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El Politécnico de Zurich

 

1896-1900

 

 

EL ALUMNO INSOLENTE

 

El Politécnico de Zurich, con sus 841 estudiantes, era sobre todo una escuela de magisterio y de carácter técnico cuando Albert Einstein, que entonces contaba diecisiete años, se matriculó en él en octubre de 1896. Era una institución menos prestigiosa que la vecina Universidad de Zurich, y que las universidades de Ginebra y Basilea, todas las cuales podían dar el título de doctorado (un estatus que el Politécnico, denominado oficialmente Eidgenössische Polytechnische Schule, obtendría en 1911 al convertirse en Eidgenössische Technische Hochschule, o ETH). Sin embargo, el Politécnico tenía una sólida reputación en la enseñanza de la ingeniería y de la ciencia. El director del departamento de física, Heinrich Weber, había conseguido recientemente un edificio grande y nuevo financiado por el magnate de la electrónica (y competidor de los hermanos Einstein) Werner von Siemens, que contaba con unos laboratorios modélicos famosos por sus precisas mediciones.

Einstein fue uno de los once nuevos alumnos matriculados en la sección dedicada a la formación «de maestros especializados en matemáticas y física». Vivía en un alojamiento para estudiantes por el que pagaba una mensualidad de 100 francos suizos, que recibía de sus parientes de la familia Koch. Cada mes ahorraba 20 de esos francos, destinados a la tasa que tendría que pagar para convertirse en ciudadano suizo.[1]

En la década de 1890, la física teórica empezaba a despuntar como disciplina académica independiente y por toda Europa brotaban cátedras de la materia. Los pioneros en dicha disciplina —como Max Planck en Berlín, Hendrik Lorentz en Holanda y Ludwig Boltzmann en Viena— combinaban la física con las matemáticas a fin de sugerir vías por donde pudieran transitar quienes se dedicaran a la física experimental. Debido a ello, se suponía que las matemáticas constituían una parte importante de los estudios requeridos a Einstein en el Politécnico.

Albert, sin embargo, tenía más intuición para la física que para las matemáticas, y ni siquiera llegaba a imaginar de qué forma tan integral llegarían a relacionarse ambas materias en la búsqueda de nuevas teorías. Durante sus cuatro años en el Politécnico obtuvo notas de cinco o seis (en una escala de seis) en todos sus cursos de física teórica, pero solo cuatros en la mayoría de sus cursos de matemáticas, especialmente en los de geometría. «Cuando era estudiante —admitiría— no tenía claro que el conocimiento más profundo de los principios básicos de la física iba unido a los métodos matemáticos más intrincados.»[2]

Esa percepción no surgiría hasta una década más tarde, cuando Einstein habría de bregar con la geometría de su teoría de la gravitación y se vería forzado a depender de la ayuda del profesor de matemáticas que antaño le había calificado de «perro perezoso». «He llegado a sentir un gran respeto por las matemáticas —le escribiría a un colega en 1912—, la parte más sutil de las cuales yo, en mi ignorancia, había considerado un mero lujo hasta ahora.» Hacia el final de su vida expresaría un lamento similar en una conversación con un amigo más joven: «A muy temprana edad di por supuesto que un físico de éxito solo necesita saber matemáticas elementales —diría—. Más adelante, y con gran pesar, me di cuenta de que mi presuposición estaba completamente equivocada».[3]

Su principal profesor de física fue Heinrich Weber, el mismo que un año antes había quedado tan impresionado por Einstein, y que, pese a haber suspendido su examen de ingreso en el Politécnico, le había instado a permanecer en Zurich y asistir a sus clases como oyente. Durante los dos primeros años de Einstein en el Politécnico, su mutua admiración se mantuvo. Las clases de Weber eran de las pocas que impresionaban a Albert. «Weber dio una clase sobre el calor con gran maestría —escribió en su segundo año—. Una tras otra, todas sus clases me gustan.» Trabajó en el laboratorio de Weber «con fervor y pasión», hizo quince cursos con él (cinco de laboratorio y diez de clase) y sacó buenas notas en todos.[4]

A la larga, no obstante, Einstein se fue desencantando con Weber. Consideraba que el profesor se centraba demasiado en los fundamentos históricos de la física, mientras que apenas trataba de sus fronteras contemporáneas. «Todo lo que venía después de Helmholtz simplemente era ignorado —se quejaba un coetáneo de Einstein—. Al final de nuestros estudios conocíamos todo el pasado de la física, pero no sabíamos nada de su presente y su futuro.»

Algo manifiestamente ausente de las clases de Weber era el estudio de los grandes avances de James Clerk Maxwell, quien a partir de 1855 había desarrollado profundas teorías y elegantes ecuaciones matemáticas que describían la propagación de las ondas electromagnéticas como la luz. «En vano esperábamos una presentación de la teoría de Maxwell —escribía otro compañero de estudios—. Sobre todo Einstein se sentía decepcionado.»[5]

Dada su actitud descarada, Einstein no ocultaba sus sentimientos. Y dado el digno concepto que tenía de sí mismo, Weber se enfurecía ante el mal disimulado desdén de Einstein. Al final de sus cuatro años de convivencia los dos hombres se habían convertido en antagonistas.

La irritación de Weber fue otro ejemplo más de cómo la vida científica de Einstein, además de su vida personal, se vio afectada por los rasgos profundamente engendrados en su alma suaba: su superficial predisposición a cuestionar la autoridad, su actitud descarada frente a toda reglamentación y su falta de respeto por la opinión generalizada. Así, por ejemplo, Einstein tendía a dirigirse a Weber de una manera bastante informal, llamándole «Herr Weber» en lugar de «Herr Professor».

