Einstein recordaría que su madre «se echó en la cama, enterró la cabeza bajo la almohada y se puso a llorar como una niña». Finalmente logró recuperar la compostura y pasó al ataque:

—Estás arruinando tu futuro y destruyendo tus oportunidades —le dijo—. Ninguna familia decente la querrá. Si se queda embarazada te meterás en un buen lío.

En ese momento fue a Einstein a quien le llegó el turno de perder la compostura. «Negué vehementemente que hubiéramos estado viviendo en pecado —le explicaría a Maric—, y la reñí con rotundidad.»

Justo cuando estaba a punto de perder los estribos, apareció una amiga de su madre, «una señora menuda y vivaz, una vieja chocha de la variedad más simpática». Ambas se apresuraron a enzarzarse en la obligada cháchara: sobre el tiempo, los nuevos huéspedes del balneario, los hijos maleducados... Luego se fueron a comer y a tocar algo de música.

Tales períodos de tormenta y de calma se alternaron durante todas las vacaciones. De vez en cuando, justo cuando Einstein pensaba que la crisis había amainado, su madre volvía a sacar el tema:

—Ella es un libro, igual que tú; pero lo que tú necesitas es una esposa —le dijo en cierto momento.

Otra vez sacó a colación el hecho de que Maric tenía veinticuatro años, mientras que él tenía solo veintiuno:

—Para cuando tú tengas treinta, ella será una vieja bruja.

El padre de Einstein, que todavía trabajaba en Milán, medió con una «carta moralista». La clave de la opinión de sus padres —al menos en lo que se refería a la situación de Mileva Maric, a diferencia de la de Marie Winteler— era que una esposa representaba «un lujo» que un hombre solo podía permitirse cuando se ganaba cómodamente el sustento. «Yo tengo una pobre opinión de esa visión de la relación entre un hombre y su esposa —le diría Einstein a Maric—, puesto que hace a la esposa distinguible de la prostituta solo en tanto en cuanto que la primera es capaz de obtener un contrato vitalicio.»[2]

Durante los meses siguientes, habría momentos en que parecería que sus padres hubieran decidido aceptar su relación. «Mamá está resignándose poco a poco», le escribió Einstein a Maric en agosto. Lo mismo en septiembre: «Parecen haberse reconciliado con lo inevitable. Creo que a ambos llegarás a gustarles mucho cuando te conozcan». Y de nuevo en octubre: «Mis padres se han retirado, a regañadientes y con vacilaciones, de la batalla de la Muñeca, ahora que han visto que la iban a perder».[3]

Pero repetidamente, después de cada período de aceptación, su resistencia estallaba de nuevo, para pasar en más de una ocasión a un estado de frenesí. «Mamá a menudo llora amargamente, y yo no tengo un solo momento de paz —escribió a finales de agosto—. Mis padres lloran por mí casi como si me hubiera muerto. Una y otra vez se quejan de que yo mismo me he acarreado la desgracia por mi devoción a ti. Creen que no eres sana.»[4]

La consternación de sus padres tenía poco que ver con el hecho de que Maric no fuera judía, puesto que Marie Winteler tampoco lo era, ni con que fuera serbia, aunque eso ciertamente no ayudaba mucho a su causa. Sobre todo parece ser que la consideraban una esposa inapropiada por muchas de las razones que esgrimían también algunos de los amigos de Einstein: era mayor que él, algo enfermiza, cojeaba, tenía un aspecto sencillo, y era una intelectual apasionada, pero no estelar.

Toda esta presión emocional avivó los instintos de rebeldía de Einstein y su pasión por su «indómita golfilla», como él la llamaba. «¡Solo ahora veo lo locamente enamorado que estoy de ti!» La relación, tal como se expresaba en sus cartas, seguía siendo intelectual y emocional a partes iguales, pero la parte emocional se había llenado ahora de un ardor inesperado para venir de alguien que se autoproclama un solitario. «Acabo de darme cuenta de que no he podido besarte desde hace un mes entero, y te echo terriblemente de menos», le escribió en cierto momento.

Durante un corto viaje a Zurich, en el mes de agosto, para sondear sus perspectivas de trabajo, Einstein se sorprendió a sí mismo caminando de un lado a otro, aturdido. «Sin ti me falta la confianza en mí mismo, el gusto por mi trabajo, el gusto por la vida; en resumen: sin ti mi vida no es vida.» Incluso probó a escribirle un poema, que empezaba diciendo: «¡Pobre de mí! ¡Este Juanito! / Tan loco de deseo. / Cuando piensa en su Muñeca / Su almohada estalla en llamas».[5]

Su pasión, no obstante, era una pasión elevada, al menos en la mente de ambos. Con el solitario elitismo de los jóvenes habituales de los cafés alemanes que habían leído la filosofía de Schopenhauer más de lo que aconsejaba la prudencia, ambos expresaban desenfadadamente la distinción mística entre sus propios espíritus enrarecidos y los más básicos instintos e impulsos de las masas. «En el caso de mis padres, como en el de la mayoría de la gente, los sentidos ejercen un control directo sobre sus emociones —le escribiría él a ella en medio de las guerras familiares de agosto—. Con nosotros, gracias a las afortunadas circunstancias en las que vivimos, el disfrute de la vida se ve ampliamente ensanchado.»

Hay que decir en honor de Einstein que este le recordaba a Maric (y se recordaba a sí mismo) que «no debemos olvidar que muchas existencias como la de mis padres hacen la nuestra posible». Habían sido los instintos honestos y sencillos de personas como sus progenitores los que habían asegurado el progreso de la civilización. «Así pues, trato de proteger a mis padres sin comprometer lo que es importante para mí; ¡es decir, tú, cariño mío!»

En un intento de agradar a su madre, Einstein se convirtió en un hijo encantador en su gran hotel de Melchtal. Encontraba excesivas las interminables comidas, y a los clientes «demasiado arreglados», además de «indolentes y consentidos»; pero tocaba diligentemente su violín para las amigas de su madre, se mostraba un educado conversador y afectaba un talante alegre. Y eso funcionó. «Mi popularidad entre los huéspedes y mis éxitos musicales actúan como un bálsamo en el corazón de mi madre.»[6]

En cuanto a su padre, Einstein decidió que el mejor modo de apaciguarle, además de aliviar algo de la carga emocional generada por su relación con Maric, era ir a verle a Milán, visitar algunas de sus nuevas plantas eléctricas e interesarse por la empresa familiar, «para poder ocupar el puesto de papá en caso de emergencia». Hermann Einstein pareció tan encantado que prometió llevar a su hijo a Venecia después de la visita de inspección. «El sábado parto hacia Italia a fin de participar de los “santos sacramentos” administrados por mi padre, pero el valiente suabo[*] nada teme.»

La visita de Einstein a su padre fue en general bien. Como hijo atento, por más que distante, se había preocupado sobremanera en cada crisis financiera familiar, quizá incluso más que su propio padre. Pero de momento los negocios iban bien, y eso mantenía alta la moral de Hermann Einstein. «Mi padre es un hombre completamente distinto ahora que ya no tiene preocupaciones financieras», le escribió Einstein a Maric. Solo en una ocasión el «asunto Muñeca» irrumpió con tal fuerza como para hacer considerar a Albert la posibilidad de acortar su visita, pero esa amenaza alarmó tanto a su padre que al final Einstein se atuvo a sus planes iniciales. Parecía sentirse halagado por el hecho de que su padre apreciara tanto su compañía como su predisposición a prestar atención al negocio de la familia.[7]

Aunque ocasionalmente Einstein despreciaba la idea de ser ingeniero, a finales del verano de 1900 probablemente habría podido seguir ese rumbo, especialmente si, en su viaje a Venecia, su padre se lo hubiera pedido, o si el destino hubiera querido que se hubiera visto en la necesidad de ocupar su lugar. Al fin y al cabo no era más que un graduado de baja titulación de una escuela de magisterio sin un puesto de trabajo docente, sin ningún logro relevante en el ámbito de la investigación y, ciertamente, sin ningún mecenas académico.

De haber tomado tal decisión en 1900, Einstein probablemente se habría convertido en un ingeniero bastante bueno, aunque probablemente no en un gran ingeniero. De hecho, en los años siguientes Einstein hizo sus pinitos en el mundo de los inventos como aficionado, y sacó algunas buenas ideas para dispositivos que iban desde refrigeradores silenciosos hasta un aparato que medía la electricidad a muy bajos voltajes. Pero ninguno de ellos se traduciría en un avance significativo en la ingeniería o en un éxito mercantil. Aunque habría sido un ingeniero más brillante que su padre o su tío, no está claro que Albert hubiera obtenido mejores resultados en el ámbito financiero.

Entre las numerosas cosas sorprendentes que aparecen en la vida de Albert Einstein, una son las dificultades que tuvo para encontrar un empleo académico. De hecho, habrían de pasar nada menos que nueve años desde su graduación en el Politécnico de Zurich, en 1900 —y cuatro años tras el milagroso año en el que no solo puso la física patas arriba, sino que logró finalmente que se le aceptara una tesis doctoral—, antes de que le ofrecieran un puesto como profesor universitario.

La demora no se debió precisamente a falta de ganas por su parte. A mediados de agosto de 1900, entre sus vacaciones familiares en Melchtal y la visita a su padre en Milán, Einstein recaló en Zurich para ver si podía conseguir un puesto de ayudante de profesor en el Politécnico. Era habitual que todo graduado, si quería, asumiera ese puesto, y Einstein confiaba en ello. Mientras tanto, rechazó la oferta de un amigo de ayudarle a encontrar empleo en una compañía de seguros, descartándolo como «una jornada de ocho horas de trabajo pesado y absurdo». Como le diría a Maric, «hay que evitar lo que anquilosa».[8]

El problema era que los dos profesores de física del Politécnico eran extremadamente conscientes de la insolencia de Einstein, pero no de su genio. No había ni que pensar en obtener un puesto con el profesor Pernet, que le había amonestado. Y en cuanto al profesor Weber, este había desarrollado tal alergia a Einstein que, cuando se encontró con que no había otros graduados del departamento de física y matemáticas disponibles para el puesto de ayudante, prefirió contratar a dos alumnos de la sección de ingeniería.

Eso dejaba como única posibilidad al profesor de matemáticas Adolf Hurwitz. Cuando uno de los ayudantes de este encontró trabajo como maestro de secundaria, Einstein le dijo exultante a Maric: «Eso significa que yo me convertiré en el sirviente de Hurwitz, Dios mediante». Por desgracia, Albert se había saltado la mayoría de las clases de Hurwitz, un desaire que aparentemente el profesor no había olvidado.[9]

A finales de septiembre, Einstein permanecía todavía con sus padres en Milán, y todavía no había recibido ninguna oferta. «Tengo pensado ir a Zurich el primero de octubre para hablar personalmente con Hurwitz sobre el puesto —decía—. Sin duda es mejor que escribirle.»

Mientras tanto, planeaba también buscar posibles clases particulares que pudieran sacarles de apuros mientras Maric se preparaba para repetir sus exámenes finales. «No importa lo que ocurra, tendremos la vida más maravillosa del mundo. El placer de trabajar y de estar juntos; y lo que es más importante: no respondemos ante nadie, podemos sustentarnos por nosotros mismos y disfrutar al máximo de nuestra juventud. ¿Quién podría pedir más? Cuando hayamos ahorrado juntos bastante dinero, podremos comprar bicicletas y salir de excursión en bici cada par de semanas.»[10]

Einstein acabó decidiendo escribir a Hurwitz en lugar de ir a visitarle, lo que probablemente fue un error. Sus dos cartas no pueden considerarse precisamente un modelo para las generaciones futuras que quisieran aprender a redactar una solicitud de empleo. Einstein se apresuraba a reconocer que no se había presentado a las clases de cálculo de Hurwitz y que estaba más interesado en la física que en las matemáticas. «Dado la falta de tiempo me impidió tomar parte en el seminario de matemáticas —decía con escasa convicción—, no hay nada en mi favor excepto el hecho de que asistía a la mayor parte de las clases disponibles.» De manera bastante presuntuosa, decía que ansiaba una respuesta debido a que «la obtención de la ciudadanía en Zurich, que he solicitado, se ha condicionado a que demuestre que tengo un puesto de trabajo permanente».[11]

La impaciencia de Einstein no era menor que su confianza. «Hurwitz todavía no me ha escrito —decía solo tres días después de haber enviado su carta—, pero no tengo casi ninguna duda de que conseguiré el empleo.» Pero no lo consiguió. De hecho, se convirtió en el único graduado de su sección del Politécnico al que no se le ofreció un puesto de trabajo. «De golpe me vi abandonado por todo el mundo», recordaría más tarde.[12]

A finales de octubre de 1900, Einstein y Maric estaban de nuevo en Zurich, y él pasaba la mayor parte del día en el piso de ella, leyendo y escribiendo. En su solicitud de ciudadanía entregada aquel mismo mes, Albert escribió «ninguna» como respuesta a la pregunta acerca de su religión, y en cuanto a su ocupación, escribió: «Doy clases particulares de matemáticas hasta que encuentre un puesto de trabajo permanente».

Durante todo aquel otoño solo pudo encontrar ocho trabajos esporádicos como profesor particular, al tiempo que sus parientes habían dejado de darle apoyo financiero. Pero Einstein ponía al mal tiempo buena cara: «Nos sustentamos gracias a las clases particulares, eso cuando podemos encontrar alguna, lo cual resulta todavía muy difícil —le escribió a un amigo de Maric—. ¿No es esta una vida de oficial o, incluso, de gitano? Pero creo que seguiremos tan alegres como siempre».[13] Lo que a él le alegraba concretamente, aparte de la presencia de Maric, eran los artículos teóricos que estaba escribiendo por su cuenta.

 

 

EL PRIMER ARTÍCULO PUBLICADO DE EINSTEIN

 

El primero de dichos artículos trataba de un tema que resultaba familiar para la mayoría de los escolares: el efecto de capilaridad que, entre otras cosas, hace que el agua se adhiera al extremo de una pajita y se curve hacia arriba. Aunque más tarde Einstein calificaría su ensayo de «carente de valor», este resulta interesante desde una perspectiva biográfica. No solo constituye el primer trabajo publicado de Einstein, sino que revela el hecho de que este creía con entusiasmo en una importante premisa —todavía no aceptada plenamente—, que constituiría el núcleo de una gran parte de su trabajo durante los cinco años siguientes: que las moléculas (y los átomos que las constituyen) realmente existían, y que muchos fenómenos naturales podían explicarse analizando el modo en que dichas partículas interactúan mutuamente.

Durante sus vacaciones de verano de 1900, Einstein había estado leyendo la obra de Ludwig Boltzmann, quien había desarrollado una teoría de los gases basada en el comportamiento de incontables moléculas chocando unas con otras. «Boltzmann es absolutamente magnífico —le decía con entusiasmo a Maric en septiembre—. Estoy firmemente convencido de que los principios de su teoría son correctos; es decir, estoy convencido de que en el caso de los gases estamos tratando realmente con partículas discretas de tamaño finito y definido que se mueven en función de ciertas condiciones.»[14]

Comprender la capilaridad, no obstante, requería observar las fuerzas que actúan entre las moléculas de un líquido, no de un gas. Tales moléculas se atraen mutuamente, lo que explica la tensión superficial de un líquido o el hecho de que se formen las gotas, además del propio efecto de capilaridad. La idea de Einstein era que esas fuerzas podrían ser análogas a las fuerzas gravitatorias de Newton, por las que dos objetos se atraen mutuamente de manera directamente proporcional a su masa e inversamente proporcional a la distancia que los separa.

Einstein observó si el efecto de capilaridad mostraba esa misma relación con el peso atómico de las diversas sustancias líquidas. Los resultados fueron alentadores, de modo que decidió ver si podía encontrar datos experimentales que reforzaran aún más la teoría. «Los resultados sobre la capilaridad que recientemente he obtenido en Zurich parecen ser enteramente nuevos a pesar de su simplicidad —escribió a Maric—. Cuando estemos de nuevo en Zurich trataremos de obtener datos empíricos sobre esta materia ... Si eso revela una ley de la naturaleza, enviaremos los resultados a los Annalen[15]

En efecto, en diciembre de 1900 Einstein acabó enviando el artículo a los Annalen der Physik, la principal revista de física de Europa, que lo publicaría en marzo del año siguiente. Escrito sin la elegancia o el brío de sus posteriores artículos, comportaba únicamente lo que constituye, en el mejor de los casos, una tenue conclusión. «He partido de la sencilla idea de las fuerzas de atracción entre las moléculas y he probado experimentalmente las consecuencias —escribía—. He tomado las fuerzas gravitatorias como analogía.» Al final del artículo, declara débilmente: «La cuestión de si nuestras fuerzas están relacionadas, y cómo, con las fuerzas gravitatorias, debe dejarse, pues, por lo pronto completamente abierta».[16]

El artículo no generó ningún comentario ni contribuyó en nada a la historia de la física. Su conjetura básica era errónea, ya que la dependencia de la distancia no es la misma para distintos pares de moléculas.[17] Pero sí supuso que Einstein publicara por primera vez, lo que significaba que ahora contaba con un artículo impreso que podía añadir a las cartas de solicitud de empleo con las que empezaba a inundar a los profesores de toda Europa.

En su carta a Maric, Einstein había empleado el término «nosotros» al referirse a su plan de publicar el artículo. En otras dos cartas escritas en el mes siguiente al de su publicación, Albert aludía a «nuestra teoría de las fuerzas moleculares» y «nuestra investigación». Este hecho ha suscitado un debate histórico acerca del posible mérito que pudiera tener Maric por haber ayudado a Einstein a concebir sus teorías.

En este caso concreto, parece ser que ella participó sobre todo en la búsqueda de datos que él pudiera emplear. Las cartas de él hablaban de sus últimas ideas sobre las fuerzas moleculares, pero las de ella apenas contenían sustancia científica. Y en una carta escrita a su mejor amiga, Maric daba la impresión de haber asumido el papel de amante y apoyo antes que de colaboradora científica. «Albert ha escrito un artículo de física que probablemente se publicará muy pronto en los Annalen der Physik —escribía—. Imaginarás lo orgullosa que me siento de mi amor. No se trata de un artículo corriente, sino de uno muy significativo. Trata de la teoría de los líquidos.»[18]

 

 

LA ANGUSTIA DEL DESEMPLEO

 

Habían pasado casi cuatro años desde que Einstein renunciara a su ciudadanía alemana, y desde entonces había sido un apátrida. Cada mes ahorraba algo de dinero, destinado a la cantidad que tendría que pagar para convertirse en ciudadano suizo, un estatus que deseaba profundamente. Una razón de ello era el hecho de que admiraba el sistema suizo, su democracia, y su amable respeto por el individuo y su privacidad. «Me gustan los suizos porque, en general, son más humanos que las otras personas entre las que he vivido», diría posteriormente.[19] Había también razones prácticas: para poder trabajar como funcionario o como profesor en una escuela pública, tenía que ser ciudadano suizo.

Las autoridades de Zurich le examinaron bastante minuciosamente, e incluso pidieron a Milán un informe sobre sus padres. En febrero de 1901 se dieron por satisfechas y le concedieron la ciudadanía suiza, una condición que conservaría durante toda su vida pese a aceptar posteriormente también la ciudadanía alemana (de nuevo), la austríaca y la estadounidense. De hecho, estaba tan ansioso por ser un ciudadano suizo que incluso dejó a un lado sus sentimientos antimilitaristas y se presentó al servicio militar, tal como estaba mandado. No obstante, fue rechazado por tener pies sudorosos («hyperidrosis ped»), pies planos («pes planus») y venas varicosas («varicosis»). Según parece, el ejército suizo discriminaba bastante, y, así, en la cartilla militar de Einstein se estampó el sello de «no apto».[20]

Unas semanas después de obtener la ciudadanía, sin embargo, sus padres insistieron en que volviera a Milán y viviera con ellos. A finales de 1900 habían decretado que no podía permanecer en Zurich más allá de Pascua a menos que encontrara un empleo. Cuando llegó la Pascua, Einstein seguía en paro.

Maric, no sin razón, supuso que la invitación de vivir en Milán se debía a la antipatía que sentían los padres de Einstein hacia ella. «Lo que más me deprimía era el hecho de que nuestra separación hubiera de producirse de una forma tan antinatural, a causa de calumnias e intrigas», le escribiría a su amiga. Con un despiste que llegaría a hacerse proverbial, Einstein se dejó en Zurich la camisa de dormir, el cepillo de dientes, el peine, el cepillo para el pelo (por entonces utilizaba uno) y otros artículos de aseo. «Envíaselo todo a mi hermana —le pedía a Maric—, para que ella pueda traérmelo cuando venga.» Cuatro días después, añadía: «De momento quédate con mi paraguas. Ya veremos más adelante qué hacemos con él».[21]

Tanto en Zurich como, después, en Milán, Einstein escribió un montón de cartas de solicitud de empleo, cada vez más implorantes, a profesores de toda Europa. Todas iban acompañadas de su artículo sobre el efecto de capilaridad, lo cual resultó no ser especialmente impresionante; es más, solo en raras ocasiones recibía la cortesía de una carta de respuesta. «Pronto habré honrado a todos los físicos desde el mar del Norte hasta el extremo sur de Italia con mi oferta», le escribía a Maric.[22]

En abril de 1901, Einstein se vio obligado a comprar un montón de tarjetas postales que incluían impresos de respuesta con el franqueo pagado, con la remota esperanza de que al menos de ese modo recibiría alguna respuesta. En los dos casos en que dichas tarjetas se han conservado, se han convertido, bastante curiosamente, en apreciados artículos de coleccionista. Una de ellas, dirigida a un profesor holandés, se exhibe actualmente en el Museo de Historia de la Ciencia de Leiden. En ninguno de los dos casos se empleó el impreso de respuesta incluido en la carta; Einstein ni siquiera obtuvo la cortesía de una negativa por escrito. «No dejé piedra por mover ni renuncié a mi sentido del humor —escribiría a su amigo Marcel Grossmann—, Dios creó el burro y lo dotó de una piel gruesa.»[23]

Entre los grandes científicos a los que escribió Einstein se hallaba Wilhelm Ostwald, profesor de química en Leipzig, cuyas contribuciones a la teoría de la dilución le harían acreedor al premio Nobel. «Su obra sobre química general me inspiró para escribir el artículo adjunto», decía Einstein, tras de lo cual adoptaba un lastimero tono adulador al preguntarle «si podría hacer uso de un físico matemático». Einstein concluía suplicando: «No tengo dinero, y solo un puesto de esta clase me permitiría proseguir mis estudios». No obtuvo respuesta. Einstein volvió a escribirle dos semanas después, usando el pretexto de que «no estoy seguro de si incluí mi dirección» en la carta anterior. «Su opinión sobre mi artículo es muy importante para mí.» Tampoco hubo respuesta.[24]

El padre de Einstein, con quien este vivía en Milán, compartía en silencio la angustia de su hijo, y trató de ayudarle de una manera dolorosamente tierna. Al ver que no llegaba ninguna respuesta a la segunda carta dirigida a Ostwald, Hermann Einstein emprendió, por su propia cuenta y sin conocimiento de su hijo, un torpe e inusual esfuerzo, impregnado de conmovedora emoción, para persuadir por sí mismo a Ostwald:

 

Perdone, por favor, a un padre tan atrevido como para dirigirse a usted, estimado Herr Profesor, en interés de su hijo. Albert tiene veintidós años, estudió durante cuatro en el Politécnico de Zurich, y aprobó su examen con completo éxito el verano pasado. Desde entonces ha estado tratando sin éxito de conseguir un empleo como profesor ayudante, lo que le permitiría proseguir su educación en física. Todos los que están en posición de juzgarle elogian su talento; puedo asegurarle que es extraordinariamente estudioso y diligente, y que experimenta un gran amor por su ciencia. Debido a ello, se siente profundamente infeliz ante su actual falta de empleo, y cada vez se convence más de que ha perdido el rumbo de su carrera. Asimismo, se siente oprimido por la idea de que representa una carga para nosotros, que somos personas de medios modestos. Dado que es a usted a quien mi hijo parece admirar y estimar más que a ningún otro erudito en física, es también a usted a quien me he tomado la libertad de dirigirme con el humilde ruego de que lea su artículo y le escriba, si es posible, unas palabras de aliento, a fin de que pueda recuperar su alegría de vivir y de trabajar. Si además pudiera conseguirle un puesto de ayudante, mi gratitud no tendría límites. Le ruego me perdone por mi atrevimiento al escribirle, y sepa que mi hijo no sabe nada de este paso mío tan inusual.[25]

 

Ostwald siguió sin responder. Sin embargo, por una de las maravillosas ironías de la historia, nueve años después se convertiría en la primera persona que nominaría a Einstein para el premio Nobel.