Cuando su frustración superó finalmente a su admiración, el comentario del profesor Weber sobre Einstein recordaría al del irritado profesor del Gymnasium de Munich unos años antes:

—Es usted un muchacho muy inteligente, Einstein —le dijo Weber—. Un muchacho extremadamente inteligente. Pero tiene un gran defecto: jamás permite que se le diga nada.

Aquella afirmación tenía algo de verdad. Pero Einstein demostraría que, en el discordante mundo de la física de finales de siglo, esa despreocupada capacidad para ignorar la opinión generalizada no era precisamente el peor de los defectos que uno podía tener.[6]

La impertinencia de Einstein también le trajo problemas con el otro profesor de física del Politécnico, Jean Pernet, que se encargaba de los experimentos y los ejercicios de laboratorio. En su curso de «Experimentos de física para principiantes» le puso a Einstein un uno, la peor nota posible, ganándose con ello la distinción histórica de haber sido el único que suspendió a Einstein en un curso de física. Esto se debió en parte al hecho de que Albert apenas apareció por clase. Por requerimiento explícito y por escrito de Pernet, en marzo de 1899 Einstein recibió oficialmente una «amonestación del director por su falta de diligencia en la práctica de la física».[7]

«¿Por qué está estudiando usted física —le preguntó cierto día Pernet a Einstein—, en lugar de elegir un campo como la medicina o incluso la abogacía?» Albert le respondió: «Pues porque para esas materias todavía tengo menos talento. Así que, ¿por qué no probar suerte al menos con la física?».[8]

En las ocasiones en las que Einstein sí se dignaba a aparecer por el laboratorio de Pernet, su vena independiente a veces también le creaba problemas, como el día en que le dieron la hoja de instrucciones para realizar un experimento concreto. «Con su habitual independencia —cuenta su amigo, y uno de sus primeros biógrafos, Carl Seelig—, Einstein tiró la hoja a la papelera con toda naturalidad», y luego pasó a realizar el experimento a su propia manera.

—¿Qué vamos a hacer con Einstein? —le preguntó Pernet a un ayudante—. Siempre hace algo distinto de lo que le he ordenado.

—Es cierto que lo hace, Herr Professor —repuso el ayudante—, pero sus soluciones son correctas y los métodos que emplea resultan de gran interés.[9]

A la larga, sin embargo, tales métodos le perjudicaron. En julio de 1899 provocó una explosión en el laboratorio de Pernet que le produjo «graves daños» en la mano derecha y le obligó a ir al hospital a que le dieran puntos. La herida le acarreó dificultades para escribir al menos durante dos semanas y le forzó a dejar el violín durante más tiempo todavía. «He tenido que dejar a un lado mi violín —le escribió a una mujer con la que había tocado en Aarau—. Estoy seguro de que se está preguntando por qué nunca lo sacan de su caja negra. Probablemente cree que ha tenido un padrastro.»[10] Einstein volvería pronto a tocar el violín, pero el accidente pareció unirle aún más al papel de físico teórico antes que experimental.

Pese al hecho de que Einstein se centraba más en la física que en las matemáticas, el maestro que a la larga tendría un impacto más positivo en él sería el profesor de matemáticas Hermann Minkowski, un apuesto judío de origen ruso y mandíbula cuadrada de treinta y pocos años. Einstein apreciaba el modo en que este unía las matemáticas a la física, pero evitaba los más difíciles de entre sus cursos, y ese sería precisamente el motivo que llevaría a Minkowski a calificarle de «perro perezoso»: «En matemáticas jamás hacía el menor esfuerzo».[11]

Einstein prefería estudiar, basándose en sus propios intereses y pasiones, con uno o dos amigos.[12] Aunque seguía enorgulleciéndose de ser «un vagabundo y un solitario», empezó a frecuentar los cafés y a asistir a las veladas musicales con un simpático grupo de compañeros bohemios y estudiantes. Pese a su reputación de distante, en Zurich forjó una serie de duraderas amistades intelectuales que crearían importantes vínculos en su vida.

Una de aquellas amistades fue la de Marcel Grossmann, un judío de clase media y mago de las matemáticas cuyo padre tenía una fábrica cerca de Zurich. Grossmann tomaba copiosos apuntes que luego compartía con Einstein, algo menos diligente a la hora de asistir a las clases. «Sus apuntes podrían haberse impreso y publicado —le diría más tarde Einstein a la esposa de Grossmann con admiración—. Cuando llegaba el momento de prepararme para mis exámenes, él siempre me prestaba aquellos cuadernos de apuntes, que eran mi salvación. Ni siquiera imagino lo que habría hecho sin aquellos libros.»

Juntos, Einstein y Grossmann fumaban en pipa y bebían café helado mientras discutían sobre filosofía en el Café Metropole, a orillas del río Limmat. «Este Einstein un día será un gran hombre», les predijo Grossmann a sus padres. Tiempo después, él mismo contribuiría a hacer realidad esa predicción al conseguirle su primer trabajo a Einstein en la Oficina Suiza de Patentes y, más tarde, al ayudarle con las matemáticas que necesitaba para convertir la teoría de la relatividad especial en una teoría general.[13]

Puesto que muchas de las clases del Politécnico parecían obsoletas, Einstein y sus amigos leían las teorías más recientes por su cuenta. «Hacía muchos novillos y me quedaba en casa estudiando a los maestros de la física teórica con un celo sagrado», recordaría. Entre dichas teorías estaban las de Gustav Kirchhoff sobre radiación; Hermann von Helmholtz, sobre termodinámica; Heinrich Hertz, sobre electromagnetismo, y Ludwig Boltzmann, sobre mecánica estadística.