Albert Einstein estaba convencido de que su «némesis» en el Politécnico de Zurich, el profesor de física Heinrich Weber, estaba detrás de todas las dificultades que encontraba. Tras haber contratado a dos ingenieros en lugar de a Einstein como ayudantes, al parecer ahora estaba dando referencias poco favorables de él. Tras solicitar un puesto junto al profesor de Gotinga Eduard Riecke, Einstein le escribía desesperado a Maric: «He dado más o menos el puesto por perdido. No puedo creer que Weber deje pasar tan buena oportunidad sin hacer alguna maldad». Maric le aconsejó que escribiera a Weber, enfrentándose a él directamente, y Einstein le respondió que ya lo había hecho. «Al menos ha de saber que no puede hacer esas cosas a mis espaldas. Le he escrito diciéndole que sé que en este momento mi nombramiento depende solo de su informe.»

Tampoco eso sirvió de nada: Einstein fue rechazado de nuevo. «El rechazo de Riecke no me ha sorprendido —le escribió a Maric—. Estoy absolutamente convencido de que la culpa es de Weber.» Se sentía tan desalentado que, al menos por el momento, consideraba inútil proseguir su búsqueda. «En estas circunstancias ya no tiene sentido seguir escribiendo a más profesores, ya que, en el caso de que las cosas llegaran lo bastante lejos, no cabe duda de que todos acabarían pidiéndole información a Weber, y este volvería a dar malas referencias.» Asimismo, se lamentaba a Grossmann: «Podría haber encontrado trabajo hace tiempo de no haber sido por las maquinaciones de Weber».[26]

¿Qué papel tuvo el antisemitismo en estas circunstancias? Einstein llegó a creer que era uno de los factores en juego, lo que le llevó a buscar trabajo en Italia, donde dicho sentimiento no era tan pronunciado. «Uno de los principales obstáculos para encontrar colocación se halla aquí ausente, esto es, el antisemitismo, que en los países angloparlantes constituye un desagradable obstáculo», le escribía a Maric. Ella, por su parte, se lamentaba ante su amiga de las dificultades de su amante: «Ya sabes que mi amor tiene la lengua afilada, y además es judío».[27]

En su tentativa de encontrar trabajo en Italia, Einstein pidió ayuda a uno de los amigos que había hecho cuando estudiaba en Zurich, un ingeniero llamado Michele Angelo Besso. Como Einstein, Besso provenía de una familia judía de clase media que había deambulado por toda Europa y al final se había establecido en Italia. Tenía seis años más que Einstein, y cuando se conocieron ya se había graduado en el Politécnico y trabajaba en una empresa de ingeniería. Él y Einstein forjaron una estrecha amistad, que se mantendría durante el resto de sus vidas (ambos morirían en 1955, con solo unas semanas de diferencia).

Con los años, Besso y Einstein compartirían tanto las confidencias personales más íntimas como las más elevadas nociones científicas. Tal como escribiría el propio Einstein en una de las 229 cartas que se conservan de su correspondencia: «No hay nadie que esté tan próximo a mí, que me conozca tan bien, que esté tan favorablemente predispuesto hacia mí como tú».[28]

Besso tenía un delicioso intelecto, pero carecía de capacidad de centrarse, de empuje y de disciplina. Como Einstein, en cierta ocasión se le había invitado a abandonar la escuela secundaria debido a su actitud insubordinada (había enviado un escrito quejándose de un profesor de matemáticas). Einstein consideraba a Besso «un tremendo debilucho ... incapaz de animarse a emprender ninguna acción ni en la vida ni en la creación científica, pero que posee una mente extraordinariamente fina cuyo funcionamiento, aunque desordenado, observo con gran deleite».

En Aarau, Einstein le había presentado a Besso a Anna Winteler, la hermana de Marie, con la que este acabaría casándose. En 1901 se había trasladado a Trieste con ella. Cuando Einstein se reunió con él, encontró a Besso tan inteligente, divertido y exasperantemente descentrado como siempre. Recientemente su jefe le había pedido que inspeccionara una planta eléctrica, y él había decidido partir la noche antes para asegurarse de que llegaba a tiempo. Pero el caso es que perdió el tren, tampoco pudo llegar al día siguiente, y finalmente llegó al tercer día, solo «para comprobar con horror que se le había olvidado lo que tenía que hacer»; de modo que escribió a su oficina pidiéndoles que le repitieran sus instrucciones. La opinión de su jefe era que Besso era «un completo inútil y casi un desequilibrado».

Einstein, en cambio, tenía una opinión más afectuosa de Besso. «Michele es un tremendo schlemiel», le escribía a Maric, empleando un término yiddish que viene a significar «torpe infeliz». Una tarde, Besso y Einstein pasaron casi cuatro horas hablando de ciencia, incluyendo las propiedades del misterioso éter y «la definición del reposo absoluto». Todas esas ideas florecerían cuatro años después, en la teoría de la relatividad que concebiría Einstein con Besso como caja de resonancia. «Él está interesado en nuestra investigación —le escribiría Einstein a Maric—, aunque a menudo pierde de vista la generalidad preocupándose por pequeñas consideraciones.»

Besso tenía algunos contactos que Einstein confiaba en que le resultarían útiles. Su tío era profesor de matemáticas en el Politécnico de Milán, y el plan de Einstein era que Besso le presentara: «Le agarraré por el cuello y lo arrastraré hasta su tío, y allí ya hablaré yo». Besso logró persuadir a su tío de que escribiera cartas en favor de Einstein, pero el esfuerzo no sirvió de nada. Lejos de ello, Einstein se pasó la mayor parte de 1901 alternando las sustituciones docentes con algunas clases particulares.[29]

Fue el otro íntimo amigo de Einstein en Zurich, su compañero de clase y encargado de los apuntes de matemáticas Marcel Grossmann, quien acabó finalmente encontrándole un empleo, aunque no del tipo que cabría esperar. Justo cuando Einstein estaba empezando a desesperar, Grossmann le escribió diciéndole que era probable que hubiera una plaza de funcionario en la Oficina Suiza de Patentes, situada en Berna. El padre de Grossmann conocía al director, y estaba dispuesto a recomendar a Einstein.

«Me he sentido profundamente emocionado por tu devoción y compasión, que te ha llevado a no olvidarte de tu desafortunado amigo —le respondió Einstein—. Me encantaría conseguir ese magnífico empleo, y no ahorraría esfuerzo alguno para estar a la altura de tu recomendación.» Y a Maric le escribía exultante: «¡Piensa en lo maravilloso que sería ese trabajo para mí! Me volvería loco de alegría si saliera algo así».

Sabía que habían de pasar meses antes de que el puesto de trabajo en la oficina de patentes se materializara; eso si es que llegaba a materializarse. De modo que aceptó un trabajo temporal de dos meses en una escuela técnica de Winterthur, sustituyendo a un profesor de permiso militar. La jornada sería larga y, lo que era aún peor, tendría que enseñar geometría descriptiva, una materia que ni entonces ni después sería su fuerte. «Pero el valiente suabo nada teme», proclamaba, repitiendo una de sus frases poéticas preferidas.[30]

Mientras tanto, él y Maric tendrían la posibilidad de pasar juntos unas románticas vacaciones; unas vacaciones que iban a tener consecuencias fatídicas.

 

 

LAGO DE COMO, MAYO DE 1901

 

«Tienes que venir a verme a Como sin falta, pequeña bruja —le escribió Einstein a Maric a finales de abril de 1901—. Verás por ti misma lo alegre y radiante que me he vuelto y cómo todas las arrugas de mi frente han desaparecido.»

Las disputas familiares y la frustrante búsqueda de trabajo le habían vuelto irritable, pero él le prometía que ahora eso ya había pasado. «Ha sido solo por nerviosismo por lo que he sido malo contigo», se disculpaba. Y para compensarla, le proponía que tuvieran una cita romántica y sensual en uno de los lugares más románticos y sensuales del mundo: el lago de Como, el mayor de los alargados lagos alpinos que adornan como joyas la frontera entre Italia y Suiza, donde a primeros de mayo el exuberante follaje florece bajo los majestuosos picos coronados por la nieve.

«Trae mi bata azul para que podamos envolvernos en ella —le decía—. Te prometo una excursión como no habrás visto nunca.»[31]

Maric se apresuró a aceptar, pero luego cambió de idea: había recibido una carta de su familia de Novi Sad «que me ha privado de todo deseo, no solo de divertirme, sino incluso por la propia vida». Habría de hacer el viaje él solo, le decía enfurruñada. «Parece ser que no puedo tener nada sin sufrir un castigo.» Pero al día siguiente volvió a cambiar de opinión. «Ayer te escribí una pequeña tarjeta con el peor de los ánimos debido a una carta que había recibido. Pero al leer hoy tu carta me he puesto un poco más alegre, ya que veo cuánto me quieres, así que creo que al final sí vamos a hacer ese viaje.»[32]

Así fue cómo a primera hora de la mañana del domingo 5 de mayo de 1901, Albert Einstein estaba esperando a Mileva Maric en la estación de tren del pueblo de Como, en Italia, «con los brazos abiertos y el corazón dando saltos». Pasaron allí el día, admirando su catedral gótica y su antigua ciudad amurallada, y luego cogieron uno de los imponentes barcos de vapor blancos que iban de pueblo en pueblo siguiendo las orillas del lago.

Se detuvieron a visitar Villa Carlotta, la más exquisita de todas las mansiones famosas que salpicaban la costa, con sus techos llenos de frescos, su versión de la escultura erótica Cupido y Psique, de Antonio Canova, y sus quinientas especies de plantas. Posteriormente Maric escribiría a un amigo hablándole de lo mucho que había admirado «el espléndido jardín, que preservo en mi corazón, tanto más cuanto que no se nos permitió birlar ni una sola flor».

Tras pasar la noche en una posada, decidieron cruzar a pie el paso montañoso a Suiza; pero lo encontraron todavía cubierto de una capa de nieve de hasta seis metros de espesor, de modo que alquilaron un pequeño trineo «de los que usan ellos, que tiene el espacio justo para dos personas enamoradas, con un cochero que va de pie en una pequeña tabla situada detrás y que parlotea todo el rato y te llama signora —escribiría Maric—. ¿Puedes imaginar algo más hermoso?».

La nieve caía alegremente hasta donde alcanzaba la vista, «de modo que esa fría y blanca infinidad me daba escalofríos y sujetaba firmemente a mi amor en mis brazos bajo los abrigos y chales con que nos cubríamos». A la bajada, daban puntapiés a la nieve para producir pequeñas avalanchas, «a fin de asustar convenientemente al mundo que había abajo».[33]

Unos días después, Einstein recordaría «qué hermosa fue la última vez que me dejaste estrechar contra mí a tu menuda y amada persona de la forma más natural».[34] Y de la forma más natural, Mileva Maric quedó embarazada de un hijo de Albert Einstein.

Tras regresar a Winterthur, donde ejercía de maestro suplente, Einstein escribió a Maric una carta en la que hacía referencia a su embarazo. Extrañamente —o quizá, después de todo, no fuera tan extraño—, empezaba tratando de temas científicos antes que personales. «Acabo de leer un maravilloso artículo de Lenard sobre la generación de rayos catódicos mediante luz ultravioleta —empezaba diciendo—. Bajo la influencia de este hermoso trabajo me siento tan lleno de felicidad y alegría que debo compartir parte de ella contigo.» Pronto Einstein revolucionaría la ciencia basándose en el artículo de Lenard para elaborar una teoría de los cuantos de luz que explicara este efecto fotoeléctrico; pero aun así, resulta bastante sorprendente, o cuando menos divertido, que cuando Einstein hablaba con tal entusiasmo de compartir su «felicidad y alegría» con su amada recién embarazada, lo hiciera aludiendo a un artículo sobre haces de electrones.

Solo después de esta exaltación científica vendría una breve referencia al hijo que esperaban, y al que Einstein se refería como al «niño»: «¿Cómo estás, querida? ¿Y el niño?». Luego pasaba a manifestar una extraña idea acerca de cómo iba a ser su paternidad: «¿Imaginas qué agradable será cuando podamos volver a trabajar de nuevo, completamente tranquilos, sin que haya nadie que nos diga qué hemos de hacer?».

Sobre todo, trataba de mostrarse tranquilizador. Encontraría trabajo —le prometía—, aunque ello significara meterse en el negocio de los seguros. Juntos crearían un hogar confortable. «Alégrate y no te preocupes, querida. Yo no te abandonaré y haré que todo acabe felizmente. ¡Solo has de tener paciencia! Verás que no es tan malo descansar en mis brazos, a pesar de que las cosas hayan empezado con cierta incomodidad.»[35]

Maric estaba preparándose para repetir sus exámenes de graduación, y confiaba en que luego pasaría a obtener el doctorado y a dedicarse a la física. A lo largo de los años tanto ella como sus padres habían invertido mucho, tanto emocional como financieramente, en aquel objetivo. De haberlo deseado, habría podido interrumpir su embarazo. Zurich era entonces el centro de una floreciente industria del control de la natalidad, en la que se incluía la producción de un medicamento abortivo que se vendía por correo y cuya fábrica tenía allí su sede.

Pero en lugar de ello, decidió que quería tener el hijo de Einstein aunque él todavía no estuviera preparado o dispuesto a casarse con ella. En el entorno en el que se había criado, tener un hijo fuera del matrimonio era un acto de rebeldía, pero no constituía un hecho infrecuente. Las estadísticas oficiales de Zurich de 1901 muestran que el 12 por ciento de los nacimientos eran ilegítimos. Entre los residentes austrohúngaros, además, la proporción de embarazos fuera del matrimonio era aún mayor: en el sur de Hungría el 33 por ciento de los nacimientos eran ilegítimos. El mayor porcentaje de nacimientos ilegítimos se daba entre los serbios; el menor, entre los judíos.[36]

Aquella decisión hizo que Einstein empezara a pensar más en el futuro. «Buscaré una colocación de inmediato, independientemente de lo humilde que sea —le diría a Maric—. Mis objetivos científicos y mi vanidad personal no me impedirán aceptar incluso el puesto más subordinado.» Decidió, pues, llamar al padre de Besso, así como al director de la compañía de seguros local, y le prometió a Maric que se casaría con ella en cuanto encontrara trabajo. «Así nadie podrá arrojar una sola piedra a tu querida cabecita.»

El embarazo también podía resolver, o al menos eso esperaba, los problemas que ambos tenían con sus respectivas familias. «Cuando tus padres y los míos se vean frente a un hecho consumado, no les quedará más remedio que aceptarlo lo mejor que puedan.»[37]

Maric, que en ese momento estaba postrada en la cama debida a las náuseas del embarazo, se sintió entusiasmada. «Entonces, amor, ¿quieres buscar trabajo inmediatamente? ¡Y que me vaya a vivir contigo!» Era una vaga propuesta, pero ella se declaró de inmediato «feliz» de aceptarla. «Evidentemente, eso no debe suponer que aceptes una colocación realmente penosa, querido —añadía—. Ello me haría sentir terriblemente mal.» A instancias de su hermana, trató de convencer a Einstein de que en las vacaciones de verano fuera a visitar a sus padres a Serbia. «¡Me haría tan feliz! —suplicaba—. Y cuando mis padres nos vean a los dos físicamente ante ellos, todas sus dudas se desvanecerán.»[38]

Pero Einstein, para consternación de Maric, decidió volver a pasar las vacaciones de verano con su madre y su hermana en los Alpes. Como resultado, no estuvo a su lado para ayudarla y animarla a finales de julio de 1901, cuando ella hubo de repetir sus exámenes. Quizá a consecuencia de su embarazo y de su situación personal, el caso es que Mileva acabó suspendiendo por segunda vez, obteniendo de nuevo un 4,0 sobre 6, y de nuevo fue la única que no aprobó de su grupo.

Así fue como Mileva Maric acabó resignándose a renunciar a su sueño de convertirse en erudita científica. Fue a ver a sus padres en Serbia, sola, y les contó lo de su fracaso académico y lo de su embarazo. Antes de partir, le pidió a Einstein que le enviara una carta a su padre contándole los planes de ambos, y, presumiblemente, pidiéndole su mano. «¿Me enviarás la carta para que pueda ver lo que has escrito? —le preguntaba—. Luego yo ya le daré la información necesaria, incluidas las noticias desagradables.»[39]

 

 

LAS DISPUTAS CON DRUDE Y OTROS

 

La insolencia de Einstein y su desprecio por los convencionalismos, unos rasgos que fueron espoleados aún más por Maric, se harían patentes en 1901 en su vida científica además de en la personal. Aquel año, el entusiasta desempleado se enredó en una serie de disputas con diversas autoridades académicas.

Aquellas disputas revelan que Einstein no tenía escrúpulos a la hora de cuestionar a quienes ejercían el poder. De hecho, incluso parecía regocijarse en ello. Como él mismo proclamaría a Jost Winteler en medio de las disputas de aquel año: «El respeto ciego por la autoridad es el mayor enemigo de la verdad». Este resultaría ser un credo muy valioso, y muy apropiado para grabarlo en su escudo de armas en el caso de que alguna vez hubiera querido tener uno.

Sus disputas de aquel año también revelan un aspecto mucho más sutil del pensamiento científico de Einstein: su deseo —más bien su compulsión— de unificar conceptos de diferentes ramas de la física. «Es una sensación gloriosa descubrir la unidad de un conjunto de fenómenos que al principio parecen ser completamente independientes», le escribía a su amigo Grossmann aquella primavera, cuando se embarcó en el intento de vincular su trabajo sobre el efecto de capilaridad a la teoría de los gases de Boltzmann. Aquella frase, más que ninguna otra, resume la fe que subyace a la misión científica de Einstein, desde su primer artículo hasta las últimas ecuaciones de campo que garabateó, y que le guiaría con la misma seguridad que mostraba la aguja de la brújula de su infancia.[40]

Entre los conceptos potencialmente unificadores que más atraían a Einstein, así como a una gran parte del mundo de la física en general, se hallaban los derivados de la teoría cinética, que se había desarrollado a finales del siglo XIX aplicando los principios de la mecánica a fenómenos tales como la transferencia de calor y el comportamiento de los gases. Ello implicaba considerar un gas, por ejemplo, como un conjunto formado por un enorme número de partículas diminutas —en este caso, moléculas formadas a su vez por uno o más átomos—, que se movían libremente a gran velocidad en todas direcciones y ocasionalmente chocaban unas contra otras.

La teoría cinética estimuló el desarrollo de la mecánica estadística, que describe el comportamiento de un gran número de partículas empleando cálculos estadísticos. Obviamente, resultaba imposible seguir el movimiento de cada molécula y de cada colisión en un gas, pero el estudio de su comportamiento estadístico generó una teoría viable acerca de cómo actuaban miles de millones de moléculas bajo diversas condiciones.

Los científicos procedieron a aplicar esos conceptos no solo al comportamiento de los gases, sino también a los fenómenos producidos en los líquidos y sólidos, incluyendo la conductividad eléctrica y la radiación. «Surgió la oportunidad de aplicar los métodos de la teoría cinética de gases a otras ramas de la física completamente distintas —escribiría más tarde Paul Ehrenfest, íntimo amigo de Einstein y él mismo experto en ese campo—. Sobre todo, la teoría se aplicó al movimiento de los electrones en los metales, al movimiento browniano de las partículas microscópicas en las suspensiones, y a la teoría de la radiación del cuerpo negro.»[41]

Aunque muchos científicos utilizaron el atomismo para explorar sus propias especialidades, para Einstein este constituyó una forma de establecer vínculos, y desarrollar teorías unificadoras, entre toda una serie de disciplinas diversas. En abril de 1901, por ejemplo, adaptó las teorías moleculares que había utilizado para explicar el efecto de capilaridad en los líquidos y las aplicó a la difusión de las moléculas de gas. «He tenido una idea extremadamente afortunada, que hará posible aplicar nuestra teoría de las fuerzas moleculares también a los gases», le escribía a Maric. Asimismo, le comentaba a Grossmann: «Ahora estoy convencido de que mi teoría de las fuerzas de atracción atómicas también puede extenderse a los gases».[42]

Luego pasó a interesarse por la conducción del calor y de la electricidad, lo que le llevó a estudiar la teoría electrónica de los metales de Paul Drude. Como señala Jürgen Renn, estudioso de Einstein: «La teoría electrónica de Drude y la teoría cinética de los gases de Boltzmann no son solo dos temas de interés arbitrarios para Einstein, sino que más bien comparten una importante propiedad común con varios otros de sus temas de investigación iniciales; se trata de dos ejemplos de la aplicación de las ideas atomísticas a problemas físicos y químicos».[43]

La teoría electrónica de Drude postulaba que en los metales hay partículas que se mueven libremente, tal como hacen las moléculas de gas, y, en consecuencia, conducen tanto el calor como la electricidad. Cuando Einstein la examinó, encontró que había partes de ella que le agradaban especialmente. «Tengo en mis manos un estudio de Paul Drude sobre la teoría electrónica que se ha escrito a mi entera satisfacción, a pesar de que contiene algunas cosas muy poco rigurosas», le decía a Maric. Un mes más tarde, con su habitual falta de deferencia hacia la autoridad, declaraba: «Quizá escriba a Drude privadamente para señalarle sus errores».

Y así lo hizo. En una carta a Drude escrita en junio, Einstein señalaba lo que él consideraba que eran dos errores. «Difícilmente tendrá nada coherente con lo que refutarme —se jactaba Einstein ante Maric—, puesto que mis objeciones son bastante claras.» Acaso creyendo con encantadora inocencia que el hecho de señalar a un eminente científico sus supuestos lapsos constituía un buen método para conseguir empleo, Einstein incluía también en su carta una petición en ese sentido.[44]

Sorprendentemente, Drude le contestó, aunque —no tan sorprendentemente— rechazando las objeciones de Einstein. Este se sintió ofendido. «Ello constituye una prueba tan manifiesta de la miseria de su autor que no hace falta que añada ningún comentario —diría Einstein al transmitirle la respuesta de Drude a Maric—. A partir de ahora ya no volveré a dirigirme a esa clase de personas, y en lugar de ello les atacaré inexorablemente en las revistas, tal como se merecen. No es extraño que poco a poco uno se vaya volviendo misántropo.»

Einstein también aireó su frustración en una carta dirigida a Jost Winteler, su figura paterna de Aarau, que incluía su frase acerca de que el respeto ciego por la autoridad era el mayor enemigo de la verdad. «Me responde señalando que otro “infalible” colega suyo comparte su misma opinión. Pronto le haré la vida imposible con una publicación genial.»[45]

En los artículos publicados de Einstein no se identifica a ese «infalible» colega citado por Drude; pero ciertas investigaciones realizadas por Renn han llevado hasta una carta de Maric en la que esta declara que se trata de Ludwig Boltzmann.[46] Eso explica por qué a continuación Einstein procedió a sumergirse en los textos de este último. «He estado inmerso en los trabajos de Boltzmann sobre la teoría cinética de los gases —le escribiría a Grossmann en septiembre—, y estos últimos días yo mismo he escrito un breve artículo que proporciona la piedra angular que falta en la cadena de pruebas que él había iniciado.»[47]

Boltzmann, por entonces en la Universidad de Leipzig, era el maestro de la física estadística en Europa. Había contribuido al desarrollo de la teoría cinética, y defendía la idea de que los átomos y las moléculas realmente existían. Debido a ello, había considerado necesario reformular la importante segunda ley de la termodinámica. Esta ley, que tiene numerosas formulaciones equivalentes, establece que el calor fluye naturalmente de los cuerpos calientes a los fríos, pero no al revés. Otra manera de describir la segunda ley es en términos de entropía, es decir, el grado de desorden y aleatoriedad de un sistema. Todo proceso espontáneo tiende a incrementar la entropía de un sistema. Así, por ejemplo, las moléculas de perfume salen del frasco abierto y se esparcen por la habitación; pero, en cambio, al menos en nuestra experiencia ordinaria, no se juntan espontáneamente para volver a meterse en el frasco.