También se vio influenciado por la lectura de un teórico menos conocido, August Föppl, que en 1894 había escrito un texto de divulgación titulado Introducción a la teoría de la electricidad de Maxwell. Como ha señalado el historiador de la ciencia Gerald Holton, el libro de Föppl está lleno de conceptos que pronto hallarían eco en el trabajo de Einstein. Así, por ejemplo, el libro tiene una sección dedicada a «La electrodinámica de los conductores móviles» que empieza cuestionando el concepto de «movimiento absoluto». La única forma de definir el movimiento, explica Föppl, es en relación con otro cuerpo. De ahí pasa a considerar una pregunta relacionada con la inducción de una corriente eléctrica por un campo magnético: «Si ocurre lo mismo cuando se mueve un imán en las inmediaciones de un circuito eléctrico en reposo que cuando es este el que se mueve mientras está en reposo el imán». En el año 1905, Einstein iniciaría su artículo sobre la relatividad especial planteando esta misma pregunta.[14]

Albert también leyó, en su tiempo libre, a Henri Poincaré, el gran erudito francés que tan cerca llegaría a estar de descubrir los conceptos fundamentales de la relatividad especial. Casi al final del primer curso de Einstein en el Politécnico, en la primavera de 1897, hubo un congreso de matemáticos en Zurich en el que se había invitado a conferenciar al gran Poincaré. En el último momento no pudo acudir, pero se leyó un artículo suyo que contenía lo que se convertiría en una famosa afirmación: «El espacio absoluto, el tiempo absoluto, e incluso las geometría euclídea, no son condiciones que puedan imponerse a la mecánica», había escrito.[15]

 

 

EL LADO HUMANO

 

Una tarde en que Einstein estaba en casa con su patrona, oyó que alguien tocaba una sonata para piano de Mozart. Cuando preguntó quién era, su patrona le dijo que era una anciana que vivía en el ático de al lado y que daba clases de piano. Cogiendo su violín, Einstein salió corriendo sin ponerse siquiera cuello ni corbata.

—¡No puede ir así, Herr Einstein! —le gritó la patrona.

Pero él la ignoró y se dirigió apresuradamente a la casa vecina. La profesora de piano alzó la vista sorprendida.

—Siga tocando —le rogó Einstein.

Al cabo de un momento, el aire se llenó con los sonidos de un violín que acompañaba la sonata de Mozart. Más tarde, la profesora le preguntó quién era a su atrevido acompañante.

—Solo un inofensivo estudiante —la tranquilizó su vecino.[16]

La música seguía cautivando a Einstein. No era tanto una escapatoria como una conexión: con la armonía subyacente al universo, con el genio creador de los grandes compositores y con otras personas que se sentían cómodas comunicándose con algo más que palabras. Él se sentía cautivado, tanto en la música como en la física, por la belleza de las armonías.

Suzanne Markwalder era una joven de Zurich cuya madre celebraba veladas musicales en las que se interpretaba sobre todo a Mozart. Ella tocaba el piano mientras Einstein tocaba el violín. «Él era muy paciente con mis deficiencias —recordaría Suzanne—. Como mucho solía decir: “Se ha quedado usted atascada como el burro en la montaña”, y señalaba con su arco el lugar al que tenía que ir.»

Lo que más apreciaba Einstein en Mozart y en Bach era la clara estructura arquitectónica que hacía que su música pareciera «determinista» y, como sus propias teorías científicas favoritas, arrancadas al universo antes que compuestas. «Beethoven creaba su música», diría Einstein en cierta ocasión, pero «la música de Mozart es tan pura que parece haber estado siempre presente en el universo». También comparaba a Beethoven con Bach: «Yo me siento incómodo escuchando a Beethoven. Creo que es demasiado personal, casi desnudo. Prefiero que me den a Bach, y luego más Bach».

Admiraba asimismo a Schubert por su «superlativa habilidad para expresar la emoción». Sin embargo, en un cuestionario que rellenó en cierta ocasión se mostró crítico con otros compositores de una forma que reflejaba algunos de sus sentimientos científicos: Händel tenía «cierta superficialidad»; Mendelssohn exhibía «un talento considerable, pero una indefinible falta de profundidad que a menudo lleva a la banalidad»; Wagner adolecía de una «falta de estructura arquitectónica que yo veo como decadencia», y Strauss tenía «talento, pero sin verdad interior».[17]

Einstein también se dedicaba a navegar —una afición más solitaria— en los magníficos lagos alpinos de las inmediaciones de Zurich. «Todavía recuerdo cómo, cuando la brisa se detenía y las velas caían como hojas marchitas, él sacaba su pequeño cuaderno de notas y se ponía a escribir —recordaría Suzanne Markwalder—. Pero en cuanto soplaba el menor hálito de viento, de inmediato estaba listo para empezar a navegar de nuevo.»[18]

Los sentimientos políticos que había tenido de muchacho —el desprecio por la autoridad arbitraria, la aversión al militarismo y al nacionalismo, el respeto a la individualidad, el desdén por el consumo burgués o la riqueza ostentosa y el deseo de igualdad social— se habían visto alentados por su casero y padre sustituto en Aarau, Jost Winteler. Ahora, en Zurich, conocería a un amigo de este que se convertiría en algo así como su mentor político: Gustav Maier, un banquero judío que había ayudado a organizar la primera visita de Einstein al Politécnico. Con el apoyo de Winteler, Maier fundó la filial suiza de la Sociedad pro Cultura Ética, y Einstein sería un invitado frecuente en las reuniones informales de dicha sociedad, celebradas en casa de Maier.

Einstein también tuvo ocasión de conocer y admirar a Friedrich Adler, hijo del líder de la socialdemocracia austríaca, que estaba estudiando en Zurich, y a quien acabaría calificando como el «más puro y ferviente idealista» que jamás había conocido. Adler trató de que Einstein se uniera a los socialdemócratas, pero no iba con el estilo de este dedicar tiempo a reuniones de instituciones organizadas.[19]

Su porte distraído, su apariencia informal, sus desgastadas ropas y su carácter olvidadizo, que posteriormente le harían aparecer como el símbolo del profesor despistado, resultaban ya evidentes en sus días de estudiante. Era un hecho sabido que cuando viajaba se olvidaba prendas de vestir, y a veces incluso su maleta, y su incapacidad para acordarse de coger las llaves se convirtió en una broma recurrente con su patrona. En cierta ocasión —recordaría posteriormente— visitó la casa de unos amigos de la familia, y «me dejé olvidada la maleta. Mi anfitrión les dijo a mis padres: “Este hombre nunca llegará a nada, ya que es incapaz de recordar nada”».[20]

Su vida despreocupada de estudiante se veía ensombrecida por los continuos fracasos financieros de su padre, quien, desoyendo el consejo del propio Albert, seguía tratando de montar su propio negocio en lugar de buscar un trabajo asalariado en una empresa estable, tal como había acabado haciendo finalmente el tío Jakob. «Si me hubiera hecho caso, papá habría buscado un empleo asalariado hace dos años», le escribió a su hermana en un momento particularmente difícil en 1898, cuando los negocios de su padre parecían destinados a fracasar de nuevo.

La carta resultaba inusualmente desesperada, quizá más de lo que realmente merecía la situación financiera de sus padres:

 

Lo que más me deprime es la desgracia de mis pobres padres, que desde hace tantos años no tienen un momento de felicidad. Y lo que me duele profundamente es que, siendo un adulto, no puedo más que observar sin poder hacer nada. No soy más que una carga para mi familia ... Sería mejor que no estuviera vivo. Solo la idea de que he hecho siempre lo que estaba en mi modesta mano, y de que no me permito un solo placer o distracción salvo los que mis estudios me ofrecen, me sostiene y, a veces, me protege de la desesperación.[21]

 

Quizá no fuera más que uno de los ataques de angustia propios de los adolescentes. Pero en cualquier caso, su padre pareció superar la crisis con su optimismo habitual. En febrero del año siguiente había obtenido los contratos de alumbrado público de dos pequeños pueblos situados cerca de Milán. «Estoy contento al pensar que para nuestros padres las peores preocupaciones han pasado —escribía Einstein a Maja—. Si todo el mundo viviera así, es decir, como yo, la escritura de novelas jamás se habría inventado.»[22]

La nueva vida bohemia de Einstein y su viejo carácter ensimismado hacen improbable que prosiguiera su relación con Marie Winteler, la dulce y algo voluble hija de la familia con la que se había alojado en Aarau. Al principio, él todavía le enviaba por correo cestas de ropa, que ella lavaba y luego le devolvía. A veces ni siquiera las acompañaba con una nota, pero ella trataba de complacerle de buen grado. En una carta, ella le decía que había tenido que «cruzar el bosque bajo una intensa lluvia» para llegar a la oficina de correos a fin de devolverle su ropa limpia. «En vano se esforzaron mis ojos en encontrar alguna pequeña nota, pero la mera visión de tu adorada letra en la dirección fue suficiente para hacerme feliz.»

Cuando Einstein le envió recado de que planeaba hacerle una visita, Marie se volvió loca de alegría: «Te agradezco de verdad, Albert, que quieras venir a Aarau, y no hace falta que te diga que contaré los minutos hasta que llegue ese momento —escribió—. No podría describir, puesto que no hay palabras para ello, lo dichosa que me siento desde que tu adorada alma ha venido a vivir y a entrelazarse con la mía. Te amaré por toda la eternidad, amor mío».

Pero él deseaba poner fin a la relación. En una de sus primeras cartas después de llegar al Politécnico de Zurich le sugería que se abstuvieran de escribirse. «Amor mío, no entiendo un solo párrafo de tu carta —le respondió ella—. Me escribes diciendo que ya no quieres mantener correspondencia conmigo, pero ¿por qué no, cariño? ... Tienes que estar muy enfadado conmigo para escribirme con tal rudeza.» Luego intentaba reírse del problema: «Pero espera, que ya recibirás la correspondiente regañina cuando llegue a casa».[23]

La siguiente carta de Einstein fue todavía menos amable, y en ella se quejaba de una tetera que ella le había dado. «La cuestión de que yo te enviara esa estúpida tetera no tiene por qué agradarte en absoluto mientras no puedas beber un buen té en ella —le respondió Marie—. Deja de poner esa cara de enfado que me mira desde todos los lados y rincones del papel de carta.» Luego le decía que en la escuela donde daba clase había un niño llamado Albert que se parecía a él: «Le quiero muchísimo —añadía—. Algo me pasa cuando me mira, y siempre creo que eres tú quien está mirando a tu cariñito».[24]

Pero después las cartas de Einstein se interrumpieron pese a los ruegos de Marie. Ella incluso llegó a escribir a la madre de Albert pidiéndole consejo. «El muy canalla se ha vuelto terriblemente perezoso —le respondió Pauline Einstein—. Yo llevo tres días esperando noticias suyas en vano; cuando esté aquí, tendré que leerle la cartilla.»[25]

Finalmente, Einstein dio por terminada la relación en una carta a la madre de Marie, en la que le decía que no iría a Aarau durante sus vacaciones escolares de aquella primavera. «Sería más que indigno por mi parte comprar unos pocos días de dicha al precio de un nuevo dolor —escribió—, del cual ya ha sufrido bastante la querida niña por mi culpa.»