El problema para Boltzmann era que, de acuerdo con Newton, todos los procesos mecánicos, como el de las moléculas colisionando unas con otras, podían invertirse. Así pues, era posible una disminución espontánea de la entropía, al menos en teoría. El carácter absurdo de postular que las moléculas de perfume esparcidas por el aire podían juntarse de nuevo en el frasco, o que el calor podía fluir espontáneamente de un cuerpo frío a uno caliente, fue esgrimido contra Boltzmann por sus oponentes, como Wilhelm Ostwald, que no creía en la realidad de los átomos y las moléculas. «La proposición de que todo fenómeno natural puede reducirse en última instancia a fenómenos mecánicos no puede tomarse ni siquiera como una hipótesis de trabajo útil: es sencillamente un error —declararía Ostwald—. La irreversibilidad de los fenómenos naturales prueba la existencia de procesos que no pueden describirse mediante ecuaciones mecánicas.»

Boltzmann respondió reformulando la segunda ley de modo que esta no fuera una afirmación absoluta, sino meramente una cuasi certeza estadística. Así, teóricamente era posible que millones de moléculas de perfume pudieran colisionar aleatoriamente de un modo tal que en un momento dado las llevara a meterse todas ellas en un frasco; pero ello resultaba sumamente improbable, quizá con una probabilidad billones de veces inferior a la de que, por ejemplo, las cartas de una baraja nueva, tras barajarse cientos de veces, acabaran quedando colocadas de nuevo en el preciso orden jerárquico que tenían inicialmente.[48]

Cuando Einstein, de manera bastante inmodesta, declaraba en septiembre de 1901 que estaba colocando la «piedra angular» que faltaba en la cadena de pruebas de Boltzmann, añadía que planeaba publicar pronto su trabajo. Sin embargo, antes envió un artículo a los Annalen der Physik sobre un método eléctrico para investigar las fuerzas moleculares que empleaba cálculos derivados de experimentos que habían realizado otros utilizando soluciones salinas y un electrodo.[49]

Luego publicó su crítica a las teorías de Boltzmann. Einstein señalaba que estas funcionaban bien a la hora de explicar la transferencia de calor en los gases, pero que no habían sido adecuadamente generalizadas para aplicarse a otros ámbitos. «Por grandes que hayan sido los logros de la teoría cinética del calor en el ámbito de la teoría de los gases —escribía—, la ciencia de la mecánica todavía no ha sido capaz de producir un fundamento adecuado para la teoría general del calor.» Su objetivo era «llenar esa laguna».[50]

Tal empeño resultaba bastante presuntuoso para un mediocre estudiante del Politécnico que no había sido capaz de obtener un doctorado ni de encontrar trabajo. El propio Einstein admitiría posteriormente que aquellos artículos apenas aumentaron el corpus de conocimientos de la física. Pero sí daban una idea de dónde residía el núcleo de sus cuestionamientos a Drude y Boltzmann en 1901. Sus teorías, consideraba Einstein, no cumplían la máxima que le había revelado a Grossmann tiempo antes aquel mismo año acerca de lo glorioso que resultaba descubrir una unidad subyacente en un conjunto de fenómenos que parecían completamente independientes.

Paralelamente, en noviembre de 1901, Einstein había enviado una tentativa de tesis doctoral al profesor Alfred Kleiner, de la Universidad de Zurich. Dicha tesis no se ha conservado, pero Maric le explicó a una amiga que «trata de la investigación sobre las fuerzas moleculares en los gases empleando varios fenómenos conocidos». Einstein se mostraba tranquilo: «No se atreverá a rechazar mi tesis —decía, refiriéndose a Kleiner—; si es así, de bien poco me servirá ese hombre tan corto de vista».[51]

En diciembre, Kleiner ni siquiera había respondido, y Einstein empezó a pensar que acaso la «frágil dignidad» del profesor le hiciera sentirse incómodo aceptando una tesis que denigraba la obra de maestros tales como Drude y Boltzmann. «Si se atreve a rechazar mi tesis, yo publicaré su rechazo junto con mi artículo y así le pondré en ridículo —decía Einstein—. Pero si la acepta, veremos qué tiene que decir entonces el bueno de Herr Drude.»

Ansioso de obtener una resolución, Einstein decidió ir a ver a Kleiner en persona. Curiosamente, la reunión fue bastante bien. Kleiner admitió que todavía no había leído la tesis, y Einstein le dijo que se tomara su tiempo. Luego pasaron a hablar de varias ideas que Einstein estaba desarrollando, algunas de las cuales a la larga fructificarían en su teoría de la relatividad. Kleiner le prometió a Einstein que podía contar con él para que le recomendara la próxima vez que saliera un puesto docente. «No es tan estúpido como yo había creído —fue el veredicto de Einstein—. Además, es un buen tipo.»[52]

Puede que Kleiner fuera un buen tipo, pero no le gustó la tesis de Einstein cuando finalmente encontró tiempo para leerla. En particular, le desagradó su ataque al estamento científico, de modo que la rechazó; o más exactamente, le dijo a Einstein que la retirara voluntariamente, lo que le permitiría recuperar su tasa de 230 francos suizos. Según un libro que escribiría el hijastro político de Einstein, la acción de Kleiner se debió a la «consideración hacia su colega Ludwig Boltzmann, cuya sucesión de razonamientos Einstein había criticado duramente». Pero este último, que carecía de tal sensibilidad, se dejó convencer por un amigo de que dirigiera su ataque directamente contra Boltzmann.[53]

 

 

LIESERL

 

Marcel Grossmann le había mencionado a Einstein que era probable que hubiera un puesto para él en la oficina de patentes, pero dicho puesto aún no se había materializado. De modo que, cinco meses después, Einstein le había recordado amablemente a Grossmann que seguía necesitando ayuda. Tras enterarse por el periódico de que Grossmann había obtenido un puesto docente en una escuela de secundaria suiza, Einstein le manifestó su «gran alegría», para luego añadir lisa y llanamente: «También yo había solicitado ese puesto, pero lo hice solo para no tener que echarme en cara a mí mismo que era demasiado apocado para solicitarlo».[54]

En el otoño de 1901, Einstein obtuvo un puesto aún más humilde como profesor en una pequeña academia privada de Schaffhausen, una aldea situada a orillas del Rin a unos 32 kilómetros al norte de Zurich. El trabajo consistía únicamente en enseñar a un rico estudiante inglés que había allí. Llegaría un día en que el hecho de tener a Einstein como profesor parecería un buen negocio fuera al precio que fuese; pero por entonces el que hacía el negocio era el dueño de la escuela, Jacob Nüesch, quien cobraba 4.000 francos anuales a la familia del niño, mientras que a Einstein le pagaba solo 150 francos al mes, más cama y comida.

Einstein seguía prometiendo a Maric que tendría «un buen marido en cuanto sea factible», pero estaba empezando a desesperarse por conseguir el puesto en la oficina de patentes. «La plaza de Berna todavía no ha sido anunciada, así que estoy empezando a perder las esperanzas al respecto.»[55]

Maric ansiaba estar con él, pero su embarazo hacía imposible que se presentaran juntos en público. Así que pasó casi todo el mes de noviembre en un pequeño hotel de un pueblo vecino. Su relación empezaba a volverse tirante. Pese a los ruegos de ella, Einstein solo iba a visitarla de vez en cuando, afirmando a menudo que no disponía de tiempo libre. «¿Me vas a dar una sorpresa, verdad?», rogaba ella después de recibir la enésima nota cancelando una visita. Sus súplicas y su enfado se alternaban, a menudo incluso en la misma carta:

 

Si supieras la terrible añoranza que siento, sin duda vendrías. ¿De verdad te has quedado sin dinero? ¡Esa sí que es buena! ¡El señor gana 150 francos, le dan cama y comida, y a final de mes no le queda ni un céntimo! ... No lo uses como excusa para el domingo, por favor. Si para entonces no has conseguido dinero, ya te enviaré yo algo ... ¡Si supieras cuánto deseo volver a verte! Pienso en ti todo el día, y todavía más por la noche.[56]

 

La impaciencia de Einstein ante la autoridad no tardó en enfrentarle al dueño de la academia. Einstein había tratado de camelarse a su alumno para que se trasladara a Berna con él y le pagara directamente, pero la madre del chico se había opuesto. Entonces le pidió a Nüesch que canjeara las comidas por dinero en efectivo para no verse obligado a comer con su familia.

—Ya sabe cuáles son nuestras condiciones —repuso Nüesch—. No hay razón para apartarse de ellas.

Einstein le amenazó toscamente con buscarse otro sitio, y Nüesch acabó cediendo malhumorado. En una frase que podría considerarse muy bien otra de las máximas de su vida, Einstein le relataría la escena a Maric y añadiría exultante: «¡Viva la insolencia! Ella es mi ángel guardián en este mundo».

Aquella noche, cuando se disponía a hacer su última comida en casa de los Nüesch, encontró una carta dirigida a él junto a su plato de sopa. Era de su verdadero ángel guardián, Marcel Grossmann. La plaza en la oficina de patentes —le escribió Grossmann— estaba a punto de anunciarse, y no había duda de que iba a ser para Einstein. Pronto sus vidas sufrirían un «radiante cambio para mejor —le escribiría Einstein a Maric emocionado—. Me siento aturdido de alegría cuando pienso en ello —añadiría—. Incluso estoy más contento por ti que por mí. Juntos seremos sin duda las personas más felices de la tierra».

Pero quedaba todavía la cuestión de qué hacer con el bebé, que había de nacer en menos de dos meses, a primeros de febrero de 1902. «El único problema que nos quedaría por resolver sería el de cómo tener a nuestra Lieserl con nosotros», le escribió Albert (que había empezado a aludir a su futuro hijo como a una niña) a Mileva, que había vuelto a casa de sus padres en Novi Sad para tener allí el bebé. «No quisiera tener que renunciar a ella.» Era una noble intención de su parte, pero era muy consciente de que en Berna le resultaría difícil presentarse a buscar trabajo con un hijo ilegítimo. «Pregúntale a papá; él es un hombre experimentado, y conoce el mundo mejor que tú, mi agotado y poco práctico Juanito». Para terminar, declaró que al bebé, una vez nacido, «no hay que atiborrarle de leche de vaca, ya que eso la hará estúpida». La leche de Maric sería mucho más nutritiva, añadía.[57]

Aunque estaba dispuesto a consultar a la familia de Maric, Einstein no tenía ninguna intención de permitir que su propia familia supiera que los peores temores de su madre con respecto a su relación —un embarazo y una posible boda— se estaban materializando. Su hermana pareció darse cuenta de que él y Maric estaban planeando casarse en secreto, y así se lo dijo a los miembros de la familia Winteler en Aarau. Pero ninguno de ellos mostró signo alguno de sospechar que había un hijo implicado. La madre de Einstein se enteró del supuesto compromiso por boca de la señora Winteler. «Estamos resueltamente en contra de la relación de Albert con Fräulein Maric, y quisiéramos no tener siquiera nada que ver con ella», se lamentaba Pauline Einstein.[58]

La madre de Albert incluso dio el extraordinario paso de escribir una desagradable carta, firmada también por su marido, a los padres de Maric. «Esa señora —se lamentaría Maric a una amiga, aludiendo a la madre de Einstein— parece haberse propuesto como objeto de su vida amargar lo máximo posible no solo mi vida, sino también la de su propio hijo. ¡Jamás hubiera creído posible que pudiera haber personas tan despiadadas y completamente malvadas! No tienen escrúpulos en escribir a mis padres una carta en la que me han injuriado de manera vergonzosa.»[59]

El anuncio oficial del puesto vacante en la oficina de patentes apareció finalmente en diciembre de 1901. Al parecer, su director, Friedrich Haller, adaptó los requisitos exigidos para que Einstein pudiera conseguir el puesto. No era necesario que los candidatos tuvieran ningún doctorado, pero sí debían poseer formación en mecánica y asimismo tener conocimientos de física. «Haller lo ha puesto por mí», le diría Einstein a Maric.