Luego pasaba a hacer un análisis extraordinariamente introspectivo —y memorable— acerca de cómo había empezado a evitar el dolor de los compromisos emocionales y las distracciones de lo que él calificaba de «meramente personal», para retirarse al ámbito de la ciencia:

 

Me llena de una peculiar satisfacción el hecho de que ahora yo mismo haya de probar algo del dolor que he causado a la querida niña por mi falta de rigor y la ignorancia de su delicada naturaleza. El arduo trabajo intelectual y la contemplación de la naturaleza de Dios son los ángeles reconciliadores y fortificadores, aunque inexorablemente estrictos, que me guiarán a través de todos los problemas de la vida. ¡Si pudiera darle algo de ello a esta buena niña! Y sin embargo, ¡qué manera tan peculiar es esta de sobrellevar los temporales de la vida! En más de un momento de lucidez me parece que soy como un avestruz que entierra la cabeza en la arena del desierto para no percibir el peligro.[26]

 

Desde nuestra perspectiva, la frialdad de Einstein para con Marie Winteler puede parecer cruel. Pero las relaciones, especialmente las de los adolescentes, resultan muy difíciles de juzgar desde fuera. Se trataba de dos personas muy distintas, particularmente en el aspecto intelectual. Las cartas de Marie, en especial cuando ella se sentía más insegura, a menudo degeneraban en balbuceos. «Escribo un montón de tonterías, ¿no?, y seguro que ni siquiera lo leerás hasta el final (aunque no lo creo)», escribía en una. En otra decía: «Yo no pienso en mí, cariño, eso es del todo cierto, pero la única razón de ello es que no pienso en absoluto, excepto cuando se trata de algún cálculo tremendamente estúpido que requiere, para variar, que yo sepa más que mis alumnos».[27]

Con independencia de quien fuera la culpa, si es que hubo algún culpable, lo cierto es que no resulta sorprendente que acabaran siguiendo caminos distintos. Tras finalizar su relación con Einstein, Marie cayó en una depresión nerviosa que la llevó a perder con frecuencia días de clase, y unos años después se casó con el director de una fábrica de relojes. Einstein, por su parte, se recuperó de la relación cayendo en brazos de alguien que resultaría ser casi lo más distinto de Marie que uno podría imaginar.

 

 

MILEVA MARIC

 

Mileva Maric era la hija mayor y la preferida de un ambicioso campesino serbio que se había incorporado al ejército, había emparentado con una familia de modesta riqueza, y luego se había dedicado a asegurarse de que su brillante hija pudiera prevalecer en el mundo masculino de las matemáticas y la física. Ella había pasado casi toda su infancia en Novi Sad, una ciudad serbia que por entonces pertenecía a Hungría,[28] y había asistido a una serie de escuelas cada vez más exigentes, en todas las cuales había sido la primera de su clase, culminando su trayectoria cuando su padre convenció a la dirección del Gimnasio Clásico de Zagreb, exclusivamente masculino, para que le permitieran matricularse en él. Tras la graduación, en la que obtuvo las notas más altas en física y matemáticas, se dirigió a Zurich, donde se convirtió, justo antes de cumplir los veintiún años, en la única mujer de la sección del Politécnico en la que estudiaba Einstein.

Mileva, más de tres años mayor que Albert, afectada por una dislocación de cadera congénita que le hacía cojear, y propensa a sufrir brotes de tuberculosis y depresiones, no destacaba especialmente ni por su atractivo ni por su personalidad. «Muy inteligente y seria, menuda, delicada, morena, fea», así la describía una de sus amistades femeninas en Zurich.

Sin embargo poseía una serie de cualidades que Einstein, al menos durante sus románticos años escolares, encontraba atractivas: una gran pasión por las matemáticas y la ciencia, una melancólica profundidad y un alma cautivadora. Sus ojos hundidos miraban con una intensidad inquietante y su rostro mostraba un atractivo toque de melancolía.[29] Con el tiempo se convertiría en musa, compañera, amante, esposa, bestia negra y antagonista de Einstein, creando para él un campo emocional más potente que el de cualquier otra persona en su vida, que le atraía unas veces y repelía otras con una fuerza tal que un mero científico como él jamás sería capaz de descifrar.

Se conocieron cuando ambos entraron en el Politécnico, en octubre de 1896, pero su relación tardó un tiempo en surgir. Durante el primer año académico no hay indicio alguno, a juzgar por sus cartas o por sus recuerdos, de que fueran algo más que compañeros de clase. En el verano de 1897 sí decidieron, en cambio, ir juntos de excursión. Luego, en el otoño, «asustada ante los nuevos sentimientos que estaba experimentando» a causa de Einstein, Maric decidió abandonar temporalmente el Politécnico y, en su lugar, acudir a la Universidad de Heidelberg como oyente.[30]

La primera de las cartas a Einstein que se ha conservado, escrita unas semanas después de su traslado a Heidelberg, muestra indicios de una atracción romántica, pero también revela su confiado distanciamiento. Se dirige a Einstein con el término formal alemán Sie («usted»), en lugar de emplear el du («tú»), más íntimo. A diferencia de Marie Winteler, deja claro, bromeando, que no ha estado obsesionada con Einstein a pesar de que este le había escrito una carta inusualmente larga. «Ha pasado cierto tiempo desde que recibí su carta —decía—, y mi primer impulso habría sido responder de inmediato y agradecerle el esfuerzo de llenar cuatro largas páginas, y le habría hablado también de la alegría que me proporcionó con el viaje que hicimos juntos. Pero usted me decía que debía escribirle algún día que estuviera aburrida. Como soy muy obediente, he esperado y esperado a que llegara el aburrimiento; pero hasta ahora mi espera ha sido en vano.»

Algo que distinguía aún más a Mileva Maric de Marie Winteler era la intensidad intelectual de sus cartas. En la primera se mostraba entusiasmada por las clases a las que había asistido de Philipp Lenard, por entonces profesor agregado en Heidelberg, sobre la teoría cinética, que explica las propiedades de los gases en función de las acciones de millones de moléculas individuales. «La clase de ayer del profesor Lenard fue auténticamente genial —escribía—. Ahora está hablando de la teoría cinética del calor y de los gases. Así, resulta que las moléculas de oxígeno se desplazan con una velocidad de más de 400 metros por segundo, luego el buen profesor calculó y calculó ... y finalmente resultaba que, a pesar de que las moléculas se desplazan con esa velocidad, recorren una distancia de solo 1/100 del grosor de un cabello.»

La teoría cinética todavía no había sido plenamente aceptada por el estamento científico (como tampoco lo había sido, por cierto, la existencia de los átomos y las moléculas), y la carta de Maric indicaba que ella no tenía un conocimiento profundo del tema. Además, en todo ello había una triste ironía: Lenard sería una de las primeras fuentes de inspiración de Einstein, pero más tarde se convertiría también en uno de sus más acérrimos detractores antisemitas.

Asimismo, Maric comentaba algunas ideas que Einstein le había manifestado en su carta anterior acerca de lo difícil que resulta para los mortales comprender lo infinito. «No creo que haya que culpar a la estructura del cerebro humano del hecho de que el hombre no pueda entender la infinidad —escribía Mileva—. El hombre es muy capaz de imaginar la felicidad infinita, y debería ser capaz de entender la infinidad del espacio; creo que habría de resultar mucho más fácil.» En estas palabras también se vislumbra algo de la huida de Einstein de lo «meramente personal» a la seguridad del pensamiento científico: el hecho de que se considere más fácil imaginar el espacio infinito que la felicidad infinita.

Pero lo que resulta evidente en la carta de Maric es que también pensaba en Einstein de una manera más personal. Incluso le había hablado de él a su devoto y protector padre. «Papá me dio algo de tabaco para que me lo llevara, y se suponía que se lo tenía que dar a usted en persona —le decía—. Quería estimular su interés por nuestra pequeña tierra de bandidos. Yo se lo he contado todo de usted; un día tiene que volver usted conmigo inexcusablemente. ¡Seguro que los dos tienen mucho de que hablar!» El tabaco, a diferencia de la tetera de Marie Winteler, era un presente que sin duda habría gustado a Einstein, pero Maric le decía en broma que no se lo iba a enviar. «Tendría que pagar un arancel por él y entonces me maldeciría.»[31]

Aquella contradictoria mezcla de humor y seriedad, de despreocupación y vehemencia, de intimidad y desapego —tan peculiar, pero evidente también en Einstein—, debió de resultarle atractiva, ya que Albert la instó a que regresara a Zurich. En febrero de 1898 había tomado ya la decisión de hacerlo, y estaba entusiasmada. «Estoy seguro de que no lamentará su decisión —le escribió él—. Debe volver lo antes posible.»

Luego le hacía un esbozo de cómo daban las clases cada uno de los profesores (admitiendo que encontraba al que enseñaba geometría «algo impenetrable»), y prometía echarle una mano para ponerse al día con la ayuda de los apuntes que habían tomado él y Marcel Grossmann. El único problema era que probablemente no podría recuperar su «vieja y agradable habitación» en la pensión cercana. «¡Te lo mereces, pequeña fugitiva!»[32]

En abril ella estaba ya de regreso, en una casa de huéspedes situada a unas cuantas calles de la de él, y formaban ya pareja. Compartían libros, entusiasmos intelectuales e intimidades, y accedían mutuamente a sus respectivos pisos. Un día en que él olvidó de nuevo sus llaves y se encontró con que no podía entrar en su propio piso, acudió al de ella y le cogió prestado un ejemplar de un texto de física. «No te enfades conmigo», le decía en la notita que le dejó. Más tarde, aquel mismo año, una nota parecida destinada a ella rezaba: «Si no te importa, me gustaría venir esta noche a leer contigo».[33]

Sus amigos estaban sorprendidos de que un hombre apuesto y sensual como Einstein, del que se podría haber enamorado casi cualquier mujer, estuviera con una menuda y sencilla serbia que cojeaba y emanaba un aire de melancolía. «Yo jamás tendría el valor de casarme con una mujer que no estuviera completamente sana», le dijo un estudiante compañero suyo. Einstein repuso: «¡Pero es que tiene una voz tan adorable...!».[34]

La madre de Einstein, que había sentido verdadera adoración por Marie Winteler, albergaba parecidas dudas sobre la oscura intelectual que había venido a reemplazarla. «Su fotografía ha causado gran efecto en mi madre —escribía Einstein desde Milán, donde había ido a visitar a sus padres durante las vacaciones de primavera de 1899—. Mientras ella la estudiaba detenidamente, yo le dije con la más profunda simpatía: “Sí, sí, desde luego que es de las inteligentes”. Ya he tenido que soportar muchas bromas sobre ello.»[35]

Es fácil ver por qué Einstein sentía tal afinidad por Maric. Ambos eran espíritus gemelos que se percibían a sí mismos como estudiantes desapegados e independientes. Algo rebeldes frente a las expectativas burguesas, los dos eran intelectuales que buscaban como amante a alguien que fuera a la vez compañero, colega y colaborador. «Ambos entendemos muy bien la oscura alma del otro, y también tomando café y comiendo salchichas, etcétera», le escribía Einstein.