Haller le escribió a Einstein una afectuosa carta dejándole claro que él era el principal candidato, y Grossmann le llamó para felicitarle. «Ya no cabe duda —le diría Einstein a Maric, exultante—. Pronto serás mi feliz mujercita, espera y verás. Se han acabado nuestros problemas. Solo ahora que ya no siento ese terrible peso sobre mis hombros me doy cuenta de lo mucho que te quiero ... Pronto podré coger a mi Muñeca entre mis brazos y llamarla mía ante el mundo entero.»[60]

Sin embargo, le prometía que el matrimonio no les convertiría en una confortable pareja burguesa: «Trabajaremos diligentemente en ciencia juntos, así que no nos convertiremos en unos viejos palurdos, ¿verdad?». Incluso su hermana —pensaba— se estaba volviendo «grosera» al rodearse de comodidades materiales. «Mejor que tú no sigas ese camino —le decía a Maric—. Eso sería terrible. Has de ser siempre mi bruja y mi golfilla. Todo el mundo, menos tú, me parece extraño, como si les separara de mí un muro invisible.»

Previendo que obtendría el puesto en la oficina de patentes, Einstein dejó al estudiante al que había estado dando clases en Schaffhausen y se trasladó a Berna a finales de enero de 1902. Einstein estaría por siempre agradecido a Grossmann, cuya ayuda proseguiría de distintos modos durante los años siguientes. «Grossmann está haciendo su tesis sobre un tema que se halla relacionado con la geometría no euclídea —le señalaba Einstein a Maric—. Pero no sé exactamente cuál es.»[61]

Unos días después de que Einstein llegara a Berna, Mileva Maric, que permanecía en casa de sus padres en Novi Sad, daba a luz a su bebé, una niña a la que llamaron Lieserl. Debido a las dificultades del parto, Maric no pudo escribirle, y fue su padre quien le dio la noticia a Einstein.

«¿Está sana? ¿Y llora convenientemente? —le preguntaría Einstein a Maric—. ¿Cómo son sus ojos? ¿A cuál de nosotros se parece más? ¿Quién le da la leche? ¿Tiene hambre? ¡Debe de ser completamente calva! ¡Todavía no la conozco, y ya la quiero tanto!» Sin embargo, su amor por el bebé parecía existir sobre todo de una forma abstracta, puesto que no fue bastante para inducirle a coger el tren e ir a Novi Sad.[62]

Einstein no les habló a su madre, a su hermana ni a ninguno de sus amigos del nacimiento de Lieserl. De hecho, no hay indicios de que les hablara jamás de ella. Ni una sola vez habló tampoco de ella públicamente o reconoció siquiera su existencia. No se conserva ninguna alusión a ella en toda su correspondencia, con la excepción de unas cuantas cartas entre él y Maric, que permanecerían ocultas hasta 1986, año en que los estudiosos y los editores de sus archivos se vieron completamente sorprendidos al saber de la existencia de Lieserl.[*]

Pero en su carta a Maric escrita inmediatamente después del nacimiento de la niña, esta despertó la vena irónica de Einstein: «Sin duda ya es capaz de llorar, pero no aprenderá a reír hasta mucho más tarde —decía—. Ahí reside una profunda verdad».

La paternidad también le hizo pensar en la necesidad de ganar algo de dinero mientras esperaba el puesto en la oficina de patentes. Al día siguiente, pues, apareció este anuncio en el periódico: «Clases particulares de matemáticas y física ... impartidas exhaustivamente por Albert Einstein, poseedor de un diploma de maestro del Politécnico federal ... Clases de prueba gratis».

 

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Colección particular

 

El nacimiento de Lieserl incluso hizo que Einstein manifestara un instinto doméstico y hogareño invisible hasta entonces. Encontró una gran habitación en Berna y le hizo un esbozo a Maric, añadiendo dibujos que representaban la cama, seis sillas, tres armarios, él mismo («Juanito»), y un sofá acompañado del rótulo «¡Mira esto!».[63] Sin embargo, Maric no iba a vivir allí con él. No estaban casados, y alguien que aspiraba a un puesto de funcionario suizo no podía dejarse ver cohabitando con una pareja de aquel modo. En lugar de ello, al cabo de unos meses Maric se trasladó de nuevo a Zurich para aguardar allí a que Einstein obtuviera el empleo y, tal como le había prometido, se casara con ella. No se llevó consigo a Lieserl.

Parece ser que Einstein y su hija no llegaron a verse jamás. Como veremos, la niña solo merecería una breve alusión en la correspondencia que ha llegado hasta nosotros, menos de un año después, en septiembre de 1903; a partir de entonces no se la vuelve a mencionar más. En ese tiempo se dejó a la niña en Novi Sad con parientes o amigos de la madre, a fin de que Einstein pudiera mantener tanto su desahogado estilo de vida como la respetabilidad burguesa que necesitaba para convertirse en funcionario suizo.

Existe una críptica insinuación que parece sugerir que la persona que se hizo cargo de la custodia de Lieserl pudo haber sido una íntima amiga de Maric, Helene Kaufler Savic, a quien había conocido en el año 1899, cuando ambas vivían en la misma casa de huéspedes de Zurich. Savic procedía de una familia judía de Viena, y en 1900 se había casado con un ingeniero serbio. Durante su embarazo, Maric le había escrito una carta confesándole todas sus aflicciones, pero luego la rompió antes de echarla al correo. Según le explicó ella misma a Einstein dos meses antes del nacimiento de la niña, estaba contenta de haberlo hecho, ya que «no creo que todavía debamos decir nada sobre Lieserl». Luego, Maric añadía que Einstein debía escribir a Savic unas cuantas líneas de vez en cuando: «Hemos de tratarla muy bien. Al fin y al cabo, va a tener que ayudarnos en algo importante».[64]

 

 

LA OFICINA DE PATENTES

 

Mientras aguardaba a que le ofrecieran el puesto en la oficina de patentes, Einstein se tropezó con un conocido que trabajaba allí. El trabajo era aburrido, se quejó aquella persona, señalando que el puesto que esperaba Einstein era «de la categoría más baja», así que por lo menos no tenía que preocuparse por la posibilidad de que hubiera algún otro aspirante. Einstein ni se inmutó. «Hay gente que todo lo encuentra aburrido», le escribía a Maric. En cuanto a la posible humillación que suponía estar en el peldaño más bajo del escalafón, Einstein le decía que deberían sentir más bien todo lo contrario: «¡No tendríamos menos preocupaciones estando arriba!».[65]

El empleo llegó finalmente el 16 de junio de 1902, cuando en una sesión del Consejo Suizo se le eligió de manera oficial y «provisionalmente Experto Técnico de Clase 3 de la Oficina Federal de Propiedad Intelectual, con un salario anual de 3.500 francos», que de hecho era más de lo que ganaba un profesor novel.[66]

Su oficina, en el nuevo edificio de Correos y Telégrafos de Berna, estaba cerca de la mundialmente famosa Torre del Reloj que corona la puerta del casco viejo. De camino al trabajo, Einstein giraba cada día hacia la izquierda al salir de su casa y pasaba por ella. El reloj se construyó originariamente poco después de la fundación de la ciudad, en 1191, y en 1530 se añadió un artefacto astronómico que mostraba las posiciones de los planetas. Cada hora el reloj exhibía su espectáculo; primero salía un bufón bailando y tocando campanas, luego un desfile de osos, un gallo cantando y un caballero con armadura, al que seguía Cronos con su cetro y su reloj de arena.

El reloj de la torre era la referencia horaria oficial para la cercana estación de tren, con la que se sincronizaban todos los demás relojes que se alineaban en el andén. Los trenes que llegaban de otras ciudades, donde la hora local no siempre estaba estandarizada, sincronizaban también sus propios relojes observando la Torre del Reloj de Berna al entrar en la ciudad.[67]

Fue así, pues, como Albert Einstein acabaría pasando los siete años más creativos de su vida —incluso después de haber escrito sus artículos y de haber dado una orientación completamente nueva a la física—, llegando a su trabajo a las ocho en punto, seis días a la semana, y examinando solicitudes de patentes. «Estoy terriblemente ocupado —le escribió a un amigo unos meses después—. Cada día paso ocho horas en la oficina y al menos una hora dando clases particulares, y luego, además, realizo algo de trabajo científico.» Sería un error creer, no obstante, que examinar solicitudes de patentes era un trabajo especialmente pesado. «Disfruto mucho de mi trabajo en la oficina, ya que resulta extraordinariamente diverso.»[68]

No tardó en descubrir que podía trabajar en las solicitudes de patentes lo bastante rápido como para que le quedara tiempo de dedicarse furtivamente a su propio pensamiento científico durante la jornada. «Era capaz de hacer el trabajo de todo el día en dos o tres horas —recordaría posteriormente—. La parte restante de la jornada solía trabajar en mis propias ideas.» Su jefe, Friedrich Haller, era un hombre de buen corazón, sano escepticismo y humor genial, que ignoraba cortésmente las hojas de papel que se amontonaban sobre el escritorio de Einstein y desaparecían en su cajón cuando alguien se acercaba a él. «Cada vez que alguien se acercaba, yo metía apresuradamente mis notas en el cajón de mi escritorio y fingía que hacía mi trabajo de oficina.»[69]

En realidad no debemos lamentar que Einstein se encontrara aislado de los claustros académicos. Él mismo llegó a la conclusión de que el hecho de que, en lugar de ello, hubiera trabajado en «aquel claustro mundano donde concebí mis más hermosas ideas»,[70] había resultado beneficioso para su ciencia, antes que una carga.

Cada día hacía experimentos mentales basados en premisas teóricas, examinando las realidades subyacentes. El hecho de centrarse en cuestiones de la vida real —diría más tarde— «me estimulaba a ver las ramificaciones físicas de los conceptos teóricos».[71] Entre las ideas que tenía que examinar para la concesión de patentes se hallaban docenas de nuevos métodos para sincronizar relojes y coordinar la hora mediante señales enviadas a la velocidad de la luz.[72]

Además, su jefe, Haller, tenía un credo que resultaba tan útil para un teórico creativo y rebelde como para un funcionario de patentes: «Hay que permanecer siempre críticamente vigilantes». Cuestionar cada premisa, poner en tela de juicio la opinión generalizada, y no aceptar jamás la verdad de algo simplemente porque hay alguien que lo considera evidente. Resistirse a la credulidad. «Cuando coja una solicitud —le instruía Haller—, piense que todo lo que dice el inventor está equivocado.»[73]

Einstein había crecido en una familia que creaba patentes y trataba de aplicarlas a los negocios, y encontraba aquel proceso satisfactorio. Asimismo, venía a reforzar una de sus dotes de ingenio, la capacidad para realizar experimentos mentales en los que podía visualizar cómo funcionaría una teoría en la práctica. También le ayudaba a prescindir de los datos irrelevantes que siempre rodean a cualquier problema.[74]

De haber quedado relegado, en cambio, el puesto de ayudante de profesor, puede que se hubiera visto obligado a publicar una sucesión de artículos convencionales y a ser excesivamente cauto a la hora de cuestionar las ideas aceptadas. Como él mismo señalaría más tarde, la originalidad y la creatividad no constituían precisamente el principal activo a la hora de ascender en el escalafón académico, especialmente en el mundo de habla alemana, y se habría visto presionado a atenerse a los prejuicios de la opinión predominante entre sus superiores. «Una carrera académica en la que una persona se ve forzada a producir escritos científicos en grandes cantidades crea el peligro de la superficialidad intelectual», afirmaba.[75]

Como resultado, la casualidad de que aterrizara en un escritorio de la Oficina Suiza de Patentes, en lugar de convertirse en un acólito del mundo académico, probablemente vino a reforzar algunos de los rasgos responsables de su futuro éxito: un alegre escepticismo frente a lo que aparecía en las páginas que tenía delante, y una independencia de juicio que le permitía cuestionar presupuestos básicos. Entre los funcionarios de patentes no había presiones ni incentivos para comportarse de otro modo.

 

 

LA ACADEMIA OLIMPIA

 

Maurice Solovine, un rumano que estudiaba filosofía en la Universidad de Berna, compró un día el periódico mientras daba un paseo durante las vacaciones de Pascua de 1902, y observó el anuncio de Einstein ofreciendo clases particulares de física («clases de prueba gratis»). Solovine, un atildado diletante de pelo muy corto y barba de chivo, era cuatro años mayor que Einstein, pero todavía no había decidido si quería ser filósofo, físico u otra cosa. De modo que acudió a la dirección del anuncio, tocó el timbre, y un momento después una voz potente le respondió «¡Aquí dentro!». Einstein le causó una impresión inmediata. «Me sentí impresionado por el extraordinario brillo de sus grandes ojos», recordaría Solovine.[76]

Su primera conversación duró casi dos horas, después de lo cual Einstein acompañó a Solovine a la calle, donde siguieron hablando durante media hora más. Acordaron volver a verse al día siguiente. En la tercera sesión, Einstein le anunció que conversar gratis con él le resultaba más divertido que dar clases cobrando.

—No tienes por qué recibir clases de física —le dijo—. Ven a verme cuando quieras, y estaré encantado de charlar contigo.

Luego decidieron leer juntos a los grandes pensadores y después comentar sus ideas.

También vino a incorporarse a sus sesiones Conrad Habicht, hijo de un banquero y antiguo estudiante de matemáticas en el Politécnico de Zurich. Mofándose un poco de las pomposas sociedades académicas, adoptaron el nombre de «Academia Olimpia». Aunque Einstein era el más joven de los tres, fue designado presidente, y Solovine preparó un certificado con el dibujo del busto de Einstein de perfil bajo una ristra de salchichas. «Un hombre perfecta y claramente erudito, imbuido de un conocimiento exquisito, sutil y elegante, empapado de la revolucionaria ciencia del cosmos», rezaba la dedicatoria.[77]

En general, sus comidas eran frugales, a base de salchichas, queso gruyère, fruta y té. Pero para el cumpleaños de Einstein, Solovine y Habicht decidieron sorprenderle poniendo tres platos de caviar en la mesa. Einstein estaba absorto en el análisis del principio de inercia de Galileo, y mientras hablaba se comía un bocado tras otro del caviar aparentemente sin darse cuenta. Habicht y Solovine intercambiaban miradas furtivas.

—¿Te das cuenta de lo que estás comiendo? —le preguntó finalmente Solovine.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Einstein—. ¡Así que esto era el famoso caviar! —Hizo una pausa momentánea, y luego añadió—: Bueno, si ofrecéis comida de gourmet a campesinos como yo, ya podéis contar con que no sabré apreciarla.

Tras sus conversaciones, que podían durar toda la noche, Einstein a veces solía tocar el violín, y en verano ocasionalmente subían a una montaña de las afueras de Berna para observar la salida del sol. «La visión de las parpadeantes estrellas causaba una fuerte impresión en nosotros y nos llevaba a hablar de astronomía —recordaría Solovine—. Nos maravillaba ver asomar el sol lentamente sobre el horizonte y aparecer finalmente en todo su esplendor para bañar los Alpes de un místico color rosa.» Luego esperaban a que se abriera la cafetería que había en la montaña para tomarse un café bien cargado antes de bajar de nuevo para ir a trabajar.

En cierta ocasión, Solovine decidió faltar a una sesión que iba a celebrarse en su piso porque, en su lugar, se sintió tentado de asistir a un concierto de un cuarteto checo. Para compensar a los demás, les dejó, tal como rezaba una nota escrita en latín, «huevos duros y un saludo». Einstein y Habicht, sabedores de lo mucho que Solovine odiaba el tabaco, se vengaron de él fumando pipas y cigarrillos en su habitación, y apilando sus muebles y su vajilla sobre la cama. «Espeso humo y un saludo», le dejaron escrito, también en latín. Solovine cuenta que a su regreso se sintió «casi superado» por el humo. «Creí que iba a asfixiarme. Abrí la ventana de par en par y empecé a quitar de la cama aquel montón de cosas que casi llegaba al techo.»[78]

Solovine y Habicht se convertirían en amigos de Einstein durante toda su vida, y posteriormente este recordaría junto a ellos «nuestra alegre “Academia”, que resultaba menos infantil que aquellas otras tan respetables que luego llegué a conocer tan de cerca». En respuesta a una tarjeta conjunta enviada desde París por sus dos colegas en su setenta y cuatro cumpleaños, Einstein también le rendiría tributo: «Tus miembros te crearon para mofarse de tus consolidadas academias hermanas. Hasta qué punto sus mofas dieron en el blanco es algo que he llegado a apreciar plenamente a través de largos años de cuidadosa observación».[79]

La lista de lecturas de la Academia Olimpia incluía a algunos clásicos cuyos temas Einstein apreciaba especialmente, como Antígona, la ardiente obra de Sófocles sobre el desafío a la autoridad, o el Quijote, la epopeya cervantina que hablaba de la lucha tenaz contra molinos de viento. Pero sobre todo, los tres académicos leían libros que exploraban la intersección de la ciencia y la filosofía: el Tratado de la naturaleza humana, de David Hume; el Análisis de las sensaciones y el Desarrollo histórico-crítico de la mecánica, de Ernst Mach; la Ética, de Baruch Spinoza, y La ciencia y la hipótesis, de Henri Poincaré.[80] Fue a partir de la lectura de estos autores cuando el joven examinador de patentes empezó a desarrollar su propia filosofía de la ciencia.

Einstein diría más tarde que el que más le influyó de todos ellos fue el empirista escocés David Hume (1711-1776). Siguiendo la tradición de Locke y de Berkeley, Hume se mostraba escéptico con respecto a cualquier conocimiento que no pudiera ser percibido directamente por los sentidos. Incluso las aparentes leyes de causalidad le resultaban sospechosas, meros hábitos de la mente; puede que una bola que choque con otra se comporte del modo en que predicen las leyes de Newton una vez y otra y otra; pero, estrictamente hablando, esa no es una razón suficiente para creer que la próxima vez ocurrirá lo mismo. «Hume vio claramente que ciertos conceptos, como, por ejemplo, el de causalidad, no pueden deducirse de nuestras percepciones de la experiencia por métodos lógicos», señalaba Einstein.

Otra versión de esta filosofía, denominada a veces positivismo, negaba la validez de cualesquiera conceptos que fueran más allá de las descripciones de fenómenos que experimentamos directamente. Einstein se sintió atraído por ella, al menos inicialmente. «La teoría de la relatividad se insinúa ya en el positivismo —diría—. Esta línea de pensamiento tuvo una gran influencia en mi trabajo, especialmente Mach y todavía más Hume, cuyo Tratado de la naturaleza humana había estudiado con avidez y admiración poco antes de descubrir la teoría de la relatividad.»[81]

Hume aplicaba su rigor escéptico al concepto de tiempo. No tenía sentido —afirmaba— hablar del tiempo como si estuviera dotado de una existencia absoluta que fuera independiente de los objetos observables cuyos movimientos nos permitían definirlo. «A partir de la sucesión de ideas e impresiones nos formamos la idea del tiempo —escribía Hume—. No es posible que el tiempo aparezca nunca aislado.» Esa idea de que no existe algo así como un tiempo absoluto hallaría eco más tarde en la teoría de la relatividad de Einstein. Las ideas concretas de Hume sobre el tiempo, sin embargo, tuvieron menos influencia en él que su noción, más general, del peligro de hablar de conceptos que no resulten definibles mediante percepciones y observaciones.[82]

Las opiniones de Einstein sobre Hume se vieron moderadas por su valoración de Immanuel Kant (1724-1804), el metafísico alemán a cuyo pensamiento le había introducido Max Talmud cuando todavía era un estudiante. «Kant saltó a la palestra con una idea que representó un paso hacia la solución del dilema de Hume», diría Einstein. Había algunas verdades que entraban en una categoría de «conocimiento definitivamente asegurado» que se «basaba en la propia razón».

En otras palabras, Kant distinguía entre dos tipos de verdades: 1) proposiciones analíticas, que se basan en la lógica y la «propia razón», y no en la observación del mundo, como, por ejemplo, «ningún soltero está casado», «dos más dos es igual a cuatro» o «todos los ángulos de un triángulo suman siempre 180 grados»; 2) proposiciones sintéticas, que se basan en la experiencia y las observaciones, como, por ejemplo, «Munich es mayor que Berna» o «todos los cisnes son blancos». Las proposiciones sintéticas podían reformularse a partir de nuevas evidencias empíricas, pero no así las proposiciones analíticas. Podemos descubrir un cisne negro, pero no un soltero casado, ni tampoco (al menos eso pensaba Kant) un triángulo con 181 grados. Como diría Einstein, aludiendo a la primera categoría de verdades kantiana: «Este se considera que es el caso, por ejemplo, de las proposiciones de la geometría y el principio de causalidad. Estos y otros diversos tipos de conocimiento ... no han de obtenerse previamente de datos sensoriales, o, en otras palabras, se trata de un conocimiento a priori».

Inicialmente Einstein encontró maravilloso que ciertas verdades pudieran descubrirse solo mediante la razón. Pero pronto empezó a cuestionar la rígida distinción kantiana entre verdades analíticas y sintéticas. «Los objetos con los que trata la geometría parecían no ser de un tipo distinto que los de la percepción sensorial», recordaría. Y más tarde pasaría a rechazar directamente aquella distinción kantiana: «Estoy convencido de que esta diferenciación es errónea», escribía. Una proposición que parece puramente analítica —como la de que los ángulos de un triángulo suman siempre 180 grados— podría resultar falsa en una geometría no euclídea o en un espacio curvo (como sería el caso en la teoría de la relatividad general). Como diría más tarde, aludiendo a los conceptos de la geometría y la causalidad: «Hoy todo el mundo sabe, obviamente, que los conceptos mencionados no contienen nada de la certeza, de la necesidad intrínseca, que les atribuyera Kant».[83]

El empirismo de Hume daba todavía un paso más de la mano de Ernst Mach (1838-1916), el físico y filósofo austríaco cuyos escritos leyera Einstein a instancias de Michele Besso. Mach se convirtió en uno de los autores preferidos de la Academia Olimpia, y ayudó a imbuir a Einstein de aquel escepticismo frente a la opinión generalizada y las convenciones establecidas que se convertiría en un rasgo distintivo de su creatividad. Einstein proclamaría posteriormente, con palabras que podrían emplearse también para describirle, que el genio de Mach se debía en parte a su «escepticismo e independencia incorruptibles».[84]

La esencia de la filosofía de Mach, en palabras de Einstein, era esta: «Los conceptos solo poseen significado si podemos señalar los objetos a los que se refieren y las reglas mediante las que se asignan a dichos objetos».[85] En otras palabras, para que un concepto tenga sentido hace falta una definición operativa de él, que describa cómo se observaría el concepto en funcionamiento. Esta idea fructificaría en Einstein cuando, unos años más tarde, él y Besso dirían que la observación daría sentido al concepto, aparentemente simple, de que dos sucesos ocurrían «simultáneamente».

Lo que más influiría en Einstein de todo lo que hizo Mach fue su aplicación de este enfoque a los conceptos newtonianos de «tiempo absoluto» y «espacio absoluto». Era imposible definir tales conceptos —afirmaba Mach— en términos de observaciones que pudieran llevarse a cabo. En consecuencia, carecían de sentido. Mach ridiculizaba la «monstruosidad conceptual del espacio absoluto» de Newton, que calificaba de «mero constructo mental que no puede basarse en la experiencia».[86]

El último héroe intelectual de la Academia Olimpia era Baruch Spinoza (1632-1677), el filósofo judío de Amsterdam. Su influencia fue primordialmente religiosa, ya que Einstein hizo suyo el concepto spinoziano de un Dios amorfo reflejado en la impresionante belleza, racionalidad y unidad de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, y al igual que Spinoza, Einstein no creía en un Dios personal que premiaba y castigaba e intervenía en nuestra vida cotidiana.