Él sabía hacer que ese «etcétera» tuviera connotaciones pícaras. Así, cerraba otra carta diciendo: «Saludos, etc., especialmente lo último». En otra, después de haber estado separados unas cuantas semanas, él le hizo una lista de las cosas que le gustaba hacer con ella: «Pronto estaré de nuevo con mi amada y podré besarla, abrazarla, tomar café con ella, regañarla, estudiar con ella, reír con ella, pasear con ella, charlar con ella, y así sucesivamente». Los dos se enorgullecían de compartir una peculiaridad: «Soy el mismo viejo bribón que siempre he sido —escribía él—, lleno de caprichos y travesuras, y tan temperamental como siempre».[36]

Pero Einstein amaba a Maric sobre todo por su mente. «Qué orgulloso estaré de tener a una pequeña doctora como amada», le escribió en cierto momento. Ciencia y romance parecían entrelazarse. En 1899, mientras estaba de vacaciones con su familia, Einstein se lamentaba en una carta a Maric: «Cuando leí a Helmholtz por primera vez no podía creer —y sigo sin poder— que estuviera haciéndolo sin que usted estuviera sentada a mi lado. Disfruto cuando trabajamos juntos, lo encuentro relajante y también menos aburrido».

De hecho, la mayoría de sus cartas mezclaban las efusiones románticas con los entusiasmos científicos, a menudo haciendo énfasis en estos últimos. En una de ellas, por ejemplo, Einstein anticipaba no solo el título, sino también algunos de los conceptos de su gran artículo sobre la relatividad especial. «Estoy cada vez más convencido de que la electrodinámica de los cuerpos en movimiento tal como hoy se presenta no se corresponde con la realidad, y de que será posible presentarla de una manera más simple —escribía—. La introducción del concepto de “éter” en las teorías de la electricidad ha llevado a la concepción de un medio cuyo movimiento puede describirse sin que, a mi entender, se le pueda atribuir significado físico alguno.»[37]

Aunque esta mezcla de compañerismo intelectual y emocional le resultaba atractiva, de vez en cuando Einstein recordaba la tentación del deseo más simple representada por Marie Winteler. Y con la falta de tacto que él hacía pasar por honestidad (o quizá debido a su malicioso deseo de tormento), se lo hacía saber a Mileva. Tras sus vacaciones de verano de 1899, Einstein decidió acompañar a su hermana para que se matriculara en la escuela de Aarau, donde vivía Marie. Escribió a Maric para tranquilizarla, asegurándole que no pasaría mucho tiempo con su antigua novia, pero la promesa estaba escrita de una manera que, acaso intencionadamente, resultaba más inquietante que tranquilizadora: «No voy a ir a Aarau tan a menudo ahora que la muchacha de la que tan perdidamente me enamoré hace cuatro años vuelve a casa —le decía—. En general me siento bastante seguro en mi alta fortaleza de calma. Pero sé que si la viera unas cuantas veces más, sin duda me volvería loco. De eso estoy seguro, y lo temo como al fuego».

Pero afortunadamente para Maric, la carta continúa con una descripción de lo que harían cuando volvieran a encontrarse en Zurich, un párrafo en el que Einstein mostraba una vez más por qué su relación era tan especial. «Lo primero que haremos será subir al Ütliberg», decía, refiriéndose a una elevación situada en las afueras de la ciudad. Allí podrían «deleitarse desempolvando nuestros recuerdos» sobre las cosas que habían hecho juntos en otras excursiones. «Ya imagino lo bien que lo pasaremos», añadía. Por último, con una retórica que solo ellos podían apreciar plenamente, concluía: «Y luego empezaremos con la teoría electromagnética de la luz de Helmholtz».[38]

En los meses siguientes sus cartas se hicieron todavía más íntimas y apasionadas. Él empezó a llamarla su Doxerl («muñeca»), además de «mi indómita pillina» y «mi golfilla»; ella le llamaba a él Johannzel («Juanito») y «mi travieso cariñito». A comienzos de 1900 ya se tuteaban, un proceso que se inició con una pequeña nota de ella que rezaba:

 

Mi pequeño Juanito:

Como me gustas tanto, y como estás demasiado lejos para que pueda darte un besito, escribo esta carta para preguntarte si yo te gusto tanto como tú a mí. Respóndeme enseguida.

Mil besos de tu

MUÑECA.[39]

 

 

LA GRADUACIÓN, AGOSTO DE 1990

 

Las cosas también le iban bien a Einstein desde el punto de vista académico. En sus exámenes parciales de octubre de 1898 había terminado el primero de su clase, con una media de 5,7 sobre un máximo de 6. El segundo, con un 5,6, era su amigo y encargado de tomar apuntes de matemáticas Marcel Grossmann.[40]

Para graduarse, Einstein tenía que hacer una tesis. Inicialmente le propuso al profesor Weber realizar un experimento para medir la velocidad con la que se desplazaba la Tierra a través del éter, la supuesta sustancia que permitía que las ondas de la luz se propagaran a través del espacio. La creencia generalizada, que él se encargaría de destruir con su teoría de la relatividad especial, era que si la Tierra se moviera a través de este éter acercándose o alejándose de la fuente de un rayo de luz, podríamos detectar una diferencia en la velocidad de la luz observada.