Asimismo, Einstein sacó de Spinoza su fe en el determinismo: el sentimiento de que las leyes de la naturaleza, una vez que lográbamos penetrar en ellas, dictaban causas y efectos inmutables, y que Dios no jugaba a los dados permitiendo cualesquiera sucesos aleatorios o indeterminados. «Todas las cosas vienen determinadas por la necesidad de la naturaleza divina», declaraba Spinoza, y aun cuando la mecánica cuántica pareció demostrar que estaba equivocado, Einstein siguió creyendo firmemente que tenía razón.[87]

 

 

EL MATRIMONIO CON MILEVA

 

Hermann Einstein no estaba destinado a ver a su hijo convertirse en algo más que un examinador de patentes de tercera clase. Algo más tarde, en octubre de 1902, cuando la salud de Hermann empezó a declinar, Einstein viajó a Milán para estar junto a él en sus últimos momentos. Su relación había sido desde hacía largo tiempo una mezcla de distanciamiento y afecto, y concluiría también en esa misma línea. «Cuando llegó el final —le diría más tarde Einstein a su secretaria, Helen Dukas—, Hermann les pidió a todos que salieran de la habitación para poder morir solo.»

Durante el resto de su vida, Einstein experimentaría un sentimiento de culpa con respecto a aquel momento que en realidad ocultaba su incapacidad para forjar un auténtico vínculo con su padre. Por primera vez, se sintió aturdido, «abrumado por un sentimiento de desolación». Posteriormente se referiría a la muerte de su padre como la conmoción más profunda que había experimentado jamás. El suceso, no obstante, vino a resolver una importante cuestión. En su lecho de muerte, Hermann Einstein finalmente le dio a su hijo el consentimiento para que se casara con Mileva Maric.[88]

Los colegas de Einstein en la Academia Olimpia, Maurice Solovine y Conrad Habicht, convocaron una sesión especial el 6 de enero de 1903 a fin de actuar como testigos en la pequeña ceremonia civil celebrada en la oficina del registro civil de Berna, donde Albert Einstein se casó con Mileva Maric. Ninguno de sus familiares —ni la madre o la hermana de Einstein, ni los padres de Maric— acudieron a Berna. El reducido grupo de camaradas intelectuales lo celebraron en un restaurante aquella noche, y luego Einstein y Maric se dirigieron juntos al piso de él. Como de costumbre, Einstein había olvidado la llave, y tuvo que despertar a su patrona.[89]

«Bueno, ahora ya soy un hombre casado, y llevo una vida muy cómoda y agradable con mi esposa —le explicaría a Michele Besso dos semanas después—. Ella cuida excelentemente de todo, cocina bien, y siempre está alegre.» Por su parte, Mileva Maric[*] le diría a su mejor amiga: «Estoy aún más cerca de mi amor, si ello es posible, de lo que lo estaba en nuestros días de Zurich». Ocasionalmente asistía también a las sesiones de la Academia Olimpia, aunque casi siempre como observadora. «Mileva, inteligente y reservada, escuchaba intensamente, pero nunca intervenía en nuestras discusiones», recordaría Solovine.

Pero no tardarían en formarse nubes de tormenta. «Mis nuevas tareas me están pasando factura», decía Maric aludiendo a sus tareas domésticas y a su papel de mera espectadora cuando se hablaba de ciencia. Los amigos de Einstein creían que se estaba volviendo aún más triste. A veces parecía lacónica, y también desconfiada. Y Einstein había empezado a recelar, o al menos así lo afirmaría retrospectivamente. Más tarde diría que había sentido una «resistencia interior» a casarse con Maric, pero que la había ignorado por su «sentido del deber».

Maric no tardó en empezar a buscar el modo de recuperar la magia de su relación. Confiaba en que escaparían a la pesadez burguesa que parecía inherente a la familia de un funcionario público suizo, y, de hecho, buscó la oportunidad de recobrar el carácter bohemio de su antigua vida académica. Así, decidieron —o al menos eso esperaba Maric— que Einstein buscara un puesto docente en algún lugar lejos de allí, quizá junto a su olvidada hija. «Probaremos en cualquier sitio —le escribía a su amiga de Serbia—. ¿Crees, por ejemplo, que en Belgrado unas personas como nosotros podríamos encontrar algo?» Maric añadía que harían cualquier cosa de tipo académico, quizá enseñar alemán en una escuela de secundaria. «Ya ves, todavía seguimos teniendo ese viejo espíritu emprendedor.»[90]

Por lo que sabemos, Einstein jamás fue a Serbia a buscar trabajo ni a ver a su hija. Unos meses después de su matrimonio, en agosto de 1903, la secreta nube que se cernía sobre sus vidas de repente adquirió un tono más negro. Maric se enteró de que Lieserl, que entonces tenía diecinueve meses, había cogido la escarlatina. De inmediato cogió un tren para Novi Sad. Cuando este se detuvo en Salzburgo, compró una postal de un castillo local y garabateó una nota, que luego echó al correo en la estación de Budapest: «Esto va muy rápido, pero se hace duro. No me siento nada bien. ¿Qué haces tú, mi pequeño Juanito? Escríbeme pronto, ¿vale? Tu pobre Muñeca».[91]

Al parecer, se había dado a la niña en adopción. La única pista que tenemos es una críptica carta que Einstein escribió a Maric en septiembre, cuando ella llevaba ya un mes en Novi Sad: «Estoy muy preocupado por lo que le ha pasado a Lieserl. La escarlatina suele dejar algunas secuelas permanentes. ¡Ojalá que todo vaya bien! ¿Cómo está registrada Lieserl? Debemos tener mucho cuidado, no vayan a surgir dificultades para la niña en el futuro».[92]

Fuera cual fuese el motivo que tuviera Einstein para plantear la cuestión, no se sabe que se haya conservado ningún documento de registro de Lieserl ni ningún otro indicio documental de su existencia. Diversos investigadores serbios y estadounidenses, como Robert Schulmann, del Einstein Papers Project, y Michele Zackheim, que escribió un libro sobre su búsqueda de Lieserl, han recorrido en vano iglesias, registros, sinagogas y cementerios.

Toda evidencia sobre la hija de Einstein fue cuidadosamente borrada. Casi toda la correspondencia entre Einstein y Maric del verano y el otoño de 1902, en la que presumiblemente había muchas cartas que hablaban de Lieserl, fue destruida. La correspondencia producida entre Maric y su amiga Helene Savic durante aquel mismo período fue intencionadamente quemada por la familia Savic. Durante el resto de su vida, incluso después de divorciarse, Einstein y su esposa hicieron todo lo posible, con sorprendente éxito, por ocultar no solo el destino de su primera hija, sino su propia existencia.

Uno de los pocos datos que han escapado a este agujero negro de la historia es el de que en septiembre de 1903 Lieserl todavía vivía. La expresión de preocupación de Einstein, en su carta a Maric escrita aquel mes, por las posibles dificultades «para la niña en el futuro», lo deja claro. La carta indica asimismo que para entonces ya se había dado a la niña en adopción, puesto que en ella Einstein habla de la conveniencia de tener un hijo «sustituto».

Hay dos explicaciones plausibles del destino de Lieserl. La primera es que sobrevivió al brote de escarlatina y fue criada por una familia de adopción. Más adelante en su vida, en un par de ocasiones en que se presentaron mujeres afirmando (resultaría que falsamente) ser hijas ilegítimas suyas, Einstein no descartó esa posibilidad de antemano, si bien, dado el número de aventuras que tuvo, no hay indicios de que creyera que podían ser precisamente Lieserl.

Otra posibilidad, defendida por Schulmann, es que fuera la amiga de Maric, Helene Savic, la que adoptara a Lieserl. De hecho, ella crió a una hija, llamada Zorka, que era ciega desde su más tierna infancia (acaso a consecuencia de la escarlatina), que jamás se casó y cuyo sobrino siempre la protegió de las personas que pretendieron entrevistarla. Zorka murió en la década de 1990.

El sobrino que protegió a Zorka, Milan Popovic, rechaza esa posibilidad. En un libro que escribió sobre la amistad y la correspondencia entre Mileva Maric y su propia abuela, y amiga de esta, Helene Savic (A la sombra de Albert), Popovic afirmaba: «Se ha planteado la teoría de que mi abuela adoptó a Lieserl, pero un examen de la historia de mi familia revela que carece de fundamento». Sin embargo, no aportaba ninguna evidencia documental —como, por ejemplo, el certificado de nacimiento de su tía— que respaldara su afirmación. Su madre quemó la mayor parte de las cartas de Helene Savic, incluidas algunas que hablaban de Lieserl. La teoría del propio Popovic, basada en parte en las historias familiares recopiladas por un escritor serbio llamado Mira Alecˇkovic, es la de que Lieserl murió de escarlatina en septiembre de 1903, después de la carta de Einstein de dicho mes. Michele Zackheim, en el libro en el que describe su búsqueda de Lieserl, llega a una conclusión similar.[93]

Fuera lo que fuese lo que ocurrió, no hizo sino aumentar la tristeza de Maric. Poco después de la muerte de Einstein, un escritor llamado Peter Michelmore, que no sabía nada de Lieserl, publicó un libro basado en parte en conversaciones con el hijo de Einstein, Hans Albert. Refiriéndose al año inmediatamente posterior al de su matrimonio, Michelmore señalaba: «Algo había ocurrido entre los dos, pero Mileva diría únicamente que era “sumamente personal”. Fuera lo que fuese, era algo en lo que ella pensaba mucho, y Albert parecía ser de algún modo el responsable. Sus amigos alentaban a Mileva a hablar del problema y sacarlo a la luz. Pero ella insistía en que era demasiado personal y mantuvo el secreto toda su vida; un detalle vital en la historia de Albert Einstein que todavía permanece rodeado de misterio».[94]

El malestar del que se quejaba Maric en su postal desde Budapest probablemente se debiera al hecho de que volvía a estar embarazada. Cuando descubrió que lo estaba, le preocupó la posibilidad de que ello enfadara a su marido. Pero Einstein manifestó contento al saber la noticia de que pronto tendría un sustituto para su hija. «No estoy enfadado lo más mínimo porque mi pobre Muñeca esté incubando un nuevo polluelo —escribía—. De hecho, estoy contento de ello, y de hecho incluso he estado pensando un poco acerca de si no debería considerarlo como que tienes una nueva Lieserl. Al fin y al cabo, no se te podría negar tal cosa, que es un derecho de toda mujer.»[95]

Hans Albert Einstein nació el 14 de mayo de 1904. El nuevo hijo levantó la moral de Maric y devolvió algo de alegría a su matrimonio, o al menos eso le diría ella a su amiga Helene Savic: «Pásate por Berna para que pueda volver a verte y pueda enseñarte a mi querido amorcito, que también se llama Albert. No puedo decirte cuánta alegría me da cuando ríe tan alegremente al despertarse o cuando agita las piernas mientras se baña».

Einstein se «comportaba con paternal dignidad», observaba Maric, y se pasaba el tiempo fabricando pequeños juguetes para su bebé, como un funicular que construyó con cajas de cerillas y una cuerda. «Era uno de los mejores juguetes que tenía entonces, y además funcionaba —recordaría todavía Hans Albert de adulto—. Con una cuerdecita, cajas de cerillas y cosas así, podía hacer las cosas más hermosas.»[96]

Milos Maric estaba tan lleno de alegría por el nacimiento de su nieto que fue a visitarles y les ofreció una considerable dote, que, según se cuenta en la familia (probablemente con cierta exageración), era de 100.000 francos suizos. Pero Einstein declinó el ofrecimiento, diciendo que no se había casado con su hija por dinero, según relataría luego el propio Milos Maric con lágrimas en los ojos. De hecho, Einstein estaba empezando a arreglárselas bastante bien por sí solo. Después de más de un año en la oficina de patentes, había dejado ya de estar a prueba.[97]