Durante su visita a Aarau hacia el final de las vacaciones de verano de 1899, Einstein trabajó sobre el tema con el rector de su antigua escuela en dicha población. «He tenido una buena idea para investigar el modo en que el movimiento relativo de un cuerpo con respecto al éter afecta a la velocidad de propagación de la luz», le escribió a Maric. Su idea implicaba construir un aparato que empleara espejos dispuestos en ángulo «de modo que la luz procedente de una sola fuente se reflejara en dos direcciones distintas», enviando una parte del rayo en la misma dirección del movimiento de la Tierra y la otra parte en dirección perpendicular a él. En una conferencia acerca de cómo descubrió la relatividad, Einstein recordaría que su idea era dividir un rayo de luz, reflejarlo en direcciones distintas y ver si había «una diferencia de energía en función de si su dirección era o no la misma que la del movimiento de la Tierra a través del éter». Ello podía hacerse —postulaba—, «empleando dos pilas termoeléctricas para examinar la diferencia del calor generado en ellas».[41]

Weber rechazó la propuesta. Einstein no estaba plenamente informado de que muchos otros habían realizado ya experimentos similares, incluyendo a los estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley, y ninguno de ellos había sido capaz de detectar evidencia alguna del desconcertante éter, o de que la velocidad de la luz variara en función del movimiento del observador o de la fuente luminosa. Tras discutir el tema con Weber, Einstein leyó un artículo redactado el año anterior por Wilhelm Wien, que describía brevemente 13 experimentos que se habían llevado a cabo para detectar el éter, incluyendo el de Michelson-Morley.

Einstein le envió al profesor Wien su propio trabajo especulativo sobre el tema, pidiéndole que le diera su opinión. «Me escribirá a través del Politécnico —le predijo Einstein a Maric—. Si ves que ahí hay una carta para mí, puedes cogerla y abrirla.» Sin embargo, no hay evidencias de que Wien le respondiera jamás.[42]

La siguiente propuesta de investigación de Einstein consistía en explorar la relación entre la capacidad de distintos materiales para conducir el calor y para conducir la electricidad, una relación sugerida por la teoría del electrón. Al parecer, a Weber tampoco le gustó la idea, de modo que Einstein se vio limitado, junto con Maric, a realizar un estudio meramente sobre la conducción del calor, que era una de las especialidades de Weber.

Posteriormente Einstein descartaría sus trabajos de graduación, que calificaría de «carentes de interés para mí». Weber puso a Einstein y Maric las notas más bajas de todos los trabajos de su clase, 4,5 y 4,0, respectivamente; Grossmann, en cambio, sacó un 5,5. Para más inri, Weber afirmó que Einstein no había escrito su trabajo siguiendo las pautas adecuadas, y le obligó a redactarlo de nuevo íntegramente.[43]

Pese a la baja puntuación obtenida en su trabajo, Einstein logró salir con una media de 4,9 en las notas finales, quedando el cuarto de una clase de cinco. Aunque la historia refuta el delicioso mito de que Einstein suspendía las matemáticas en la escuela secundaria, al menos sí ofrece como consuelo la curiosidad de que se graduara quedando casi el último de su clase.

Pero al menos él se graduó. Su media de 4,9 le permitió obtener su diploma aunque fuera por los pelos, lo que hizo oficialmente en julio de 1900. Mileva Maric, en cambio, sacó solo una media de 4,0, con mucho la más baja de su clase, y no se le permitió graduarse. Decidió, pues, que lo volvería a intentar al año siguiente.[44]

No resulta sorprendente que los años de Einstein en el Politécnico estuvieran marcados por el orgullo de considerarse un inconformista. «Su espíritu de independencia se reafirmó un día en clase cuando el profesor mencionó una suave medida disciplinaria que acababan de tomar las autoridades escolares», recordaría un compañero de clase. Einstein protestó. El requisito fundamental de la educación, consideraba, era la «necesidad de libertad intelectual».[45]

Durante toda su vida, Einstein hablaría con afecto del Politécnico de Zurich, pero también señalaría que no le gustaba la disciplina inherente al sistema de exámenes. «El obstáculo aquí era, obviamente, que uno tenía que meterse todo eso en la cabeza para los exámenes, le gustara o no —decía—. Esa coacción tuvo un efecto disuasorio tal, que una vez hube superado los exámenes finales, cualquier consideración sobre problemas científicos me resultó desagradable durante un año entero.»[46]

En realidad aquello no era ni posible ni cierto. Einstein se curó en unas cuantas semanas, y acabó llevándose unos cuantos libros de ciencia, incluyendo textos de Gustav Kirchhoff y Ludwig Boltzmann, cuando se unió a su madre y a su hermana bien entrado el mes de julio para pasar las vacaciones de verano en los Alpes suizos. «He estado estudiando mucho —le escribió a Maric—, sobre todo la célebre investigación de Kirchhoff sobre el movimiento del cuerpo rígido.» Admitía que su resentimiento contra los exámenes se había disipado ya. «Mis nervios se han calmado bastante, de modo que felizmente ya puedo volver a trabajar —le decía—. Y los tuyos ¿cómo están?»[47]